viernes, julio 11, 2014
Violencia dominante y violencia dominada: el concepto de “terrorismo” aplicado a los enemigos del Estado.
El conjunto de estos elementos deberían permitirnos
una comprensión histórica y política adecuada de la dimensión “institucional”
del terrorismo. Lamentablemente, a nivel doctrinario ha llegado a hacerse
fuerte la posición que considera que la expresión “terrorismo de Estado” es
meramente retórica, y que en rigor sólo la violencia subversiva o insurgente
podría ser calificada de “terrorista”[1]. Pero esto no debiera
extrañarnos: tal como el Estado en su dimensión represiva monopoliza el uso
legítimo de la fuerza, y en su dimensión política monopoliza la toma de
decisiones, podemos comprender que a nivel del poder de definición, de
“etiquetamiento”, es también desde el propio Estado donde se decide qué
comportamientos pueden ser criminalizados como “terroristas”, y se generan
mecanismos jurídicos y discursivos para evitar que esa etiqueta se use en
contra de su propia actividad.
Todo eso, por supuesto, no es nada nuevo bajo el
sol, puesto que, tal como ha hecho ver crudamente Nicolás López Calera, “quizás
la mejor definición de terrorismo sea aquella que dice que “el terrorismo es la violencia cometida por
los que están en contra nuestra””[2]. Es lo que la criminología
del siglo XX aprendió de las teorías sociológicas del conflicto, cuyo principal
inspirador, Edwin Sutherland, ya en los años 30 planteaba el carácter político
conflictivo de los procesos de criminalización, al describirlo de la siguiente
forma: “cierto grupo de personas advierte que uno de sus propios valores –vida,
propiedad, belleza del paisaje o doctrina teológica- es puesto en peligro por
el comportamiento de otras personas. Si el grupo es políticamente influyente,
el valor importante y el peligro serio, los integrantes del grupo obtendrán la
sanción de una ley, y de esa forma, la cooperación del Estado para la
protección de sus propios valores”. Y remataba su afirmación concluyendo que
“en los tiempos modernos, el derecho es, por lo menos, el instrumento que una
de las partes utiliza en contra de la otra. Los integrantes del grupo no comparten
los valores que el derecho y el Estado son llamados a proteger, y llevan a cabo
una acción que anteriormente no era calificada de criminal, pero que merced a la colaboración del Estado se
convierte en tal, lo que implica la continuación del conflicto”[3].
Si ligamos las teorías del conflicto con los
enfoques del “etiquetamiento” (y no olvidemos que de la mezcla o conjunción de
ambas perspectivas surgió hace ya medio siglo la llamada “criminología
crítica”), debemos tener en cuenta que en estos procesos de conflicto y disputa
hegemónica por el influenciamiento de los procesos de criminalización, el campo
de batalla es en primer lugar (por su alta relevancia real y simbólica) el de
las definiciones legales. Y acaso por esta circunstancia es que cuesta tanto llegar
a un consenso en torno a la definición misma del “terrorismo”. Como
demostración de esto podemos citar los procesos de discusión que en el seno del
Consejo de Europa tuvieron lugar con ocasión de la creación de la Decisión
Marco del Consejo sobre la lucha contra el terrorismo, de 13 de junio de 2002.
En el Acta del Consejo de fecha 16 de julio del mismo año se puede leer como el
Consejo se esfuerza en aclarar que no cabe utilizar la definición de terrorismo
“como base para interpretar que los actos de quienes han actuado a favor de la
preservación o restauración de los mencionados valores democráticos, tal como
ocurrió en particular en determinados Estados miembros durante la Segunda
Guerra Mundial, puedan considerarse ahora actos ‘terroristas’”[4]. A nuestro juicio se trata
de un ejemplo conmovedor: por más violenta que haya sido una lucha política y
militar, el bando que triunfa se asegura siempre de descriminalizarla para
justificarla en tanto “violencia fundadora” de Derecho que luego se ha vuelto “conservadora”.
Walter Benjamin no podía expresarlo mejor cuando decía que “toda institución de
derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la
violencia”, y ponía como ejemplo de ello a los parlamentos de su tiempo, que
“ofrecen el lamentable espectáculo que todos conocemos porque no han sabido
conservar la consciencia de las fuerzas revolucionarias a que deben su
existencia”[5].
Siguiendo con el análisis de la violencia que
podríamos llamar “anti-estatal”, lo interesante es que la historia reciente,
sobre todo desde 1968 en adelante, revela que en muchos casos de violencia
terrorista aparentemente no-institucional se encontraba el Estado detrás, no
siempre de manera muy disimulada o sutil. Así ocurrió por ejemplo en Italia,
tal como lo revela un ensayista, Gianfranco Sanguinetti, en un texto de 1979
sobre “El terrorismo y el Estado”[6].
En este texto el autor plantea que las acciones de
terrorismo son siempre de dos clases: ofensivas y defensivas. Lo que varía tras
una u otra forma son los “estrategas”: mientras el terrorismo ofensivo se ha comprobado históricamente como estéril, y
a él recurren “los desesperados y los ilusionados”, al terrorismo defensivo acuden “siempre
y solamente los Estados, bien sea porque están en pleno centro de una
crisis social grave, como el Estado italiano, o porque la teme mucho, como el
Estado alemán”. Este terrorismo defensivo a veces es practicado por los Estados
directamente, a través de sus servicios especiales (oficiales o paralelos),
caso en que suele estar dirigido contra la población (Sanguinetti pone el
ejemplo de las bombas en Piazza Fontana en 1969[7], atribuidas
mediático-policialmente a los anarquistas y usadas como pretexto para la
represión del fuerte movimiento social que se estaba desarrollando). En cambio,
si los Estados deciden recurrir al terrorismo indirecto, “éste debe dirigirse
aparentemente contra ellos –como por ejemplo en el asunto Moro”[8]. Este terrorismo defensivo
indirecto, según Sanguinetti, solía no ser reivindicado por grupo alguno, pero
a partir de las conclusiones de sus “estrategas”, que vieron en ese punto su
debilidad, en adelante para dar mayor verosimilitud a sus actos se acudió al
expediente de firmarlos “directamente con una sigla cualquiera de un grupo
fantástico, o incluso haciéndolos reivindicar por un grupo clandestino
existente cuyos militantes son aparentemente, y a veces ellos mismos lo creen
así, ajenos a los designios del aparato de Estado”[9].
En lo que constituye una real rareza (la alusión a
teorías situacionistas dentro del contexto de un texto de dogmática penal), Terradillos
Basoco alude a esta perspectiva en su libro sobre “Terrorismo y Derecho”,
sintetizándola como una “reflexión radical” según la cual “el llamado
terrorismo no es sino una maniobra de distracción del terrorismo real, ejercido
por el Estado”. El Estado “necesita de los terroristas para esa labor de
distracción, en la medida en que el terrorismo artificial justifica y fortalece
al real”[10].
En base a una comprensión similar del problema, otro
autor muy ligado a Sanguinetti, Guy Debord, señalaba a fines de los 80 que la
forma de dominación capitalista había ido en los 70 cambiando hacia un modelo
“integrado”, que combinaba elementos de lo que en el contexto de la Guerra fría
parecía dividido en dos bloques (según Debord, en occidente predominaba una
sociedad “espectacular difusa”, y en el Este lo “espectacular concentrado”)[11]. En la fase de lo
espectacular integrado habían servido de pioneros los Estados de Francia e
Italia[12]. Si a ellos agregamos el
Estado alemán, no es de extrañar que sea en esos 3 países donde en la década de
los 70 operaron “grupúsculos terroristas” que de acuerdo a esta mirada a lo
Debord/Sanguinetti siempre fueron -a lo menos- infiltrados y utilizados dentro
de una más amplia estrategia estatal (cuando no derechamente inventados por el
poder). Debord llega a señalar que el espectáculo en esta fase se inventa su
propio enemigo: el terrorismo[13].
Pese a que en un sentido histórico podemos afirmar
que en el origen del terrorismo como método de dominación política está siempre
presente el Estado, decíamos más arriba que a fines del siglo XIX se produce
una inversión de sentido que permite pasar a definir también como “terrorista”
a la violencia revolucionaria, a las acciones subversivas y/o insurreccionales
que atentaban contra su poder. De esta forma, se arriba a una definición mucho
más etérea del terrorismo que reza más o menos como sigue: “método de lucha
política, basada en la violencia intimidatoria (asesinatos, sabotajes, atentados
con bomba, etc.) empleado generalmente por grupos revolucionarios o subversivos
(de izquierda y de derecha)”[14].
Dicha inversión puede ser vista como una
manifestación más del poder del Estado, que en una ya tradicional visión
sociológica del conflicto incluye el poder de descriminalizar/desetiquetar sus
propios comportamientos y dirigir tanto el foco como la represión efectiva en
contra de los antagonistas. Almani, por ejemplo, señala que esta inversión
terminológica evidentemente opera con una clara utilidad para la razón de
Estado, e incluso se atreve a identificar la razón de esta mistificación: en la
visión conservadora de la revolución francesa, “la ideología dominante ha
tenido que cambiar los sujetos y atribuir a la Revolución la responsabilidad que
en realidad pertenece al Estado”. Cuando esta maniobra típicamente ideológica
es exitosa, el Terror pasa a ser “obra de la revolución”, “sinónimo de
violencia revolucionaria”[15].
[1] De ello
da cuenta Carmen Lamarca Pérez comentando los alcances del “caso Amedo” en
relación al concepto de terrorismo. “Sobre el concepto de terrorismo (A
propósito del caso Amedo)”, en: Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales,
1993, págs. 535-559. En todo caso, en el fallo comentado se insiste en la idea
de que la Asociación (ilícita terrorista) “requiere formalmente una cierta
consistencia, lejos de lo meramente esporádico, y por supuesto dentro de una
cierta organización jerárquica” (el subrayado es nuestro).
[2]
Nicolás López Calera, El
concepto de terrorismo. ¿Qué terrorismo? ¿Por qué el terrorismo? ¿Hasta cuando
el terrorismo?”, en: Anuario de Filosofía del Derecho, Tomo XIX, 2002, pág. 58.
[3] Sutherland, citado por
Alessandro Baratta, “El modelo sociológico del conflicto” (1979), en: Criminología
y sistema penal. Compilación in memoriam, Montevideo/Buenos Aires, B de F,
2004, págs. 254-255.
[4] Acta
del Consejo de Europa de fecha 16 de julio de 2002, Punto 42, Declaración 16.
Citado por Adela Asua Batarrita, “El discurso del enemigo y su infiltración en
el Derecho Penal. Delitos de terrorismo, ‘finalidades terroristas’, y conductas
periféricas”, en: CANCIO MELIÁ Y GÓMEZ-JARA DÍEZ (Coord.), Derecho Penal del
enemigo. El discurso penal de la exclusión, Volumen 1, Madrid/Buenos
Aires/Montevideo, Edisofer/B de F, Nota 53, página 256-257.
[5] Walter Benjamin, Para una crítica
de la violencia (1921), en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos,
Iluminaciones IV, Introducción y selección de Eduardo Subirats, Traducción de
Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1991, pág. 33.
[6] Gianfranco
Sanguinetti, Sobre el terrorismo y el Estado. La teoría y práctica del
terrorismo divulgadas por primera vez, Bilbo, 1994.
[7] En ese entonces Sanguinetti
pertenecía a la sección italiana de la Internacional Situacionista (1957-1972),
grupo político radical que, entre otras cosas, se distinguió por una
extraordinaria lucidez a la hora de desmitificar formas de “terrorismo” que
atraían perdidamente al grueso de las fuerzas de izquierda. En retrospectiva
Sanguinetti dirá que “durante mucho tiempo los situacionistas fueron los únicos
en Europa en revelar que el Estado italiano era el autor y el beneficiario
exclusivo del terrorismo artificial moderno y de todo su espectáculo. Y
mostramos a los revolucionarios de todos los países que Italia era el
laboratorio europeo de la contra-revolución, y el terreno de experimentación
privilegiado de las técnicas policiales modernas –y esto, desde el 19 de
diciembre de 1969, fecha de la publicación de nuestro manifiesto titulado El Reichstag arde”. Ob.cit., pág. 70. La
propia sección italiana de la IS fue objeto en esa época de una investigación
criminal como “asociación subversiva”, acusación respecto a la cual Sanguinetti
ironiza diciendo que “un juez que actuase con más celo debería también abrir
sumario a la Liga de los Comunistas de Marx, a la Asociación Internacional de
los Trabajadores y firmar órdenes de detención contra los descendientes de
todos los que acogieron a Bakunin durante su estancia en Italia” (ob.cit.,
“Prólogo a la edición francesa”, pág. 8).
[8] Gianfranco
Sanguinetti, ob.cit., pág. 56. Frente a la extrañeza suscitada por dichas
tesis, él mismo señalaba que sólo se justificaba por ignorancia histórica:
“nadie conoce o nadie se acordó de la miríada de ejemplos en los que los
Estados en crisis, y en crisis social, han eliminado precisamente a sus más
reputados representantes, con la intención y con la esperanza de levantar y
canalizar una indignación general –pero generalmente efímera- contra los
“extremistas” y los descontentos” (Ibid, pág. 65).
[11] Debord
publicó en 1967 el libro La sociedad del espectáculo. En 1989, en los
Comentarios a la sociedad del espectáculo, definió este concepto resumidamente
como: “el reinado autocrático de la
economía mercantil, que ha conseguido un estatuto de soberanía irresponsable, y
el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que corresponden a ese reinado”.
A diferencia del uso restringido que se ha dado a este concepto en ciertos
ámbitos académicos de filiación posmoderna, donde se reduce el concepto al
predominio de imágenes y representaciones en la vida cotidiana, confundiéndolo
en cierta forma con la noción frankfurtoriana de “Industria cultural”, tiene
razón Lazzarato cuando corrige y señala que “el espectáculo no es una
definición “sociológica” de un aspecto particular de la sociedad (los media y
el público), sino que define la subordinación de todo lo real al capital”
(Maurizio Lazzarato, Por una redefinición del concepto ‘biopolítica’, nota Nº
13, 1997, en: http://www.brumaria.net/textos/Brumaria7/06mauriziolazzarato.htm)
.
[12] “Por lo que respecta al aspecto concentrado, el centro director se ha
convertido en oculto: ya nunca se coloca en él a un jefe conocido o una
ideología clara. En cuanto al lado difuso, la influencia espectacular no había
marcado jamás hasta ese punto la práctica totalidad de las conductas y de los
objetos que se producen socialmente, ya que el sentido final de lo espectacular
integrado es que se ha incorporado a la realidad a la vez que hablaba de ella;
y que la reconstruye como la habla. Así pues, esa realidad no se mantiene ahora
enfrente suyo como algo ajeno. Cuando lo espectacular era concentrado se le
escapaba la mayor parte de la sociedad periférica; cuando era difuso se le
escapaba una mínima parte; hoy no se le escapa nada” (Guy Debord, Comentarios a
la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 1990).
[13] Otro
autor, ligado a la Escuela de Frankfurt, trata de comprender el terrorismo de
los años 70 en la República Federal de Alemania como “una forma de lucha
convertida en patológica”, y sostiene que “no hay posibilidad alguna de
entender el terrorismo (a) si no se lo concibe como expresión de problemas de
legitimación y de patologías sistémicas de nuestra sociedad; (b) si no se logra
entender en él los elementos irracionalistas, existencialistas y accionistas
que tiene en común con otras estrategias de rebeldía, tal como éstas en los
sistemas tardo-capitalistas vienen constituyéndose en todas partes en las
antesalas de la política; y (c) si no se
logra entender cómo las patologías del sistema se reproducen incluso del modo y
manera como la experiencia de ellas es elaborada por los terroristas”, Albrecht
Wellmer, “Terrorismo y crítica de la sociedad” (1979), en: Finales de partida:
la modernidad irreconciliable, Valencia, Frónesis, 1996, pág. 304.
[14]
Maré Almani, op.cit, pág. 9
[15] Ibíd.
Etiquetas: insurrección, terrorismo de estado, violencia y control
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