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lunes, octubre 31, 2005

"ESCUCHA, HOMBRECITO", Wilhelm Reich (Primera Parte) 

Te llaman "pequeño hombrecito", "hombre común" y por lo que dicen, comenzó tu era, la "Era del hombre común". Pero no eres tú quien lo dice, pequeño hombrecito, son ellos: los vicepresidentes de las grandes naciones, los importantes dirigentes del proletariado, los arrepentidos hijos de la burguesía, los hombres de Estado y los filósofos. Te dan un futuro, pero no te preguntan por el pasado.

Tú eres heredero de un terrible pasado, tu herencia te quema las manos, esto es lo que tengo para decirte. La verdad es que todos: el médico, el zapatero, el mecánico o el educador que quieren trabajar y ganar su pan, deben conocer sus limitaciones. Hace algunas décadas, tú, pequeño hombrecito, comenzaste a penetrar en el gobierno de la Tierra; el futuro de la raza humana depende, a partir de ahora, de la manera como pienses y actúes. Pero ni tus maestros ni tus señores te dicen cómo eres y piensas realmente, nadie osa dirigirte la única crítica que te podría convertir en el inquebrantable señor de tu destino. Apenas eres "libre" en un sentido: libre de la autocrítica que te permitiría conducir tu vida como tú quisieras. Nunca te escuché quejarte y decir: "ustedes me promueven a ser futuro señor de mí mismo y de mi mundo, pero no me dicen cómo hacerlo y no me señalan errores en lo que pienso y hago".

Dejas que los hombres en el poder lo asuman en tu nombre, pero tú permaneces callado. Confieres a los hombres que detentan el poder, todavía más poder para que te representen, hombres débiles o mal intencionados. Y sólo demasiado tarde reconoces que te engañaron una vez más.

Te entiendo, incontables veces te vi desnudo, psíquica y físicamente desnudo, sin máscara, sin etiqueta política, sin orgullo nacional, desnudo como un recién nacido o un general en calzones. Oí entonces tus llantos y lamentaciones; te escuché apelar, esperanzado, tus amores y desdichas. Te conozco, te entiendo y voy a decirte quién eres, pequeño hombrecito, porque creo en la grandeza de tu futuro, que sin duda te pertenecerá; por eso mismo, antes que nada, mírate a ti mismo. Va cómo eres realmente, escucha lo que ninguno de tus jefes o representantes se atreve a decirte:
Eres el "hombre medio", el "hombre común". Fíjate bien en el significado de estas palabras: "medio" y "común"...

No huyas, ¡ten ánimo y contémplale! "¿Qué derecho tiene este tipo para decirme eso?". Leo esta pregunta en tus amedrentados ojos, la oigo con su impertinencia, pequeño hombrecito; tienes miedo de mirar hacia ti mismo, tienes miedo de la crítica, tal como tienes miedo del poder que te prometen. ¿Qué uso darías a tu poder? No lo sabes. Ni siquiera te atreves a pensar que podrías ser diferente, libre en lugar de oprimido, directo en lugar de cauteloso, amando a plena luz y nunca más como un ladrón en la noche. Te desprecias a ti mismo, pequeño hombrecito, y dices: "¿quién soy yo para tener opinión propia, para decidir mi propia vida y tener al mundo por mío?" Y tienes razón: ¿quién eres tú para reclamar derechos sobre tu vida? Déjame decírtelo:
Difieres del gran hombre que verdaderamente lo es apenas en un punto: todo gran hombre fue, en otro momento, un pequeño hombrecito, pero él desarrolló una cualidad importante: la de reconocer las áreas en que había limitaciones y estrechez en su modo de pensar y actuar. A través de alguna tarea que le apasionase, aprendió a sentir cada vez mejor aquello que en su pequeñez y mediocridad amenazaba su felicidad. El gran hombre es, pues, aquel que reconoce cuándo y en qué es pequeño. El pequeño hombrecito es aquel que no reconoce su pequeñez y teme reconocerla; que trata de enmascarar su tacañez y estrechez de visión con ilusiones de fuerza y grandeza, fuerza y grandeza ajenas. Que se enorgullece de sus grandes generales, pero no de sí mismo; que admira las ideas que no tuvo, pero nunca las que tuvo realmente.

Que cree más arraigadamente en las cosas que menos entiende y que no cree en nada que le parezca fácil de asimilar.

Comencemos por el pequeño hombrecito que habita en mí:
Durante veinticinco años tomé la defensa, en palabra y por escrito, del derecho del hombre común a la felicidad en este mundo; te acusé, pues, de incapacidad para tomar lo que te pertenece, de preservar lo que conquistaste en las sangrientas barricadas de París y Viena, en la lucha por la independencia Americana o en la revolución Rusa. Tu París fue a parar a manos de Pétain y Laval, tu Viena a Hitler, tu Rusia a Stalin, y tu América bien podría conducirse a un régimen del Ku Klux Klan. Sabes luchar mejor por la libertad que preservarla para ti y los otros. Siempre lo supe. Lo que no entendía, sin embargo, era por qué cada vez que intentabas arrastrarte penosamente fuera del lodo, acababas hundiéndote todavía más. Después, poco a poco, a tientas y observando pacientemente alrededor, entendí lo que te esclaviza; TU, ERES TU PROPIO NEGRERO. Lo cierto es que nadie más que tú, es el culpable de tu esclavitud. ¡Nadie más que tú!, ¡soy yo quien te lo dice!

¿No lo habías escuchado, verdad? Tus libertadores te aseguran que tus opresores se llaman: Guillermo, Nicolás X, El Papa Gregorio XXVIII, Morgan, Krupp y Ford, y que tus libertadores se llaman Mussolini, Napoleón, Hitler y Stalin, pero yo afirmo:
¡Sólo tú puedes liberarte!

Esta frase, sin embargo, me hace vacilar.
Me nombro paladín de la pureza y la verdad. Pero ahora que se trata de decirte la verdad, vacilo, temiéndote a ti y a tu actitud hacia la verdad. La verdad es un peligro para la vida cuando es a ti a quien concierne. La verdad puede ser saludable o beneficiosa, pero no hay pueblo que no se lance sobre ella para defraudarla. De otro modo, no serías lo que eres y no estarías donde estás.

Intelectualmente, sé que debo decir la verdad a toda costa, pero el pequeño hombrecito que se alberga en mí me advierte: estúpido, te expones, te entregas al pequeño hombrecito.

El pequeño hombrecito no está interesado en escuchar la verdad acerca de sí mismo; no desea asumir la gran responsabilidad que le corresponde, que es suya, quiéralo o no. Quiere permanecer así, o cuando mucho quiere volverse uno de esos grandes hombres mediocres , ser rico, jefe de un partido, de la Asociación de Veteranos de Guerra, o secretario de la Sociedad de Promoción de la Moral Pública. Pero asumir la responsabilidad de su trabajo, alimentación, alojamiento, transporte, educación, investigación, administración pública, explotación minera, eso nunca.

Y el pequeño hombrecito que se acoge dentro de mí agrega: "ahora eres un gran hombre conocido en Alemania, Austria, Escandinavia, Inglaterra, Estados Unidos, Palestina. Los comunistas te atacan, los "defensores de los valores culturales" te odian, los enfermos que curaste te admiran, los que sufren de la peste emocional te persiguen. Escribiste doce libros y ciento cincuenta artículos sobre la miseria de la existencia, sobre el sufrimiento del hombre común. Tus trabajos son enseñados en las universidades; otros grandes hombres igualmente solitarios, confirman tu prestigio y te colocan entre los mayores intelectos de la historia de la ciencia. Hiciste uno de los mayores descubrimientos científicos en muchos siglos, el de la energía cósmica de la vida y las leyes de la materia viva, convertiste al cáncer en un fenómeno comprensible. Has dicho la verdad; por todo esto fuiste perseguido de país en país; descansa ahora, goza de los frutos de tu éxito, de tu prestigio, en pocos años tu nombre será conocido por todos, basta ya con lo que hiciste. Recógete ahora a reposar, a estudiar la ley funcional de la naturaleza".

Esta es la conversación del pequeño hombrecito dentro de mí y que te teme a ti, pequeño hombrecito.

Durante mucho tiempo estuve en contacto contigo porque conocía tu vida a través de mi propia existencia y porque quería ayudarte. Me mantuve cerca de ti, porque veía que te era útil y que aceptabas mi ayuda con placer, no pocas veces con lágrimas en los ojos. Sólo después percibí que aceptabas mi trabajo pero que no eras capaz de defenderlo. Lo defendí, y luché para ti, por ti. Fue entonces que tus jefes lo destruyeron, y tú los seguiste en silencio. Seguí en comunión contigo, tratando de encontrar la manera de ayudarte sin zozobrar, fuera como tu dirigente, fuera como tu víctima.

Y el pequeño hombrecito que reside en mí intentaba convencerte, "salvarte", merecer el respeto que consagras a las matemáticas superiores, por no tener la mínima idea de lo que son. Cuanto menos entiendes más aprecias. Conoces a Hitler mejor que a Nietzche, a Napoleón mejor que a Pestalozzi. Cualquier monarca significa más para ti que Sigmund Freud. Al pequeño hombrecito que vive en mí le gustaría tenerte en las manos mediante el proceso habitual de recurrir al redoble de los jefes.

Te temo sin embargo, cuando mi pequeño hombrecito desea "conducirte hacia la libertad", y eso porque podrías descubrir la misma identidad mediocre en ti y en mí, y asustado, matarte en mi persona. Fue por eso que dejé de ser esclavo de tu libertad y de desear morir por ella.

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