jueves, septiembre 03, 2015
B.Traven/Ret Marut, Diplomáticos
Somos de los que sostienen que
Ret Marut y B. Traven son la misma persona.
Fue el editor de la publicación Der
Ziegelbrenner en la Alemania revolucionaria proletaria de hace 100 años.
Luego escribió montones de
excelentes libros, la mayoría de ellos en México. El barco de la muerte. El
tesoro de Sierra madre. La rebelión de los colgados…etcétera.
Quimantú editó “La rebelión…” en
1972, y decía ser la primera edición chilena de dicho misterioso autor. Pese a
que en la introducción de Vicente Reyes citan al autor diciendo que la B. no es
por Bruno ni por Ben ni Benno, en la página 3 al lado del título dice Bruno
Traven.
Reyes toma con reserva lo que a
nuestro juicio es claro, cuando alude a “la tesis de que el escritor vivió en
Alemania en la época de la Primera Guerra Mundialbajo el nombre de Ret Marut,
de que desarrolló intensa actividad revolucionaria durante los efímeros Soviets
de 1919 en Baviera y de que emigró a América bajo otro nombre, perseguido por
la policía, en los años 20”.
En España, los compas de Etcétera
(correspondencia de la guerra social) editaron un breve pero interesante
folleto de nuestro héroe proletario, “Diplomáticos”, acompañándolo de esta
breve presentación:
“B. Traven fue un autor oculto. Varios libros se han
dedicado a indagar acerca de quien se escondía tras los diferentes sinónimos
que utilizó a lo largo de su vida (Ret Marut, Traven Tosvan, Croves,...). En
cualquier caso, se trataba de una ocultación consecuente en alguien que opinaba
que un escritor no debería tener otra biografía que sus libros.
Activista político durante la segunda década de este siglo, se vio obligado
a abandonar Alemania para evitar la represión que se desencadenó contra los
revolucionarios que, de un modo u otro, habían participado en la República de
los Consejos de Baviera (1919). Se instala en Chiapas (México), donde
desarrolla una continuada actividad literaria hasta su muerte en 1969. Sus
cenizas fueron esparcidas en la selva de Chiapas.
El conjunto de la obra de Traven es una constante fustigación de los vicios
de la civilización: el dinero, la ambición de poder y riqueza, el nacionalismo,
las fronteras, la burocracia, la contradictoria voluntad de sumisión, etc.; y
una resuelta defensa de los indígenas de la región de Chiapas, donde se
localizan la mayor parte de sus relatos.
De su extensa obra, escasamente difundida en España, se pueden destacar El
barco de los muertos, El tesoro de Sierra Madre, que sirvió para el guión
de la película del mismo nombre dirigida por John Houston, El puente en la
selva, La carreta, y El árbol de los colgados”.
A continuación, el texto:
Bajo el reinado del dictador
Porfirio Díaz no quedaban en Méjico ni bandidos ni rebeldes ni salteadores de
trenes. Porfirio Díaz había limpiado el país de rebeldes de una manera muy
sencilla y perfectamente dictatorial: había prohibido a los periódicos que
publicaran ni una sola palabra sobre asaltos a mano armada a no ser que se lo
pidiera de manera expresa el gobierno. Podía suceder que en un momento dado, a
Porfirio Díaz le interesara que se hablara de ataques a trenes y de
bandolerismo. Para esto mandaba a un general con tropas al lugar para
utilizarlo con el objetivo político concreto de mantenerse en el poder. A él se
debería el mérito de haber acabado con los bandidos. Lo que conllevaba para
este general algunos flecos que podían cifrarse en decenas de miles de dólares.
Una vez que el general había solucionado el problema -y embolsado el dinero que
los comerciantes de la región debían pagar para financiar la guerra contra los
malhechores según las cuentas que les presentaba el mismo general- todo el
mundo se hacía eco de que el gran estadista Porfirio Díaz había, una vez más,
limpiado con mano dura el país de malhechores y que los capitales extranjeros
estaban tan seguros en Méjico como en los mismísimos cofres del Banco de
Inglaterra. Algunas decenas de malhechores habían hallado la muerte, muchos de
estos “malhechores” no eran otra cosa que simples trabajadores agrícolas que se
habían manifestado contra la opresión de los latifundistas. Los periódicos
publicaban una lista de unos cincuenta nombres de otros tantos malhechores
pasados por las armas para ayudar al general a cobrar su parte. Estos nombres
parecían reales. El único inconveniente era que se habían sacado de sepulturas
antiguas o simplemente se habían inventado. En aquella época se desaparecía en
Méjico de manera más fácil que hoy en día: financieros, directivos o ingenieros
de grandes compañías norteamericanas eran secuestrados en las montañas bajo la
amenaza de ser cortados a trocitos si no se pagaba en un plazo de seis días el
dinero de su rescate. Porfirio Díaz pagaba siempre el rescate con la intención
de que la prensa norteamericana no se enterara y para evitar que los capitales
extranjeros se asustaran. Además se daba a la persona liberada una suma “arreglada”
por el mal rato pasado y para comprar su silencio. Pero Porfirio Díaz no sacaba
este dinero de su bolsillo ya que si hubiera actuado de esta manera no hubiera
sido digno de la reputación que tenía de administrar el tesoro del Estado con
un extraordinario sentido del ahorro. Para esto hacía pagar a las mismas
compañías norteamericanas el desembolso que había hecho en provecho de las
mismas -o mejor dicho, en beneficio de sus empleados liberados. Vendía a un
precio alto, a estas compañías, concesiones particulares o tierras comunitarias
que quitaba a los indios. De esta manera hacía dos nuevos amigos partidarios de
su dictadura. Uno era esta compañía americana favorecida, otro, el gran
terrateniente mejicano para el que la supresión de las tierras comunitarias se
traducía en un nuevo contingente de ilotes obligados a trabajar por tres
centavos “de sol a sol”.
Lo que no cuentan los periódicos,
no existe. Y más en el extranjero. Esta es la razón por la que un país puede
continuar gozando de buena reputación. Todos los dictadores utilizan la misma
receta. Hoy, como entonces, todos los periódicos de Méjico se hallan, sin
ninguna excepción, en manos de los conservadores, en manos de los que
pertenecen a esta clase que saluda la dictadura de Porfirio Díaz como “la edad
de oro de Méjico”. Como esta clase empieza ahora a tambalearse en Méjico a
causa de los golpes recibidos por parte del proletariado indio o semi-indio,
sus periódicos están llenos de historias de malhechores, de rebeldes y de
ataques a los trenes; aplaude cualquier despreciable asesino o infame general
con tal de que sea capaz de originar problemas al gobierno actual. En el Méjico
de hoy, si hacemos caso a estos periódicos, diariamente se halla en peligro la
gran libertad de prensa. Sin embargo, bajo la dictadura de Porfirio Díaz no se
hablaba nunca de esta amenaza, aunque existiera, para no hablar de los
malhechores. Ya que entonces existía la verdadera y justa libertad de prensa,
la única que vale la pena, la que está al servicio de la clase capitalista y
sólo se tolera si se halla a su servicio. Aunque Porfirio Díaz eliminó todos
los malhechores con este método sencillo y eficaz, sucedía que pasaban cosas
desagradables que amenazaban con derrumbar su impresionante edificio -este
edificio tan bonito y racional que ni un Potemkin hubiera sido capaz de
construir.
Se iba a firmar un nuevo tratado
comercial entre Méjico y los Estados Unidos -a no ser que fuera una ampliación
del anterior. Ante asuntos de tal envergadura, Porfirio Díaz se consideraba
invariablemente como un gran hombre de Estado, persuadido de ser en todo
momento el más astuto; pero al final, si se analizaba bien el tratado en
cuestión y sus consecuencias, siempre era Méjico el que salía perjudicado.
El gobierno de los Estados Unidos
envió a uno de sus mejores diplomáticos en materia de comercio; ya que Méjico
ha sido considerado por parte de los Americanos como uno de los países más
importantes en lo que respecta a las relaciones comerciales con los Estados
Unidos. Méjico será para la eternidad -incluso más en el futuro que en el
pasado- el país más importante para los Estados Unidos. Más importante que la
totalidad de Europa. Porfirio Díaz, con el propósito de dorarle la píldora que
le iba a hacer tragar al diplomático del gobierno norteamericano y también para
demostrarle el grado de opulencia de Méjico y de sus habitantes – de hecho la
clase superior representa sólo un cero cinco por ciento de la población –
ricos, cultivados y civilizados, organizó una recepción en honor de su
invitado.
Pocos hombres han sabido organizar
fiestas como Porfirio Díaz. La fiesta que organizó en 1910 para celebrar el
“Centenario” de la independencia mejicana se cuenta entre las fiestas públicas
más fastuosas que jamás se hayan organizado en el continente americano, o
incluso en el planeta. Todo brillaba con un oro destinado a deslumbrar a los
visitantes de los países extranjeros. Nunca se ha calculado cuántos millones de
dólares costó esta fiesta al pueblo mejicano. Los invitados no podían mirar
otra cosa que no fuera esta fachada cubierta de oro. Se habían tomado todas las
precauciones, con gran habilidad, para que ningún extranjero se diera cuenta de
lo que había escondido detrás: el noventa y cinco por ciento del pueblo
mejicano vestía harapos, el noventa y cinco por ciento de la población andaba
sin botas ni zapatos, el noventa y cinco por ciento del pueblo sobrevivía a
base de tortillas, frijoles, chile, pulca y té hecho con hojas de árboles, más
del noventa y cinco por ciento de la gente no sabía leer y aún menos escribir
su nombre. ¿En qué lugar semejante fiesta hubiera podido celebrarse en el
conjunto del mundo civilizado?
¿En qué quedaban los faustos de un
príncipe Potemkin comparados con los de Porfirio Díaz? Era como la música de un
pobre músico de pueblo comparada con los cobres ensordecedores de una orquesta.
Y el jefe de esta orquesta se hacía colgar de su pecho, para estas ocasiones,
tal cantidad de condecoraciones y medallas que sesenta vagones de mercancías no
hubieran sido suficientes para transportarlas. Esto sí que era una verdadera
edad de oro.
Hay que reconocer que Porfirio
Díaz era un experto en fiestas: Y la que dio en aquella ocasión en honor de
este diplomático norteamericano algunos años antes sólo fue como el aperitivo
de la actual explosión ostentatoria.
Se desarrolló en Méjico en el
castillo de Chapultepec. Este castillo fue prácticamente abandonado después de
la Revolución. Muy de vez en cuando se celebra alguna fiesta, ya que el pueblo
mejicano tiene otras prioridades que ocuparse de festejos. De hecho, el
castillo no es otra cosa que un museo para turistas extranjeros interesados en
ver la cama de la emperatriz Carlota y de comprobar si no era demasiado dura
para ella. Era también la residencia de verano del emperador de los Aztecas, de
quien todavía puede verse el baño, debidamente restaurado. Aunque el castillo
es la residencia oficial del presidente de la República mejicana, después de la
Revolución raramente pernoctan allí. El presidente Calles nunca lo ha
utilizado, vive en las proximidades en una casa modesta.
Pero durante la época de Porfirio
Díaz se llevaba un gran tren de vida y mucho jolgorio en el castillo de
Chapultepec. Quería mantener contenta a la aristocracia, poco numerosa pero
cómodamente instalada, y darle satisfacciones para mantenerse en el poder, de
la misma manera que otros dictadores se hacen apoyar por el Papa cuando los
capitalistas empiezan a darse cuenta de que sus negocios peligran y que una
dictadura tiene también ciertos inconvenientes. Sólo la crema de la alta
sociedad de Méjico fue invitada a la fiesta dada en honor de este diplomático
con el fin de reforzar la impresión de elegancia, de civilización, de cultura y
de opulencia de los mejicanos. Por doquier resplandecían los uniformes de los
generales. En el centro, Porfirio Díaz en persona, cubierto, recargado y lleno
de galones y condecoraciones de oro, parecía un mono sabio interpretando el
papel principal de una opereta burlesca en el fondo de cualquier fabuloso país
de los Balcanes. Las mujeres iban sobrecargadas de joyas, como los expositores
que hay en las vitrinas de los joyeros de una de las calles más elegantes de
París entre las dos y las seis de la tarde. En resumen, era la sociedad más
escogida de la que podía presumir Porfirio Díaz.
No era la primera vez que este
diplomático norteamericano debía negociar y ratificar un tratado comercial con
un país extranjero. Algún tiempo antes había concluido de manera satisfactoria
este mismo tipo de tratado entre Inglaterra y su país. Durante esta
negociación, sin que ni él ni el gobierno norteamericano se dieran cuenta,
Inglaterra se había llevado la mejor parte, como en todos estos negocios.
Deseoso de distinguir y honrar a este diplomático norteamericano por el buen
trabajo, deseoso de hipnotizarlo durante el tiempo de la firma del tratado y la
ratificación por los parlamentos de ambos países, el rey de Inglaterra le
recibió en audiencia privada; dado que no podía concederle ningún título
nobiliario -no era la manera de seducir a un buen republicano norteamericano-
le regaló un reloj de oro cubierto de diamantes, con una aduladora dedicatoria
a su gloria y adornado con el monograma de Eduardo VII rey de Inglaterra y
emperador de las Indias.
El diplomático estaba muy
orgulloso de este reloj, como cualquier norteamericano se sentiría orgulloso,
como buen republicano, de que un rey le coloque cualquier condecoración en el
ojal de su vestido, ya que esto se traduce en una gran noticia para todos los
periódicos americanos.
Durante la fiesta, el diplomático,
de manera absolutamente natural, hizo admirar su reloj a don Porfirio. Este se
sintió halagado por el hecho de que el gobierno americano enviara a Méjico un
diplomático de tan alto rango, distinguido de tal manera por el rey de
Inglaterra, para negociar un nuevo tratado comercial: era la demostración de
que se le tenía por alguien muy importante, digno de ser tratado en pie de
igualdad con un monarca. Era una manera de atraerse a Porfirio Díaz y hacerlo
acomodaticio en todo, rasgo bien conocido por todos los gobiernos extranjeros y
sus diplomáticos y del que se aprovechaban sin rubor, para desgracia del pueblo
mejicano. Porfirio Díaz no era otra cosa que un advenedizo, como la mayoría de
dictadores y un hombre a quien la aristocracia de su país no consideraba como
alguien suyo, ya fuera por su origen, su familia, su educación, su fortuna o
sus cualidades. La cualidad que tenía más desarrollada era la vanidad.
Observando el reloj, pensaba en la
manera cómo iba a superar el regalo del rey de Inglaterra, para que todo el mundo
oyera hablar de él y llegara dicha noticia a todos lados.
El reloj se convirtió,
evidentemente, en el punto de mira de todos los generales presentes y objeto de
unánime admiración.
Una vez finalizada la ceremonia de
los saludos y demás formalidades de presentación, se dirigieron hacia el gran
banquete en el que se pronunciaron cuidados discursos relativos a las
excelentes relaciones que Méjico mantenía con los Estados Unidos y con el resto
de países del mundo y durante los cuales los diplomáticos presentes asintieron
fervorosamente dado lo que valoraban esta Edad de Oro de Méjico, y aún más, a
aquel que era para ellos su único responsable, o sea don Porfirio.
Una vez finalizado el banquete, la
atención se dirigió hacia el baile de gala, organizado como se hacía en las
recepciones de los ministros plenipotenciarios en París. Don Porfirio
despreciaba todo lo mejicano o indio y admiraba todo lo que olía a perfume
francés o se parecía a la corte de Viena. Esta admiración, a veces daba como
resultado una completa inactividad, véase como ejemplo la ópera de Méjico.
Durante una pausa en el baile, el
diplomático americano se dio cuenta, de repente, que su precioso reloj no se
hallaba donde lo había dejado. Después de haber repasado cuidadosamente todos
los bolsillos de su traje, no lo encontró. Un examen más preciso le hizo
descubrir que habían cortado muy delicadamente la cadenita de oro a la que
estaba unido el reloj, y como descubrieron más tarde los detectives, con la
ayuda de unas tijeras de uñas.
El diplomático americano tenía
suficiente tacto como para saber que no se debe provocar ningún incidente por
la desaparición de un reloj de oro ordinario durante una fiesta diplomática
como aquella. Como mucho se avisa al maestro de ceremonias. Si se recupera el
reloj muy bien, y si no, se pasan los gastos al ministerio de Asuntos
Exteriores. Son cosas que suceden de manera más habitual de lo que puede
imaginar cualquiera que no haya sido invitado nunca a una recepción
diplomática; ya que los diplomáticos tienen también, más a menudo de lo que
pudiera imaginarse, problemas de dinero que se ven obligados a resolver con
métodos algo distintos a los que deberían regir en los bailes diplomáticos. Los
diplomáticos son humanos. Y cuando el trabajo consiste en enredar hábilmente al
prójimo -y a menudo a todo un pueblo- no es difícil para alguien que es
intrigante mirar para sí. Durante las recepciones diplomáticas se pierden
suficientes collares de perlas, brazaletes de diamantes y relojes de oro que
justifican suficientemente la existencia de “cajas negras” en el ministerio de
Asuntos Exteriores. Las mujeres de los diplomáticos no poseen todas el
suficiente tacto, ni dinero, ni recursos como para resignarse a la pérdida.
Poco les importa la carrera de su marido cuando el collar vale diez mil dólares
y amenazan con organizar un escándalo y avisar a la prensa.
¿Qué le queda hacer al Ministerio?
Restituirle el collar.
Pero el reloj del que hablamos no
podía sustituirse. Que un diplomático otorgue tan poca importancia a un regalo
ofrecido en propia mano por el rey de Inglaterra llegando a perderlo es casi un
crimen de lesa majestad, capaz de hundir su carrera y su honor.
No se le puede suponer a un
diplomático americano el mismo tacto que a un diplomático francés, inglés o
ruso. El francés vería en ello una ocasión para disertar sobre el arte y la
manera de perder uno su reloj y saldría del apuro mediante una respuesta
espiritual de una finura y elegancia tales que más bien le serviría en su
carrera que lo contrario. Pero nos hallamos en un medio de principiantes y
aprendices de donde proviene el alboroto que estamos narrando. Dicho de otra
manera, este diplomático pretendía imponerse en sus círculos gracias al reloj.
Sin el reloj no tenía nada que probara que había sido honrado con una audiencia
privada por el rey de Inglaterra. Nadie se toma la molestia de guardar todos
los periódicos con la finalidad de confirmar esta afirmación. En el club,
nadie. Por otro lado es fácil hacerse escribir un artículo laudatorio por un
aprendiz en un periódico por dos dólares.
El diplomático norteamericano se
dirigió directamente a don Porfirio con la arrogancia brutal que caracteriza a
su pueblo, y le solicitó una entrevista mediante su secretario que hablaba
español.
“Disculpe, don Porfirio, le dijo,
siento molestarle, pero acaban de robarme en este mismo lugar, en la sala de
baile, el reloj que me regaló el rey de Inglaterra.”
Don Porfirio ni tan siquiera
parpadeó, ni se puso a gritar: “¡Es imposible!” o “Usted debe estar
equivocado”, dado que conocía a sus parroquianos y sabía mejor que nadie que
los bandidos, eliminados en los periódicos, no lo habían sido en otras partes.
Si hubiera pretendido eliminarlos habría tenido que empezar fusilando a todos
sus generales, gobernadores, alcaldes, procuradores y secretarios de Estado. Y
si hubiera hecho fusilar a todos los malhechores que había en su reino, no
hubiera quedado ni un solo mejicano para gobernar, ya que la clase dominante se
veía empujada por su insaciable avaricia y la clase dominada por el hecho de su
terrible miseria.
Porfirio Díaz se apresuró a
contestar: “ No se preocupe, Excelencia, se trata evidentemente de sólo una
broma. Le doy mi palabra de honor que su reloj estará otra vez entre sus manos
en menos de cuarenta y ocho horas.”
Palabra de honor del presidente.
Porfirio Díaz podía, con total tranquilidad dar su palabra de honor ya que,
como maestro de todos los malhechores y espabilados, era mejor conocedor que
cualquiera de todos sus golpes y trampas. Porfirio Díaz, él mismo genial estafador
en todos los negocios que no fueran los del tirón, no tardaría mucho en
encontrar el reloj.
Acabó despidiéndose del
diplomático con todo tipo de palabras corteses, sin citar para nada el
incidente. Pero en cuanto no estuvo rodeado más que por sus familiares, don
Porfirio se dejó llevar por una cólera negra, una de estas cóleras de las que
sólo él era capaz, la cólera de un dictador cuya impostura está a punto de ser
descubierta.
“El viejo vuelve a tener su
crisis” murmuraban los sirvientes asustados, temblando al pensar en lo que les
esperaba en cuanto acabara el baile. Eran más temibles los excesos de cólera
del dictador que los terremotos. Era más brutal que un viejo gato salvaje
enfurecido.
De una cosa estaba completamente
convencido: de que el autor del robo era y no podía ser otra cosa que mejicano.
Y él sabía cómo había que tratar a los mejicanos “espabilados”.
Si el autor había sido alguien del
servicio, era ya demasiado tarde para pensar que la corte de detectives
presente en el salón fuera capaz de impedir que saliera del castillo. Si el
personal de servicio era el autor del robo, los detectives no servían para
nada: el reloj ya habría salido del castillo durante este tiempo. También había
podido ser un detective el autor del robo. No se podía estar seguro de que no
se apropiaran de algo que se encontraran. Porfirio Díaz había incorporado entre
los detectives un gran número de malhechores, autores de tirones, asaltantes de
caminos con el convencimiento de que los propios malhechores son mejores perseguidores
de ellos mismos que la gente honesta.
Era poco probable que se hubieran
arrancado los diamantes o que se hubiera sacado el marco para venderlo de
manera más fácil, ya que esto le hacía perder gran parte de su valor. Había que
prever que limarían la inscripción grabada antes de venderlo. Sin esta
inscripción era evidente que perdía todo valor para el diplomático. Don
Porfirio hubiera podido encontrar sin ninguna dificultad un reloj de oro con
diamantes incrustados si esto hubiera podido convencer al diplomático, pero tal
como estaban las cosas de lo que se trataba era de recuperar aquel reloj.
La furia que invadió a Don
Porfirio no tenía su origen en el temor a no poder solucionar este asunto.
Desde su perspectiva esta tarea le era perfectamente asumible. No, lo que le
sumergía en esta rabia era otra cosa.
Con el robo del reloj era como si
hubieran levantado el barniz de su resplandeciente fachada dejando a la vista
la miseria cubierta de yeso que constituía la verdad.
Por todo el mundo corría la voz de
que el gran hombre de Estado Porfirio Díaz había limpiado de manera total y
duradera el país de bandidos y malhechores y que, con mano firme, había hecho
una limpieza incomparable y nunca vista en ninguna otra parte. Si se hubiera
hecho caso a los reportajes de la época parecía como si se pudiera ir de un
lado a otro de Méjico con dos sacos llenos de escudos de oro atados a los lados
de la silla de montar y llegar al final del viaje con otro saco suplementario a
cada lado. Esto era cierto de alguna manera. Un capitalista americano que
entrara en Méjico por El Paso con cincuenta mil dólares en cheques podía salir
del país seis semanas más tarde llevándose cien mil dólares; el excedente
provendría del provecho conseguido durante este breve espacio de tiempo sobre
las espaldas del pueblo mejicano con la ayuda de Porfirio Díaz. Pero, hablando
claro, era mucho más peligroso viajar por el país en la época de Porfirio Díaz
llevando algo de valor o dinero sin protección militar que hoy en día. Y esta
misma protección militar se hacía la reflexión de que era más inteligente
ponerse bajo la protección del dinero que debía ella misma proteger. De esta
manera se enteraba uno rápidamente -cuando el asunto no podía solucionarlo el
gobierno a gusto de todos mediante una transacción privada- que el convoy había
desaparecido en un pantano o había sido víctima de un corrimiento de tierras.
Pero si era posible robar un reloj
de oro del bolsillo de un diplomático norteamericano tan importante durante el
transcurso de una fiesta dada en su honor en el interior de una sala del
castillo de Chapultepec, y si por consiguiente no se podía garantizar la
propiedad de un dignatario diplomático durante una fiesta celebrada en su honor
en Méjico, entonces se tambaleaba completamente todo el entramado de mentiras
en el que se sustentaba la dictadura. Si los malhechores ocupaban puestos tan
cercanos al trono del dictador, ¿qué debía ser el resto del país? Bastaba que
este suceso apareciera en todas las gacetas americanas para que todo el mundo
se diera cuenta de que la mano de acero del gran hombre de Estado llamado
Porfirio Díaz no era otra cosa que un decorado de cartón y que los grandes
capitalistas extranjeros harían bien en ser muy prudentes antes de invertir en
Méjico.
El diplomático tenía la palabra de
honor del dictador de que no se trataba de otra cosa que de una broma. Por esto
no soltó palabra del asunto ante los representantes de la prensa: sólo le
quedaba esperar -estaba obligado a ello- a ver de qué manera Porfirio Díaz
cumplía su palabra y cómo lo hacía. Este último estaba convencido de que, según
las costumbres diplomáticas, el americano no divulgaría nada a la prensa de su
país durante el tiempo en que el incidente estuviera bajo la palabra de honor
del dictador.
Aquella misma noche, Porfirio Díaz
convocó al jefe de la policía para planear la manera de recuperar el reloj sin
tener que recurrir a un anuncio en la prensa.
La manera de tratar el caso es
ilustrativo de la diferencia entre los hombres que gestionaban los asuntos bajo
la dictadura de Porfirio Díaz y los que estuvieron al timón del barco mejicano
después de la Revolución y la condujeron a trancas y barrancas contra viento y
marea.
El presidente Calles, que gobernó
después, hubiera dado un plazo de seis horas al jefe de la policía para
encontrar el reloj. O bien, algo completamente real pues lo utilizó con algunos
generales -hubiera reprendido al jefe de la policía como a un chiquillo e
incluso a lo mejor le hubiera propinado dos bofetadas antes de destituirlo de
su cargo y enviarlo como medida disciplinaria a cualquier lugar recóndito de la
República si servía todavía para ello; o, sino, le hubiera pagado un viaje de
descanso por Europa con la firme recomendación de no volver a poner los pies en
Méjico.
También Porfirio Díaz abroncaba
sin miramientos a generales y otros dignatarios, pero sólo corría este riesgo
cuando estaba seguro de que aquel a quien reprendía carecía de partidarios por
lo que nadie podía perjudicarle. Comparado con otros dictadores, Díaz era
cobarde. Prefería tirar de los cables a escondidas, gobernar a base de intrigas
y colocar en primera línea otros hombres en los que pudiera descansar.
A Calles no le hubiera preocupado
en absoluto ver que los periódicos del día siguiente contaban esta historia. Se
hubiera reído tanto como todo el pueblo mejicano o norteamericano. Hubiera
dicho con sus bruscos modales: “¿Por qué este burro se ha dejado robar el reloj
del bolsillo por un gringo?”. Que sepa que está en Méjico en donde en todas las
estaciones de tren hay, de manera muy visible, una pancarta que reza: “Cuidado
con los carteristas”. Si este tonto no conoce lo suficiente este país, no tenía
que haber venido y debía haberse quedado en su casa. Yo no puedo firmar un
tratado con un inútil así” Y a los periodistas les hubiera dicho: “Os dais
cuenta de qué gentuza mantenemos en Méjico. Bien, pues, voy a agarrarlo fuerte
y le meteré un petardo en el trasero de mucho cuidado!” A continuación hubiera
destituido a todos los jefes de distrito de la policía, una docena de
procuradores y dos docenas de jueces y “¡Que esto explote!”.
Este método conocido como de
puñetazo a la americana, sin miramientos, sin vuelta atrás, ofensivo y
salpicado de un espíritu agresivo era tan extraño a un carácter débil como el
de Porfirio Díaz como las diferentes marcas de whisky escocés son familiares a
un cura presbiteriano que las conoce tan bien como los cuatro Evangelios.
Al día siguiente se empezó a
rastrear todo el territorio mejicano en búsqueda del reloj robado.
El jefe de la policía se trasladó
a Belén, la gran cárcel de preventivos de Méjico. Es allí donde son conducidos
todos los malhechores de los dos sexos pendientes de juicio. El jefe de policía
reunió a todos los presos y les dijo: “Ayer por la tarde alguien robó un reloj,
está incrustado de diamantes. En el interior de la tapa hay gravada una
inscripción en inglés. Esta dedicatoria lleva el monograma de Eduardo VII.
Ahora son las siete de la mañana. Si este reloj está encima del despacho del
director de la cárcel antes de las siete de la tarde seréis todos puestos en
libertad y a ninguno de vosotros se le perseguirá por las causas por las que se
os ha ingresado en Belén. El que devuelva el reloj no deberá decir su nombre,
podrá irse como llegó; nadie le pedirá cuentas de cómo el reloj llegó a sus
manos; y no se le detendrá ni por el reloj ni por cualquier otro delito
cometido antes de las siete de esta mañana. Al contrario, recibirá de manos del
director una recompensa de doscientos pesos de oro. Os vamos a dar a cada uno
un papel, un sobre y lápices. En estas cartas podéis escribir lo que queráis,
no serán censuradas. Y nadie de la dirección se quedará con las señas. Dentro
de una hora vendrán unos carteros a quienes daréis las cartas en persona. Estos
carteros llevaran las cartas a su dirección bajo el sello del secreto
profesional. Aquí tengo la orden certificada, firmada por Don Porfirio, yo
mismo y por el director de la cárcel. Este certificado tiene fuerza de ley
hasta las siete y media de esta tarde.
El discurso del jefe de la policía
y el certificado que transcribía palabra por palabra su elocución probaban
hasta qué punto Don Porfirio conocía bien a sus malhechores y bandidos. Si el
reloj estaba en manos de cualquier carterista o ratero habitual, no había
ninguna duda que el reloj sería devuelto a las siete o antes.
En Méjico, como en todas partes,
los chorizos y encubridores se conocen bien entre ellos. De manera individual
no quiere decir que cada uno los conozca a todos, pero conoce bien a una
veintena, está al corriente de las guaridas, de las cantinas, peluquerías o
refugios que frecuenta esta veintena, conoce a sus amiguitas y todo lo que
lleva en su conciencia. Cada uno de esta veintena conoce otros tantos
desconocidos por el primero. Tenían la certidumbre -y en esto ni don Porfirio
ni el jefe de la policía habían errado en sus cálculos- que este discurso
llegaría a conocimiento de todos los delincuentes y encubridores de Méjico en
pocas horas. Las cartas que los prisioneros habían dirigido fuera de control a
sus acólitos en libertad contenían todo aquello que un prisionero lleva en el
corazón desde tiempo atrás. Podían leerse pasajes como los siguientes:
“Escucha, querido Pedro, o tú vas a casa de esta especie de crápula de chorizo
de Gómez y preguntas con amenaza dónde está el reloj y que debe traerlo, o yo
le explico al procurador que tú estabas metido en el golpe de casa del señor
Balsa y que fuiste tú quien te llevaste la mejor parte. No veo porque me tengo
que comer yo todo el marrón por el simple hecho de haber sido pillado en el
“volador” -mercado de los ladrones- con el traje piojoso que conseguí”. En otra
carta: “Mi querida, mi muy querida Josefina. Sabes perfectamente como
languidezco por ti. Si le rompí la cabeza a aquel tipo en la calle Bucareli
aquella noche, fue porque quería su dinero, lo necesitaba, aquel dinero fue
para comprarte el vestido de seda verde y los bonitos zapatos acharolados para
que fueras la más bonita cuando vamos a bailar al baile Méjico en casa de María
Redonda. Te quiero tanto, mi querida Josefina, que no te lo puedes imaginar, y
si se encuentra el reloj, esta tarde estaré fuera de la cárcel. Ve enseguida a
casa de Jerónima, es una puta gorda que trabaja en la calle Perú, pero déjalo
por esta vez. Vive con esta patrote, Emilio, que debe saber donde está el
reloj, y sólo debes decirle a Emilio que si no trae el reloj en el plazo de
cuatro horas yo voy a hablar y voy a decir que le vi darle dos golpes al
“tecolote”, al policía, en la Moneda, que el “tecolote” está todavía en el
hospital y todavía nadie sabe quien lo ha quemado, pero yo lo diré si no
devuelve el reloj antes de cuatro horas y si lo dice tendrá doscientos pesos
del director por decirlo. Y si Emilio no sabe nada del reloj, ve enseguida a
casa de Angélica que es una puta reconsagrada y ella sabrá decirte quien tiene
el reloj”.
Otra carta aún: “Querido Lorenzo,
tú sabes muy bien quién tiene el reloj que robaron al bastardo este mal criado
ya que tu eres quien coloca bien los bolos en su sitio en el juego de bolos del
castillo de Chapultepec, y que es tu primo Carlos, el que trabaja en la sala de
billar, quien lo ha hecho, y que si no me ayudas a salir de aquí no tendrás
nada que hacer con mi hermana Anita y haré que te coman los huesos hasta que te
quedes estirado, ya que sabes perfectamente donde está el reloj, ya que lo has
visto, y entonces diré a mi hermana Anita que eres un buen tipo y que no andas
detrás de las chicas, esto yo lo sé”.
Todos los prisioneros sin
excepción escribieron su carta y todas las cartas se dirigieron a la dirección
indicada en menos de una hora a través de los carteros sin pasar por
inspección, según se había prometido.
Para gran pesar de los prisioneros
y mucho más para Porfirio Díaz, el reloj no apareció a la hora fijada. El
método que Díaz había utilizado tan a menudo en casos aparentemente
desesperados con éxito, fracasó esta vez.
Más adelante se dijo en Méjico que
el reloj sí que apareció con este método, con la ayuda de los prisioneros, y
que se les puso a todos en libertad tal como se les había prometido. Pero esto
no es cierto. Este rumor sólo se puso en circulación para esconder la verdad.
Como el reloj no apareció a las siete de la tarde, Porfirio Díaz llegó al
convencimiento de que no había sido robado por los delincuentes ordinarios y
que no se hallaba en manos de los encubridores. Llegó a la conclusión, y con
razón, que el que tenía en su posesión el reloj, aunque tuviera necesidad de
dinero, no la tenía con tanta premura que se viera obligado a venderlo
enseguida. Era alguien capaz de darle su justo valor al reloj y que esperaba el
tiempo necesario para poderlo vender de la manera más ventajosa en el mercado
de antigüedades.
Una vez excluidos los malhechores
habituales, Porfirio Díaz se fijó en otro estrato de delincuentes. No los que
se hallaban en primera fila, sino más bien los que seguían a los delincuentes
ordinarios y asaltantes de los caminos importantes tanto en moralidad como en
sangre fría para actuar en la primera ocasión que se les presentara.
Don Porfirio convocó para última
hora de la tarde a todos los generales que habían asistido a la fiesta
diplomática para adornarla de uniformes lustrosos. Tenía la lista de estos
generales y de esta manera pudo constatar que se presentaron todos a la
audiencia.
Hubo, sin embargo, un general de
división que no fue, que excusó su presencia. Excusa que fue aceptada por don
Porfirio ya que se trataba de un servicio urgente que no podía posponerse.
Díaz lanzó a los generales
reunidos este discurso: “Caballeros, todos visteis ayer en el castillo el reloj
que me enseñó el diplomático americano. Este reloj desapareció en el castillo.
Creo que algún soldado de guardia o bien uno de los escoltas que os acompañaban
lo ha encontrado. Es preciso que este reloj esté en mis manos mañana por la
mañana a las diez. Si aparece a dicha hora, recibiréis cada uno de vosotros,
caballeros, una indemnización especial de mil dólares como recompensa por
vuestro esfuerzo. Además os beneficiaréis de mi gratitud. No hace falta decir
que en este caso debéis demostrar la mayor discreción de que seáis capaces, ya
que se trata de evitar que ni la más mínima mancha salpique a nuestro glorioso
ejército. Os dejo toda la autonomía para decidir por vosotros mismos la suerte
reservada al malhechor. ¡Gracias, caballeros!”.
Cualquiera que conozca Méjico,
sabe que un soldado mejicano de grado inferior puede tener todos los defectos y
vicios, hasta el punto de matar a su rival sin vacilar -sobretodo si se trata
de asuntos del corazón. El soldado mejicano roba. Es verdad. Pero sólo se lleva
lo que sus generales y sus numerosos superiores jerárquicos le dejan, nada más.
En cuestión de moralidad, valor, honor, amor a su país, lealtad, está muy por
encima de sus generales. Es utilizado por los generales infames y traidores
para combatir y asesinar a sus hermanos, sus padres, sus hijos y sus compañeros
alistados en otros regimientos. En realidad, nunca sabe si sirve a generales
rebeldes o a tropas que se mantienen fieles al régimen. Pelea porque juró
fidelidad a su general, por que posee una fidelidad desconocida incluso por su
general. Si sus generales provocan una revuelta militar con el pretexto de
liberar al país presa de los tiranos y los bolcheviques, es sólo la excusa que
les sirve para pillar los bancos y comercios y, posteriormente, colocar el
producto de sus rapiñas en un lugar seguro de los Estados Unidos, antes que las
tropas que permanecieron fieles les cacen y no les dejen llegar a los confines
de tan basto territorio. Con generales de esta calaña, se debe considerar que
el hombre se ve obligado a servirlos y obedecerles como si fuera el soldado más
valeroso, el más fiel y el más desinteresado de todos los ejércitos del mundo.
Porfirio Díaz sabía muy bien, al
igual que los generales reunidos, que los simples soldados acusados podían
tener todos los defectos y todos los vicios, pero que había una cosa que no
eran: carteristas.
Es por esta razón que Díaz era
consciente de que estaba anunciando algo falso para averiguar la verdad. De
hecho, cuando se pierde la guerra es culpa de los simples soldados; siempre son
los simples soldados, los proletarios, los que se han equivocado, que han
perdido la moral, que han prestado un oído complaciente a los demagogos y a los
apóstoles de la paz y que no tienen amor a la patria. Nunca es culpa de los
generales incompetentes, de los políticos esclerosados, de diplomáticos
cansados y descerebrados, de aprovechados insaciables. El culpable siempre es
el soldado, el proletario. Pero cuando se gana la guerra, entonces se debe
únicamente a los generales competentes, a los prudentes hombres de estado, a
los diplomáticos perspicaces. Es a los generales, diplomáticos y hombres de
estado a quienes se atribuyen todos los honores que llenan todas las historias
universales y los libros escolares. La recompensa, para el soldado de a pie se
traduce en un desfile que el trabajador de los arsenales, como oveja resignada,
hambriento, piojoso, lisiado, puede ver pasar detrás de una barrera de policías
blandiendo sus porras para que los generales tengan su porción de “Vivas” y de insignias
estrelladas locamente agitadas.
Los generales sabían bien que
Porfirio Díaz no tomaba en serio la idea de que uno de los soldados de la
guardia o de los escoltas que les acompañaban estuviera en posesión del reloj.
En realidad todos lo generales sabían lo que Porfirio Díaz pensaba de ellos, de
la misma manera que él sabía lo que pensaban de él: maestro y discípulos
agarrados de pies, puños y uñas sobre el pobre país rico.
Al día siguiente, a las diez,
todavía no había aparecido el reloj. Por un instante, sólo por un instante Díaz
se inquietó: ¿Acaso se había equivocado en sus cálculos? Enseguida pensó en el
general de división que excusó su presencia alegando que tenía un asunto
importante fuera de la capital, en Tlalpan.
Díaz mandó llamar con urgencia a
este general de división. Una vez estuvo ante él, lo observó un momento y le
espetó de manera seca: “Divisionario, dame el reloj del diplomático americano”.
Sin pestañear ni mostrar la más
mínima contrariedad, el general pasó su mano bajo la túnica, buscó un poco en
los bolsillos interiores y sacó el reloj. Se adelantó como dos pasos hacia el
dictador y se lo dio, diciéndole: “A sus apreciables órdenes, don Porfirio, a
sus órdenes muy queridas.”
Porfirio Díaz cogió el reloj y lo
colocó ante sí encima del despacho. Sintió que debía pronunciar algunas
palabra, así que dijo: “Divisionario, no lo entiendo... hum... ¿Por qué?"
A lo que el divisionario contestó
sin vacilar: “Porfirio, temía que lo cogieras, así que pensé que era mejor que
fuera yo, ya que tú puedes comprarte uno más fácilmente que yo”.
La prueba de que Porfirio Díaz era
más listo que muchos de los que querían arruinarlo quieren admitir, es que
administró el asunto no añadiendo nada a la respuesta del divisionario.
Ya sé que es difícil admitir que
Díaz hubiera podido dedicarse al vulgar robo del tirón. En cualquier caso no
durante los últimos cinco años de su reinado, en los que su poder empezó a
tambalear.
Sin embargo hay que decir una
cosa.
Porfirio Díaz tuvo que contentar
al diplomático, tratarle amicalmente y devolverle su buen humor para que este
episodio permaneciera oculto. Pues Porfirio Díaz estaba más preocupado por el
buen nombre de su corte que muchos potentados de Europa. Y para calmar y
complacer al diplomático se vio obligado durante la negociación del tratado
comercial a hacer concesiones que, evidentemente, tuvo que pagar el pueblo
mejicano, pero que supusieron para el diplomático el honor de ser tratado como
uno de los más hábiles en la historia de los Estados Unidos.
Etiquetas: B. Traven, poesía, tratar al enemigo como enemigo
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