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lunes, junio 30, 2008

NO FUTURE IBERIA!!!! 1, 2, 3, 4!!! 



Derrota, desencanto y punk: la Transición hacia ninguna parte

por Pablo César Carmona Pascual

(Capítulo 4 de “Autonomía y contracultura. Trabajo, revuelta y vida cotidiana
en la Transición”, en "Luchas autónomas en los años setenta. Del antagonismo obrero al malestar social", Madrid, Traficantes de Sueños, 2008).



Perdida la esperanza, perdida la ilusión,/ Los problemas continúan sin hallarse solución./ Nuestras vidas se consumen, el cerebro se destruye,/ Nuestros cuerpos caen rendidos como una maldición./ El pasado ha pasado y por él nada hay que hacer./ El presente es un fracaso y el futuro no se ve./ La mentira es la que manda, la que causa sensación,/ la verdad es aburrida, puta frustración./ Prefiero morir como un cobarde/ que vivir cobardemente./ Nuestras vidas se consumen, el cerebro se destruye, nuestros cuerpos caen rendidos como una maldición./ El terror causando hábito, miedo a morir./ Ya estáis muertos, ya estáis muertos….

Eskorbuto, «Cerebros destruidos», 1986 (1)

Hasta el año 1977-1978, Felipe González y los socialistas andaluces todavía mantenían ciertos lazos con algunos de sus amigos del mundo underground. Es cierto que habían ido aprendiendo mucho de las formas de la contracultura andaluza, no en vano algunos de ellos estuvieron en sus mejores grupos de teatro y en sus círculos de discusión. Pero la farsa se hizo insostenible a partir del año 1977. Julio Matito, líder espiritual del grupo Smash rompió relaciones con Felipe González. En ese mismo año, coincidiendo con las elecciones y con operaciones políticas de altos vuelos, se percató de lo que toda la extrema izquierda y, en especial los grupos autónomos y libertarios, ya sabían desde hacía mucho tiempo atrás. La política iba a ser dirigida desde arriba, desde las sedes de los partidos y los restaurantes de las élites económicas. El proceso de sustitución de élites había comenzado y no quedarían huecos para devaneos utópicos ni revoluciones pedientes.

Sin duda, el aviso más serio lo recibió la CNT de Cataluña. El 15 de enero de 1978, gracias a un atentado decidido por un sector de la clase política y preparado por el infiltrado policial Joaquín Gambín, se prendió fuego a la sala Scala, justo después de una manifestación de CNT.

Son muchos los detalles oscuros que rodean este hecho, pero el resultado de cuatro muertos en un local en el que la mayoría de los trabajadores eran afiliados a CNT fue un golpe casi definitivo a las ya debilitadas estructuras anarcosindicalistas. Las desafiliaciones masivas por el miedo generado en los medios de comunicación –que señalaban a la CNT como una organización terrorista– hicieron que se desmoronase la última apuesta de convergencia entre los grupos de autonomía obrera, los anarcosindicalistas y los sindicalistas revolucionarios, siempre con el propósito de mantener un campo de batalla abierto dentro del proceso de Pacto Social. Sólo la huelga de gasolineras de 1978 trató de levantar un frente de lucha activo y sólido, pero nunca más se recuperaron los 70.000 afiliados que CNT llegó a tener en Cataluña durante 1977.

El movimiento obrero asambleario quedó entonces desmembrado y relegado a pequeñas plataformas, coordinadoras o sindicatos que mantuvieron posiciones aisladas, aunque en algunos casos fuertes en diferentes sectores y empresas. Los expedientes de regulación, la crisis de finales de los setenta y la reconversión industrial emprendida por el gobierno socialista, en plena connivencia con los grandes aparatos sindicales, acabaron por arruinar las últimas oportunidades de formar un movimiento de lucha de matices autónomos.

El recorrido de la izquierda institucional –ya en labores de gobierno–condensado en los códigos del consenso del sindicalismo pactista fueron el marco institucional necesario para afrontar la crisis derivada de la reconversión política y económica. Pero mientras la locomotora del consenso avanzaba, la realidad social sufría un momento de profunda descomposición. Las cifras de paro (2), especialmente el paro juvenil, y el sentimiento de que la democracia abría un periodo de institucionalización política, tuvo su reflejo en la muerte de la creatividad social vivida en los años anteriores.

En este ambiente decadentista, sólo una versión descafeinada de la contracultura y del underground podían triunfar. Caso ejemplar, La Movida madrileña, esperpéntica y glamurosa celebración de un movimiento que ya no estaba a la ofensiva, se encerraba en los patrones ensayados y ya sabidos del underground. Una Movida que sólo fue capaz de escandalizar a un Madrid que había dado la espalda a sus barrios infectados de heroína y de jóvenes en paro. En todo caso, los felices años ochenta que quisieron vender los alcaldes «progres» del PSOE por todo el Estado, adaptados a marchas forzadas a los tiempos del rock and roll, no lograron ocultar la amarga derrota que las nuevas generaciones de adolescentes tuvieron que experimentar en sus carnes.

A pesar de lo que pueda parecer, el justo epílogo al underground peninsular no lo sellaron los folklóricos contraculturales venidos a menos en el museo de la fama. En 1977, el grupo Triana, apuntando la debacle de modo visionario, publica «Hijos del Agobio (y del dolor)», un canto a los duros tiempos que estaban por llegar.

Igualmente, en el Madrid de los ochenta, si bien Almodóvar o Alaska iniciaban una trayectoria pública que cada vez tenía menos que ver con los tiempos de la Prospe, del Ateneo Politécnico y el Ateneo Libertario, aparecían grupos de barrio menos sofisticados pero mucho más agresivos en sus letras y mucho más apegados a la desesperación cotidiana de las periferias (3). En cualquier caso, fue en Euskadi donde surgió la mejor respuesta a los nuevos tiempos. Eskorbuto, por ejemplo, hizo aterrizar la ética punk, aquella que había contagiado a los hijos de clase obrera sumidos en la absoluta marginalidad social de toda Europa. Lejos de la estética glam de las tendencias netamente artísticas adoptadas en La Movida, los problemas sociales, la rabia y la frustración adoptaban formas de comunicación genuinas.

El punk rompió con los viejos paradigmas y escupió en el rostro de una generación de ascendencia contracultural y sesentayochista que comenzaba a sentarse, con todo el capital heredado de su pasado en los sillones del poder. La trascendental unión entre ética y estética del underground quedaba así traicionada. Los hijos del agobio resultaron atrapados entre el paro, el rechazo al trabajo y la falta de alternativas en los barrios más populares. La verdaderas coordenadas de los nuevos guetos de los ochenta no fueron las propuestas por La Movida, sino por el rock radical vasco (Eskorbuto, Polla Records o Cicatriz), el heavy metal (Obus y Barón Rojo), el rock barrial y marginal (Topo, Leño, Asfalto) y las mezclas flamencas con aires de heroína y cárcel (Bambino, Los Calis y Los Chunguitos).

No obstante, conviene detenerse algo más en el punk, ya que fue el movimiento que mejor se supo ubicar en el nuevo escenario de crisis. Por eso mismo, desde muy pronto el punk fue objeto de denigración y debate.

En Vibraciones, revista oficial de tendencias musicales donde aparecía «todo lo más moderno», los punks fueron representados en algunos artículos como la escoria social, asesinos y violadores (4). Una imagen que trató de usarse en repetidas ocasiones como punta de lanza para su criminalización.
En el lado opuesto, la revista Star consideró, desde muy temprano, el «sentido político» que tenía el movimiento punk, y dio bastante espacio a grupos como Mortimer, La Banda Trapera del Río o Peligro. Se pretendía seguir la pista de un nuevo estilo de música marginal y radical que permitiese «sobrevivir psíquicamente» al mundo que se imponía.

Quizás baste con analizar brevemente la trayectoria de uno de estos grupos, La Banda Trapera del Río. La Trapera nació en 1978, el mismo año en el que Ramoncín firmó con la multinacional EMI. En sus filas estaba Morfi Grei un extrabajador de la Harry Walker, y todo el grupo provenía de Cornellá uno de los barrios más deprimidos de Barcelona. Su lema «las penas con punk son menos» fue toda una declaración de intenciones para un grupo que puso ritmo a la crisis en la que vivió la juventud de finales de los setenta. El punk conformaba así un modelo de resistencia, quizás uno de los primeros intentos culturales por habitar la derrota y el desencanto, por sobrevivir a la crisis e imponer nuevas maneras de vivir, de tirar palante desde las cloacas del sistema y sin agachar la cabeza. El desencanto fue también una forma de afrontar la derrota, de poder vivir en la propia derrota.

No obstante, estos años distaron mucho de ser un periodo tranquilo y pacífico. Perdida la «lucha final», no dejaron de plantearse numerosas batallas aunque en su mayoría estuvieran bañadas de un nuevo tinte resistencialista. Los movimientos ecologistas fueron capaces de recomponerse; se organizaron también las primeras campañas exitosas de objeción de conciencia que más tarde darían lugar a la insumisión; aún entre 1979 y 1980 los movimientos estudiantiles vieron morir a tres compañeros suyos a manos de la policía en protestas contra las nuevas reformas universitarias.

Tampoco fueron despreciables las luchas obreras de los centros neurálgicos del movimiento vasco, catalán y asturiano. En todos estos espacios el desencanto no impidió que se gestase todo un ciclo de pequeñas insurrecciones. Las viejas herramientas revolucionarias debían ser permutadas por otros utensilios de lucha, si la forma-partido y el sindicato habían entrado en crisis fue en gran medida por el lugar donde se había desplazado la política, pero también por las nuevas éticas de vida que hicieron reventar al sujeto obrero.

En cualquier caso, la nota dominante del periodo, especialmente en las generaciones más jóvenes, fue la desesperación y la quiebra de los horizontes vitales. Por eso es preciso terminar este artículo, de nuevo, refiriéndonos al no future del punk. El punk vino a despreciar a todos aquellos que abandonaron los proyectos revolucionarios y que trataron de educar a la juventud sobre la base de la crisis, el paro y la heroína. El punk añadió una feroz crítica de las culturas alternativas que a principios de los ochenta ya se habían convertido en pieza de museo. La nueva ola de los barrios populares de las grandes ciudades estuvo huérfana de referentes, no pudo atender a ninguna norma o institución, significó un momento crucial en la invención de nuevas culturas de supervivencia. El punk fue su mejor arma, y la heroína su peor enemiga. Como dijeron los Eskorbuto, en Ratas de ciudad, entre la crisis y el desencanto, estas nuevas generaciones abrazaron al mismo tiempo una nueva forma rebeldía y también la adicción a la heroína. Lo pagaron con la muerte de decenas de miles. Nos preguntamos por qué todavía nadie se ha lanzado a reabrir las fosas comunes donde yacen los cuerpos de estas víctimas de la democracia.

1 Véase también D. Cerdán, Eskorbuto: Historia Triste, Madrid, ediciones Marcianas, 2001.
2 El paro en 1976 era de 615.240 personas, mientras que en el año 1981 se llegaría a los
2.000.000, con especial reflejo en el paro juvenil que en ciertas zonas industriales en reconversión llegó a ser de empleo nulo, con cifras cercanas al 40 %.
3 El barrio de Prosperidad en Madrid fue la cuna de la contracultura libertaria, en sus calles estuvieron el Ateneo Politécnico y el Ateneo Libertario de Prosperidad, espacios de referencia para el movimiento de comunas, la elaboración de fanzines y sede del primer punk madrileño. Pocas calles más abajo se encontraba la sala Rock Ola mítica sala punk de Madrid, el CBGB del foro.
4 Vibraciones, núm. 37, octubre de 1977.





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