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jueves, septiembre 11, 2008

Cahuineando 

En el Nº 9 de la revista FAKXION se incluyó un texto sobre la legendaria banda Malalche, que he estimado adecuado subir ahora a este blog. Visiten al Tavo. Traten de comprarle el disco (puede no resultar fácil el trámite...están advertidos).



Cuando se pagan los destellos artificiales de una época, generalmente a causa de que ya ha pasado su tiempo (o, al menos, algo de tiempo), y eso nos permite acercarnos a todo lo que allí había, no sólo a su decorado, quedan asomados los gestos de los que puede haber alguna memoria. En ese punto es que pasan al primer plano los objetos que sirven de rastro de lo que pasaba en la oscuridad de la vida, sobre todo si estamos pensando en tiempos difíciles y sumamente violentos. Situemos el ejemplo que nos interesa analizar ahora. El campo es aquello que llaman “rock”, y el lugar donde éste se crea es la ciudad de Santiago, a fines de los 70 y principios de los 80. Antes de 1973, la cultura rockera más radical tuvo que existir en medio de las tendencias que la impulsaban hacia el uso más inofensivo del rock como forma de adaptación de la juventud a un cierto imperialismo cultural, el desprecio de la izquierda nacionalista, realista socialista, e “ideológica” en el peor sentido. Paro acá, al igual que en otras ciudades del continente, se desarrollaba un fuerte amor por las posibilidades expresivas más abiertas del rock, y al igual que en Buenos Aires, Caracas, Sao Paulo y otros lugares, habían algunas camadas de hombres y mujeres profundamente psicodelizados por la energía vital de la música rock (el interés creciente de coleccionistas mundiales en las versiones locales de pop/rock/psicodelia/garage/folk es responsable de que tengamos cada vez más registros de esas actividades). Durante las dictaduras militares, el rockismo parece haberse replegado un buen poco, para resurgir con fuerza en los 80, cuando ya se había incorporado el punk (con sus batallas y derrotas) al escenario, además de los diferentes variedades de postpunk, generando un contexto en que a muchos les bastaba con aprender una que otra influencia dentro de este abanico más amplio, desde el pop más funcional hasta las pesadeces, densidades y experimentalismos registrados y catalogados meticulosamente por la industria discográfica y de la cultura juvenil. Pero como siempre ocurre o debiera ocurrir, la actividad libre de unos cuantos sujetos que concientemente huyeron de las luces de los escenarios (incluso los más pequeños) para crear sin pretensión exhibicionista alguna, aquello que solo ellos en ese momento podían crear. Malalche existía más o menos de esa forma, con una estructura más bien estable pero no muy cerrada, que así se consolidaba tras intentos previos de funcionar de manera más convencional como un combo de rock por parte de una banda cuyo nombre exacto no recuerdo, pero estoy seguro de que era una cifra de tres dígitos ( a la Eno en 801 ), de la cual alguna vez tuve la oportunidad de escuchar unas cintas que registraban la ejecución en vivo de versiones de King Crinson, era “Lark tongues in aspic”. De esa época quedó marcado a fuego en los miembros de Malalche que no valía la pena hacer música pensando en presentarla en vivo. Esta convicción es mantenida por T. hasta el día de hoy: “Preparar un set, para presentarlo en vivo, es prostituirse”, nos dijo hace poco. La misma actitud, con distintas fundamentaciones, se puede rastrear a lo largo de la historia musical reciente, y dentro de la órbita de las influencias directas y evidentes de Malalche, es la actitud que los Residents atribuyeron en su momento al misterioso N.Senada y su “teoría de la obscuridad”, materializada por ellos en su album “Not available”, grabado sin tener al “público” en mente, y editado supuestamente una vez que se habían olvidado totalmente de su existencia. Parece inevitable que desde quienes eran quinceañeros en los 60 y se formaron en el rock con la oreja atenta a las posibilidades ofrecidas por los más extremistas, del interés por la psicodelia se haya pasado como si de un continuo se tratase hacia la vanguardia, las bandas oscuras y arriesgadas a que se podía acceder en ese momento, el free jazz y varios desarrollos posteriores. En términos de hegemonía cultural, pareciera que de manera clara ya en los 70 las corrientes principales de la cultura rockera y musical chilena se decantaran como estilos “respetables” hacia el rock progresivo, sinfónico, el jazz fusión, y los acercamientos académicos hacia el folklore y la música bien o mal llamada “seria”. Ellos quedaron en la corrientes principal, es decir, se ganaron un cierto derecho a existir, de acuerdo a la lógica dominante, y hasta el día de hoy gozan de una apreciación especial en el frente cultural de la sociedad chilena. ¿Y qué pasó con los que rechazaban esas posibilidades de integración? Malalche puede ser visto como uno de los ejemplos. Hasta ahora, el único documento o artefacto que nos permite oir a Malalche es su album “cahuineando”. En la época en que los militares ya no se dedicaban a gobernar tan directamente, y en que los partidos de la democracia del capital tomaban de nuevo las riendas del poder político, aclarando que la justicia que podíamos lograr era solo “en la medida de lo posible” a la vez que se libraba con Belisario a la cabeza una fea guerra sucia en contra de la externa izquierda, el desparecido diario La Época dedicó un reportaje dominical a las pocas glorias del rock experimental santiaguino. De hecho, recuerdo que se refería tan solo a dos: Malalche y la Agrupación Ciudadanos (antes conocida como “Agrupación Hurbanística”). De Malalche se mencionaba que había sido editado un casete, que se vendía en “una tienda del segundo piso de una galería en San Diego”, y que al dueño de dicho local (y cabeza más o menos visible de la banda) le daba lo mismo el precio que se pagara por
el artefacto, pues lo que le importaba era quien lo comprara. No puedo decir nada en su contra porque fui y me lo vendió (en parte nos conocíamos de mucho antes, cuando hurgaba en todas las librerías y disquerías viejas que abundaban en el sector), pero el caballero tiene fama de complicado, no suele ser muy amable con quienes ingresan eventualmente a sus dominios, y de hecho se cuenta que alguna vez fue visitado por el mismísimo Eric Clapton (que algunos londinenses proclamaron como “dios” hace unas décadas) en busca de no se qué santo grial sesentero que yace en ese lugar, y T. no se dignó abrir la puerta porque “estaba durmiendo”. Con estos factores a la vista, no me imagino cuantas copias hizo y vendió en esa época, y en total, pero lo cierto es que recientemente T. se encargó de editar la misma grabación en CD-R, y sus costumbres no han cambiado, así que puede que no sea tan fácil conseguir una copia. De atenernos a la información que contiene el folleto del casete o del CD (mismo arte, mismo texto), las grabaciones datan de principios de los 80. No pocas veces me he topado con la versión --ya a nivel semimitológico- que sostiene que se trata de grabaciones hechas en los 70, pero me parece que no hay respaldo suficiente para mantenerla. Curiosamente, creo recordar que en conversación con el hijo de T., a mediados de los 90, se me señaló que las grabaciones habían sido hechas recientemente (o sea, a principios de los 90), y que en general T. había grabado casi todo el material por sí mismo. Por el contrario, la información del folletito señala un listado de músicos que, para seguir con la “tradición de antigloria” que caracterizó a la banda siempre, son mencionados por sus apodos. Sumergiéndose en la música, lo que podemos describir es un sonido más bien artesanal pero muy nítido, y canciones con estructuras que se apoyan sobre todo en teclados y algunos ritmos programados, pero desde los que es frecuente que se despegue hacia el “otro lugar” por vía de una guitarra con efectos (gran ejemplo de esto casi al inicio, en “extraño descenso”), y ocasionales voces que se usan de manera más bien siniestra (por ejemplo, típicamente en las dos versiones del tema sobre el Trauko). Curanderas mapuches y una cadena de oraciones católicas se entrecruzan con temas que a veces diseñan paisajes rurales y en otros momentos exprimen la alienación urbana mediante repetición y absurdo. Tal vez lo más difícil sea acostumbrarse al sonido de estas grabaciones, no porque suenen mal sino porque al principio es inevitable imaginar esas mismas ideas ejecutadas tal vez por instrumentaciones distintas, pero nuevas inmersiones en la totalidad de este album van acarreando una apreciación y cariño cada vez mayor por el material, sobre todo si es que, a la luz de los fenómenos descritos en el primer párrafo de este artículo, nos complacemos en comparar este pedazo de realidad con lo mal que han envejecido todos los fusionismos, virtuosismos, progresismos, exhibicionismos, popismos y excelentismos varios de la música de la época. Una estética duradera, por cierto, que este colectivo de gente define como “antigloria”.

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