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miércoles, enero 27, 2010

"Hambre y amor" 


Entre todas las nociones gradualmente desarrolladas por la teoría analítica, la doctrina de los instintos es la que dio lugar a los más arduos y laboriosos progresos. Sin embargo, representa una pieza tan esencial en el conjunto de la teoría psicoanalítica que fue preciso llenar su lugar con un elemento cualquiera. En la completa perplejidad de mis estudios iniciales, me ofreció un primer punto de apoyo el aforismo de Schiller, el poeta filósofo, según el cual «hambre y amor» hacen girar coherentemente el mundo. Bien podía considerar el hambre como representante de aquellos instintos que tienden a conservar al individuo; el amor, en cambio, tiende hacia los objetos: su función primordial, favorecida en toda forma por la Naturaleza, reside en la conservación de la especie. Así, desde un principio se me presentaron en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objetales. Para designar la energía de los últimos, y exclusivamente para ella, introduje el término libido, con esto la polaridad quedó planteada entre los instintos del yo y los instintos libidinales, dirigidos a objetos, o pulsiones amorosas en el más amplio sentido. Sin embargo, uno de estos instintos objetales, el sádico, se distinguía de los demás porque su fin no era en modo alguno amoroso, y además establecía múltiples y evidentes coaliciones con los instintos del yo, manifestando su estrecho parentesco con pulsiones de posesión o apropiación, carentes de propósitos libidinales. Pero esta discrepancia pudo ser superada; a todas luces, el sadismo forma parte de la vida sexual, y bien puede suceder que el juego de la crueldad sustituya al del amor. La neurosis venía a ser la solución de una lucha
entre los intereses de la autoconservación y las exigencias de la libido, una lucha en la que el yo, si bien triunfante, había pagado el precio de graves sufrimientos y renuncias.

Todo analista reconocerá que aún hoy nada de esto parece un error superado hace ya
mucho tiempo. Pero cuando nuestra investigación progresó de lo reprimido a lo represor, de los instintos objetales al yo, fue imprescindible llevar a cabo cierta modificación. El factor decisivo de este progreso fue la introducción del concepto del narcisismo, es decir, el reconocimiento de que también el yo está impregnado de libido; más aún: que primitivamente el yo fue su lugar de origen y en cierta manera sigue siendo su cuartel central. Esta libido narcisista se orienta hacia los objetos, convirtiéndose así en libido objetal; pero puede volver a transformarse en libido narcisista. El concepto del narcisismo nos permitió comprender analíticamente las neurosis traumáticas, así como muchas afecciones limítrofes con la psicosis
y aun a éstas mismas. Su adopción no nos obligó a abandonar la interpretación de las
neurosis transferenciales como tentativas del yo para defenderse contra la sexualidad; pero, en cambio, puso en peligro el concepto de la libido. Dado que también los instintos yoicos resultaban ser libidinales, por un momento pareció inevitable que la libido se convirtiese en sinónimo de energía instintiva en general, como C. G. Jung ya lo había pretendido anteriormente. Sin embargo, esta concepción no acababa de satisfacerme, pues me quedaba cierta convicción íntima, indemostrable, de que los instintos no podrían ser todos de la misma especie. El siguiente paso adelante lo di en Más allá del principio del placer (1920), cuando
por vez primera mi atención fue despertada por el impulso de repetición y por el carácter conservador de la vida instintiva. Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico. De modo que además del Eros habría un instinto de muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el antagonismo de ambos.

(Freud, El malestar en la cultura, 1930).

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