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sábado, junio 06, 2009

Castoriadis: sobre lo que fue la revolución rusa 


Aún no se ha terminado de hablar acerca de la revolución rusa, de sus problemas, de su degeneración, del régimen que finalmente ha producido. ¿Y cómo habría de terminarse de hablar? En ella se combinan la única revuelta victoriosa de cuantas ha protagonizado la clase obrera y, además, el más hondo y revelador de todos sus fracasos. El hecho de que la Comuna de París haya sido aplastada en 1871, o la de Budapest en 1956, nos enseña que los obreros insurgentes encuentran problemas de organización y de política inmensamente difíciles; que su insurrección puede encontrarse aislada; que las clases dominantes no retroceden ante ninguna violencia, ante ninguna barbarie cuando se trata de salvar su propio poder. Pero la revolución rusa nos obliga a reflexionar no tan sólo sobre las condiciones de una victoria del proletariado, sino también acerca del contenido y la posible suerte de tal victoria, acerca de su consolidación y su desarrollo, acerca de los gérmenes de un fracaso cuyo alcance sobrepasa infinitamente la victoria de los versalleses, la de Franco en la guerra civil española o la de los blindados de Kruschev. Precisamente porque aplastó a los ejércitos blancos, pero luego sucumbió a la burocracia que ella misma había engendrado en sí, la revolución rusa nos sitúa frente a problemas de una naturaleza muy distinta que la táctica o los métodos de insurrección armada o la apreciación correcta de la relación de fuerzas. Nos obliga a meditar acerca de la naturaleza del poder de los trabajadores y sobre lo que entendemos por socialismo. Justamente porque condujo a un régimen en el cual la concentración de la economía, el poder totalitario de los dirigentes y la explotación de los trabajadores han sido llevados al límite y producido, en suma, el grado extremo de centralización del capital y de su fusión con el Estado, la revolución rusa nos sitúa para comprender la que ha sido, y sigue aún siendo, la forma en cierto sentido más perfeccionada, más «pura» de la moderna sociedad de explotación. Al encarnarse el marxismo, por primera vez en la historia, al hacer en consecuencia ver en tal encarnación un monstruo desfigurado, nos permite entender ese marxismo en la misma o aún mayor medida en que puede ser comprendida por él. El régimen que ha producido ha pasado a ser la piedra de toque de todas las ideas habidas y por haber, tanto -sin duda- las originarias del marxismo clásico como de las ideologías burguesas; ello lo ha logrado a base de echar a perder al primero precisamente al realizarlo y, también, a fuerza de hacer triunfar la más profunda esencia de las segundas, pese a negarlo de continuo. No ha terminado aún, pues, de plantear los problemas más actuales ni de ser la revelación más evidente, a la vez que la más enigmática, de la historia mundial; no ha terminado de hacerlo, en razón de haberse extendido a la tercera parte del mundo, en razón de las revueltas obreras que se han alzado contra su dominio en los últimos diez años, ni tampoco en razón de su actual estallido en un polo ruso y otro chino. El mundo en que vivimos, pensamos y actuamos ha sido puesto en sus raíles en octubre de 1917 por los obreros y bolcheviques de Petrogrado.

De entre las innumerables cuestiones que suscita la suerte corrida por la revolución rusa, dos constituyen los pilares en que se apoyan todas las demás. La primera: cuál es la sociedad producida por la degeneración de la revolución (es decir, cuál es la naturaleza y la dinámica de ese régimen, en qué consiste la burocracia rusa, cuál es su relación con el capitalismo y con el proletariado, su lugar histórico, sus problemas actuales). Ha sido discutida numerosas veces (1), y aún lo será (2). La segunda: cómo una revolución obrera puede dar origen a una burocracia, y de qué modo esto ha ocurrido en Rusia. Esta cuestión la hemos examinado en su aspecto teórico (3), pero sólo en pequeña medida la hemos abordado desde la óptica de la historia concreta. Por supuesto que existe una dificultad casi insuperable para estudiar de cerca este período oscuro donde los haya, el que va desde octubre de 1917 a marzo de 1921, y en el cual se ha jugado la suerte de la revolución. El problema que en primer lugar nos interesa no es, en efecto, otro que éste: ¿en qué medida los obreros rusos han intentado tomar por sí mismos la dirección de la sociedad, la gestión de la producción, la regulación de la economía, la orientación de la política? ¿Cuál ha sido su conciencia de los problemas, su actividad autónoma? ¿Cuál su actitud frente al Partido bolchevique, frente a la naciente burocracia? Porque no son los obreros quienes escriben la historia, sino siempre “los otros”. Y esos “otros”, quienesquiera que sean, sólo existen históricamente porque las masas son pasivas, o activas únicamente para sostenerles, y ellos mismos lo afirmarán en cualquier oportunidad; la mayor parte de las veces, ni verán ni oirán los ademanes y las palabras que traducen esa actividad autónoma. En el mejor de los casos, la utilizarán a las claras tanto en cuanto coincida “por milagro” con su propia línea, y cuando se aparte de ella la condenarán radicalmente y le imputarán los móviles más infames (de este modo Trotski describe en términos grandiosos a los obreros anónimos de Petrogrado marchando hacia el Partido bolchevique, o movilizándose ellos mismos durante la guerra civil, pero califica a los insurgentes de Kronstadt de infiltrados y agentes del Estado Mayor francés). A esos “otros” les faltan las categorías, las células cerebrales por así decirlo, todo lo que necesitarían para comprender esa actividad autónoma, incluso lo que les sería necesario para captarla como tal: como una actividad que no ha sido institucionalizada, que carece de jefe y de programa, que no tiene estatuto, que ni siquiera es percibible a no ser bajo la forma de los «desordenes» y de los «jaleos». La actividad autónoma de las masas pertenece, por definición, a “lo rechazado” de la Historia.

Por ello, no ocurre únicamente que el registro documental de los fenómenos que nos interesan más que otros en este período sea fragmentario, ni siquiera que haya sido sistemáticamente suprimido, y continúe siéndolo, a manos de la burocracia triunfante. Lo importante es que ese registro es “orientado” y “selectivo” en mucha más honda proporción que cualquier otro testimonio histórico. La ira reaccionaria de los testigos burgueses y la apenas menos rabiosa de los socialdemócratas; el delirio anarquista; la historiografía oficial, periódicamente reescrita de acuerdo con las necesidades de la burocracia; y la historiografía trotskista, exclusivamente preocupada de justificarse a posteriori y en ocultar su papel en las primeras etapas de la degeneración: todo ello se confabula para ignorar los signos de la actividad autónoma de las masas durante esa época o, hablando en puridad, para «demostrar» a priori que era imposible que tal actividad existiera entonces.

El texto de Alexandra Kolontai [“La oposición obrera”] aporta, a este respecto, informaciones de inestimable valor. En primer lugar, por las indicaciones directas que suministra acerca de las actitudes y las reacciones de los obreros rusos ante la política del Partido bolchevique. Seguidamente, y sobre todo, al mostrar que una amplia fracción de la base obrera del Partido tenía conciencia del proceso de burocratización en curso, y se alzaba contra él. Ya no es posible, después de haber leído este texto, seguir presentando la Rusia del 20 como un caos, un amontonamiento de ruinas donde el proletariado estaba pulverizado y donde los únicos elementos de orden eran el pensamiento de Lenin y “la férrea voluntad” de los bolcheviques. Los obreros querían otra cosa, y lo demostraron: en el seno del Partido, por medio de la Oposición Obrera; y, fuera del Partido, por medio de las huelgas de Petrogrado y de la revuelta de Kronstadt. Fue menester que todo eso fuera aplastado por Lenin y Trotsky, para que Stalin consiguiera, después, salir victorioso.

A la pregunta: ¿cómo la Revolución rusa pudo producir un régimen burocrático?, la respuesta habitual, dada antes que nadie por Trotski (y recogida al cabo de mucho tiempo muy a gusto por los compañeros de viaje del estalinismo y, hoy en día, por los mismos kruschevianos, a fin de «explicar» las «deformaciones burocráticas del régimen socialista»), es ésta: la revolución tuvo lugar en un país atrasado, que de todas maneras no hubiese podido construir el socialismo a solas; se encontró aislada en virtud del fracaso de la revolución en Europa, y en especial en Alemania, entre 1919 y 1923; para colmo, el país se fue completamente devastado por la guerra civil.

Esta respuesta no merecería que nos detuviéramos en ella ni un solo momento, a no ser por la aceptación general que la rodea y el papel mistificador que desempeña. El atraso, el aislamiento y la devastación del país, hechos todos ellos incontestables en sí mismos, habrían podido también explicar una derrota pura y simple de la revolución, una restauración del capitalismo clásico. Pero lo que se pregunta es precisamente por qué no hubo derrota pura y simple, por qué la revolución, después de haber vencido a sus enemigos exteriores, se vino abajo en el interior; por qué «degeneró» bajo esa precisa forma que conducía al poder burocrático. La respuesta de Trotski, para utilizar una metáfora, viene a ser como si dijese: ese individuo ha cogido una tuberculosis porque se hallaba tremendamente debilitado. Pero, estando tan debilitado, habría podido morir, o contraer otra enfermedad: ¿por qué ha contraído precisamente “esa” enfermedad? Lo que hay que explicar, en la degeneración de la revolución rusa, es justamente la especificidad de esa degeneración en cuanto degeneración “burocrática”; y ello no puede hacerse más que a condición de rechazar factores de índole tan general como el atraso y el aislamiento. Añadamos, de pasada, que semejante «respuesta» nada nos enseña que sobrepase el ejemplo de Rusia. La única conclusión que podemos extraer de ella es que los revolucionarios deben formular ardientes votos para que las próximas revoluciones ocurran en países más avanzados, para que no se queden aisladas y para que las guerras civiles no sean en absoluto devastadoras.
Abundando además en este aspecto, el hecho de que desde hace ya más de veinte años el régimen burocrático haya desbordado ampliamente las fronteras de Rusia, el que se haya instalado en países que de ninguna forma podríamos calificar de atrasados (Checoslovaquia o la Alemania del Este), el que la industrialización que ha hecho de Rusia la segunda potencia mundial no haya conseguido debilitar a la burocracia, demuestra que toda discusión en términos de «atraso», de «aislamiento», etc. es pura y simplemente anacrónica.

Si queremos comprender el surgimiento de la burocracia como capa gestora que va siendo más y más preponderante en el mundo contemporáneo, estamos obligados a constatar de inmediato que, paradójicamente, aparece en los dos polos del desarrollo social, a saber: por un lado, como producto orgánico de la madurez de la sociedad capitalista; por otro, como una «respuesta forzosa» de las sociedades atrasadas al problema de su “paso” a la industrialización.

En el primer caso, el surgimiento de la burocracia no ofrece misterio alguno. La concentración de la producción conduce necesariamente a la aparición, en el seno de las empresas, de una capa que debe asumir de modo colectivo la gestión de inmensas agrupaciones económicas, tarea que sobrepasa cualitativamente las posibilidades de un propietario individual. El creciente papel del Estado, en el campo económico por supuesto, pero también en los demás, lleva a la vez a la extensión cuantitativa y a un cambio cualitativo del aparato burocrático del Estado. En el otro polo de la sociedad, el movimiento obrero degenera al burocratizarse, se burocratiza al integrarse en el orden establecido y no puede integrarse en él si no es burocratizándose. Estos diversos elementos constitutivos de la burocracia -técnico-económica, político-estatal, «obrera»- coexisten mejor o peor entre sí y también en compañía de los elementos propiamente «burgueses» (propietarios de los medios de producción), pero la evolución tiende constantemente a incrementar su peso en la dirección de la sociedad. En tal sentido, puede decirse que el surgimiento de la burocracia corresponde a una fase «última» de la concentración del capital, y que la burocracia personifica o encarna el capital durante dicha fase, a igual título que la burguesía en la fase precedente. Y esa burocracia puede, al menos por lo que respecta a su origen y a su función socio-histórica, ser comprendida con ayuda de las categorías del marxismo clásico (poco importa, en este punto, si los supuestos marxistas de nuestros días, infinitamente por debajo de las posibilidades de la misma teoría que se adjudican, siguen siendo incapaces de dar un estatuto socio-histórico a la burocracia, y se ven por tanto llevados, creyendo que en sus ideas no hay nombre para tal fenómeno, a rechazar la existencia de los hechos y a hablar del capitalismo contemporáneo como si nada hubiese cambiado desde hace cien o cincuenta años).
En el segundo caso, la burocracia surge, si así podemos decirlo, del vacío mismo de la sociedad que se considera. Es cierto que, en la casi totalidad de las sociedades atrasadas, las antiguas capas dominantes se muestran incapaces de emprender la industrialización del país; es cierto que el capital extranjero no crea, en el «mejor» de los casos, más que enclaves de explotación moderna; es cierto que la burguesía nacional, nacida tardíamente, no posee ni la fuerza ni el valor necesarios para emprender la transformación de arriba abajo de las antiguas estructuras que sería exigido por la modernización. Añadamos que, por ese mismo hecho, el proletariado nacional es demasiado débil para desempeñar el papel que le asigna el esquema de la «revolución permanente»; es decir, para eliminar a las antiguas capas dominantes y lanzarse a una transformación que conduzca, de modo ininterrumpido, desde la etapa «democrático-burguesa» a la etapa socialista.

¿Qué puede ocurrir entonces? La sociedad atrasada puede permanecer en su estancamiento: y permanece, durante un tiempo más o menos prolongado (sigue siendo el caso, aún hoy en día, de un gran número de países atrasados ya se hayan constituidos como estados antigua o modernamente). Pero tal estancamiento significa de hecho una degradación en cualquier caso relativa, e incluso a veces absoluta, de la situación económica y social, y una ruptura del equilibrio precedente. Agravada casi siempre por factores en apariencia «accidentales», pero en realidad inevitables en su recurrencia y que encuentran una resonancia infinitamente incrementada en una sociedad deslavazada, cada ruptura de equilibrio se convierte en una crisis que, por lo general, se combina con un componente «nacional». El resultado puede ser una lucha social-nacional abierta y larga (China, Argelia, Cuba, Indochina), o un golpe de Estado, casi fatalmente militar (Egipto). Ambos casos presentan inmensas diferencias, pero también un punto común.

En el primer caso, la dirección político-militar de la lucha se erige gradualmente en capa autónoma que gestionara la «revolución» y, después de la victoria, la reconstrucción del país; en vista de lo cual se atrae de forma natural a todos los elementos ligados con las antiguas capas privilegiadas, selecciona otros de entre las masas y constituye, a la vez que la industria del país, la pirámide jerárquica de lo que será el esqueleto social. Esa industrialización se realiza, por supuesto, según los clásicos métodos de acumulación primitiva, mediante la explotación intensa de los obreros y aún en mayor medida de los campesinos y la integración, prácticamente forzosa, de estos últimos en el ejército de trabajo industrial. En el segundo caso, la burocracia estatal-militar, al desempeñar un papel de tutela con respecto a las capas privilegiadas, no las elimina radicalmente, ni tampoco abate el estado de cosas que encarnan; puede preverse así, casi siempre, que la transformación industrial del país no terminará sin una nueva convulsión violenta. Pero, en ambos casos, lo que se constata es que la burocracia juega en efecto, o tiende a jugar, el papel de sustituto de la burguesía en sus funciones de acumulación primitiva.

Es preciso señalar que esa burocracia provoca de hecho el estallido de las categorías tradicionales del marxismo. En ningún sentido puede decirse que esa nueva capa social se ha formado y crecido en el seno de la sociedad precedente, ni que nazca de un nuevo modo de producción, cuyo desarrollo había llegado a ser incompatible con el mantenimiento de las antiguas formas de vida económica y social. Por el contrario, es ella quien hace nacer ese nuevo modo de producción en la sociedad dada; ella misma no surge a partir del normal funcionamiento de la sociedad, sino a partir de la incapacidad que la sociedad tiene para funcionar. Su origen es, casi sin metáfora, el vacío social; sus raíces históricas se hunden tan sólo en el porvenir. No tiene evidentemente ningún sentido decir que la burocracia china es el producto de la industrialización del país, cuando podría decirse, infinitamente con mayor razón, que la industrialización de China es el producto del ascenso al poder de la burocracia. Tal antinomia no puede ser sobrepasada si no es constatando que, en nuestros días, y a falta de una solución revolucionaria a escala internacional, un país atrasado no puede industrializarse más que si se burocratiza.

En el caso de Rusia, si bien la burocracia se encuentra con que ha realizado, después de todo, la “función histórica” (4) de la burguesía de antaño o de la burocracia de un país atrasado de hoy; si, por otra parte, no puede ser asimilada a esta última (5), lo cierto es que las condiciones de su nacimiento son diferentes: lo son precisamente porque Rusia en 1917 no era simplemente un país «atrasado», sino un país que, a la par que su atraso, presentaba un desarrollo capitalista bien afirmado (la Rusia de 1913 era la quinta potencia industrial mundial), tan bien afirmado que el país fue precisamente teatro de una revolución del proletariado que se alzaba en nombre del socialismo (mucho tiempo antes de que esa palabra hubiese llegado a significar cualquiera sabe qué o, incluso, nada en absoluto). La primera burocracia que se ha convertido en clase dominante en su sociedad ha sido la burocracia rusa, y aparece justamente como el producto final de una revolución acerca de la cual todo el mundo pensaba que había otorgado el poder al proletariado.
La burocracia rusa representa, pues, un tercer tipo, de hecho el primero que surge claramente en la historia moderna; un tipo de burocracia bien delimitado: la burocracia que surge de la degeneración de una revolución obrera, la burocracia que “es” esa degeneración misma; lo es incluso si, en el caso de la burocracia rusa, podemos encontrar, desde el principio, tantos elementos de «gestión de un capital centralizado» como de «capa que desarrolla por todos los medios una industria moderna».

Pero ¿en qué sentido puede decirse –teniendo en cuenta precisamente la evolución ulterior, teniendo en cuenta también que la «toma del poder» en octubre de 1917 fue organizada y dirigida por el partido bolchevique y que, desde el primer día, ese poder fue asumido de hecho por ese partido- que la revolución de octubre fue una revolución proletaria, al menos si rechazamos identificar lisa y llanamente una clase con un partido que dice representarla? ¿Por qué no decir -tal y como no han faltado quienes lo han dicho- que nunca hubo otra cosa en Rusia que el golpe de Estado de un partido que, habiéndose asegurado de una manera u otra el apoyo del proletariado, no tendía sino a instaurar su propia dictadura, empeño en el que triunfó?

No tenemos la intención de discutir este problema en los términos escolásticos que lo plantean a base de preguntarse: ¿es lícito clasificar la revolución rusa en la categoría de las revoluciones proletarias? La cuestión que nos importa es ésta: ¿desempeñó la clase obrera rusa un papel histórico propio durante aquel período o, al contrario, fue simplemente la infantería movilizada al servicio de otras fuerzas ya constituidas? ¿Apareció como un polo relativamente autónomo en la lucha y el torbellino de las acciones, de las formas organizativas, de las reivindicaciones y de las ideas o, por el contrario, no fue sino un simple catalizador de impulsos que le venían de fuera, es decir, un instrumento manipulado sin gran dificultad ni riesgo?

Cualquiera que haya estudiado, aunque sea poco, la historia de la revolución rusa, no dudará a la hora de responder. Petrogrado en 1917, e incluso después, no es ni la Praga de 1948 ni el Cantón de 1949. El papel independiente del proletariado resalta con claridad: incluso, en principio, por la naturaleza del proceso que ocasiona que los obreros llenen las filas del Partido bolchevique y le concedan, de modo mayoritario, un apoyo que nada ni nadie podía arrebatarles ni imponerles en aquel entonces; o por la relación que les une con ese Partido; o por el peso de la guerra civil, asumido por ellos espontáneamente. Pero, ante todo, merced a las acciones autónomas que emprenden: ya en febrero, ya en julio de 1917, y mucho más aún después de octubre, al expropiar a los capitalistas sin, y también contra, la voluntad del Partido, al organizar por su propia cuenta la producción; en suma, merced a los órganos autónomos que constituyen, sean soviets o especialmente comités de fábrica.

El éxito de la revolución no fue posible sino por la convergencia del inmenso movimiento de revuelta total de las masas obreras, por su voluntad de cambiar sus condiciones de existencia, de desembarazarse de los patronos y del zar; eso por un lado y, por el otro, por la acción del Partido bolchevique. Decir que únicamente el Partido bolchevique podía, a fines de octubre de 1917, dar una expresión articulada y un “objetivo inmediato” preciso (el derrocamiento del Gobierno provisional) a las aspiraciones de los obreros, de los campesinos y de los soldados, con ser cierto, no significa en ningún modo que esos obreros fuesen una infantería pasiva. Sin esos obreros que militaban en sus filas y fuera de ellas, el Partido no era nada, ni física ni políticamente. Sin la presión de su creciente radicalización, ni siquiera habría adoptado una línea revolucionaria. Y en ningún momento, ni siquiera largos meses después de la toma del poder, puede decirse que el Partido “controlase” los movimientos de la masa obrera.

Pero tal convergencia, que culmina en efecto con el derrocamiento del Gobierno provisional y con la constitución de un Gobierno de predominio bolchevique, resultó pasajera. Los síntomas de separación entre el Partido y las masas aparecen relativamente temprano, incluso si, por su misma naturaleza, semejante separación no puede ser captada con la nitidez debida por las tendencias políticas organizadas.

Resulta cierto que los obreros esperaban de la revolución un cambio total de sus condiciones de existencia. Esperaban sin duda una mejora material, pero sabían perfectamente que esa mejora no podría ser inmediata. Únicamente los espíritus mezquinos pueden ligar esencialmente la revolución a dicho factor, o ligar la posterior desilusión de los obreros a la incapacidad del nuevo régimen para satisfacer tales esperanzas de mejoras materiales. La revolución se había iniciado, en cierto modo, en demanda de pan; pero, ya mucho antes de octubre, había sobrepasado la cuestión del pan y había absorbido la pasión total de los hombres. Durante más de tres años, los obreros rusos soportaron sin flaquear las más extremas privaciones materiales, al tiempo que componían la parte esencial de los contingentes que habrían de derrotar a los ejércitos blancos. Se trataba para ellos de liberarse de la opresión de la clase capitalista y de su Estado. Habiéndose organizado en los soviets y en los comités de fábrica, encontraban inconcebible -ya con anterioridad a octubre, pero sobre todo después- que no se expulsara a los capitalistas; y de ahí que llegaran a descubrir que podían organizar y gestionar por sí mismos la producción. Y ellos fueron quienes echaron por su propia cuenta a los capitalistas, de acuerdo con una iniciativa por entero contraria a la línea del Partido bolchevique -el decreto de nacionalización promulgado en el verano de 1918 no fue sino la ratificación de un estado de cosas dado- y quienes pusieron en funcionamiento las fábricas.

Para el Partido bolchevique de ninguna manera se trataba de eso. Teniendo en cuenta que su línea se precisa después de octubre (pese a la mitología extendida tanto por estalinistas como por trotskistas, puede demostrarse fácilmente, con textos en mano, que antes y después de octubre el Partido bolchevique está enteramente a oscuras en lo que se refiere a lo que pretende hacer una vez que haya tomado el poder), vemos que aspira a instaurar en Rusia una economía «bien organizada», según el modelo capitalista de la época (6), un «capitalismo de Estado» (tal expresión aparece de continuo en los escritos de Lenin), al cual se superpondrá un poder político “obrero”; poder que, de hecho, será ejercido por el partido de los obreros, el Partido bolchevique. El «socialismo» (que, según Lenin escribió sin vacilar, implica la «dirección colectiva de la producción») vendrá después.

No se trata únicamente de una «línea», de algo que simplemente se diga o se piense. En lo que toca a la mentalidad profunda y a la actitud real, el Partido está impregnado, de arriba abajo, de la convicción indiscutible de que debe “dirigir”, en el pleno sentido del término. Tal convicción, existente desde mucho antes de la revolución (como lo demuestra Trotski al hablar de la mentalidad de los «hombres de comité» en su biografía de Stalin), se ve compartida en la época, por otra parte, por todos los socialistas (con sólo algunas excepciones, entre las que contaríamos a Rosa Luxemburgo, a la tendencia Gorter-Pannekoek en Holanda y a los «comunistas de izquierda» en Alemania). Convicción que se verá inmensamente reforzada con la conquista del poder, la guerra civil, la consolidación del poder del Partido; convicción que Trotski expresará con claridad en aquel entonces, al proclamar «los derechos de primogenitura» del Partido.

Esta mentalidad no es sólo una mentalidad; se convierte, casi inmediatamente después de la conquista del poder, en una “situación social real”. Individualmente, los miembros del partido asumen los puestos dirigentes en todas las esferas de la vida social; en parte, cierto, «porque no puede hacerse de otra manera», lo cual quiere decir al tiempo: porque todo cuanto hace el Partido, hace que no pueda ser hecho de otra manera.

En el aspecto colectivo, la única instancia real de poder es el Partido y, ya desde muy pronto, las cimas del Partido. Los soviets se ven reducidos, a raíz de la conquista del poder, a instituciones puramente decorativas (basta con observar que su papel fue absolutamente nulo durante todas las discusiones que precedieron a la paz de Brest-Litovsk, es decir, ya a principios de 1918). Si es verdad que la existencia social real de los hombres determina su conciencia, resulta desde ese momento ilusorio pedir al Partido bolchevique que actúe de otro modo distinto al que le obliga la situación real en que se halla: o sea, como órgano dirigente que posee, no obstante, un punto de vista acerca de su sociedad que no es necesariamente el que la sociedad tiene sobre sí misma.

Ante esta evolución, o más bien ante esta súbita revelación de la esencia del Partido bolchevique, los obreros no oponen resistencia. Al menos, no advertimos signos directos de ello. En el intervalo entre la expulsión de los capitalistas y la puesta en funcionamiento de las fábricas, es decir, entre los comienzos del periodo revolucionario y las huelgas de Petrogrado y la revuelta de Kronstadt, a su final, en el invierno de 1920-1921, carecemos de datos sobre alguna manifestación articulada de actividad autónoma de los obreros [Nota de 1976: Esta afirmación debe matizarse a partir de estudios posteriores; ver por ejemplo “Los bolcheviques y el control obrero 1917-1921”, edición castellana en París, Ruedo Ibérico, 1972]. La guerra civil y la continua movilización militar de ese período, la preocupación impuesta por las cuestiones prácticas inmediatas (producción, avituallamiento, etc.), la oscuridad de los problemas y, sin duda, por encima de todo, la confianza de los obreros en el Partido, explican el fenómeno. Hay, ciertamente, dos aspectos en la actitud de los obreros con referencia a esto. Por un lado, la aspiración a desembarazarse de toda dominación, a tomar en sus propias manos la dirección de sus asuntos; por otro, la tendencia a delegar el poder en ese partido que acababa de demostrar que era el único que se oponía irreconciliablemente a los capitalistas y que conducía la guerra contra ellos. La oposición, la contradicción entre ambos aspectos no era percibida en la época, ni -estaríamos tentados de decir- podía serlo, al menos con claridad.

Y, sin embargo, fue percibida, y en gran medida, en el seno mismo del Partido. Desde comienzos de 1918 y hasta la prohibición de las fracciones en marzo de 1921, se forman en el Partido bolchevique tendencias que expresan con una clarividencia y una nitidez a veces sorprendentes la oposición a la línea burocrática del Partido y a la burocratización vertiginosa de la organización. A comienzos de 1918 son los «Comunistas de izquierda»; en 1919, la tendencia del «Centralismo democrático»; por fin, en 1920-1921, la «Oposición obrera». Podrán encontrarse, en las “Notas históricas” que publicamos como epílogo al texto de Alexandra Kolontai [en su publicación en “Socialisme ou Barbarie”], precisiones acerca de las ideas y actividad de tales tendencias [Nota de 1976: hoy puede verse sobre el tema la obra de Brinton ya citada]. En ellas se expresan a la vez la reacción de los elementos obreros del Partido -que sin duda traduce también las actitudes del ambiente proletario externo al Partido- en contra de la línea de «capitalismo de Estado» impuesta por la dirección, y asimismo se expresa lo que podríamos denominar «el otro componente» del marxismo, es decir, el que invoca la actividad propia de las masas y proclama que la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos.

Pero las tendencias de oposición fueron sucesivamente derrotadas, y definitivamente eliminadas en 1921, al tiempo que se aplasta la revuelta de Kronstadt. Los muy debilitados ecos de la crítica contra la burocracia que encontramos después en la «Oposición de izquierda» (trotskista), con posterioridad a 1923, no tienen igual significación. Trotski se opone a una “mala política” de la burocracia y a los excesos de su poder; nunca pone en cuestión su esencia, ni los problemas suscitados por las oposiciones de 1918-1921 (primordialmente: quién gestiona la producción, qué debe hacer el proletariado durante la «dictadura del proletariado», aparte de trabajar y seguir las directrices de «su partido»); esos problemas le serán a Trotski extraños hasta prácticamente el final de su vida.

Nos vemos así obligados a constatar que, contrariamente a la mitología dominante, la partida decisiva se juega, y se pierde, no en 1927, ni en 1923, ni siquiera en 1921, sino mucho antes, durante el período 1918-1921. Ya en 1921 hubiera sido precisa una revolución, en el total sentido de la palabra, para enderezar la situación, y ni siquiera una revuelta como la de Kronstadt -los hechos mismos lo probaron- era suficiente para modificar al menos algo de lo esencial. Esta andanada de advertencia condujo al Partido bolchevique a reparar aberraciones cometidas en el tratamiento de otros problemas (en especial con respecto al campesinado y a las relaciones entre la economía urbana y la economía agraria) y propició, por lo tanto, una atenuación de las tensiones provocadas por el hundimiento económico y un comienzo de reconstrucción de la producción. Pero tal reconstrucción iba ya bien colocada en los raíles del capitalismo burocrático.
En efecto, es entre 1917 y 1920 cuando el Partido bolchevique se instala firmemente en el poder, hasta el punto en que no podría verse desalojado de allí sino por la fuerza de las armas. Y es al comienzo de ese período cuando las incertidumbres de su línea son eliminadas, corregidas las ambigüedades, resueltas las contradicciones. En el nuevo Estado, el proletariado debe trabajar, movilizarse, morir dado el caso, a fin de defender el nuevo poder; debe dar sus elementos más «conscientes» , más «capaces» a «su» Partido, en el seno del cual se convertirán en dirigentes de la sociedad; debe ser «activo y participante» cada vez que le sea pedido, pero justo hasta el límite en que el Partido decida; debe someterse absolutamente al Partido en todo lo esencial. «El obrero -escribe Trotsky durante ese período, en una obra que conoce inmensa difusión en Rusia y en el extranjero- no hace cambalaches con el gobierno soviético; está subordinado al Estado, le está sometido en todos los aspectos, ya que se trata de “su” Estado».

(de: "El papel de la ideología bolchevique en la formación de la burocracia", presentación a una edición francesa de 1964 de "La Oposición obrera" (1921), de Alejandra Kollontai, en la revista Socialisme ou Barbarie).

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