miércoles, agosto 05, 2015
Guy Debord y el gran estilo (x Mario Perniola)
(Tomado de: http://acuarelalibros.blogspot.cl/search/label/Situacionistas)
(Foto: cartel rosado dice: GUY DEBORD IS SO COOL!).
[...] el distanciamiento respecto de la subjetividad era una cualidad exclusiva de Debord y constituía el aspecto fundamental tanto de la fascinación como de la hostilidad que suscitaba. Durante la segunda mitad del siglo veinte, Debord ha sido la personificación del gran estilo. «Doctor en nada» pero maestro de los ambiciosos, amigo de los rebeldes y de los pobres, pero secretamente admirado por los poderosos, un hombre que suscitó grandes emociones, pero sin embargo era frío y distanciado de sí mismo y del mundo. Tal es, de hecho, la primera condición del estilo: el distanciamiento, la lejanía, la suspensión de los afectos desordenados, de la emotividad inmediata, de las pasiones sin freno. Debord ha sido una figura clásica, en absoluto romántica.
El distanciamiento en el caso de Debord se manifiesta antes que nada en forma de una completa y total extrañeza frente al mundo de la universidad, de la edición, del periodismo, de la política y de los media; frente a todo el establishment cultural, Debord nutre el más profundo disgusto y el más radical desprecio. No menos absoluta es su repugnancia por todo lo mundano, por la frivolidad snob que coquetea con el extremismo revolucionario –el así llamado «radical chic»–. A fin de cuentas tanto desdén no reposa ni tan siquiera sobre el confort de un patrimonio heredado: en este sentido Debord afirma haber «nacido virtualmente arruinado». En una época en que los ambiciosos están dispuestos a todo por el poder político y el dinero, la estrategia de Debord hace palanca sobre un solo factor: la admiración que su modo de ser suscita en aquellos que consideran el poder político y el dinero como beneficios secundarios con respecto a la excelencia y su reconocimiento. El tipo de superioridad a la que aspira esta estrategia no es muy diferente de aquella que anhelaban algunos filósofos antiguos, como Diógenes, para los cuales la coherencia entre los principios y la conducta constituía lo esencial. Sin embargo, la fuente de donde bebe no es tanto de tipo ético como estético: es en la revuelta poética y artística donde hay que buscar la tradición en cuyo seno se sitúa Debord. Dicha tradición, que encontró en las vanguardias del siglo veinte un desarrollo extraordinario, se remonta nada menos que al Medioevo: el gran poeta francés del siglo XV, François Villon, representó el modelo de un encuentro entre cultura y conductas alternativas (y en su caso incluso criminales) que se ha transmitido a través de los siglos.
A todo esto se añade también la lejanía de todas las organizaciones y tendencias político-revolucionarias predominantes en la época. El camino que eligió Debord lo condujo a un total rechazo de cualquier posición leninista, trotskista, maoísta y tercermundista. Al mismo tiempo, sin embargo, Debord también tomó distancias con respecto al anarquismo, que abandona al ser humano al capricho individual: para él no cabe duda de que el punto más alto de la teoría revolucionaria lo alcanzó Marx, no Bakunin. Si por «político» se entiende la distinción entre«amigo» y «enemigo», unida al esfuerzo de ampliar el número de los primeros, hay en Debord un radical «apoliticismo» que conduce al aislamiento. Ésta, por otra parte, fue una de las razones que llevaron a la ruptura de mi relación con él en la primavera de 1969.
Lo cierto es que la aprobación y la afectividad obtenidas a través de la simpatía, del acuerdo y de la buena disposición para con los demás no eran cosas que entraran en absoluto dentro del estilo de Debord, que en este punto seguía la opinión de Nietzsche según la cual «el gran estilo excluye al agradable». En una época que ha hecho de lo adaptable y de la desenvoltura las cualidades más apreciadas, Debord se pone frente a sus contemporáneos con aspereza, con rudeza y hoy por hoy es el único estilo
que sigue siendo capaz de suscitar interés y de excitar la pasión. Escribe: «Yo no he ido jamás en busca de nadie a ninguna parte. Mi círculo se compone de aquellos que han venido motu proprio y han sabido hacerse aceptar». De hecho aquello no impidió que en torno a Debord, al menos en la segunda mitad de los años sesenta, se formase una socialidad que se reconocía en un proyecto teórico y en un estilo de vida. Tal y como he escrito, en la IS regía una especie de responsabilidad colectiva por la cual las afirmaciones teóricas y la conducta de cada uno co-implicaban automáticamente a todos los demás.
Semejante característica, que parece reproducir uno de los aspectos específicos de las sectas religiosas, en el caso específico de la IS tiene un significado estético que nos retrotrae al tema de la importancia del elemento constrictivo y vinculante del estilo: como escribe Nietzsche, el estilo implica una anulación de las particularidades individuales, un profundo sentido de la disciplina, cierta repugnancia ante cualquier naturaleza desordenada y caótica. Sin embargo, estas exigencias, que se correspondían a la perfección con la manera de ser de Debord, no se llevaban tan bien con el temperamento de otros miembros de la IS que, o bien eran mucho más expansivos y extrovertidos, o bien estaban privados de genialidad y espíritu creativo; pero sobre todo se llevaban muy mal con los rasgos dominantes del movimiento contestatario, en el que confluían, por un lado, el vitalismo subjetivo y el espontaneísmo más impulsivo y, por el otro, la más tétrica y antiestética servidumbre política de marca estalinista. Todo lo cual explica el hecho de que fueran tan pocos los que captaran de verdad el mensaje de la IS: ¡a fines del 68 en Roma no eran más de tres personas las que recibían la revista y no más de una veintena en toda Italia! Bastaba ser un simple lector de la IS para percibir algo de las altas cualidades estéticas de toda la empresa. Bastaba leer la revista para tener la sensación de formar parte de la élite de la revolución mundial: en efecto, los situacionistas formaban una red internacional en cuyo seno uno se movía con un talante, más que de conspirador, de aristócrata. La mezcla entre modelos estéticos y modelos políticos es una marca constitutiva del estilo Barroco, que no por casualidad es un constante punto de referencia para Debord: en particular, le merece atención y respeto la figura de Baltasar Gracián, que es quien, en su Oráculo manual, supo delinear mejor que nadie todos los aspectos del «gran estilo», sustrayéndolo a todo clasicismo abstracto y sumergiéndolo en las querellas y contingencias históricas. Sin embargo, incluso en mayor medida que Gracián, será el enemigo de Richelieu y de Mazarino, el cardenal de Retz, quien ocupará la imaginación de Debord. En una carta del 24 de diciembre de 1968 me escribe: «Me gusta mucho la cita de las Memorias de Retz, no sólo porque toque los temas de la “imaginación al poder” y de “tomad vuestros deseos por realidades”, sino también porque hay en verdad un parentesco divertido entre la Fronda de 1648 y el mayo (de 1968): son los dos únicos grandes movimientos que han estallado en París
como respuesta inmediata a arrestos: y tanto el uno como el otro con barricadas».
La tradición subversiva dentro de la cual se inscribe Debord tiene por eso más que ver con la barroca-antigua del tiranicidio que con la más moderna de las revoluciones político-sociales: el 68 le recuerda a la Fronda, no a la Revolución francesa –y menos aún a la Revolución rusa–. Por hacer un parangón con el cardenal que animó la Fronda, hay en Debord una práctica de la verdad que pertenece al Retz escritor, pero no al Retz hombre de acción. Obviamente es fácil preservar la propia integridad en la soledad o dentro de un estrictísimo círculo de amigos: ¡otra cosa muy distinta es tener trato con todo tipo de gente y luchar por el poder en plena guerra civil donde todos saben que está en juego la misma vida! El «gran estilo» de las Memorias de Retz consiste sobre todo en la distancia que el autor guarda con respecto a sí mismo, así como en la desprejuiciada sinceridad con que expone las más secretas motivaciones de sus acciones, también cuando dicha sinceridad daña su reputación; desde luego, de donde no procede su «gran estilo» es de las historias que cuenta.
Se trata por así decirlo de un «gran estilo» post festum, alejado ya de la flagrancia de la acción: en los urdires, intrigas, conjuras, traiciones y complots de todo tipo, Retz no es distinto de sus enemigos y, si sus planes no resultan, el fracaso sucede desde luego contra lo que era su intención y su deseo. Muy distinto es el caso de Debord, en el cual la estética de la lucha se configura, al menos desde fines de los años sesenta, como una estética de la derrota, casi como si cada éxito contuviera un elemento de irremediable vulgaridad. La guerra era para él el dominio no sólo del peligro, sino también de la desilusión. Yo siempre barrunté vagamente esa «oscura melancolía» que, por su expreso reconocimiento, acompañó su vida; y he visto a qué trágicas e inevitables consecuencias lleva el rodear el fracaso de una aureola de triste esplendor. Por eso, por muy grande que sea la admiración que siempre he tenido por él, pienso que su modo de ser debe ser emulado sólo por aquel que, dotado de un gran genio, quiera un reconocimiento exclusivamente póstumo. A fin de cuentas, creo que es más sabio seguir a Plutarco que a Diógenes.
Por lo demás, creo que la inteligencia histórica de Debord, que es agudísima hasta el 68, se aplanó en los años sucesivos. En los meses que precedieron al Mayo, Debord demostró una sensibilidad histórica verdaderamente profética. Algunos meses antes de que estallasen los motines de mayo (los cuales cogieron por sorpresa, no sólo a la burguesía, sino a casi todos los revolucionarios), Debord me escribía anunciándome que una profunda crisis social se cernía sobre Francia. Mantuvo esta extraordinaria capacidad premonitoria durante todo el 68: en julio del mismo año, por ejemplo, afirmaba en otra carta (contra la opinión ingenuamente optimista de casi toda la izquierda) que había muchas probabilidades de que se diera una intervención armada de la Unión Soviética en Checoslovaquia (la cual tendría lugar al mes siguiente). En los años posteriores, sin embargo, me parece que la comprensión del movimiento de las cosas se le escapa, hasta llegar a su retorno a la escena cultural en 1988 con el Panegírico, en el que define los años setenta como... ¡«repugnantes»! En cierto sentido sucedió lo que ya nos había dicho él a mi mujer Graziella Gaggioli y a mí en Bruselas, cuando lo visitamos en julio del 68: que mayo fue el comienzo de una época. Pero no en el sentido en que él lo entendía.
(Foto: cartel rosado dice: GUY DEBORD IS SO COOL!).
El distanciamiento en el caso de Debord se manifiesta antes que nada en forma de una completa y total extrañeza frente al mundo de la universidad, de la edición, del periodismo, de la política y de los media; frente a todo el establishment cultural, Debord nutre el más profundo disgusto y el más radical desprecio. No menos absoluta es su repugnancia por todo lo mundano, por la frivolidad snob que coquetea con el extremismo revolucionario –el así llamado «radical chic»–. A fin de cuentas tanto desdén no reposa ni tan siquiera sobre el confort de un patrimonio heredado: en este sentido Debord afirma haber «nacido virtualmente arruinado». En una época en que los ambiciosos están dispuestos a todo por el poder político y el dinero, la estrategia de Debord hace palanca sobre un solo factor: la admiración que su modo de ser suscita en aquellos que consideran el poder político y el dinero como beneficios secundarios con respecto a la excelencia y su reconocimiento. El tipo de superioridad a la que aspira esta estrategia no es muy diferente de aquella que anhelaban algunos filósofos antiguos, como Diógenes, para los cuales la coherencia entre los principios y la conducta constituía lo esencial. Sin embargo, la fuente de donde bebe no es tanto de tipo ético como estético: es en la revuelta poética y artística donde hay que buscar la tradición en cuyo seno se sitúa Debord. Dicha tradición, que encontró en las vanguardias del siglo veinte un desarrollo extraordinario, se remonta nada menos que al Medioevo: el gran poeta francés del siglo XV, François Villon, representó el modelo de un encuentro entre cultura y conductas alternativas (y en su caso incluso criminales) que se ha transmitido a través de los siglos.
A todo esto se añade también la lejanía de todas las organizaciones y tendencias político-revolucionarias predominantes en la época. El camino que eligió Debord lo condujo a un total rechazo de cualquier posición leninista, trotskista, maoísta y tercermundista. Al mismo tiempo, sin embargo, Debord también tomó distancias con respecto al anarquismo, que abandona al ser humano al capricho individual: para él no cabe duda de que el punto más alto de la teoría revolucionaria lo alcanzó Marx, no Bakunin. Si por «político» se entiende la distinción entre«amigo» y «enemigo», unida al esfuerzo de ampliar el número de los primeros, hay en Debord un radical «apoliticismo» que conduce al aislamiento. Ésta, por otra parte, fue una de las razones que llevaron a la ruptura de mi relación con él en la primavera de 1969.
Lo cierto es que la aprobación y la afectividad obtenidas a través de la simpatía, del acuerdo y de la buena disposición para con los demás no eran cosas que entraran en absoluto dentro del estilo de Debord, que en este punto seguía la opinión de Nietzsche según la cual «el gran estilo excluye al agradable». En una época que ha hecho de lo adaptable y de la desenvoltura las cualidades más apreciadas, Debord se pone frente a sus contemporáneos con aspereza, con rudeza y hoy por hoy es el único estilo
que sigue siendo capaz de suscitar interés y de excitar la pasión. Escribe: «Yo no he ido jamás en busca de nadie a ninguna parte. Mi círculo se compone de aquellos que han venido motu proprio y han sabido hacerse aceptar». De hecho aquello no impidió que en torno a Debord, al menos en la segunda mitad de los años sesenta, se formase una socialidad que se reconocía en un proyecto teórico y en un estilo de vida. Tal y como he escrito, en la IS regía una especie de responsabilidad colectiva por la cual las afirmaciones teóricas y la conducta de cada uno co-implicaban automáticamente a todos los demás.
Semejante característica, que parece reproducir uno de los aspectos específicos de las sectas religiosas, en el caso específico de la IS tiene un significado estético que nos retrotrae al tema de la importancia del elemento constrictivo y vinculante del estilo: como escribe Nietzsche, el estilo implica una anulación de las particularidades individuales, un profundo sentido de la disciplina, cierta repugnancia ante cualquier naturaleza desordenada y caótica. Sin embargo, estas exigencias, que se correspondían a la perfección con la manera de ser de Debord, no se llevaban tan bien con el temperamento de otros miembros de la IS que, o bien eran mucho más expansivos y extrovertidos, o bien estaban privados de genialidad y espíritu creativo; pero sobre todo se llevaban muy mal con los rasgos dominantes del movimiento contestatario, en el que confluían, por un lado, el vitalismo subjetivo y el espontaneísmo más impulsivo y, por el otro, la más tétrica y antiestética servidumbre política de marca estalinista. Todo lo cual explica el hecho de que fueran tan pocos los que captaran de verdad el mensaje de la IS: ¡a fines del 68 en Roma no eran más de tres personas las que recibían la revista y no más de una veintena en toda Italia! Bastaba ser un simple lector de la IS para percibir algo de las altas cualidades estéticas de toda la empresa. Bastaba leer la revista para tener la sensación de formar parte de la élite de la revolución mundial: en efecto, los situacionistas formaban una red internacional en cuyo seno uno se movía con un talante, más que de conspirador, de aristócrata. La mezcla entre modelos estéticos y modelos políticos es una marca constitutiva del estilo Barroco, que no por casualidad es un constante punto de referencia para Debord: en particular, le merece atención y respeto la figura de Baltasar Gracián, que es quien, en su Oráculo manual, supo delinear mejor que nadie todos los aspectos del «gran estilo», sustrayéndolo a todo clasicismo abstracto y sumergiéndolo en las querellas y contingencias históricas. Sin embargo, incluso en mayor medida que Gracián, será el enemigo de Richelieu y de Mazarino, el cardenal de Retz, quien ocupará la imaginación de Debord. En una carta del 24 de diciembre de 1968 me escribe: «Me gusta mucho la cita de las Memorias de Retz, no sólo porque toque los temas de la “imaginación al poder” y de “tomad vuestros deseos por realidades”, sino también porque hay en verdad un parentesco divertido entre la Fronda de 1648 y el mayo (de 1968): son los dos únicos grandes movimientos que han estallado en París
como respuesta inmediata a arrestos: y tanto el uno como el otro con barricadas».
La tradición subversiva dentro de la cual se inscribe Debord tiene por eso más que ver con la barroca-antigua del tiranicidio que con la más moderna de las revoluciones político-sociales: el 68 le recuerda a la Fronda, no a la Revolución francesa –y menos aún a la Revolución rusa–. Por hacer un parangón con el cardenal que animó la Fronda, hay en Debord una práctica de la verdad que pertenece al Retz escritor, pero no al Retz hombre de acción. Obviamente es fácil preservar la propia integridad en la soledad o dentro de un estrictísimo círculo de amigos: ¡otra cosa muy distinta es tener trato con todo tipo de gente y luchar por el poder en plena guerra civil donde todos saben que está en juego la misma vida! El «gran estilo» de las Memorias de Retz consiste sobre todo en la distancia que el autor guarda con respecto a sí mismo, así como en la desprejuiciada sinceridad con que expone las más secretas motivaciones de sus acciones, también cuando dicha sinceridad daña su reputación; desde luego, de donde no procede su «gran estilo» es de las historias que cuenta.
Se trata por así decirlo de un «gran estilo» post festum, alejado ya de la flagrancia de la acción: en los urdires, intrigas, conjuras, traiciones y complots de todo tipo, Retz no es distinto de sus enemigos y, si sus planes no resultan, el fracaso sucede desde luego contra lo que era su intención y su deseo. Muy distinto es el caso de Debord, en el cual la estética de la lucha se configura, al menos desde fines de los años sesenta, como una estética de la derrota, casi como si cada éxito contuviera un elemento de irremediable vulgaridad. La guerra era para él el dominio no sólo del peligro, sino también de la desilusión. Yo siempre barrunté vagamente esa «oscura melancolía» que, por su expreso reconocimiento, acompañó su vida; y he visto a qué trágicas e inevitables consecuencias lleva el rodear el fracaso de una aureola de triste esplendor. Por eso, por muy grande que sea la admiración que siempre he tenido por él, pienso que su modo de ser debe ser emulado sólo por aquel que, dotado de un gran genio, quiera un reconocimiento exclusivamente póstumo. A fin de cuentas, creo que es más sabio seguir a Plutarco que a Diógenes.
Por lo demás, creo que la inteligencia histórica de Debord, que es agudísima hasta el 68, se aplanó en los años sucesivos. En los meses que precedieron al Mayo, Debord demostró una sensibilidad histórica verdaderamente profética. Algunos meses antes de que estallasen los motines de mayo (los cuales cogieron por sorpresa, no sólo a la burguesía, sino a casi todos los revolucionarios), Debord me escribía anunciándome que una profunda crisis social se cernía sobre Francia. Mantuvo esta extraordinaria capacidad premonitoria durante todo el 68: en julio del mismo año, por ejemplo, afirmaba en otra carta (contra la opinión ingenuamente optimista de casi toda la izquierda) que había muchas probabilidades de que se diera una intervención armada de la Unión Soviética en Checoslovaquia (la cual tendría lugar al mes siguiente). En los años posteriores, sin embargo, me parece que la comprensión del movimiento de las cosas se le escapa, hasta llegar a su retorno a la escena cultural en 1988 con el Panegírico, en el que define los años setenta como... ¡«repugnantes»! En cierto sentido sucedió lo que ya nos había dicho él a mi mujer Graziella Gaggioli y a mí en Bruselas, cuando lo visitamos en julio del 68: que mayo fue el comienzo de una época. Pero no en el sentido en que él lo entendía.
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