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miércoles, abril 16, 2014

Valparaíso de mi amor 


Nací en el Cerro Alegre, Hospital Alemán. Mi padre dijo que había un acuerdo con la federación de estudiantes de la Universidad Técnica Federico Santa María, y sólo así se dignaron atendernos. Después se supo que el acuerdo ya no regía, así que nací gratis en un hospital privado. Cosas de la época. En la foto donde mis padres se están casando en el registro civil aparecen todos sonrientes. Era diciembre del 70, yo ya tenía como 3 meses de existencia fetal, y según mi papá la sonrisa colectiva se debía a que todos creían que el socialismo había llegado para quedarse. Cosas de la ideología dominante en la izquierda realmente existente de esa época.

En fin, después nos fuimos de ahí hacia el norte, no sin antes experimentar el golpe de estado solos con mi hermana del medio y mi madre, más unas tías que la iban a acompañar. En las quebradas vecinas alguna gente intentó resistir. Unos milicos se acercaron a la casa para decirle a mi madre que sacara al niño que desde la ventana del segundo piso observaba esa confrontación en la quebrada. Supongo que, sin ser excesivamente freudiano, ese recuerdo, esas imágenes, deben haber quedado sepultados en alguna parte de mi. Poco después dicen que los señalaba diciendo: “esos son los milicos que matan”.

El verano del 85 estaba de regreso en la zona, alternando mis días de recién-adolescente entre el cerro Placeres y el Cordillera, como en la canción. Con un primo tres meses menor que yo, que fue mi amigo fiel de toda la infancia antes que ese mismo año las condiciones económicas lo mandaran lejos a Escandinavia junto a su madre y hermano menor, diseñábamos panfletos antidictatoriales a mano, y los dsitribuíamos tímidamente por el barrio.

Una vez subiendo de noche la escalera de al lado de una cancha de fútbol (Auditorio Guillermo nosecuanto), donde nos dejó la legendaria micro O, encontramos unos cuantos ejemplares de “El Rebelde (en la clandestinidad”, antiguo órgano de la Vanguardia Revolucionaria Marxista de los 60, que tras el congreso de unificación de grupos que dio origen al MIR pasó a ser el órgano central de dicha organización, y que en plena dictadura nunca dejó de salir mimeografiada en unas hojas café-amarillentas. El hallazgo estaba lleno de mística: el respeto que se tenía por el MIR era enorme, generado por sus acciones solitarias al principio, antes de que aparecieran el FPMR o el Mapu Lautaro, y que además de violencia revolucionaria armada incluían la liberación momentánea de las ondas de radio y/o televisión. Por si eso fuera poco, estos ejemplares estaban atados por una cinta roja. Nunca supimos si a alguien se le cayeron, o tuvo que tirarlos eludiendo la represión. En su interior lo que más nos llamó la atención fueron las instrucciones gráficas para sabotear generadores eléctricos. Por supuesto, nunca llegamos a intentar algo así, pero cuando en la casa nadie nos veía sacábamos del escondite El Rebelde y mirábamos una vez más con mucha atención su contenido.

Una vez un tío, que simpatizaba con el MIR, nos pilló con ese material, y nos metió miedo: decía que andaban haciendo allanamientos en esos cerros, y que era mejor que no guardáramos cosas así. Tras darle algunas vueltas, con mucha pena decidimos eliminar el material, pero...¿cómo? Y ahí dimos riendo suelta a nuestra vocación de pirómanos que teníamos desde chicos: hay que quemarlos. En parte creo ahora que influyó en la decisión la transmisión que siempre estuvo ahí: toda la gente que contaba que el 11 de septiembre de 1973 había tenido que quemar material impreso, y en efecto hasta el día de hoy se pueden ver por ahí en las librerías ejemplares marcados por el fuego.

Este recuerdo es muy preciso: mientras todos dormían siesta y/o veían teleseries una calurosa tarde de enero o febrero, yo me saqué el pantalón largo y me puso unos shorts, para hacer frente al excesivo calor que había. Era el momento, así que tomamos las revistas y nos fuimos a una pieza en desuso en el centro del patio que en los 70 había sido el baño de la casa (había que salir ahí afuera aunque fuera de noche y con lluvia, aunque para evitar esos viajes también usábamos habitualmente bacinicas). El pestillo oxidado era difícil de abrir. Entramos con una caja de fósforos, pero el material estaba algo humedecido y no prendía bien. Le digo a mi primo: anda a buscar el frasco de alcohol que hay en el baño nuevo. Al rato lo tenía en mis manos. Empapo los papeles, y ahora sí que prenden bien. Como pirómano admiro las llamas y el sonido que hacen, y cuando están por apagarse todavía quedaba un resto de papel, y veo casi de reojo que mi primo agrega un poco más de alcohol. Grave error. Una explosión fuerte se siente, y por breves segundos no veo nada, siento gritos y golpes de manos sobre todo mi cuerpo. De repente me doy cuenta de que estoy afuera (de alguna manera la adrenalina me hio llegar y abrir ese difícil pestillo), que el que grita soy yo, y que las manos que me golpean son las mías en una reacción inconsciente y desesperada para apagar las llamas. Ya no veo fuego, y para mi gran extrañeza, no siento ningún dolor. De hecho, no siento nada, salvo un zumbido en los oídos, y la visión afectada, como borrosa. ¿Estaba muerto?, fue lo que pensé. De repente, entre medio de los borrones veo a mi primo que viene desde otro sector del patio (había salido de la pieza del accidente por una ventana), con una manera chorreando agua. Mi mente recuerda una horrible historia que había escuchado en La Serena, tras un accidente de auto donde personas resultaron con quemaduras, y se decía que los cuerpos se rajaron cuando los bomberos les echaron agua directamente en la piel. Le grité: “¡no me mojes, estoy carbonizado!”. Carbonizado. No sé de donde saqué esa palabra. Per apenas la dije, las sensaciones corporales empezaron a manifestarse. Punzazos intermitentes de dolor que se hacían cada vez más grandes, hasta que decido correr al interior de la casa a contar a mi madre y tíos lo que había pasado. Todos habían sentido la explosión, pero al verme caminando sin mayor problema salieron rápido al patio pensando que mi primo estaba mal herido. Los sigo un poco pero el dolor me hace caer semidesmayado a un sillón. Ahí se dan cuenta de lo que me pasaba, y escucho que hay que partir a la Posta. No tenían ningún auto, así que vamos en la camioneta de un vecino. El dolor, de por sí insoportable, se triplicaba cuando el sol me daba directamente en las heridas. Tenía quemadas las piernas y manos, además de salpicones de alcohol inflamado en pelo y otras partes. ¡Menos mal que me había sacado los pantalones largos!, porque la tela quemada y pegada a la piel habría agravado considerablemente la cosa.

Luego de eso vino un reposo obligado de un mes, con idas a curación en el plan cada dos días. Dolía muchísimo cuando raspaban la zona quemada con algodones, pero las enfermeras eran jóvenes y guapas, una rubia y una morena, y bajo sus delantales usaban muy poca ropa así que yo me hacía el valiente y decía que no me dolía. A los 13 años era muy tímido pero por debajo de esas timidez ya tenía vocación de galán.

Pasaba los días acostado, especulando sobre cualquier cosa y mirando tele. En la tarde daban un programa rockero donde pude apreciar al gran Ronnie James Dio con su video clip The last in line: “Ahora ya sabemos que seamos malvados o divinos siempre seremos los últimos en la fila”. Mi primo y mi hermana del medio jugueteaban alegres por los cerros cuando no me estaban acompañando, y terminaron bien metidos en actividades culturales que no por casualidad supongo eran organizadas por unas chicas de la JRME.

De esa experiencia me quedó por año un miedo irracional al fuego. Me asustaba hasta prendiendo la cocina o el calefón, y años después tuve que obligarme a perder el miedo al fuego usando como buen joven ochentero de izquierda los hermosos cocteles molotov. Hasta el día de hoy, cuando traslado la estufa de parafina de un lugar a otro de la casa lo hago con mucho cuidado y no puedo evitar que vengan a mi mente las imágenes de mi accidente, y las de Luciano afuera del banco. Me gustaría no verlas más, pero es imposible.

Por si todo esto fuera poco, el verano del 85 deparaba una sorpresa más.

Cuando ya estaba de nuevo en pie, y quedaban un par de semanas antes de regresar a Punta Arenas (donde vivimos entre el 80/85, como el disco de Bad Religion), mi única preocupación además de competir con mi primo por el amor platónico de una chica bellísima del cerro Placeres, era poder alcanzar a ir a Santiago, a la extinta Feria del Disco, donde según anunciaba el Mercurio hace semanas estaba en oferta el Double Platinum de Kiss, a 300 pesos. Ibamos a ir un lunes, y el domingo anterior, mientras corríamos viendo quien llegaba primero a la casa de esa chiquilla, sentimos un ruido fuerte y extraño que primero pensé que era un perro grande moviendo una reja. Pero se movía todo, muros caían enteros al suelo, y veía autos saltando en la calle justo al frente de donde empezó todo para mí: la Universidad Santa María, en cuyo internado fui engendrado en medio de pura agitación socialista.

Era el terremoto del 85. Después de eso no fuimos nunca a Santiago, sino que sólo al Aeropuerto Pudahuel para regresar a Magallanes, donde entiendo que no han habido terremotos ni temblores desde los años 40 o 50, y donde gustoso me hubiera quedado unos años más, pero nunca más he regresado, por más que en el 80/85 comí calafates todas las veces que pude.

PS: décadas después, tras oír esta historia, el Huevo de Enfermos Terminales me obsequió su copia de Doble Platinum en vinilo: él a había comprado en la Feria del Disco en los años que la actividad sísmica del país me lo impidió.

Rock and roll all night.  

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