lunes, mayo 26, 2008
inmediatismo ahora
Un hecho fundamental destaca en la cultura mediática de la imagen, y es que el Poder ha sabido utilizarla como evidencia vanguardista de su discurso, convirtiéndola en el fundamento de sus fines: la instrumentalización de lo imaginario. Así, el poder ha encontrado en la imagen una herramienta insospechadamente eficaz y estetizante que a la vez que instaura el orden objetivo de la apariencia y del espejismo, hace aceptable su transparente violencia.
Para llegar a este estado de cosas, era preciso hacer ingresar la llamada libertad de expresión en las dinámicas liberales de la “sensura” (censura de sentido, término acuñado por el poeta francés Bernard Nöel), para hacerla reaparecer, tras un desplazamiento apenas perceptible, bajo un nuevo nombre: libertad de representación, concepto sin duda más cercano al de libre mercado con el que se asocia. Gracias a esta tergiversación, que toma la forma de un cataclismo, la representación está ocupando cada vez más un puesto preferente con respecto a la imaginación, hasta el punto de que podemos afirmar que la imaginación, regida ahora por las leyes de la representación, está perdiendo toda connotación de interioridad. Esto es, desde luego, un desastre que promete arrasar con el antiguo “pecado de pensamiento” que nos unía a la visión (1). Y no debería parecer apocalíptico decir, junto a los críticos de la sociedad cibernética y telemática, que ya no vemos porque hemos dejado de pensar e imaginar y hemos pasado a representar y a visualizar (aunque esto no es todo, como trataremos de hacer notar más adelante). El desencadenamiento abrumador de imágenes en nuestros días viene a decirnos, por una parte, que la imagen ha sido liberalizada, y por otra que ha sido liberado un imaginario que amenaza con volverse real. De hecho, ya apenas tenemos una imagen mental (íntima y singular) del propio mundo, del que cada vez tenemos más noticias, sí, es decir, del que cada día se nos notifica más su ausencia, puesto que somos a diario apartados más y más de su relieve, de sus accidentes del terreno, de su fisicidad en suma. Y esto, en la medida en que viene siendo, a causa del fenómeno pantalla, laminado, allanado. Sea a través del televisor, de los monitores de vídeo, de la fotografía (“artística” o documental da lo mismo) y muy especialmente a través del llamado internet (hoy, encarnación inigualable de la “máquina descerebradora” de Jarry) el mundo es permanentemente escenificado, queremos decir, diferido en directo.
Tenemos, así, cumplida cuenta de una de las funciones más nocivas y eficaces de la actual orgía de imágenes. De continuo somos distanciados más y más del mundo conforme a la paradoja propia de la velocidad de información: levantar una pantalla de transparencia que deslumbra la mirada a causa de la fascinación que produce, primer paso que se da para suprimir la relación física del ojo con la materia. De este modo, la imagen proyecta y prolonga su interferencia sobre el mundo en tanto en cuanto crece su dinámica desmaterializante. Aún más, obra sin apenas traumatismos visibles la separación del cuerpo de la tierra, de la mente de la tierra, de la sombra de su cuerpo. Así descuaja al hombre de su relación con lo telúrico, con lo ancestral, con lo inextirpable, y lo fija al delirio de gravitación, falsa vía de escape del ciclo vital de la muerte.
Pero lo cierto es que la imagen de la que hablamos encanta, no duele, no es brutal, ni siquiera desagradable, es eminentemente “artística” y se viste, indistintamente, con los ropajes de lo surreal, de lo conceptual, de lo abstracto. No atiende a diferencias. Rompe los estilos. Disuelve las categorías. Se torna vanguardista o posmoderna o situacionista. Tan grande es el conocimiento de las distintas formas estéticas (o poéticas) que han atravesado el siglo XX, y tan descomunales los medios técnicos de los que disponen los dueños de la imagen, que se puede adornar la vida cotidiana con una belleza fantasmal que legitima en el plano sensible la terrible mutación de la realidad en algo ficticio. No exageramos si decimos que la realidad se ha vuelto imaginaria, lo que supone afirmar, por su reverso, que lo imaginario se ha vuelto real. Y no es impreciso del todo aseverar que se está consiguiendo llegar a aquél punto en el que las contradicciones cesarían en su enfrentamiento. Que esto es una perversión de lo formulado por André Breton lo sabemos, entre otras razones porque la imagen espectacular, que parece cumplir y materializar todos los sueños y deseos, incita a la pasividad y a la inmovilidad, no a la transformación de la realidad; la acción queda relegada a medida que la imagen avanza, haciendo imposible la unión de la imagen (de la poesía, de lo imaginario) y de la acción, por lo que la supuesta síntesis de contrarios es falsa, tratándose más bien de una disociación. Pero no es menos cierto que la imagen dinamiza en el terreno de lo social una confusión de lo antagónico que cada vez más se derrama en cascada sobre el aparato afectivo de cada uno de nosotros, magnetizados por su conjuro, y que afianza una vida telemizada que sustituye a la vida vivida. Porque ahora, más que de mundo representado, podemos hablar ya de delirio de simulación, en la medida en que la imagen está destinada a formar la conciencia humana siguiendo una dirección sustitutiva de ésta.
Por otro lado, es evidente que la pérdida de sustancia que ha experimentado lo que llamamos realidad no se deberá tan sólo al dominio de la imagen y de los medios de comunicación. Porque las imágenes no son sino una herramienta, una técnica más que utiliza la clase dominante para asegurar la organización social que le conviene, lo que no se contradice con el hecho objetivo de que el sistema ideológico-técnico de las imágenes cobre a veces una dinámica propia, un desarrollo autónomo cuyos efectos, aunque imprevistos, no hacen sino reforzar el proceso general del que ese sistema ha nacido y al que sirve en última instancia.
Así pues, es la propia realidad social, sin necesidad del concurso de la imagen, la que ha perdido sus contornos, la que se ofrece como fantasía, como falta de sentido, como ficción donde perdemos el norte y no encontramos ya ningún punto de apoyo sobre el que rehacer una orientación y una resistencia. La economía real sustituida por otra virtual en las que se mueven flujos inmensos de riqueza inmaterial, que no existe, pero que tiene consecuencias inmediatas y fatales sobre la vida de millones de personas; la sustitución del trabajo estable que permitía la consolidación de vínculos y alianzas de solidaridad y lucha, por la precariedad y la ocupación eventual que hace del trabajador un fantasma o sonámbulo que atraviesa los (escasos) espacios de trabajo sin dejar su sombra en ninguno de ellos; la confusión que reina en los medios de comunicación entre información y ficción, la simultaneidad del “tiempo real” de Internet que abole la lejanía física, arruinando el sentido de los acontecimientos y de los hechos de la vida colectiva, que toma así los rasgos de una pesadilla de la que los hombres y mujeres se sienten desvinculados para siempre; la irrupción de la jornada completa, de un día eterno sin la sucesión cíclica necesaria al ser humano, donde el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio se mezclan, y donde los valores del día (la actividad, la prisa, la luz, el consumo, lo masculino) han conquistado a la noche, dando lugar a una temporalidad nueva e indiferenciada que solamente puede responder a las necesidades y deseos de la economía… En fin, estos fenómenos, tomados como meros ejemplos entre otros muchos que componen una totalidad de dominación, son a la vez la base necesaria sobre la que actúan las imágenes y el resultado de su conquista del mundo. Ambos fenómenos se interpenetran, y sus objetivos y efectos nacen del mismo control tecnológico y forman parte del mismo proyecto totalitario. Pero conviene recordar que aún en el caso de que las imágenes del poder se apagaran, que se fundieran dejando tras de sí el territorio de la experiencia real, esa experiencia seguiría estando falseada por la organización fantástica de la vida hoy vigente. Se impone pues una primera observación: reducir el problema a una lucha entre imágenes o imaginarios (las malvadas y alienantes de la economía, y las liberadoras y “mágicas” del inconsciente o de la poesía) es limitar la cuestión y ceder al ilusionismo.
En segundo lugar, posiblemente es cierto que el abandono de las imágenes tenga como consecuencia la desertización del imaginario individual y hasta social, reduciéndolo a una tierra de nadie que perdería así sus últimas defensas ante la invasión y conquista definitiva de las imágenes del espectáculo. Una persona que ha perdido la facultad de crear imágenes de su deseo, no tiene nada que oponer a los deseos de la publicidad y del consumo. Es así que seguiremos reconociendo la importancia y la posibilidad de la creación, aún en el marco de opresión y alienación del capitalismo, como resistencia, como método de conocimiento, como aventura afectiva, y la expresión “el surrealismo es el comunismo del genio” sigue teniendo una vigencia total, en cuanto que afirma la inspiración poética, la creatividad, la experiencia y la expresión estética, están al alcance de todos los seres humanos.
Pero hay que reconocer también que la liberación de la imagen, y por la imagen, solamente puede darse en el individuo y no fuera de él; cuanto más, en un pequeño círculo de amigos, no en el cuerpo social. Se puede todavía depositar cierta confianza en la creación y en la imagen, pero siempre que se elija el campo de batalla adecuado. Porque actualmente, pretender combatir a la imagen totalitaria del espectáculo proponiendo como alternativa nuestras “imágenes” significa caer en la ineficacia más grande y más ingenua. Independientemente de la temperatura poética que alcance, la imagen no conserva hoy ningún poder mágico liberador. La magia, técnica de acción y manipulación sobre la materia, el espíritu o los grupos sociales, es hoy monopolio del mundo del espectáculo y de nadie más. No se trata simplemente del problema de la recuperación de las imágenes que se pretenden subversivas, utópicas o simplemente poéticas, sino, aún peor, de su banalización . La difusión ininterrumpida de la imagen pública y publicitaria, y su catálogo formal casi infinito, ha saturado el ojo público hasta domesticarlo quizás para siempre, en cuanto que ojo público , en cuanto que espectador de no importa qué imaginario. Así, las imágenes surrealistas, como las otras, pasarán inevitablemente inadvertidas, resbalando por la epidermis de una sensibilidad reducida a una pantalla opaca.
Por otro lado, el medio que se suele utilizar para mostrar nuestras imágenes, la exposición o las revistas, no ayuda a superar un problema tal vez insuperable. Querámoslo o no, se trata de un medio “artístico”, y en general serán contextualizadas y juzgadas mediante el código de interpretación del arte. La consecuencia ya no es tanto la claudicación ante la ideología del arte como esfera seudorreligiosa separada de la vida, sino que el arte como medio de expresión también ha sido atacado por ese mal de nuestro tiempo que consiste en la pérdida del peso específico de las cosas, y se ha trivializado, se ha degradado en otra forma de entretenimiento de masas, al lado de la televisión, los parques temáticos y el turismo programado, adquiriendo su mismo valor. Por lo tanto, cualquier forma de expresión que se asemeje o recuerde a lo que tradicionalmente se consideraba como “obra de arte”, aunque no lo sea ni lo pretenda, se muestra hoy completamente incapaz de llegar a ser tanto una crítica de la realidad existente como el deseo de su superación. De esta manera, el proyecto de una exposición surrealista como las celebradas en 1938, 1947 o 1965, donde las obras se ponían al servicio de un principio teórico revolucionario y exaltante, fundiéndose en un ambiente poético que desbordaba los límites de la institución artística, este proyecto se revela impracticable en el tiempo presente. No se trata de personas o calidades, sino de épocas: la evolución histórica del capitalismo y de sus formas de dominación han despojado de sentido ciertas tácticas y demostraciones, por lo que se debería abrir una reflexión y un debate lo más riguroso posible, antes de inaugurar una nueva exposición, sobre los medios de expresión que puede utilizar hoy el surrealismo para comunicarse con otros movimientos o personas, con la sociedad en suma. En este sentido, apenas si ya tiene importancia la vieja discusión sobre el carácter del espacio que acogería nuestras exposiciones, si debería tratarse de organismos públicos o de galerías de arte privadas, cuestiones de grado ante un debate más urgente y prioritario: el sistema de las exposiciones de obras ha caducado, y su muerte arrastra tras de sí, cual Titanic que se hunde, no sólo a sí mismo, sino también cualquier posibilidad de una comunicación real entre las personas que crean y los otros: porque las primeras puede que logren escapar del rol del artista, pero los segundos no pueden dejar de ser espectadores.
¿Esta fatalidad será para siempre? Al igual que “la cuestión de la expresión está siempre abierta ” (2) pues el agotamiento de las formas de expresión artísticas no puede separarse del contexto de la descomposición general de la sociedad actual, y sería aventurado presuponer, como hicieron los situacionistas, que una sociedad libre emancipada de la explotación capitalista no conocerá ni necesitará ya ningún tipo de creación o de poesía que no sea la comunitaria, quizás también la cuestión de la comunicación pueda seguir abierta; que, entre todos los otros tipos de diálogo social que hay que reinventar, sea posible encontrar una comunicación nueva y plena, ni religiosa ni espectacular, entre el creador que muestra por placer su obra y aquel que, también por placer, desea entrar en contacto con ella, entendiendo por un lado que se trata de un mensaje de ida y vuelta, y por otro que los papeles son intercambiables, pues partimos de la base de que el acto de crear y la recepción de esa creación no serían sino momentos alternativos de la actividad unificada de un mismo grupo de personas. Y de la misma manera que “la expresión poética de nuestra época –sean cuales sean los medios utilizados, imagen, poesía escrita, música, expresión corporal, cine– no tiene sentido, desde un punto de vista radical, en tanto que esbozo utópico de un lenguaje poético futuro, pues el orden social sobre el que ese lenguaje se fundará no existe todavía ” (B. Schwartz), los diferentes medios o formas de comunicación o divulgación de la actividad surrealista, o de cualquier otra, en el terreno de la creación no tienen otro valor que como esbozos del futuro. Esta exigencia, desde el punto de vista radical , nos obliga a ser aún más precavidos y a clausurar definitivamente algunas experiencias que, como las exposiciones, no autorizan en nada a creer que, más allá de su comprobada miseria actual, puedan todavía aportar algo a esa futura comunicación de lo sensible que creemos posible. Porque la “construcción de situaciones”, en esa sociedad libertaria a la que aspiramos, no agotará tal vez el deseo personal de crear ni el deseo de mostrar esa creación, que no es sino el deseo de un tipo diferente de comunicación, como el lenguaje de los gestos, o los gestos del amor (3).
En este sentido, algunas veces se ha querido justificar la validez de una exposición surrealista al considerarla como una modalidad de juego colectivo, o como un don que se ofrecería a los amigos o cómplices a modo de potlatch ; precisamente porque reconocemos la validez experimental de estas exposiciones, ¿no habría llegado el momento de insistir en ellas, y solamente en ellas, desprendiéndolas del marco tradicional de la exposición, que parodia y adultera las virtudes liberadoras del juego y del don? ¿No deberíamos probar nuevas vías, o incluso sistematizar algunas intuiciones no desarrolladas del propio surrealismo, como el Objeto Objetivamente Ofrecido de Ghérasim Luca (4), verdadero “esbozo utópico” tanto del “lenguaje poético futuro” como de la comunicación que quizás logre hacer inteligible y apasionante ese lenguaje para los otros?
Por otro lado, es en nombre de ese lenguaje poético futuro, de esa cuestión de la expresión humana bajo todas sus formas, que podemos atrevernos a pasar revista a la propia creación surrealista tal y como se da en la actualidad, para juzgar si todavía puede ofrecer un fragmento utópico, un germen de lo que podría ser la práctica de la poesía en una sociedad que rompiera con las esclavitudes, o si por el contrario se ha fosilizado, convirtiéndose en una fórmula repetitiva, pasiva, espectacular, negación por tanto de su propio espíritu.
Para evitar este peligro, un primer acto del surrealismo consistirá en liberarse de ciertos rasgos identitarios que favorecen su consumo y su consumisión. Está obligado a acometer un proceso crítico de reevaluación de su naturaleza, a desconfiar de ciertas formas propias de creación que le sigan haciendo aparecer como propietario y dueño de un imaginario. La superación histórica de la imagen por el surrealismo pasa hoy, inexcusablemente, por borrar, aunque sea paulatinamente, todo indicio de marca registrada. En el terreno de la imagen plástica, no puede seguir sujeto a una “representación” del inconsciente tal y como hasta ahora se la conoce, limitada tanto por su carácter formalizador como por su repetición estéril y estetizante. Pero tampoco puede seguir siendo dependiente de toda una gama de representaciones de la “imagen analógica” que siguen modelos originales insuperables e implagiables, por lo tanto irreproducibles. Sólo puede hablarse de servidumbre sentimental ante un apego y una credulidad a un “modus operandi” que amenaza tornarse mistificación. Debemos en primer lugar y de manera urgente pararnos y pensar la imagen en la creación surrealista actual, para frenar su inconsistencia, consecuencia directa de nuestra propia incapacidad, de fe en el canon, de irresponsable confianza en la creatividad del amigo, de un ensimismamiento que nos hace indemnes a lo que pasa fuera, lo que impide la confrontación con ello si no es para descalificarlo, la mayoría de las veces, irreflexivamente. En definitiva, consecuencia de una importante caída de tensión que va necesariamente acompañada de una disminución de sus constantes vitales.
Porque es muy evidente que este último período de la historia del surrealismo se caracteriza por una ostensible ausencia de innovación de su creación plástica. Nos atrevemos a decir que esta expresión está, por lo menos en estos momentos, en decadencia: no sólo por lo nuevo que no se ha hecho, sino porque una y otra vez asistimos a más de lo mismo en cada una de nuestras publicaciones (Salamandra incluída, por supuesto) que reproducen demasiado gratuitamente y con manifiesta falta de exigencia en la selección toda una serie de creaciones personales que, la mayoría de las veces, son insuficientes de lo que debe ser el hacer del surrealismo en este campo. ¿Cual es este hacer? Este es hoy, para nosotros, el verdadero dilema. Nuestra adhesión a muchos de los nombres ligados a las primeras etapas del surrealismo marcan la pauta del camino a seguir, no para repetir sus imaginarios sino por la ambición de los mismos, cuyo espíritu, y sólo él, continúa estimulándonos.
Es verdad que hay una serie de constantes que siguen teniendo nuestra confianza: el sueño, la alquimia, el erotismo, el amor, el inconsciente… Pero desconfiamos de las actuales formas empleadas para representarlo, vagas y miméticas, dependientes de una inercia especializante (debe quedar claro que no se está poniendo en duda el elemento pasional que acompaña, funda o impulsa la creación. Nuestra querella es, digámoslo así, enteramente intelectual, es decir, que plantea una discusión y una elucidación crítica de los conceptos y sus aplicaciones). Sin duda, Jan Svankmajer continúa la búsqueda, experimentación, investigación que dan al término innovación su hermandad con la palabra descubrimiento. También contemplamos el período “hermético” de Martin Stejskal (tenemos ciertas dudas respecto a sus trabajos digitales) como una aportación nueva en el devenir de la imagen plástica en el surrealismo. Pero no olvidemos que estos dos nombres no dejan de ser “históricos”, y debemos congraciarnos por su adhesión y permanencia en la actual configuración de la “comunidad surrealista internacional”, pero al mismo tiempo lamentamos que sean los últimos en desarrollar sistemáticamente, en el dominio plástico, una exploración exigente, rigurosa e innovadora. Pero, fuera de ellos, ¿quién encarna hoy esa faceta inherente al surrealismo? No es nuestro deseo ser injustos pero nos vemos obligados a afirmar que nadie en la realidad del surrealismo actualmente. A lo sumo, podemos decir que avistamos ciertos signos aislados que suscitan nuestro interés, que provocan nuestra simpatía y adhesión, que, por supuesto, nos causan un placer innegable porque coinciden con nuestro gusto personal; pero, desde una perspectiva mínimamente exigente, no vemos que cumplan esa renovación de la creación que exigimos, que queremos. Pero debemos aclarar, en primer y último término, que no nos concedemos ninguna autoridad intelectual, moral o crítica de tipo exclusivista al dar los nombres referidos, ni tampoco elaborar ningún tipo de canon, y hacemos hincapié, para que no quede ningún género de dudas, que nuestra observación sólo puede contemplarse en el campo del pensamiento y de la creación, jamás en el personal; solamente deseamos manifestar nuestra opinión sobre lo que todavía hoy puede hacerse o no en el surrealismo en relación con un imaginario que lo identifica históricamente.
Porque más allá de las obras concretas de una persona u otra, nos preocupa la renovación necesaria del imaginario surrealista, no sólo como lo conocemos, sino, sobre todo, como lo desconocemos. Y aquí, no lo negamos, nos sentimos al borde del abismo. Aunque tampoco negamos que no tenemos miedo de darnos de bruces con su fondo. En definitiva, nos parece completamente pertinente e insalvable una travesía del desierto en la que se ponga en juego la propia pervivencia de la imaginación surrealista.
*
Quisiéramos recordar que la experiencia del inconsciente es la experiencia del surrealismo. El abandono incondicional del surrealismo al abajo ha tenido como consecuencia fecundar extraordinariamente el campo poético. Podríamos decir que el surrealismo ha generado una ontología de la imagen poética por medio de ese acuerdo no condicionado con la vida psíquica. Una ontología directa, para utilizar la expresión de Gaston Bachelard, con la que trata de definir la dinámica de “la imagen poética no sometida a un impulso (…) no como eco de un pasado sino lo contrario: en su novedad, en su actividad, en la repercusión, en la resonancia la imagen poética tiene un ser propio, un dinamismo propio. En esa resonancia, la imagen poética tendrá una sonoridad del ser. El poeta habla en el umbral del ser” ( Poética del espacio , p.8, F.C.E.). Queda así el poeta cuajado en el dolor del alumbramiento, que, como no podría ser de otro modo, es fruto de un desgarramiento, de un acontecimiento (acto de amor) que ha conseguido borrar la memoria. Y así se expone a “la llamada del ser en la imaginación”, al acto poético que no es constitutivo porque no es conceptual sino experiencia de lo desconocido.
Tal cosa desconocida es lo que nos hace tomar conciencia de la imposibilidad de un continuismo histórico de la “forma surrealista”, al menos de la forma expresada según la hoy tópica representación de las instancias que lo inspiran, sean éstas las de lo onírico, lo orgánico, lo alquímico… Porque es insensato tratar de fijar la imagen poética, como es insensato tratar de fijar el espíritu del surrealismo. Precisamente, la capacidad de mudar de la primera es inseparable de la indocilidad del segundo. Es esta indocilidad la que nos importa. No la acomodación de los que decimos ser surrealistas al propio canon. Lo que nos importa es la cualidad inherente al surrealismo de inaugurar, de anticipar, es decir de reanunciar (reinventar el amor, reinventar la poesía, reinventar la libertad). Fuera de esta exigencia, el surrealismo decae, deja de ser aventura, pierde autoridad moral e intelectual, desvigoriza sus expresiones y diluye su vitalidad.
Por otra parte, no olvidamos que al hablar de la imagen poética no lo hacemos sólo de la “imagen poética surrealista”. Es más, nos preocupa hablar de la imagen poética desde el surrealismo, esto es, desde el nombre propio y el nombre común, no desde el adjetivo (cada vez ronda más por la cabeza de algunos de nosotros que el surrealismo no es surrealista ). De este modo, entramos en sintonía o participamos íntegra o parcialmente de otras creaciones alejadas por definición de la “surrealista”, porque su potencia poética se corresponde con nuestra exigencia interior más emergente y porque son expresiones “del ser del hombre captado en su actualidad” (G. Bachelard, o.c., pág. 9) (5).
Es aquí donde los surrealistas se ponen a prueba. Es aquí donde el discurso teórico y la herencia emocional fracasan si no van acompañadas de un despojamiento ontológico que interrumpa o rompa el conocimiento adquirido y la inercia ilustrada. ¡Por los bordes! fundamentalmente por los bordes se insinúa la vereda que aleja de la cultura y comunica con el hombre, la senda labrada en lo abierto intempestivamente, ahí donde se juntan las tempestades y las luces celebran sus esponsales con el ser desposeído.
De este fragor participa la imagen poética, para calcinar y ser calcinada. Por este accidente renueva el “devenir de su expresión, que es a la vez devenir de nuestro ser. Aquí la expresión cobra ser” (Bachelard).
Así considerada, la imagen poética se reafirma en una libertad incondicional y obra como resistencia contra la horda miserabilista que entenebrece el mundo sensible. Pero repetimos que, debido a su misma vulnerabilidad y maleamiento, no puede cumplir una función subversiva si no es en el plano consustancial al ser individual, no al ser social. Lo que no impide, más bien al contrario, pensarla con el rigor extremo con el que debe pensarse el mito de la revolución, y por las mismas razones, haciendo gala de un pesimismo iluminado desde el que rearmar la libertad en su práctica concreta e inmediata, en su devenir cotidiano, práctica inevitable y finalmente irreductible al discurso intelectual, al programa político o a la abstracción ideológica. Como se ve, en ningún momento renunciamos a la imaginación. Todo lo contrario. Tan sólo tratamos de redefinir sus objetivos y su relación dialéctica con una realidad que parece que ha enloquecido, pero que sigue siendo el último argumento del poder, en cuanto que, virtual o no, se presenta como un orden natural (o antinatural) de las cosas, y que exige sumisión y obediencia ciega a su imperio indiscutible. Sin embargo hoy, la “Realidad” niega lo real, es decir, la experiencia directa y sin mediaciones de la vida inmediata y sensible; por lo tanto, la imaginación se carga de otro sentido y asume un nuevo papel, porque ahora debe realizarse materialmente, debe construirse en su propia satisfacción o realización, extrayéndose de lo concreto e interviniendo necesariamente en lo mismo. Quizás ya no sea el momento de crear “imágenes” para que sean vistas, sino de materializar el ensueño utópico, satisfaciéndolo en la vida concreta y de manera colectiva (6). En este sentido, nos atreveríamos a hablar de materialismo poético , en cuanto que lo imaginario no puede separarse ya de las realidades sino que se funda en ellas (“tenemos un hambre insaciable de realidad”, en palabras de Luca y Trost). Muy sumariamente, lo que denominamos materialismo poético sería una corriente imaginante que va transformando la realidad del ser, un fluir temperamental que remodela las formas de la realidad que quiere transformar; se resolvería en el campo de la acción inmediata, haciéndose acompañar del principio de placer. La originalidad tampoco es nuestro fuerte: estamos pensando en un “accionismo metafórico” en lo sensible (la ciudad, la naturaleza…) que ciertamente se está ya llevando a cabo en el seno del surrealismo (sean los “atoposes” , sean los juegos de deriva, sea el Objeto Perturbador…) y que sólo espera una mayor sistematización, una mayor conciencia de sí mismo para que estas acciones experimentales, llevadas a cabo por una comunidad de hombres y mujeres adscritos a la experiencia de la vida diaria en términos de excepción, sean capaces de esbozar una cierta “poética de la vida cotidiana” tan imprescindible como la crítica de la misma. Estas acciones, fundamentadas en su carácter exaltante y deliberadamente inútil, decididamente embellecedoras y autocomplacientes, deben diluirse en la corriente imprescindible del tiempo, pudiendo quedar a la intemperie de la incomprensión y recargándose o destruyéndose con la energía de la afectividad, negativa o positiva, indistintamente. Solamente así se opondrán a la actualidad, a la positivización de lo útil, a los engranajes de lo cultural, lo que no contradice ni mucho menos una voluntad subversiva a la que no nos hurtamos, pero que preferimos considerar solamente a título de hipótesis, cediendo sin embargo a su potencia convulsiva.
Debe quedar claro que no intentamos establecer un programa o lanzar un manifiesto: la misma modestia de nuestras observaciones descalificaría esta pretensión. Por otro lado, tampoco seremos los únicos en mencionar estas u otras acciones emprendidas, en un momento u otro, por los diferentes grupos surrealistas. Y está claro también que ese materialismo poético no podría agotarse en esas prácticas, si quiere responder a la amenaza que atenaza actualmente a la imaginación: no contribuir al proceso de fantasmagorización del mundo, encontrar la fórmula que le permita hacerse real sin realizarse como espectáculo.
Por el Grupo Surrealista de Madrid
Eugenio Castro, Manuel Crespo, Oscar Delgado, Javier Gálvez, Lurdes Martínez, Antonio Ramírez, José Manuel Rojo y María Santana.
Para llegar a este estado de cosas, era preciso hacer ingresar la llamada libertad de expresión en las dinámicas liberales de la “sensura” (censura de sentido, término acuñado por el poeta francés Bernard Nöel), para hacerla reaparecer, tras un desplazamiento apenas perceptible, bajo un nuevo nombre: libertad de representación, concepto sin duda más cercano al de libre mercado con el que se asocia. Gracias a esta tergiversación, que toma la forma de un cataclismo, la representación está ocupando cada vez más un puesto preferente con respecto a la imaginación, hasta el punto de que podemos afirmar que la imaginación, regida ahora por las leyes de la representación, está perdiendo toda connotación de interioridad. Esto es, desde luego, un desastre que promete arrasar con el antiguo “pecado de pensamiento” que nos unía a la visión (1). Y no debería parecer apocalíptico decir, junto a los críticos de la sociedad cibernética y telemática, que ya no vemos porque hemos dejado de pensar e imaginar y hemos pasado a representar y a visualizar (aunque esto no es todo, como trataremos de hacer notar más adelante). El desencadenamiento abrumador de imágenes en nuestros días viene a decirnos, por una parte, que la imagen ha sido liberalizada, y por otra que ha sido liberado un imaginario que amenaza con volverse real. De hecho, ya apenas tenemos una imagen mental (íntima y singular) del propio mundo, del que cada vez tenemos más noticias, sí, es decir, del que cada día se nos notifica más su ausencia, puesto que somos a diario apartados más y más de su relieve, de sus accidentes del terreno, de su fisicidad en suma. Y esto, en la medida en que viene siendo, a causa del fenómeno pantalla, laminado, allanado. Sea a través del televisor, de los monitores de vídeo, de la fotografía (“artística” o documental da lo mismo) y muy especialmente a través del llamado internet (hoy, encarnación inigualable de la “máquina descerebradora” de Jarry) el mundo es permanentemente escenificado, queremos decir, diferido en directo.
Tenemos, así, cumplida cuenta de una de las funciones más nocivas y eficaces de la actual orgía de imágenes. De continuo somos distanciados más y más del mundo conforme a la paradoja propia de la velocidad de información: levantar una pantalla de transparencia que deslumbra la mirada a causa de la fascinación que produce, primer paso que se da para suprimir la relación física del ojo con la materia. De este modo, la imagen proyecta y prolonga su interferencia sobre el mundo en tanto en cuanto crece su dinámica desmaterializante. Aún más, obra sin apenas traumatismos visibles la separación del cuerpo de la tierra, de la mente de la tierra, de la sombra de su cuerpo. Así descuaja al hombre de su relación con lo telúrico, con lo ancestral, con lo inextirpable, y lo fija al delirio de gravitación, falsa vía de escape del ciclo vital de la muerte.
Pero lo cierto es que la imagen de la que hablamos encanta, no duele, no es brutal, ni siquiera desagradable, es eminentemente “artística” y se viste, indistintamente, con los ropajes de lo surreal, de lo conceptual, de lo abstracto. No atiende a diferencias. Rompe los estilos. Disuelve las categorías. Se torna vanguardista o posmoderna o situacionista. Tan grande es el conocimiento de las distintas formas estéticas (o poéticas) que han atravesado el siglo XX, y tan descomunales los medios técnicos de los que disponen los dueños de la imagen, que se puede adornar la vida cotidiana con una belleza fantasmal que legitima en el plano sensible la terrible mutación de la realidad en algo ficticio. No exageramos si decimos que la realidad se ha vuelto imaginaria, lo que supone afirmar, por su reverso, que lo imaginario se ha vuelto real. Y no es impreciso del todo aseverar que se está consiguiendo llegar a aquél punto en el que las contradicciones cesarían en su enfrentamiento. Que esto es una perversión de lo formulado por André Breton lo sabemos, entre otras razones porque la imagen espectacular, que parece cumplir y materializar todos los sueños y deseos, incita a la pasividad y a la inmovilidad, no a la transformación de la realidad; la acción queda relegada a medida que la imagen avanza, haciendo imposible la unión de la imagen (de la poesía, de lo imaginario) y de la acción, por lo que la supuesta síntesis de contrarios es falsa, tratándose más bien de una disociación. Pero no es menos cierto que la imagen dinamiza en el terreno de lo social una confusión de lo antagónico que cada vez más se derrama en cascada sobre el aparato afectivo de cada uno de nosotros, magnetizados por su conjuro, y que afianza una vida telemizada que sustituye a la vida vivida. Porque ahora, más que de mundo representado, podemos hablar ya de delirio de simulación, en la medida en que la imagen está destinada a formar la conciencia humana siguiendo una dirección sustitutiva de ésta.
Por otro lado, es evidente que la pérdida de sustancia que ha experimentado lo que llamamos realidad no se deberá tan sólo al dominio de la imagen y de los medios de comunicación. Porque las imágenes no son sino una herramienta, una técnica más que utiliza la clase dominante para asegurar la organización social que le conviene, lo que no se contradice con el hecho objetivo de que el sistema ideológico-técnico de las imágenes cobre a veces una dinámica propia, un desarrollo autónomo cuyos efectos, aunque imprevistos, no hacen sino reforzar el proceso general del que ese sistema ha nacido y al que sirve en última instancia.
Así pues, es la propia realidad social, sin necesidad del concurso de la imagen, la que ha perdido sus contornos, la que se ofrece como fantasía, como falta de sentido, como ficción donde perdemos el norte y no encontramos ya ningún punto de apoyo sobre el que rehacer una orientación y una resistencia. La economía real sustituida por otra virtual en las que se mueven flujos inmensos de riqueza inmaterial, que no existe, pero que tiene consecuencias inmediatas y fatales sobre la vida de millones de personas; la sustitución del trabajo estable que permitía la consolidación de vínculos y alianzas de solidaridad y lucha, por la precariedad y la ocupación eventual que hace del trabajador un fantasma o sonámbulo que atraviesa los (escasos) espacios de trabajo sin dejar su sombra en ninguno de ellos; la confusión que reina en los medios de comunicación entre información y ficción, la simultaneidad del “tiempo real” de Internet que abole la lejanía física, arruinando el sentido de los acontecimientos y de los hechos de la vida colectiva, que toma así los rasgos de una pesadilla de la que los hombres y mujeres se sienten desvinculados para siempre; la irrupción de la jornada completa, de un día eterno sin la sucesión cíclica necesaria al ser humano, donde el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio se mezclan, y donde los valores del día (la actividad, la prisa, la luz, el consumo, lo masculino) han conquistado a la noche, dando lugar a una temporalidad nueva e indiferenciada que solamente puede responder a las necesidades y deseos de la economía… En fin, estos fenómenos, tomados como meros ejemplos entre otros muchos que componen una totalidad de dominación, son a la vez la base necesaria sobre la que actúan las imágenes y el resultado de su conquista del mundo. Ambos fenómenos se interpenetran, y sus objetivos y efectos nacen del mismo control tecnológico y forman parte del mismo proyecto totalitario. Pero conviene recordar que aún en el caso de que las imágenes del poder se apagaran, que se fundieran dejando tras de sí el territorio de la experiencia real, esa experiencia seguiría estando falseada por la organización fantástica de la vida hoy vigente. Se impone pues una primera observación: reducir el problema a una lucha entre imágenes o imaginarios (las malvadas y alienantes de la economía, y las liberadoras y “mágicas” del inconsciente o de la poesía) es limitar la cuestión y ceder al ilusionismo.
En segundo lugar, posiblemente es cierto que el abandono de las imágenes tenga como consecuencia la desertización del imaginario individual y hasta social, reduciéndolo a una tierra de nadie que perdería así sus últimas defensas ante la invasión y conquista definitiva de las imágenes del espectáculo. Una persona que ha perdido la facultad de crear imágenes de su deseo, no tiene nada que oponer a los deseos de la publicidad y del consumo. Es así que seguiremos reconociendo la importancia y la posibilidad de la creación, aún en el marco de opresión y alienación del capitalismo, como resistencia, como método de conocimiento, como aventura afectiva, y la expresión “el surrealismo es el comunismo del genio” sigue teniendo una vigencia total, en cuanto que afirma la inspiración poética, la creatividad, la experiencia y la expresión estética, están al alcance de todos los seres humanos.
Pero hay que reconocer también que la liberación de la imagen, y por la imagen, solamente puede darse en el individuo y no fuera de él; cuanto más, en un pequeño círculo de amigos, no en el cuerpo social. Se puede todavía depositar cierta confianza en la creación y en la imagen, pero siempre que se elija el campo de batalla adecuado. Porque actualmente, pretender combatir a la imagen totalitaria del espectáculo proponiendo como alternativa nuestras “imágenes” significa caer en la ineficacia más grande y más ingenua. Independientemente de la temperatura poética que alcance, la imagen no conserva hoy ningún poder mágico liberador. La magia, técnica de acción y manipulación sobre la materia, el espíritu o los grupos sociales, es hoy monopolio del mundo del espectáculo y de nadie más. No se trata simplemente del problema de la recuperación de las imágenes que se pretenden subversivas, utópicas o simplemente poéticas, sino, aún peor, de su banalización . La difusión ininterrumpida de la imagen pública y publicitaria, y su catálogo formal casi infinito, ha saturado el ojo público hasta domesticarlo quizás para siempre, en cuanto que ojo público , en cuanto que espectador de no importa qué imaginario. Así, las imágenes surrealistas, como las otras, pasarán inevitablemente inadvertidas, resbalando por la epidermis de una sensibilidad reducida a una pantalla opaca.
Por otro lado, el medio que se suele utilizar para mostrar nuestras imágenes, la exposición o las revistas, no ayuda a superar un problema tal vez insuperable. Querámoslo o no, se trata de un medio “artístico”, y en general serán contextualizadas y juzgadas mediante el código de interpretación del arte. La consecuencia ya no es tanto la claudicación ante la ideología del arte como esfera seudorreligiosa separada de la vida, sino que el arte como medio de expresión también ha sido atacado por ese mal de nuestro tiempo que consiste en la pérdida del peso específico de las cosas, y se ha trivializado, se ha degradado en otra forma de entretenimiento de masas, al lado de la televisión, los parques temáticos y el turismo programado, adquiriendo su mismo valor. Por lo tanto, cualquier forma de expresión que se asemeje o recuerde a lo que tradicionalmente se consideraba como “obra de arte”, aunque no lo sea ni lo pretenda, se muestra hoy completamente incapaz de llegar a ser tanto una crítica de la realidad existente como el deseo de su superación. De esta manera, el proyecto de una exposición surrealista como las celebradas en 1938, 1947 o 1965, donde las obras se ponían al servicio de un principio teórico revolucionario y exaltante, fundiéndose en un ambiente poético que desbordaba los límites de la institución artística, este proyecto se revela impracticable en el tiempo presente. No se trata de personas o calidades, sino de épocas: la evolución histórica del capitalismo y de sus formas de dominación han despojado de sentido ciertas tácticas y demostraciones, por lo que se debería abrir una reflexión y un debate lo más riguroso posible, antes de inaugurar una nueva exposición, sobre los medios de expresión que puede utilizar hoy el surrealismo para comunicarse con otros movimientos o personas, con la sociedad en suma. En este sentido, apenas si ya tiene importancia la vieja discusión sobre el carácter del espacio que acogería nuestras exposiciones, si debería tratarse de organismos públicos o de galerías de arte privadas, cuestiones de grado ante un debate más urgente y prioritario: el sistema de las exposiciones de obras ha caducado, y su muerte arrastra tras de sí, cual Titanic que se hunde, no sólo a sí mismo, sino también cualquier posibilidad de una comunicación real entre las personas que crean y los otros: porque las primeras puede que logren escapar del rol del artista, pero los segundos no pueden dejar de ser espectadores.
¿Esta fatalidad será para siempre? Al igual que “la cuestión de la expresión está siempre abierta ” (2) pues el agotamiento de las formas de expresión artísticas no puede separarse del contexto de la descomposición general de la sociedad actual, y sería aventurado presuponer, como hicieron los situacionistas, que una sociedad libre emancipada de la explotación capitalista no conocerá ni necesitará ya ningún tipo de creación o de poesía que no sea la comunitaria, quizás también la cuestión de la comunicación pueda seguir abierta; que, entre todos los otros tipos de diálogo social que hay que reinventar, sea posible encontrar una comunicación nueva y plena, ni religiosa ni espectacular, entre el creador que muestra por placer su obra y aquel que, también por placer, desea entrar en contacto con ella, entendiendo por un lado que se trata de un mensaje de ida y vuelta, y por otro que los papeles son intercambiables, pues partimos de la base de que el acto de crear y la recepción de esa creación no serían sino momentos alternativos de la actividad unificada de un mismo grupo de personas. Y de la misma manera que “la expresión poética de nuestra época –sean cuales sean los medios utilizados, imagen, poesía escrita, música, expresión corporal, cine– no tiene sentido, desde un punto de vista radical, en tanto que esbozo utópico de un lenguaje poético futuro, pues el orden social sobre el que ese lenguaje se fundará no existe todavía ” (B. Schwartz), los diferentes medios o formas de comunicación o divulgación de la actividad surrealista, o de cualquier otra, en el terreno de la creación no tienen otro valor que como esbozos del futuro. Esta exigencia, desde el punto de vista radical , nos obliga a ser aún más precavidos y a clausurar definitivamente algunas experiencias que, como las exposiciones, no autorizan en nada a creer que, más allá de su comprobada miseria actual, puedan todavía aportar algo a esa futura comunicación de lo sensible que creemos posible. Porque la “construcción de situaciones”, en esa sociedad libertaria a la que aspiramos, no agotará tal vez el deseo personal de crear ni el deseo de mostrar esa creación, que no es sino el deseo de un tipo diferente de comunicación, como el lenguaje de los gestos, o los gestos del amor (3).
En este sentido, algunas veces se ha querido justificar la validez de una exposición surrealista al considerarla como una modalidad de juego colectivo, o como un don que se ofrecería a los amigos o cómplices a modo de potlatch ; precisamente porque reconocemos la validez experimental de estas exposiciones, ¿no habría llegado el momento de insistir en ellas, y solamente en ellas, desprendiéndolas del marco tradicional de la exposición, que parodia y adultera las virtudes liberadoras del juego y del don? ¿No deberíamos probar nuevas vías, o incluso sistematizar algunas intuiciones no desarrolladas del propio surrealismo, como el Objeto Objetivamente Ofrecido de Ghérasim Luca (4), verdadero “esbozo utópico” tanto del “lenguaje poético futuro” como de la comunicación que quizás logre hacer inteligible y apasionante ese lenguaje para los otros?
Por otro lado, es en nombre de ese lenguaje poético futuro, de esa cuestión de la expresión humana bajo todas sus formas, que podemos atrevernos a pasar revista a la propia creación surrealista tal y como se da en la actualidad, para juzgar si todavía puede ofrecer un fragmento utópico, un germen de lo que podría ser la práctica de la poesía en una sociedad que rompiera con las esclavitudes, o si por el contrario se ha fosilizado, convirtiéndose en una fórmula repetitiva, pasiva, espectacular, negación por tanto de su propio espíritu.
Para evitar este peligro, un primer acto del surrealismo consistirá en liberarse de ciertos rasgos identitarios que favorecen su consumo y su consumisión. Está obligado a acometer un proceso crítico de reevaluación de su naturaleza, a desconfiar de ciertas formas propias de creación que le sigan haciendo aparecer como propietario y dueño de un imaginario. La superación histórica de la imagen por el surrealismo pasa hoy, inexcusablemente, por borrar, aunque sea paulatinamente, todo indicio de marca registrada. En el terreno de la imagen plástica, no puede seguir sujeto a una “representación” del inconsciente tal y como hasta ahora se la conoce, limitada tanto por su carácter formalizador como por su repetición estéril y estetizante. Pero tampoco puede seguir siendo dependiente de toda una gama de representaciones de la “imagen analógica” que siguen modelos originales insuperables e implagiables, por lo tanto irreproducibles. Sólo puede hablarse de servidumbre sentimental ante un apego y una credulidad a un “modus operandi” que amenaza tornarse mistificación. Debemos en primer lugar y de manera urgente pararnos y pensar la imagen en la creación surrealista actual, para frenar su inconsistencia, consecuencia directa de nuestra propia incapacidad, de fe en el canon, de irresponsable confianza en la creatividad del amigo, de un ensimismamiento que nos hace indemnes a lo que pasa fuera, lo que impide la confrontación con ello si no es para descalificarlo, la mayoría de las veces, irreflexivamente. En definitiva, consecuencia de una importante caída de tensión que va necesariamente acompañada de una disminución de sus constantes vitales.
Porque es muy evidente que este último período de la historia del surrealismo se caracteriza por una ostensible ausencia de innovación de su creación plástica. Nos atrevemos a decir que esta expresión está, por lo menos en estos momentos, en decadencia: no sólo por lo nuevo que no se ha hecho, sino porque una y otra vez asistimos a más de lo mismo en cada una de nuestras publicaciones (Salamandra incluída, por supuesto) que reproducen demasiado gratuitamente y con manifiesta falta de exigencia en la selección toda una serie de creaciones personales que, la mayoría de las veces, son insuficientes de lo que debe ser el hacer del surrealismo en este campo. ¿Cual es este hacer? Este es hoy, para nosotros, el verdadero dilema. Nuestra adhesión a muchos de los nombres ligados a las primeras etapas del surrealismo marcan la pauta del camino a seguir, no para repetir sus imaginarios sino por la ambición de los mismos, cuyo espíritu, y sólo él, continúa estimulándonos.
Es verdad que hay una serie de constantes que siguen teniendo nuestra confianza: el sueño, la alquimia, el erotismo, el amor, el inconsciente… Pero desconfiamos de las actuales formas empleadas para representarlo, vagas y miméticas, dependientes de una inercia especializante (debe quedar claro que no se está poniendo en duda el elemento pasional que acompaña, funda o impulsa la creación. Nuestra querella es, digámoslo así, enteramente intelectual, es decir, que plantea una discusión y una elucidación crítica de los conceptos y sus aplicaciones). Sin duda, Jan Svankmajer continúa la búsqueda, experimentación, investigación que dan al término innovación su hermandad con la palabra descubrimiento. También contemplamos el período “hermético” de Martin Stejskal (tenemos ciertas dudas respecto a sus trabajos digitales) como una aportación nueva en el devenir de la imagen plástica en el surrealismo. Pero no olvidemos que estos dos nombres no dejan de ser “históricos”, y debemos congraciarnos por su adhesión y permanencia en la actual configuración de la “comunidad surrealista internacional”, pero al mismo tiempo lamentamos que sean los últimos en desarrollar sistemáticamente, en el dominio plástico, una exploración exigente, rigurosa e innovadora. Pero, fuera de ellos, ¿quién encarna hoy esa faceta inherente al surrealismo? No es nuestro deseo ser injustos pero nos vemos obligados a afirmar que nadie en la realidad del surrealismo actualmente. A lo sumo, podemos decir que avistamos ciertos signos aislados que suscitan nuestro interés, que provocan nuestra simpatía y adhesión, que, por supuesto, nos causan un placer innegable porque coinciden con nuestro gusto personal; pero, desde una perspectiva mínimamente exigente, no vemos que cumplan esa renovación de la creación que exigimos, que queremos. Pero debemos aclarar, en primer y último término, que no nos concedemos ninguna autoridad intelectual, moral o crítica de tipo exclusivista al dar los nombres referidos, ni tampoco elaborar ningún tipo de canon, y hacemos hincapié, para que no quede ningún género de dudas, que nuestra observación sólo puede contemplarse en el campo del pensamiento y de la creación, jamás en el personal; solamente deseamos manifestar nuestra opinión sobre lo que todavía hoy puede hacerse o no en el surrealismo en relación con un imaginario que lo identifica históricamente.
Porque más allá de las obras concretas de una persona u otra, nos preocupa la renovación necesaria del imaginario surrealista, no sólo como lo conocemos, sino, sobre todo, como lo desconocemos. Y aquí, no lo negamos, nos sentimos al borde del abismo. Aunque tampoco negamos que no tenemos miedo de darnos de bruces con su fondo. En definitiva, nos parece completamente pertinente e insalvable una travesía del desierto en la que se ponga en juego la propia pervivencia de la imaginación surrealista.
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Quisiéramos recordar que la experiencia del inconsciente es la experiencia del surrealismo. El abandono incondicional del surrealismo al abajo ha tenido como consecuencia fecundar extraordinariamente el campo poético. Podríamos decir que el surrealismo ha generado una ontología de la imagen poética por medio de ese acuerdo no condicionado con la vida psíquica. Una ontología directa, para utilizar la expresión de Gaston Bachelard, con la que trata de definir la dinámica de “la imagen poética no sometida a un impulso (…) no como eco de un pasado sino lo contrario: en su novedad, en su actividad, en la repercusión, en la resonancia la imagen poética tiene un ser propio, un dinamismo propio. En esa resonancia, la imagen poética tendrá una sonoridad del ser. El poeta habla en el umbral del ser” ( Poética del espacio , p.8, F.C.E.). Queda así el poeta cuajado en el dolor del alumbramiento, que, como no podría ser de otro modo, es fruto de un desgarramiento, de un acontecimiento (acto de amor) que ha conseguido borrar la memoria. Y así se expone a “la llamada del ser en la imaginación”, al acto poético que no es constitutivo porque no es conceptual sino experiencia de lo desconocido.
Tal cosa desconocida es lo que nos hace tomar conciencia de la imposibilidad de un continuismo histórico de la “forma surrealista”, al menos de la forma expresada según la hoy tópica representación de las instancias que lo inspiran, sean éstas las de lo onírico, lo orgánico, lo alquímico… Porque es insensato tratar de fijar la imagen poética, como es insensato tratar de fijar el espíritu del surrealismo. Precisamente, la capacidad de mudar de la primera es inseparable de la indocilidad del segundo. Es esta indocilidad la que nos importa. No la acomodación de los que decimos ser surrealistas al propio canon. Lo que nos importa es la cualidad inherente al surrealismo de inaugurar, de anticipar, es decir de reanunciar (reinventar el amor, reinventar la poesía, reinventar la libertad). Fuera de esta exigencia, el surrealismo decae, deja de ser aventura, pierde autoridad moral e intelectual, desvigoriza sus expresiones y diluye su vitalidad.
Por otra parte, no olvidamos que al hablar de la imagen poética no lo hacemos sólo de la “imagen poética surrealista”. Es más, nos preocupa hablar de la imagen poética desde el surrealismo, esto es, desde el nombre propio y el nombre común, no desde el adjetivo (cada vez ronda más por la cabeza de algunos de nosotros que el surrealismo no es surrealista ). De este modo, entramos en sintonía o participamos íntegra o parcialmente de otras creaciones alejadas por definición de la “surrealista”, porque su potencia poética se corresponde con nuestra exigencia interior más emergente y porque son expresiones “del ser del hombre captado en su actualidad” (G. Bachelard, o.c., pág. 9) (5).
Es aquí donde los surrealistas se ponen a prueba. Es aquí donde el discurso teórico y la herencia emocional fracasan si no van acompañadas de un despojamiento ontológico que interrumpa o rompa el conocimiento adquirido y la inercia ilustrada. ¡Por los bordes! fundamentalmente por los bordes se insinúa la vereda que aleja de la cultura y comunica con el hombre, la senda labrada en lo abierto intempestivamente, ahí donde se juntan las tempestades y las luces celebran sus esponsales con el ser desposeído.
De este fragor participa la imagen poética, para calcinar y ser calcinada. Por este accidente renueva el “devenir de su expresión, que es a la vez devenir de nuestro ser. Aquí la expresión cobra ser” (Bachelard).
Así considerada, la imagen poética se reafirma en una libertad incondicional y obra como resistencia contra la horda miserabilista que entenebrece el mundo sensible. Pero repetimos que, debido a su misma vulnerabilidad y maleamiento, no puede cumplir una función subversiva si no es en el plano consustancial al ser individual, no al ser social. Lo que no impide, más bien al contrario, pensarla con el rigor extremo con el que debe pensarse el mito de la revolución, y por las mismas razones, haciendo gala de un pesimismo iluminado desde el que rearmar la libertad en su práctica concreta e inmediata, en su devenir cotidiano, práctica inevitable y finalmente irreductible al discurso intelectual, al programa político o a la abstracción ideológica. Como se ve, en ningún momento renunciamos a la imaginación. Todo lo contrario. Tan sólo tratamos de redefinir sus objetivos y su relación dialéctica con una realidad que parece que ha enloquecido, pero que sigue siendo el último argumento del poder, en cuanto que, virtual o no, se presenta como un orden natural (o antinatural) de las cosas, y que exige sumisión y obediencia ciega a su imperio indiscutible. Sin embargo hoy, la “Realidad” niega lo real, es decir, la experiencia directa y sin mediaciones de la vida inmediata y sensible; por lo tanto, la imaginación se carga de otro sentido y asume un nuevo papel, porque ahora debe realizarse materialmente, debe construirse en su propia satisfacción o realización, extrayéndose de lo concreto e interviniendo necesariamente en lo mismo. Quizás ya no sea el momento de crear “imágenes” para que sean vistas, sino de materializar el ensueño utópico, satisfaciéndolo en la vida concreta y de manera colectiva (6). En este sentido, nos atreveríamos a hablar de materialismo poético , en cuanto que lo imaginario no puede separarse ya de las realidades sino que se funda en ellas (“tenemos un hambre insaciable de realidad”, en palabras de Luca y Trost). Muy sumariamente, lo que denominamos materialismo poético sería una corriente imaginante que va transformando la realidad del ser, un fluir temperamental que remodela las formas de la realidad que quiere transformar; se resolvería en el campo de la acción inmediata, haciéndose acompañar del principio de placer. La originalidad tampoco es nuestro fuerte: estamos pensando en un “accionismo metafórico” en lo sensible (la ciudad, la naturaleza…) que ciertamente se está ya llevando a cabo en el seno del surrealismo (sean los “atoposes” , sean los juegos de deriva, sea el Objeto Perturbador…) y que sólo espera una mayor sistematización, una mayor conciencia de sí mismo para que estas acciones experimentales, llevadas a cabo por una comunidad de hombres y mujeres adscritos a la experiencia de la vida diaria en términos de excepción, sean capaces de esbozar una cierta “poética de la vida cotidiana” tan imprescindible como la crítica de la misma. Estas acciones, fundamentadas en su carácter exaltante y deliberadamente inútil, decididamente embellecedoras y autocomplacientes, deben diluirse en la corriente imprescindible del tiempo, pudiendo quedar a la intemperie de la incomprensión y recargándose o destruyéndose con la energía de la afectividad, negativa o positiva, indistintamente. Solamente así se opondrán a la actualidad, a la positivización de lo útil, a los engranajes de lo cultural, lo que no contradice ni mucho menos una voluntad subversiva a la que no nos hurtamos, pero que preferimos considerar solamente a título de hipótesis, cediendo sin embargo a su potencia convulsiva.
Debe quedar claro que no intentamos establecer un programa o lanzar un manifiesto: la misma modestia de nuestras observaciones descalificaría esta pretensión. Por otro lado, tampoco seremos los únicos en mencionar estas u otras acciones emprendidas, en un momento u otro, por los diferentes grupos surrealistas. Y está claro también que ese materialismo poético no podría agotarse en esas prácticas, si quiere responder a la amenaza que atenaza actualmente a la imaginación: no contribuir al proceso de fantasmagorización del mundo, encontrar la fórmula que le permita hacerse real sin realizarse como espectáculo.
Por el Grupo Surrealista de Madrid
Eugenio Castro, Manuel Crespo, Oscar Delgado, Javier Gálvez, Lurdes Martínez, Antonio Ramírez, José Manuel Rojo y María Santana.
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