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martes, enero 27, 2009

El "horticultor situacionista" Jaime Semprún critica el Manifiesto contra el trabajo, del grupo Krisis 


En unas corrosivas notas sobre "las nocividades de la Enciclopedia" unos chistositos trataban a Jaime de "horticultor situacionista" -supongo que por su afición a los huertos y la comida, y su creciente ataque contra la tecnología y los organismos genéticamente modificados- y lo acusaban de llevar su proyecto (La Enciclopedia de las nocividades) hacia el "situacionismo" al "abismo" (delirio místico primitivista).
Semprún me resulta un tipo interesante, dada su actuación directa en el medio situacionista de los 70, y el proyecto de la Enciclopedia me parece un buen acercamiento desde las tesis situacionistas al tipo de crítica realizada por la antigua Escuela de Frankfurt (sobre todo, el anti-progresismo de Benjamin)y la visión de la técnica y la historia sustentada por Gunther Anders.

En un texto más o menos reciente ("El fantasma de la teoría"), Semprún tiene ocasión de referirse a los aportes del grupo Krisis, Anselm Jappé, y el famoso "manifiesto contra el trabajo".

En el primer párrafo, afirma la intención de este escrito: "Quisiera exponer aquí las razones por las cuales diversos ensayos recientes de “teoría radical” me parecen tener algo de irreal, de hueco, y en cualquier caso de fantasmal, en el sentido de que en ellos falta, en mi opinión, lo que era la carne y la sangre, o el nervio, si se prefiere; en resumidas cuentas, la vida de las teorías revolucionarias de la sociedad. Ello me llevará evidentemente a decir algo de lo que es, o más bien de lo que era, la teoría revolucionaria, en la época en que existía tal cosa, y por qué creo que ya no sucede así".

Y luego arremete contra el manifiesto:

NOTAS SOBRE EL MANIFIESTO CONTRA EL TRABAJO
JAIME SEMPRÚN


Parece una concesión demasiado grande a la modernización tecnológica decir que ha hecho el trabajo “superfluo”. Sin entrar a abordar siquiera el juicio cualitativo de las facilidades tecnológicas (¿qué hace perder la “liberación” por las máquinas?), ya es muy dudoso cuantitativamente que la modernización suprima trabajo y que haga su mantenimiento cada vez más artificial (tesis central del Manifiesto).
En efecto por no hablar de los “puestos de trabajo creados directamente por la innovación tecnológica (¡y qué trabajo!), lo que hay que considerar son todas las actividades asalariadas que ese mismo proceso hace socialmente necesarias (al mismo tiempo que suprime otras): el encuadramiento psicosocial de las “muchedumbres solitarias”, el control policial del “salvajismo”, la industria de la “salud” (sector en expansión donde los haya), la del entretenimiento y de las compensaciones “culturales” por la desertificación de la vida, por no decir nada de todo lo que concierne a la “reparación”, el bricolaje técnico de una neonaturaleza. Cierto que todo ese “trabajo” sólo es necesario en el interior de la sociedad de la alienación, en el marco de su lógica demente, etc., pero su necesidad no es menos horriblemente real en el interior de estas condiciones; es algo así como un cáncer: saber que es producto (en la mayoría de los casos) de las condiciones de vida no cura: queda la necesidad de recurrir (con mayor o menor prudencia, ése es otro problema) a la medicina existente. Del mismo modo, saber que la calamidad económica es la materia prima, inagotable, de todas las “bondades”, “facilidades” o “remedios” producidos por la economía de mercado no impide que esa calamidad sea un sistema de imposiciones materiales al que nadie es ajeno. (Se pueden rechazar por dignidad, por asco, etc., las compensaciones y sucedáneos diversos, pero no se pueden rechazar las privaciones que los hacen necesarios e incluso deseables para la mayoría de la gente; cf. Günther Anders acerca de al televisión)
Hablar en estas condiciones de “conquista de los medios de producción mediante asociaciones libres” (pág. 63) equivale a una retórica de rezo. ¿Medios de producción? ¿Producción de qué? De más calamidad económica (de dependencia, de aislamiento, de patología social), es decir, de aquello de lo cual las “asociaciones libres” tendrían, como primer programa, salir. Tomemos el ejemplo de una necesidad elemental como la de habitar, tener un techo. La forma en que “satisface” esta necesidad la sociedad industrial ya la conocemos: es la vivienda masifica, las grandes urbanizaciones, la celda del Existenzminimum. “Asociaciones libres” luchando con la tarea de transformar todo esto heredarían un “medio de producción” (la industria de la construcción y las obras públicas) que no puede servir sino para construir precisamente la misma cosa, con algunas variantes (podrían, en rigor, “dar vida a las fachadas” y pintarrajear el hormigón; pero eso ya está hecho). Y este ejemplo, todavía es relativamente benigno frente a otros, como la agricultura industrial o la producción nuclear de electricidad, para ilustrar la alargada sombra que la alienación presente proyecta sobre cualquier futuro imaginable.
Del proyecto del viejo movimiento obrero revolucionario, Krisis parece conservar así –por lo menos en algunos pasajes del Manifiesto- precisamente la parte más caduca: la idea de una reapropiación posible de las “fuerzas productivas” de la gran industria, con la forma que le ha dado el capitalismo. Sin embargo, hay que admitir que en el transcurso del siglo XX, digamos entre Hiroshima y Chernóbil, se atravesó un umbral en la transformación de las “fuerzas productivas” en “fuerzas destructivas”. El capitalismo entabló desde sus inicios una guerra permanente contra todo lo que subsistía independientemente de él (en la naturaleza, las relaciones sociales y las actividades humanas); pero, pasado cierto mural de poderío técnico, esta guerra, con su ciclo cada vez más acelerado de destrucciones-reconstrucciones, se ha convertido en el principal motor de la valorización capitalista. La “reparación” tecnológica del mundo realmente devastado es desde luego, para cualquier espíritu lúcido, la garantía de nuevas devastaciones, pero desde el punto de vista de la economía de mercado es sobre todo la garantía de que habrá trabajo, cada vez más trabajo, para restaurar, descontaminar, sanear, manipular; es decir, para crear valor con el desastre.
Resumiendo: la naturalización de la necesidad del trabajo no es sólo ideológica (como denuncia el Manifiesto) sino que ha pasado a los hechos, se ha materializado con la forma de la catástrofe en curso. Dicho de otro modo, puede afirmarse, con Anselm Jappe, que el “capitalismo constituye históricamente una excepción, una monstruosidad”, pero añadiendo al instante que ha llegado a destruir casi totalmente aquello respecto a lo cual era una excepción y una monstruosidad.
Me parece que el principal “punto ciego” en el análisis propuesto por el Manifiesto es la adhesión a cierta ortodoxia marxista para la cual hay que seguir salvando un “lado bueno” del desarrollo técnico del capitalismo. (El presupuesto es como se sabe, que ese desarrollo técnico sólo puede ser formalmente capitalista.) Esto aparece particularmente en las menciones elogiosas que se hacen varias veces acerca de la “revolución microinformática”, que al parecer produce “riquezas” y nos libera de las “tareas rutinarias”; cuando en realidad la informática depaupera todo lo que toca y extiende por doquier la rutina de sus procedimientos. Pero lo que se hace sentir sobre todo es una especia de vacilación sobre esta cuestión entre los redactores del Manifiesto. Así escriben, por ejemplo (pág. 68) que “una vez sustraídas las imposiciones objetivas capitalistas del trabajo, las modernas fuerzas de producción podrán incrementar enormemente el tiempo libre disponible para toda la gente”, pero añaden casi al instante, como para corregir ese disparate, que “sólo se podrá aprovechar una parte mínima de la técnica en su forma capitalista”; constatación que, con sólo reflexionar en ella un momento, parece negar totalmente la afirmación anterior.
En conclusión, creer que podrían recuperarse intactos, una vez despojados de su forma capitalista, valor de uso y técnica emancipadora, es desvariar y exponerse a incoherencias como las que encontramos varias veces en el Manifiesto. Ya no estamos en la época de Marx, y las ambigüedades de su teoría (las esperanzas progresistas puestas en las bondades de la gran industria) ya no tienen la más mínima justificación. La contradicción que socava la vieja sociedad no está entre el mantenimiento del “trabajo abstracto”, “la venta de la mercancía-fuerza de trabajo”, y de los medios de producción que hipotéticamente permitirían librarse de él. La contradicción fatal de la sociedad de la mercancía (pero quizá también de la civilización, de las posibilidades de humanización que ésta ha producido a lo largo de la historia) es la que existe entre esos medios de producción determinados, es decir, el “capital fijo cientifizado”, la tecnología moderna, por una parte, y por otra parte las necesidades vitales de la apropiación de la naturaleza, de las cuales ninguna sociedad humana podría sustraerse (a no ser que se espere la mutación anunciada por los genetistas).
Una organización social, sea cual sea, es antes que nada una forma de apropiación de la naturaleza, y es en esto en lo que la sociedad de la mercancía ha fracasado miserablemente. La huida hacia delante en la artificialización, tal como propone la utopía neotecnológica, que pretende resolver el problema suprimiéndolo, no es sino una manifestación de este fracaso. El “límite histórico absoluto” del que habla el Manifiesto se sitúa de hecho allí: el trabajo indiferenciado de la gran industria (del cual se ha eliminado toda particularidad, cualidad individual, determinación local, etc.) ha alcanzado finalmente, tras las sucesivas “revoluciones tecnológicas” su concepto como trabajo muerto, muerte en el trabajo. Y eso no es una simple fórmula: la desvitalización es patente en todos los ámbitos, y cada paliativo tecnológico lo agrava. El trabajo industrial había producido al producto (el hombre desindividualizado, intercambiable, el material humano de la sociedad de masas) y el “mundo” del producto (la representación del mundo que conviene a la producción total). Con las “nuevas tecnologías” –el mundo sensible reducido a informaciones digitalizables, la vida biológica a códigos manipulables y recombinables, el encarcelamiento industrial está en cierto modo “cerrado”, pero al mismo tiempo la humanidad se encuentra así aislada de todos sus recursos, tanto vitales como espirituales. Evidentemente, una locura semejante no puede mantenerse por mucho tiempo, pero puede llevar aún más lejos la “descivilización” y el “salvajismo” evocados en las últimas páginas del Manifiesto.
Para concluir estas notas sucintas y demasiado deshilvanadas, diré que el miedo a caer en la formulación vulgarmente edificante de “principios positivos”, o tal vez a ceder a la futilidad de las “recetas para las marmitas del futuro”, parece contener a los autores del Manifiestote ir hasta el final de su crítica a la dominación del trabajo muerto y de su racionalidad tecnocientífica. Y es verdad que la crítica de la “la técnica” cae fácilmente en la abstracción impracticable, con todos los riesgos de regresión idealista hacia los piadosos deseos “éticos”, el espiritualismo o el esteticismo (el propio florecimiento de este género de falsa conciencia debe verse como un síntoma de la confusión de la mayoría de la gente ante las inmensas tareas prácticas que impondría el desmantelamiento razonado del sistema industrial). Sin embargo, ese “combinar las formas de práctica contrasocial con el rechazo ofensivo del trabajo” (pág. 71) no podría darse sin un juicio crítico coherente del conjunto de los medios técnicos que desarrolla, él también de forma totalitariamente coherente, el capitalismo moderno. Este juicio remite, desde luego, a una concepción de la vida que se desea llevar, pero esta concepción no tiene nada de abstracto o arbitrario: se basa en una conciencia lúcidamente histórica del proceso contradictorio de la civilización, de la humanización parcial y que ha permitido llevar a cabo dicho proceso, y que llega a su límite con la ruptura antropológica actual. No se trata de “volver atrás” sino de reapropiarse de las fuerzas vitales de la humanidad destruyendo la máquina que las paraliza. Es el único sentido que puede tener el programa de “reproducción de la vida más allá del trabajo” (pág.71)
Una discusión profunda sobre las tesis del Manifiesto requeriría abordar otros puntos. Pero me he atendido a lo que me parecía central para tratar de precisar hasta qué punto “una crítica al capitalismo sin crítica a la sociedad industrial es tan insensata como una crítica de la sociedad industrial sin crítica del capitalismo” (Anselm Jappe) y contribuir así a la formación de ese “nuevo contraespacio público”, “espacio intelectual libre en el que pueda pensarse lo impensable”, cuya necesidad evocan los redactores del Manifiesto.

Extraído de Resquicios #5 (nov-2007)

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