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miércoles, junio 06, 2007

comunismo cognitivo! 



Reproduzco a continuación fragmentos del libro de Emmanuel Rodríguez "El gobierno imposible", descargable íntegramente en el sitio de Traficantes de Sueños. Esta es la parte final del brillante e indispensable (aunque muy discutible) capítulo "Los cercamientos de la inteligencia colectiva", que se encuentra también en internet separado del libro. El croquis es de G. Debord, 1957, y se encuentra dentro de una gran cantidad de nuevos materiales subidos por los camaradas de Not Bored recientemente a su sitio (ver What´s New en la parte superior de su página de entrada). Canción del día" I don´t care about you, fuck you!", de Fear. Cambio y fuera.


Creación colectiva y estrategias corporativas en la industria cultural

Las mercancías culturales de consumo de masas -libros, música, cine y juegos multimedia- componen uno de los frentes abiertos en esta batalla por la redefinición de las reglas de producción y explotación del conocimiento. En estos últimos años se certifica una fuerte ofensiva, impulsada por las corporaciones discográficas y las grandes editoriales, que trata de modificar la norma jurídica de forma restrictiva: redefinición de los derechos de propiedad intelectual y endurecimiento de las penas a la llamada «piratería intelectual».

La amenaza al monopolio de estas compañías deriva de un doble movimiento que pocas veces se reconoce como un despliegue único. En primer lugar, el abaratamiento acelerado de los costes de edición y la multiplicación de los dispositivos digitales de memoria ha permitido la entrada en escena de una nueva empresarialidad de orden vocacional que, con muy pocos medios, puede competir en el mercado con productos especializados de alta calidad. La aparición de estos nuevos vectores de autoempresarialidad ha obligado a las grandes compañías a redoblar sus esfuerzos en publicidad -inversión relacional y simbólica- en orden a conservar el carácter oligopolista del mercado.

Al mismo tiempo, las grandes compañías han promovido grandes holdings en los sectores de distribución y venta al público -las grandes cadenas de discos y libros. La consecuencia combinada del mantenimiento de la estructura oligopolista y del aumento de los gastos de promoción ha disparado los precios muy por encima del IPC.
En segundo lugar, los límites técnicos y sociales al mantenimiento de un fuero de privilegio monopolista son cada vez mayores. La reducción de los costes de reproducción hace cada vez más impensable y más insoportable tener que pagar por la distribución de los productos cognitivos. El propio desarrollo tecnológico, de la mano de los entusiastas de la libertad de acceso a la información, ha fomentado la difusión de dispositivos de copia gratuitos. Este es el caso de MP3 que permite el intercambio pair to pair de archivos musicales, o de las bibliowebs en el caso del libro, o del software libre en la producción de aplicaciones informáticas. Una suerte de autoprotección o antivirus contra las estrategias de fragmentación y apropiación de los saberes.

Naturalmente, ninguna argumentación que apele al servicio social que supuestamente prestan estas empresas, ya sea en lo que se refiere al «estímulo de la creación», como en lo que respecta a los capítulos de reproducción y distribución, se sostiene con un mínimo de rigor. Sobre este último aspecto los reproductores digitales y la red son infinitamente más eficaces y más baratos que los medios tradicionales de edición en soportes físicos comercializables en tiendas o almacenes. Por el contrario, estos soportes tradicionales distribuidos en el circuito comercial están artificialmente encarecidos e incorporan, de hecho, un sobreprecio derivado de la estructura oligopolista del mercado y de los gastos de promoción.

En cuanto al argumento que sostiene la importancia de la empresa como exclusivo medio de remuneración de los «creadores» y la necesidad de mantener los derechos de propiedad como forma única para «proteger» la producción cultural, la respuesta es necesariamente más larga. En primer lugar, la mayor parte de la producción musical y editorial no produce verdaderos beneficios para los autores. Más del 95% de los «creadores» inscritos en la SGAE (la Sociedad General de Autores y Editores en España) no alcanza a ingresar el salario mínimo interprofesional en concepto de derechos de autor. Esto es, su trabajo es esencialmente vocacional y se remunera por otros medios. Los derechos de autor, por otra parte, representan una parte mínima del valor de los productos -entre el 6 y el 10% en el libro, menos incluso en el disco-, que además no se suele percibir debido a la práctica habitual del pago por obra o por proyecto. Efectivamente, la compañía negocia normalmente la cesión absoluta de los derechos de autor. De este modo, los derechos de autoría no son tanto un medio de remuneración de los novelistas, los compositores o los artistas, como un instrumento fundamental de apropiación capitalista de sus creaciones.
De otro lado, los derechos de propiedad intelectual se imponen de una forma totalmente arbitraria en relación con la naturaleza cooperativa de la producción cultural. Ni en el menos evidente de los casos se puede seguir sosteniendo la noción romántica del «autor» o del «creador». Hoy, cada obra es el resultado de un proceso de síntesis recombinante, en la que operan líneas colectivas irreductibles a la noción de individuo. De un modo absolutamente cínico, las grandes compañías explotan un concepto caduco, condensado en la idea del genio y fundado en una suerte de biologicismo ingenuo y de «self-made» adscrito a la singularidad artística.
Los gestores de la industria cultural conocen el carácter colectivo de la autoría, por eso mismo son capaces de explotarlo. Producen grandes estrellas mediáticas, de facto logos empresariales que agrupan y dirigen el consumo. En términos de calidad e innovación, las marcas de la industria cultural -novelistas reconocidos, artistas celebres, el top 40 de cada año- rara vez representan aportaciones interesantes o significativas. Su principal valor consiste en su «facilidad», asimilable al sentido estético común de los sectores mayoritarios de los consumidores. Es decir, los grandes logos de la industria cultural son precisamente vectores de síntesis, muy modestos por otra parte, de elementos y composiciones previas que han logrado cierto éxito comercial. Las grandes compañías saben que ésta es la única condición de posibilidad para comercializar un producto cultural y por eso parece legítima cualquier mínima variación o modificación de una partitura o de un texto, siempre y cuando no sea literal, para producir nuevas mercancías «de éxito».

En una palabra, las grandes corporaciones no estimulan, ni añaden nada al proceso colectivo de creación. Por el contrario y según la formula de los Wu Ming,8 es en la «república democrática de los lectores» y en la generalización de los medios de autoproducción cultural donde se puede reconocer el sujeto vivo de la innovación.
El derecho de propiedad en la industria cultural se desenvuelve de una forma contradictoria: 1) con relación a una individualidad jurídica -el autor- que realmente no es el sujeto de la creación y tampoco el usufructuario de la misma, y 2) con relación a un estatuto de la obra que confiere derechos a modificaciones mínimas en el código del producto. Sólo sobre este doble pilar jurídico (creación = obra = autor y mínima-diferencia = creación) se sostiene el entramado de explotación cognitiva de la industria cultural.

Y sin embargo, el intento de distribuir la creación por los medios jerárquicos del oligopolio de mercado, está ahora amenazado de muerte por la expansión de los reproductores digitales y los grupos de autoproducción. En ésta nueva coyuntura, las grandes compañías han constituido un lobby de presión, dirigido fundamentalmente a reforzar su posición privilegiada en el mercado por medio del endurecimiento de las leyes de propiedad. La aplicación de las medidas antipiratería, la extensión de los derechos de autor a la copia privada o la imposición de un canon sobre las fotocopias o sobre los CDs vírgenes demuestran el carácter fuertemente reactivo de su política.

No obstante, la aplicación de estas políticas represivas y criminalizatorias sobre las posibilidades abiertas con las tecnologías de reproducción digital puede, de hecho, tener un efecto boomerang, que se manifieste en una involución neta de esta dimensión «cultural» de la excedencia subjetiva.

No es, en absoluto, inimaginable la aplicación represiva de leyes cada vez más duras contra la copia y el préstamo que podrían derivar en un efectivo retroceso de las posibilidades de compartir y producir nuevos saberes. En el curso pasivo de la tendencia a la socialización de las nuevas tecnologías de reproducción, las grandes compañías tienen perdida toda la partida y por eso no descartan soluciones represivas de largo alcance. El régimen de la inteligencia distribuida9 por los grandes oligopolios de la industria cultural está condenado por la propia evolución de los sistemas de reproducción digital, a no ser que la solución represiva y oligopolista, por otra parte de dudosa viabilidad, consiga invertir el curso de los acontecimientos.

El problema de fondo es un problema de márgenes de beneficio que se encuentra ante la imposibilidad de adecuar el precio de la mercancía cultural a sus costes reales de producción y a la remuneración efectiva de los creadores. Mensurar en términos de tiempo y esfuerzo las interacciones sociales que contribuyen a la producción de bienes cognitivos es una tarea imposible. En la actualidad, el precio de una melodía, de un programa informático o de un libro tiene más que ver con la capacidad de una compañía para imponer en el mercado su producto, que con cualquier otra razón económica.

De todas formas, el problema de la remuneración de los creadores permanece sin resolver. Las soluciones sólo puedan ser abordadas, quizás, desde un punto de vista radicalmente distinto al que sostienen los departamentos de relaciones públicas de las grandes empresas. Si se reconoce la centralidad de la cooperación social en los procesos de producción cultural, deberemos también reconocer que este sujeto difuso lejos de ser remunerado justamente, está sometido a un régimen de explotación intensivo sin la contraparte de un sistema institucionalizado de redistribución de la renta.

La no remuneración deriva de la falta de visibilidad y de reconocimiento de la naturaleza colectiva de la creación y de su carácter esencialmente cooperativo, antitético con la idea biologicista del genio, pero también de la falta de experiencias de autoorganización que aprovechen abiertamente esta dimensión cooperativa y abierta del general intellect.

Autoorganización y pasión civil en el software libre

En una de las campañas que recientemente han promovido las grandes compañías del disco y la edición en pro del endurecimiento de las leyes de copyright y la criminalización del derecho de copia, un grupo de activistas realizó una acción de denuncia con una consigna enormemente audaz: «la creación se defiende compartiéndola».

Quizás haya pocos logos más ajenos a nuestra tradición cultural empeñada en encumbrar la originalidad y el genio, estrictamente ligados a la noción de individuo. Sin embargo, esta consigna parece ser el título del modelo más óptimo de producción de conocimiento y cultura en la era postfordista.
Ciertamente, podríamos ser más comedidos. Es una exageración reconocer en este enunciado una posición fuerte de ruptura. En buena medida, la universidad y los saberes académicos, la ciencia y las humanidades han conseguido sus mejores resultados, y con ello han logrado acumular un cuerpo de conocimiento increíble, gracias a las prácticas de socialización y comunicación libre de la información. Con un ejemplo obsceno: si la ley de atracción de los cuerpos descubierta por Newton hubiera sido patentada, muy difícilmente hubiera sido pronunciada la teoría de la relatividad o la mecánica cuántica. El conocimiento ha encontrado en este modelo de democracia básica -libre circulación de la información, libertad de expresión, libertad de juicio, posibilidad siempre abierta de discusión y refutación- el único marco de despliegue posible.

Por el contrario, la argumentación a favor de las patentes y de los derechos de autor arranca de la combinación histórica de dos ordenes de discurso con genealogías históricas muy distintas.

Por un lado, la revolución industrial se ha apoyado sobre una legislación que permitía al autor -en su defecto, la empresa que compraba la patente- mantener unos derechos de exclusividad sobre el resultado de su trabajo. Las leyes de patentes se aprobaron, en principio, como una forma de reconocer una cierta ventaja de salida para los agentes sociales y económicos que estimularan la innovación tecnológica. Una suerte de derecho de exclusividad -por supuesto, objeto de transacción- que compensaba los costes de investigación y animaba así, la búsqueda de nuevas aplicaciones.

Por otro lado, la idea de autor se ha construido sobre un sustrato cultural difuso ligado a la constitución, desde la época renacentista, de las Bellas Artes. La noción romántica de autor, indisociable de la figura de la individualidad -de su trayecto biográfico, de sus deseos y sus tormentos-, parecía suponer una lazo indeleble entre creador y obra, ésta última como prolongación paradójica del mismo. Como hemos visto, este nexo sigue sosteniendo la política de derechos de autor en la industria cultural.

Esta doble raíz genérica de la propiedad intelectual está sin embargo refutada en un terreno que, de forma nada casual, se considera estratégico para el actual ciclo económico.

La producción de software -sistemas operativos, lenguajes y aplicaciones informáticas-, que en principio parece ligada al ámbito técnico, parece ser más efectiva y más útil socialmente si se realiza sobre un modelo que ha abandonado tanto el concepto de premio a la innovación en términos de exclusividad de uso, como cualquier devaneo narcisista ligado a la concepción tradicional autor.
En la producción del software libre (free software) se ensaya un nuevo paradigma de auto-producción creativa, desligada a un tiempo de la lógica de apropiación capitalista como de la necesidad de centralización autoritaria y de la individualición subjetiva de la creación. Se trata de un paso importante en las posibilidades, realistas hasta la intemperancia, de emancipación y de autoorganización del general intellect; por paradójico que parezca asistimos a la gestación de los primeros embriones de los soviets del trabajo cognitivo.

La Free Software Foundation (FSF), la institución más prestigiosa en el ámbito hacker, define:
Software libre se refiere a la libertad de los usuarios para ejecutar, copiar, distribuir, estudiar, cambiar y mejorar el software. De modo más preciso, se refiere a cuatro libertades de los usuarios del software:
• Libertad 0, de usar el programa con cualquier propósito.
• Libertad 1, de estudiar cómo funciona el programa, y adaptarlo a tus necesidades. El acceso al código fuente es por tanto una condición previa.
• Libertad 2, de distribuir copias con las que puedes ayudar a tu vecino.
• Libertad 3, de mejorar el programa y hacer públicas las mejoras a los demás, de modo que toda la comunidad se beneficie. El acceso al código fuente es, de nuevo, un requisito previo para esto.

Un programa es software libre si los usuarios tienen todas estas libertades. Así pues, deberías tener la libertad de distribuir copias, sea con o sin modificaciones, sea gratis o cobrando una cantidad por la distribución. El ser libre significa -entre otras cosas- que no tienes que pedir o pagar permisos.10

Curiosamente el software libre coloniza un territorio -de hecho lo produce- que se localiza en las antípodas de la ingeniería capitalista. El software libre se distancia del software propietario no tanto por lo que se refiere a su gratuidad como por este conjunto de libertades que para sus representantes son parangonables a la libertad de expresión. Construir un programa de acuerdo con el principio de la open source (código fuente abierto) y, por lo tanto, expresar un máximo de publicidad y de voluntad de contagio y seducción -cualquiera puede tomar y modificar el programa a su antojo- supone una modificación radical de la norma jurídica.
En este sentido, la fsf ha dado cobertura a la llamada General Public License (gpl), que precisamente asegura el carácter público y abierto de la propiedad. De este modo, la gpl garantiza que el programa pueda seguir siendo libre, que no pueda ser objeto de apropiación privada.

Pero la fuerza del software libre no radica tanto en esta declaración de intenciones, en la adopción de un articulado constitucional que toma como principio el rango público de los programas, como en su potencia constituyente, en su capacidad de movilizar un nuevo modo de producción cooperativo que resulta más eficaz y que tiene mayores utilidades sociales que las formas tradicionales de subordinación del trabajo cognitivo a la formación de capital. De modo fuerte, se podría decir que el software libre inaugura un medio de autoproducción del general intelect no sometido a mando.11

En primer lugar, el software libre se funda en la producción cooperativa. En ningún otro caso se comprende mejor lo que hemos llamado rendimientos crecientes. El open source permite a distintas comunidades programadores y usuarios introducir cambios en las líneas de programación, modificar y mejorar los programas. Precisamente, esta libertad de acceso a la información, y de poder modificarla de acuerdo con los intereses específicos de cada programador o usuario, permite testar y mejorar los productos de un modo que no está al alcance de ninguna empresa. Según la sentencia de un conocido hacker «si se tienen las miradas suficientes, todas las pulgas saldrán a la vista».12

De este modo, la programación hacker traza líneas de cooperación absolutamente inalcanzables para un equipo de programadores a sueldo de una sola empresa. En cada proyecto de software libre colaboran decenas, cientos e incluso miles de programadores y usuarios que señalan problemas y descubren soluciones de acuerdo con sus situaciones y especializaciones concretas. La enorme potencia de este modelo en red viene señalada por los propios productos de software libre. Por supuesto, el buque insignia, GNU/Linux -el sistema operativo desarrollado mayoritariamente bajo licencia GPL- se muestra bastante más eficaz y con una arquitectura, a un tiempo, más compleja y más bella que la de Windows.

Por otra parte, el desarrollo del software libre como el desarrollo de la red está ligado a una nueva figura, el hacker. La palabra hacker designa en principio a un entusiasta de cualquier actividad. En la jerga de los programadores señala a aquellas personas que se dedican a programar de forma apasionada. El acento se coloca en el aspecto voluntario y vocacional de la actividad. Nótese bien, que la ética hacker no tiene nada que ver con una moral de la abnegación o el servicio y mucho menos con la moral protestante que considera el trabajo una prescripción, una obligación.13 Al contrario es la capacidad de producir, de crear, de comunicar, la que anima la actividad de programación.

Además, la actividad hacker está atravesada por una dimensión estrictamente social. La genealogía de la informática hacker es, de hecho, una genealogía política, que esta estrechamente ligada a los desarrollos de la contracultura californiana. Internet nació como una red ciudadana entre departamentos universitarios y equipos de investigación animada por estudiantes inquietos del ambiente político y contracultural de Berkeley y San Francisco. El primer ordenador personal fue desarrollado por un grupo de hackers liderado por Steve Wozniak. Incluso Bill Gates se formó en este medio tan extravagante desde una perspectiva tradicional de la tecnología.

El carácter cooperativo de la producción de software libre y la ética entusiasta y vocacional de los hackers es congruente con una cierta forma de pasión civil. Se trata de poner en común una información y unos programas que pueden ser útiles a la comunidad en la medida que lo son ya a los productores y a los usuarios más implicados en el proceso de producción. Aparece, así, una nueva figura del benefactor social, que no tiene nada que ver con el viejo filántropo paternalista, sino que se presenta como un actor apasionado y deseoso de comunicar.

De este modo, en el software libre se da una coincidencia no casual entre una alta composición técnica del trabajo cognitivo, un modelo cooperativo fundado en la libertad de acceso a la información y la pasión civil que prima el valor social de las aplicaciones sobre cualquier otro criterio de rentabilidad. El software libre refleja una nueva composición del trabajo que aplica y organiza, de un modo más efectivo, aquellas características generales que reconocíamos en el trabajo cognitivo: la centralidad de la cooperación, la identificación medios de producción-cerebro del trabajador, el uso creativo del conocimiento, la espiral de rendimientos crecientes y el trabajo como un flujo tendido. En una palabra, el modelo del software libre parece organizar, de un modo creativo y generoso, las capacidades del general intellect. Un dispositivo de producción expansivo y de alto valor social que prescinde de las formas de mando y organización características de la empresa capitalista.

En esta dirección, frente al modelo cooperativo de la comunidad hacker, la reacción del Estado y las grandes compañías de software es absolutamente paradójica. En el caso de las empresas, parece que por un lado reconocen en el software libre una amenaza. Organizan estrategias similares a la que ofrece cualquier mercado: publicidad, marketing, reserva de derechos propiedad, ocultamiento del código fuente, secreto industrial. Sin embargo, y por otra parte, se ven forzadas a reconocer también las virtudes más que potenciales del modelo hacker. Netscape, nada sospechosa de veleidades anticapitalistas, ha desarrollado sus últimas versiones de acuerdo con el modelo del open source y de la cooperación en red. Y paradójicamente, Microsoft sólo ha conseguido imponerse como sistema operativo hegemónico permitiendo la piratería masiva de su productos.

La legislación es también contradictoria, pero mucho más peligrosa. La posibilidad de patentar los métodos de programación, ya vigente en Estados Unidos, y en estudio en Europa,14 está dando lugar a situaciones contradictorias que amenazan con agotar la capacidad de crecimiento del software libre. Por un lado se ha dado curso a patentes de métodos totalmente triviales.15 Por otra parte, las leyes de patentes han abierto la posibilidad de registrar métodos de programación y patentar, de este modo, los algoritmos que permiten la resolución de ciertos problemas comunes en la programación informática. ¡Si este principio se hiciese extensible al uso de la lengua o al desarrollo de las matemáticas se tendría también derecho a registrar la sintaxis y las fórmulas matemáticas!

La producción de norma jurídica dirigida a la captura del exceso cognitivo demuestra, aquí, una arbitrariedad y una ambivalencia insalvables, que pueden desencadenar procesos de involución o de destrucción de la saberes comunes. Las leyes de patentes del software han destacado, en este punto, por su carácter especialmente contraproducente y confuso.

La mayoría de las grandes empresas patentan métodos de programación que utilizan en sus programas con una finalidad meramente defensiva. Las patentes son ante todo, una garantía que permite eludir los tribunales frente a otras compañías. Por otra parte, el efecto que puede tener la aplicación de estas leyes a la producción de software libre puede ser sencillamente catastrófico; un eficaz disuasorio para muchos programadores que realizan su actividad libremente, pero que de acuerdo con estas directivas se encontrarían indefensos ante un posible juicio por «apropiación ilegal» de métodos de programación.

En resumen, el software libre es quizás el caso más avanzado de autoorganización del trabajo cognitivo sobre el plano de una radical inmanencia de los rasgos genéricos de la intelectualidad de masas. Por eso, su especial significado político. Estos primeros ensayos de autoorganización de la cooperación social se muestran como las primeras pistas en una completa inversión del concepto de riqueza. Un concepto de riqueza gobernado por el ethos vocacional, por la pasión de producir y comunicar.
El software libre es, así, una proyección de las virtualidades de la autoorganización del general intellect. Por el contrario, la versión negativa de una producción de saberes sometida al mando del capital se puede reconocer, de forma trágica, en las biotecnologías y, en especial, en la expansión de los Organismos Genéticamente Modificados (OGM). En este campo de investigación las aplicaciones tecnológicas, dirigidas por las grandes corporaciones, están orientadas en su mayoría por criterios que tienen un valor social negativo.

Hasta la fecha, la extensión de los OGM ha contribuido a reducir la biodiversidad de los cultivos, ha producido importantes manchas de contaminación genética en variedades cercanas, riesgos reconocidos para la salud y una mayor dependencia de las grandes compañías en materias de adquisición y venta de las semillas. Y esto sin mencionar algunos de sus efectos sociales previsibles, como son la ruina de buena parte de los sistemas de agricultura tradicional y la desposesión de una multitud de pequeñas economías campesinas en las grandes periferias agrarias del Sur.
La sociedad del conocimiento se presenta, por lo tanto, como un posible horizonte emancipatorio -e incluso como una realidad en expansión- sólo si se considera la posibilidad de la autoorganización efectiva del general intellect. Autoorganización siempre contrapuesta a los mecanismos de captura y subordinación capitalistas.


Copyright © 2003 Emmanuel Rodríguez
Se otorga permiso para copiar y reproducir este documento completo en cualquier medio siempre que se haga de forma literal y se mantenga esta nota

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