<$BlogRSDUrl$>

jueves, diciembre 30, 2010

El terrorismo. El Estado. (o, elementos para una historia del Terror en la era capitalista). Parte 1 





-primera parte de la segunda parte de un trabajo en elaboración-

A los 14 del 14

Según un conocido proverbio de Nietzsche, sólo lo que no tiene historia se deja definir. En el caso del “terrorismo”, para poder llegar a un concepto político y jurídico razonable del mismo es inevitable tener que sumergirse un poco en el conocimiento histórico.

La palabra “terrorismo” proviene de la palabra “terror”, pero no cualquier forma de terror sino que aquella con mayúscula, el Terror como forma de gobierno, como un comportamiento que sólo puede ser cometido desde que hay un Estado. El “ismo” reafirma tanto la calidad de método sistemático de aplicación del terror, como el hecho de que este terror tenga (o constituya) su propia ideología: los poderes dominantes han teorizado al menos desde los inicios de la Modernidad la posibilidad del uso eficiente de estos medios, y además, su uso genera efectos mucho más allá de lo meramente material, sobre la psiquis, representaciones ideológicas y la subjetividad de aquellos a quienes se domina.

Esta necesidad de utilización del terror para poder gobernar fue teorizada notoriamente por Maquiavelo, quien en El Príncipe, al dar consejos sobre cómo “no hay manera más segura de dominar una provincia que destruyéndola” y que “aquel que usurpa un Estado tendrá que cometer todas las crueldades de una vez para no tener que repetirlas” .Pero el concepto de Terror emana más directamente del período de la Revolución francesa en que, entre 1793 y 1794, el Comité de Salvación Pública ejerció desde el Estado una política terrorista que causó innumerables víctimas mediante ejecuciones públicas. Si bien este terror se trataba de justificar políticamente como medidas destinadas a frenar la contra-revolución, terminó volviéndose un terror ciego que inclusive se volvía contra sus propios instigadores. Un par de décadas después ya se hablaba también de un Terror Blanco.

Hacia fines del siglo XIX se produce una inversión curiosa: de designar una práctica propia del poder jerarquizado, del Estado (como monopolio de la violencia y también de la decisión política), el concepto de “terrorismo” empezó a ser usado para designar acciones violentas provenientes de grupos o individuos que atacaban dicho poder. La violencia anarquista de sectores tanto individualistas como comunistas, en la época de la llamada “propaganda por el hecho” pasó a ser el fenómeno por excelencia que quedó etiquetado bajo la etiqueta de “terrorista”, en una época en que el terrorismo de estado, lejos de haber disminuido, ejercía su poder de forma sostenida y se preparaba para mayores niveles de violencia en el siglo XX.

A partir de ese momento es que se puede hablar de un terrorismo institucional y de otro no institucional. Un rasgo adicional que a la luz de esta experiencia histórica podría servir para delimitar el concepto de terrorismo (y servir como calificante del carácter “terrorista” de la violencia no institucional) es el carácter indiscriminado de los atentados y acciones que pueden ser calificados de terroristas. Si asumimos que en principio el terrorismo es siempre institucional, y que sólo en ciertos casos la violencia insurgente o subversiva pasa a constituir una forma de terrorismo, el criterio clave podría estar dado por la práctica de acciones que generan víctimas aleatorias, por ello es que tienen la capacidad de generar un Terror indiferenciado en toda en la población. De lo contrario, lo más probable es que se trate en rigor de violencia política o social, pero no de terrorismo en sentido estricto .

En todo caso, antes de concluir estas breves alusiones históricas, sería bueno tener en cuenta que la relación entre Derecho, Fuerza, Estado y Violencia es más compleja y profunda de lo que parece. Al parecer, desde la consolidación de lo que Baratta llamaba “ideología de la defensa social” en el sentido común y el pensamiento penal y criminológico oficiales , el principio denominado “del Bien y del Mal”, que nos dice que la desviación de la norma siempre es “mala” y el orden social, por el contrario, al que se concibe como armónico y estático, es un Bien que hay que proteger mediante el Derecho penal, y que en virtud del principio de Legitimidad la represión estatal de los comportamientos que no se ajustan a este orden sería siempre necesaria, se tiende a olvidar que en los hechos la violencia estatal y económica propia de este orden social no por estar “legalizada” es “legítima”, y de hecho mantiene con la Ley una relación más conflictiva de lo que de acuerdo a tales anteojeras ideológicas totalmente naturalizadas en el ciudadano promedio (y en gran parte de los juristas).

Lo cierto es que en el origen del Estado moderno, podemos detectar una inmensa acumulación de violencias que primero se verifican a nivel fáctico y por lo general sólo a posteriori operan procesos de racionalización y legitimación. En un país cuyo lema oficial es “Por la razón o la fuerza” esta afirmación no debería sorprender a nadie.

La definición tradicional del Estado es precisamente la que ve en él a un grupo de gente armada que constituye la así llamada “fuerza pública”. De acuerdo a Eduardo Novoa Monreal, “no es necesario que cada regla legal sea impuesta por la fuerza (muchas de ellas son cumplidas espontáneamente), pero el sistema legal íntegro está asentado en la posibilidad real de aplicar la fuerza física para obtener su cumplimiento, aun cuando esa aplicación de fuerza no necesite siempre traducirse en hechos concretos y permanezca muchas veces como una potencialidad virtual o latente”. Dicha fuerza, según Novoa Monreal, “no difiere de la violencia, en el sentido en que ella podría ser utilizada en actividades insurreccionales, desde el punto de vista de la forma como es aplicada, aun cuando sean diferentes según su origen y según las cubra o no la legalidad vigente” .

Por motivos que podemos atribuir a cierta psicología de masas, el Estado moderno no se siente cómodo recordando su origen violento, y dicho recuerdo es reprimido mediante teorías absolutamente idílicas sobre el contrato social. Resulta curioso pues, tal como señaló Bakunin, a poco que nos adentremos en el análisis histórico del surgimiento del Estado, no encontraremos ningún pacto social, sino que actos de pillaje y conquista. En ese sentido, su análisis no se aleja mucho del de Marx, quien en el famoso capítulo XXIV de El Capital relativo a “La llamada acumulación originaria”, donde en relación a la explicación idílica del origen del capitalismo contrapone la evidencia histórica: “Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato; la violencia, en una palabra”. En cambio, para “la dulce economía política, ha reinado siempre el idilio”, y “las únicas fuentes de la riqueza han sido desde el primer momento la ley y el “trabajo”…”. Así, llega a esta definición: “La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción. Se la llama “originaria” porque forma la prehistoria del capital y del régimen capitalista de producción”.

A continuación, Marx se pone a describir estos “métodos” para nada idílicos de la acumulación originaria, mediante los cuales los medios de producción fueron convertidos en capital, tomando en cuenta que en rigor la “era capitalista” data del siglo XVI, y refiriéndose en concreto a Inglaterra como el modelo “clásico” de este proceso. Los dos métodos principales requirieron ciertamente del uso del aparato estatal y jurídico centralizado que se había venido formado desde fines de la Edad media, de manera que una suma de violencias privadas se fue convirtiendo en fuerza pública. El primer método consistió en la expropiación de la población rural de la tierra, mediante un largo proceso de disolución de los bienes comunales y expulsión violenta de la población rural hacia las ciudades. En este proceso, hay que decirlo, la legislación jugó un rol ambiguo, pues a veces lo fomentaba abiertamente y otras veces era usada para tratar de ponerle límites. Estos métodos abrieron paso a la agricultura capitalista: “se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria de las ciudades”. Marx no vacila en calificar esta metamorfosis como “llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumanos”, con lo cual podemos identificar entonces otra fuente histórica del “terrorismo moderno”, que estaría en la misma base de nuestro modo de producción.

Un segundo grupo de métodos es analizado por Marx bajo el título de “Leyes persiguiendo a sangre y fuego a los expropiados, a partir del siglo XV. Leyes reduciendo el salario”. En este punto podríamos decir que para el análisis marxiano lo que existe es una combinación de formas de violencia económica y extra-económica (penal).

La primera se expresa en el uso del poder del Estado para reducir y regular los salarios, alargar las jornadas de trabajo, y mantener al trabajador en un “grado normal de subordinación”.

La segunda, se expresó mediante la dura represión de aquella masa de gente expulsada del medio rural y que llegaba a vagar y mendigar a las ciudades, sin poder ser aún incorporados a la nueva fuerza de trabajo propia del sistema capitalista de producción: “La legislación los trataba como a delincuentes voluntarios, como si dependiese de su buena voluntad el continuar trabajando en las viejas condiciones, ya abolidas (…) después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas de fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema del trabajo asalariado”.




Una vez más Marx emplea directamente la expresión “terrorismo” para definir estos procesos, que constituyen también la pre-historia de nuestro sistema penal, y de hecho esa misma época es la que marca el surgimiento de la institución penitenciaria, que en primer lugar cumplió funciones disciplinarias y económicas en las llamadas casas de Trabajo”, y que después, hacia el siglo XVIII y XIX, terminaron siendo transformadas en cárceles, es decir, en instituciones propiamente penales.

Con posterioridad, a medida que el nuevo modo de producción se consolida, la violencia se hace más sutil o disimulada. La clase obrera, “a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales”. La organización de la producción bajo esta nueva forma “vence todas las resistencias”. “Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales”, pero por lo general basta con “la presión sorda de las condiciones económicas” que “sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero” .

Desde un marco de análisis bastante diferente, también Foucault ha enfatizado este origen violento del Estado moderno. Así, en la tercera de las conferencias que dictó en Brasil en mayo de 1973, tras analizar las formas de litigio propias del Derecho germánico, al referirse al surgimiento del poder judicial estatal y centralizado, alude a dos procesos o tendencias características de la sociedad feudal: por una parte, la “concentración de las armas en manos de los más poderosos que tienden a impedir su utilización por los más débiles”, concentración de la fuerza armada que dio origen a los Estados más poderosos y al poder del monarca; por otra parte, “simultáneamente están las acciones y los litigios judiciales que eran una manera de hacer circular los bienes”.

Los poderosos, en base a su superioridad garantizada por las armas, procuraron de todas formas impedir la resolución espontánea de los conflictos entre individuos en el seno de las comunidades, para “apoderarse de la circulación judicial y litigiosa de los bienes, hecho que implicó la concentración de las armas y el poder judicial, que se formaba en esta época, en manos de los mismos individuos” .

El punto de contacto entre ambos análisis radica en que sin la previa concentración del poder armado y judicial en los grupos dominantes, descrito por Foucault, no hubieran sido posibles los usos económicos y extra-económicos del Estado y la legislación que describe Marx.



Posteriormente, el Estado capitalista ya consolidado se asegura mediante procesos de codificación el monopolio casi exclusivo de la producción de normas, modificando incluso el sentido del derecho hasta hacerlo propio. Así, según Alejandro Nieto, es en el siglo XIX cuando se habría consolidado el monopolio de la producción de normas jurídicas por parte del Estado, hasta llegar a una especie de “secuestro del derecho por el Estado” (Wieacker), que se grafica muy claramente en la primacía del llamado “Estado de Derecho”. Desde un escenario que estaba a disposición “de cuantos quisieran (y pudieran) actuar en él”, donde “convivían el pueblo con sus estatutos particulares, la Iglesia con sus cánones, los jueces con su jurisprudencia, los juristas con sus doctrinas y, por supuesto, el monarca con su Derecho regio” , y donde sólo este último agredía a los demás tratando de desplazarlos o subordinarlos a su primacía, se pasó gracias al constitucionalismo liberal a una situación donde el Estado tiene el monopolio de la creación, aplicación y ejecución del Derecho. Como consecuencia de esto, el Estado y el derecho se legitiman recíprocamente, pues “el Derecho, si quiere serlo, ha de ser estatal; y el Estado por su parte, ha de ser jurídico en el sentido de que ha de actuar siempre con arreglo a Derecho” .
Decíamos más arriba que tradicionalmente se ha definido al Estado por lo que tiene de más visible: básicamente como un aparato represivo, “destacamentos especiales de hombres armados” (Engels), además de un aparato gubernamental y burocrático. Dentro de la teoría marxista, sin embargo, ya durante la primera mitad del siglo XX se desarrollaron importantes aportaciones que tendían a complejizar y enriquecer dicha visión (entre ellos, los trabajos de Gramsci sobre la dialéctica entre violencia y fraude, coerción hegemonía, y los de la Escuela de Frankfurt sobre la personalidad autoritaria, la sociedad administrada y la industria cultural, por citar los teóricos y temas más influyentes).

Para complementar la concepción tradicional, queremos aludir aquí a los aportes que ya en la segunda mitad del siglo XX realizara Louis Althusser a la “teoría del Estado”, en su influyente texto sobre “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”.
En dicho escrito, Althusser repasa lo fundamental de la teoría marxista del Estado, a la que considera correcta, pero intenta ir más allá. Por una parte, insiste (con base en el Lenin de “El Estado y la revolución”) en distinguir entre el “aparato” y el “poder de Estado” (distinción que permite comprender ciertas situaciones en que dicho poder puede cambiar de manos, pero manteniendo intacto el aparato estatal). Además, agrega a este “aparato represivo” otra realidad, “que se manifiesta junto al aparato (represivo) de Estado, pero que no se confunde con él”: los Aparatos Ideológicos de Estado (AIE).

Señala un “listado empírico” bien amplio (donde se incluye el “AIE jurídico”):

“AIE-religiosos (el sistema de las distintas Iglesias),
AIE-escolar (el sistema de las distintas “Escuelas”, públicas y privadas),
AIE-familiar,
AIE-jurídico,
AIE-político (el sistema político del cual forman parte los distintos partidos),
AIE-sindical,
AIE de información (prensa, radio, T.V., etc.),
AIE cultural (literatura, artes, deportes, etc.)”.

Y luego señala las diferencias entre el aparato represivo de estado y los AIE:

-mientras el primero es “uno”, los AIE son múltiples.

-mientras el aparato represivo es “público”, los AIE en general forman parte del mundo “privado”.
Al explicar esa segunda diferencia, Althusser acude a Gramsci:

“Dejemos de lado por ahora nuestra primera observación. Pero será necesario tomar en cuenta la segunda y preguntarnos con qué derecho podemos considerar como aparatos ideológicos de Estado instituciones que en su mayoría no poseen carácter público sino que son simplemente privadas. Gramsci, marxista consciente, ya había previsto esta objeción. La distinción entre lo público y lo privado es una distinción interna del derecho burgués, válida en los dominios (subordinados) donde el derecho burgués ejerce sus “poderes”. No alcanza al dominio del Estado, pues éste está “más allá del Derecho”: el Estado, que es el Estado de la clase dominante, no es ni público ni privado; por el contrario, es la condición de toda distinción entre público y privado. Digamos lo mismo partiendo esta vez de nuestros aparatos ideológicos de Estado. Poco importa si las instituciones que los materializan son “públicas” o “privadas”; lo que importa es su funcionamiento. Las instituciones privadas pueden “funcionar” perfectamente como aparatos ideológicos de Estado. Para demostrarlo bastaría analizar un poco más cualquiera de los AIE”.
La tercera gran diferencia es que mientras el aparato represivo de Estado funciona principalmente mediante la violencia -a veces abierta y física, otras veces más disimulada-, los AIE funcionan principalmente mediante la ideología.

Althusser dice “principalmente”, y no “exclusivamente”. Veamos por qué:

“Rectificando esta distinción, podemos ser más precisos y decir que todo aparato de Estado, sea represivo o ideológico, “funciona” a la vez mediante la violencia y la ideología, pero con una diferencia muy importante que impide confundir los aparatos ideológicos de Estado con el aparato (represivo) de Estado. Consiste en que el aparato (represivo) de Estado, por su cuenta, funciona masivamente con la represión (incluso física), como forma predominante, y sólo secundariamente con la ideología. (No existen aparatos puramente represivos.) Ejemplos: el ejército y la policía utilizan también la ideología, tanto para asegurar su propia cohesión y reproducción, como por los “valores” que ambos proponen hacia afuera.
De la misma manera, pero a la inversa, se debe decir que, por su propia cuenta, los aparatos ideológicos de Estado funcionan masivamente con la ideología como forma predominante pero utilizan secundariamente, y en situaciones límite, una represión muy atenuada, disimulada, es decir simbólica. (No existe aparato puramente ideológico.) Así la escuela y las iglesias “adiestran” con métodos apropiados (sanciones, exclusiones, selección, etc.) no sólo a sus oficiantes sino a su grey. También la familia... También el aparato ideológico de Estado cultural (la censura, por mencionar sólo una forma), etcétera”.
Luego, Althusser nos habla de las “redes” existentes entre estos aparatos que garantizan la reproducción de las relaciones sociales capitalistas:

“¿Sería útil mencionar que esta determinación del doble “funcionamiento” (de modo predominante, de modo secundario) con la represión y la ideología, según se trate del aparato (represivo) de Estado o de los aparatos ideológicos de Estado, permite comprender que se tejan constantemente sutiles combinaciones explícitas o tácitas entre la acción del aparato (represivo) de Estado y la de los aparatos ideológicos del Estado? La vida diaria ofrece innumerables ejemplos que habrá que estudiar en detalle para superar esta simple observación” .

Esta concepción más amplia y compleja del Estado puede ayudarnos a comprender la inter-relación entre aquellas formas de violencia estatal directa (ejercidas siempre por su “aparato represivo”) y la dominación a través del uso consciente y estratégico del miedo, generando cohesión social y hegemonía mediante la adecuada administración y gestión de las dimensiones psicológicas del miedo (por ejemplo, en la gestión de los problemas de “inseguridad ciudadana”) y la generación de una profunda y casi inconsciente adhesión ideológica al uso estatal de la violencia .
Para poder revelar todo este sector de la realidad, sigue siendo pertinente el consejo de Lukács al escribir sobre “legalidad e ilegalidad” en 1920, cuando decía que “la condición de una franca actitud revolucionaria frente al derecho y el estado” consiste en “descubrir, bajo la máscara del orden jurídico, el aparato de coacción brutal al servicio de la opresión capitalista” .




El conjunto de estos elementos deberían permitirnos una comprensión histórica y política adecuada de la dimensión “institucional” del terrorismo. Lamentablemente, a nivel doctrinario ha llegado a hacerse fuerte la posición que considera que la expresión “terrorismo de Estado” es meramente retórica, y que en rigor sólo la violencia subversiva o insurgente podría ser calificada de “terrorista” . Pero esto no debiera extrañarnos: tal como el Estado en su dimensión represiva monopoliza el uso legítimo de la fuerza, y en su dimensión política monopoliza la toma de decisiones, podemos comprender que a nivel del poder de definición, de “etiquetamiento”, es también desde el propio Estado donde se decide qué comportamientos pueden ser criminalizados como “terroristas”, y se generan mecanismos jurídicos y discursivos para evitar que esa etiqueta se use en contra de su propia actividad.



Todo eso, por supuesto, no es nada nuevo bajo el sol, puesto que, tal como ha hecho ver crudamente Nicolás López Calera, “quizás la mejor definición de terrorismo sea aquella que dice que “el terrorismo es la violencia cometida por los que están en contra nuestra”” . Es lo que la criminología del siglo XX aprendió de las teorías sociológicas del conflicto, cuyo principal inspirador, Edwin Sutherland, ya en los años 30 planteaba el carácter político conflictivo de los procesos de criminalización, al describirlo de la siguiente forma: “cierto grupo de personas advierte que uno de sus propios valores –vida, propiedad, belleza del paisaje o doctrina teológica- es puesto en peligro por el comportamiento de otras personas. Si el grupo es políticamente influyente, el valor importante y el peligro serio, los integrantes del grupo obtendrán la sanción de una ley, y de esa forma, la cooperación del Estado para la protección de sus propios valores”. Y remataba su afirmación concluyendo que “en los tiempos modernos, el derecho es, por lo menos, el instrumento que una de las partes utiliza en contra de la otra. Los integrantes del grupo no comparten los valores que el derecho y el Estado son llamados a proteger, y llevan a cabo una acción que anteriormente no era calificada de criminal, pero que merced a la colaboración del Estado se convierte en tal, lo que implica la continuación del conflicto” .

Lo interesante es que un análisis de la historia más reciente, sobre todo desde 1968 en adelante, revela que en muchos casos de violencia terrorista aparentemente no-institucional se encontraba el Estado detrás, no siempre de manera muy sutil. Así ocurrió por ejemplo en Italia, tal como lo revela un ensayista, Gianfranco Sanguinetti, en un texto de 1979 sobre “El terrorismo y el Estado” .

En este texto el autor plantea que las acciones de terrorismo son siempre de dos clases: ofensivas y defensivas. Lo que varía tras una u otra forma son los “estrategas”: mientras el terrorismo ofensivo se ha comprobado históricamente como estéril, y a él recurren “los desesperados y los ilusionados”, al terrorismo defensivo acuden “siempre y solamente los Estados, bien sea porque están en pleno centro de una crisis social grave, como el Estado italiano, o porque la teme mucho, como el Estado alemán”.

Este terrorismo defensivo a veces es practicado por los Estados directamente, a través de sus servicios especiales (oficiales o paralelos), caso en que suele estar dirigido contra la población (Sanguinetti pone el ejemplo de las bombas en Piazza Fontana en 1969 , atribuidas mediático-policialmente a los anarquistas y usadas como pretexto para la represión del fuerte movimiento social que se estaba desarrollando). En cambio, si los Estados deciden recurrir al terrorismo indirecto, “éste debe dirigirse aparentemente contra ellos –como por ejemplo en el asunto Moro” . Este terrorismo defensivo indirecto, según Sanguinetti, solía no ser reivindicado por grupo alguno, pero a partir de las conclusiones de sus “estrategas”, que vieron en ese punto su debilidad, en adelante para dar mayor verosimilitud a sus actos se acudió al expediente de firmarlos “directamente con una sigla cualquiera de un grupo fantástico, o incluso haciéndolos reivindicar por un grupo clandestino existente cuyos militantes son aparentemente, y a veces ellos mismos lo creen así, ajenos a los designios del aparato de Estado” .



En base a esta comprensión del problema, otro autor muy ligado a Sanguinetti, Guy Debord, señalaba a fines de los 80 que la forma de dominación capitalista había ido en los 70 cambiando hacia un modelo “integrado”, que combinaba elementos de lo que en el contexto de la Guerra fría parecía dividido en dos bloques (según Debord, en occidente predominaba una sociedad “espectacular difusa”, y en el Este lo “espectacular concentrado”) . En la fase de lo espectacular integrado habían servido de pioneros los Estados de Francia e Italia . Si a ellos agregamos el Estado alemán, no es de extrañar que sea en esos 3 países donde en la década de los 70 operaron “grupúsculos terroristas” que de acuerdo a esta mirada a lo Debord/Sanguinetti siempre fueron a lo menos infiltrados y utilizados dentro de una más amplia estrategia estatal (cuando no derechamente inventados por el poder). Debord llega a señalar que el espectáculo en esta fase se inventa su propio enemigo: el terrorismo.

Empero, no todos en el bando anticapitalista pensaban así...TAN ¿CONSPIRATIVAMENTE?


(CONTINUARÁ, CUANDO SE PUEDA).

E. Farrón
17 de diciembre de 2010
--

(DES-ORDENE LAS NOTAS UD: MISMO)

Desde los estudios “biopolíticos” y análisis de las actuales “sociedades de control”, autores como Mauricio Lazzarato hablan de “noopolítica” para referirse a la gestión del miedo en las subjetividades del “público”. Así, a las mecanismos disciplinarios clásicos y otras medidas y técnicas del “biopoder” se habría agregado la modulación de la memoria mediante el uso de las redes tecnológicas, el marketing y la formación de la “opinión pública”. Al respecto, recomendamos acudir a un buen texto introductorio: Iván Pincheira, “La gestión “noopolítica” del miedo en las actuales sociedades de control”, en: Revista Faro-Monográfico, Año 6, Nº 11, Primer semestre de 2010, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Playa Ancha, Disponible en: http://web.upla.cl/revistafaro/n11/pdf/art07.pdf
-
De ello da cuenta Carmen Lamarca Pérez comentando los alcances del “caso Amedo” en relación al concepto de terrorismo. “Sobre el concepto de terrorismo (A propósito del caso Amedo)”, en: Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 1993, págs. 535-559. En todo caso, en el fallo comentado se insiste en la idea de que la Asociación (ilícita terrorista) “requiere formalmente una cierta consistencia, lejos de lo meramente esporádico, y por supuesto dentro de una cierta organización jerárquica” (el subrayado es nuestro).

--

En ese entonces Sanguinetti pertenecía a la sección italiana de la Internacional Situacionista (1957-1972), grupo político radical que, entre otras cosas, se distinguió por una extraordinaria lucidez a la hora de desmitificar formas de “terrorismo” que atraían perdidamente al grueso de las fuerzas de izquierda. En retrospectiva Sanguinetti dirá que “durante mucho tiempo los situacionistas fueron los únicos en Europa en revelar que el Estado italiano era el autor y el beneficiario exclusivo del terrorismo artificial moderno y de todo su espectáculo. Y mostramos a los revolucionarios de todos los países que Italia era el laboratorio europeo de la contra-revolución, y el terreno de experimentación privilegiado de las técnicas policiales modernas –y esto, desde el 19 de diciembre de 1969, fecha de la publicación de nuestro manifiesto titulado El Reichstag arde”. Ob.cit., pág. 70. La propia sección italiana de la IS fue objeto en esa época de una investigación criminal como “asociación subversiva”, acusación respecto a la cual Sanguinetti ironiza diciendo que “un juez que actuase con más celo debería también abrir sumario a la Liga de los Comunistas de Marx, a la Asociación Internacional de los Trabajadores y firmar órdenes de detención contra los descendientes de todos los que acogieron a Bakunin durante su estancia en Italia” (ob.cit., “Prólogo a la edición francesa”, pág. 8).

---

Gianfranco Sanguinetti, ob.cit., pág. 56. Frente a la extrañeza suscitada por dichas tesis, él mismo señalaba que sólo se justificaba por ignorancia histórica: “nadie conoce o nadie se acordó de la miríada de ejemplos en los que los Estados en crisis, y en crisis social, han eliminado precisamente a sus más reputados representantes, con la intención y con la esperanza de levantar y canalizar una indignación general –pero generalmente efímera- contra los “extremistas” y los descontentos” (Ibid, pág. 65).

----
Ibid.

-----
Debord publicó en 1967 el libro La sociedad del espectáculo. En 1989, en los Comentarios a la sociedad del espectáculo, definió este concepto resumidamente como: “el reinado autocrático de la economía mercantil, que ha conseguido un estatuto de soberanía irresponsable, y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que corresponden a ese reinado”. A diferencia del uso restringido que se ha dado a este concepto en ciertos ámbitos académicos de filiación posmoderna, donde se reduce el concepto al predominio de imágenes y representaciones en la vida cotidiana, confundiéndolo en cierta forma con la noción frankfurtoriana de “Industria cultural”, tiene razón Lazzarato cuando corrige y señala que “el espectáculo no es una definición “sociológica” de un aspecto particular de la sociedad (los media y el público), sino que define la subordinación de todo lo real al capital”.
“Por lo que respecta al aspecto concentrado, el centro director se ha convertido en oculto: ya nunca se coloca en él a un jefe conocido o una ideología clara. En cuanto al lado difuso, la influencia espectacular no había marcado jamás hasta ese punto la práctica totalidad de las conductas y de los objetos que se producen socialmente, ya que el sentido final de lo espectacular integrado es que se ha incorporado a la realidad a la vez que hablaba de ella; y que la reconstruye como la habla. Así pues, esa realidad no se mantiene ahora enfrente suyo como algo ajeno. Cuando lo espectacular era concentrado se le escapaba la mayor parte de la sociedad periférica; cuando era difuso se le escapaba una mínima parte; hoy no se le escapa nada” (Guy Debord, Comentarios a la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 1990).

------

Otro autor, ligado a la Escuela de Frankfurt, trata de comprender el terrorismo de los años 70 en la República Federal de Alemania como “una forma de lucha convertida en patológica”, y sostiene que “no hay posibilidad alguna de entender el terrorismo

(a) si no se lo concibe como expresión de problemas de legitimación y de patologías sistémicas de nuestra sociedad;

(b) si no se logra entender en él los elementos irracionalistas, existencialistas y accionistas que tiene en común con otras estrategias de rebeldía, tal como éstas en los sistemas tardo-capitalistas vienen constituyéndose en todas partes en las antesalas de la política;

y (c) si no se logra entender cómo las patologías del sistema se reproducen incluso del modo y manera como la experiencia de ellas es elaborada por los terroristas”, Albrecht Wellmer, “Terrorismo y crítica de la sociedad” (1979), en: Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Valencia, Frónesis, 1996, pág. 304.

Etiquetas: , , ,


Comments: Publicar un comentario

This page is powered by Blogger. Isn't yours?