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martes, septiembre 29, 2015

Quien vigila a los vigilantes, x P. Dorado (1899). 

Y hablando de vigilantes, el otro día revisaba los entretenidos cuadernillos de Etcétera, y entre ellos me topé con un homenaje y selección de textos de Pedro Dorado Montero, ilustre jurista español de fines del siglo XIX y principios del XX, del cual no tenía ni la más remota idea de sus simpatías libertarias. Simpatías que le valieron algunos procesos judiciales, tal como a otro intelectual anarquizante como era en ese entonces Unamuno.

De entre los textos seleccionados, dejo acá uno publicado en su momento en la ácrata Revista Blanca (entiendo que dirigida por el señor Montseny, papá de Federica, luego anarquista de Estado durante a colaboración cenetista con la República democrática burguesa).



¿Quién vigila a los vigilantes?

La Revista Blanca (Madrid), II, 30 (15 septiembre 1899), 141-144

El gran argumento, el formidable, con que suele defenderse la organización social autoritaria es el siguiente, vulgarísimo, al alcance de cualquiera, el mismo, después de todo, que llevó a los partidarios del pacto social (que a fines del siglo anterior y comienzos del presente lo eran casi todos los escritores de lo que hoy llamamos materias sociales y políticas, como también lo habían sido, en el fondo, muchos de los siglos XVI y XVII) a formular su teoría: «Sin la autoridad se haría enteramente imposible la vida social; los hombres, lejos de respetarse y auxiliarse mutuamente, se destrozarían los unos a los otros como lobos, según ya, dijo Hobbes (1); no habría ningún bien seguro, ni la vida, ni la libertad, ni la propiedad, ni el honor. La agrupación de los hombres no sería sociedad, sería un caos.»

Claro que semejante razonamiento no es muy aceptable, y no lo es ni siquiera por parte de aquellos mismos que de él se sirven, los cuales lo emplean ad extra, podríamos decir, o lo que es igual, con respecto a otros, mas no con respecto a ellos. ¿No les vemos brincar de cólera y protestar contra las «abusivas injerencias del poder público» cuando éste, en uso del derecho que ellos mismos, sus defensores, le han concedido y reconocido previamente, legisla sobre alguna materia en sentido que a ellos no les peta, verbi gracia, lesionando sus «legítimos» intereses? ¿No dicen entonces que el gobierno de los asuntos concernientes a aquel orden no le corresponde a nadie más que a ellos, que pueden hacer Io que bien les venga, sin temor de que hayan de usar de un modo inconveniente o ilícito de sus facultades discrecionales? ¿Y no se ponen furiosos si alguien les dice que el Código penal y las demás leyes represivas han sido publicadas para ellos igual que para todos, porque a falta de tales leyes, ellos y todo el mundo harían buena la sentencia de Hobbes: «el hombre no es más que un lobo para el hombre», y se convertirían en asesinos, ladrones, estupradores, falsarios, etc.? ¿No dicen en tal caso lo que no está en su pensamiento cuando hablan de la necesidad en general de las leyes y de las autoridades, esto es, que las mismas «no han sido puestas para el justo, sino para los injustos y para los desobedientes, para los impíos y pecadores, para los malos y profanos, para los parricidas y matricidas, para los fornicadores, para los sodomitas, para los ladrones de hombres, para los mentirosos y perjuros», según los dice el mismo San Pablo (Epístola a Timoteo, I, 9 y 10), y con él muchos otros escritores, españoles entre ellos (como Cerdán de Tallada, por ejemplo, siglo XVI); y que ellos no son ningunade estas cosas, sino que, antes bien, su espíritu pertenece al de aquellos escogidos que, como San Francisco Javier, no quieren a Dios únicamente porque éste les haya «prometido el cielo», ni dejan de ofenderlo por miedo al «infierno tan temido»? No es preciso decir que el número de estos protestantes, de estos que a sí mismos se tiene por «espíritus selectos», es grandísimo, mientras es insignificante comparativamente el de los injustos, pecadores, parricidas, etc., del apóstol; ni hay que añadir tampoco que aun estos injustos, aun los más malos de los hombres, practica la casi totalidad de sus actos (paseos, compras, saludos, pagos, préstamos al vecino, viajes, etc., etc.) de su propia espontánea voluntad, sin que les fuerce nadie a realizarlos, sin que haya ley que se los imponga, como se abstienen voluntariamente también de ejecutar otros que resultarían nocivos para sus prójimos. ¡Infeliz del gobernante si su tarea fuese la de dirigir a seres inertes que, como las piedras, no se moviesen sino a fuerza y a empujones!

Pero prescindamos ahora de este género de observaciones y demos por supuestas la verdad y la exactitud del referido razonamiento. Los que de él se sirven para defender la necesidad de la autoridad y de la ley no podrán menos de hallarse con el siguiente tropiezo: Y a ellos ¿quién les vigila? Es decir, ¿quién empuja a la autoridad para que obre, y quién tiene levantado el látigo sobre ella para que no se desmande y se convierta en un lobo para sus semejantes? De no considerarla impecable (como tuvieron que hacerlo, agobiados por la pesadumbre del problema, Hobbes y Demaistre, por ejemplo), o estimar que sus órganos eran de naturaleza distinta que la de los hombres, superior a la de éstos (como sucedía cuando los reyes o caudillos eran considerados de estirpe divina o semidivina, semidioses o héroes), forzoso era buscar el modo de poner trabas y frenos a las autoridades y de pedirles responsabilidad, caso de que cometieran abusos.

La obra toda del constitucionalismo se ha encaminado a este fin. Todo el afán de los constitucionalistas ha consistido en crear un «Estado jurídico» (un Rechtsstaat, dicen los alemanes), que mejor sería llamar Estado legalizado (Gesetzstaat); es decir, un Estado en que no exista acto ninguno que no se halle previamente regulado por la ley, un Estado todos cuyos órganos tengan perfectamente trazada su esfera de acción por la Constitución y las leyes, de tal suerte, que ninguno de ellos, desde el más alto al más bajo, desde el rey al último funcionario, estén imposibilitados de hacer mal). En Inglaterra, el país clásico del sistema constitucional, el que han tomado y toman por modelo en este orden todos los otros que pretenden ser libres, se dice que el rey no puede hacer mal a nadie (the King can do no wrong), no porque sea impecable como decía Hobbes, sino porque la ley le tiene atados los brazos de tal manera, que le es imposible moverse, o moverse de otra manera que por máquina. «El rey reina y no gobierna», hemos dicho con B. Constant en el continente, traduciendo a otros términos el sentido de la frase inglesa. Y esta imposibilidad de dañar que se quiere acompañe al rey, se ha querido que acompañe igualmente a todos los funcionarios del Estado, a los que se ha pretendido por eso convertir en autómatas que puedan moverse para el bien, no para el mal. De aquí todo el conjunto de garantías legales, de equilibrios y contrapesos que forman el tinglado constitucional en los «países libres». Tinglado con el que continúan, a veces bajo la misma forma, a veces con otra algo distinta, los mismos males y las mismas arbitrariedades y opresiones que antes de que hubiera constitucionalismo, con la diferencia de que entonces no pasaba lo que
ahora, pues entonces esa opresión y esa arbitrariedad no se realizaban, como al presente sucede, «al amparo de la Constitución y de las leyes», o lo que es igual, a mansalva y sobre seguro, pues ya se sabe que «el que hizo la ley hizo la trampa», y que la ley no es más que un instrumento del que los que lo manejan hacen lo que quieren sin responsabilidad.

Precisamente por esto ha sido criticado y combatido el constitucionalismo, con no poca fortuna, por sus adversarios, principalmente por los que, desengañados de él, preconizan la vuelta al antiguo régimen. Los cuales aseguran, no sin razón, que con tanta Constitución y tanto legislar, nada de lo que esperábamos hemos conseguido, porque no hemos aumentado nuestras libertades ni nuestros derechos, o los hemos aumentado sólo aparentemente y en perjuicio. Pero estos tales no proponen como remedio la supresión de las leyes, de los mandatos y de la obligación coactiva para todos, sino sólo para los de arriba, para los que mandan y gobiernan. A su juicio, el régimen autoritario es imprescindible para la generalidad de los ciudadanos, los cuales no son capaces de cumplir sus obligaciones sino a la fuerza, y gracias al acicate del miedo; es más: los defensores de este punto de vista suelen ser los más ferozmente autoritarios; en cambio, con respecto a los vigilantes, a los gobernantes, a los que mandan, creen que no ha de exigírseles sino garantías morales, debiendo tener los sometidos a ellos confianza en su rectitud interna, en su buena voluntad y propensión al bien, en su amor a sus súbditos, aun cuando se trate de individuos depravados, de soberbia insoportable (a que tan dados son los que por azar se encuentran en las alturas, o aquellos a quien la suerte les ha favorecido para escalarlas), ineducados en el sufrimiento y la contrariedad, dados a exigir obediencia ciega, y desconocedores de lo que es la vida de los de abajo, de los humildes.

Ahora bien; yo no voy a discutir este punto de vista; me voy a contentar con hacer la siguiente pregunta: esa confianza que se tiene y se debe tener en que los de arriba no han de hacer mal uso de las facultades discrecionales que les corresponden, y que es la garantía única de su obrar, ¿no cabe tenerla con respecto a todo el mundo? ¿Por qué no, en caso de que la pregunta anterior se resuelva negativamente? ¿No somos todos hijos del mismo padre Adán, hermanos en él y en Jesucristo, dotados de la misma naturaleza? ¿O es que todo esto no son más que palabras, y nos siguen dominando las concepciones antiguas, anticristianas, que dividían a los hombres por naturaleza en castas, o que veían una dualidad irreductible, con Aristóteles, entre señores y esclavos, autoritarios y súbditos, hechos unos para mandar y para mandar nada más y siempre, y otros para obedecer nada más y siempre? Y de no ser esto así, pregunto de nuevo: ¿cómo nos las arreglaremos para vigilar a los vigilantes y encauzar forzosamente su actividad por el buen camino cuando ellos no la dirijan por él de su bueno a bueno?

(1).- El cual, supongo yo, que lo que quiso decir, aunque no lo dijo, o lo que debió decir, es que en el estado presocial los hombres se comportaban entre sí, no como lobos, sino como éstos se comportarían con los corderos en caso de que todos ellos vivieran juntos; pues todo el mundo sabe que «los lobos no se muerden unos a otros», como en general no se hacen daño ni se acometen recíprocamente los individuos de una misma especie (salvo el hombre, el «rey de la creación», hecho «a imagen y semejanza de Dios»; el hombre, que, por esto y por otras cosas, resulta el más cruel de todos los seres; ninguno de éstos hace uso, en efecto, de los martirios y de los refinamientos de tortura que con sus semejantes se ha complacido y sigue complaciéndose en emplear el hombre, hasta añadiendo, para mayor escarnio, que lo hace en nombre de la justicia y para dar a ésta satisfacción). Cabalmente por eso es por lo que las gentes, empleando un símil muy gráfico, para expresar las confabulaciones y sindicatos de los fuertes y poderosos contra los débiles, contra los corderos, sobre quienes ejercen sus opresiones y entuertos de toda clase, suelen decir de ellos que «son lobos de la misma camada».

P. Dorado 

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