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miércoles, marzo 02, 2016

'Que no hay "guerras locales", sino una guerra de los mundos' (Parte 3 del capítulo "Nuestra única patria: la infancia" del libro "A nuestros amigos",Comité Invisible, 2014) 



Un geopolítico cualquiera del acondicionamiento
del territorio es capaz de escribir que “la potencia
creciente de los conflictos en torno a proyectos de
ordenación y acondicionamiento es tal, desde hace
una veintena de años, que podemos preguntarnos si
no asistimos en realidad a un deslizamiento
progresivo de la conflictualidad en nuestra sociedad
del campo de lo social al campo de lo territorial.
Cuanto más retroceden las luchas sociales, más
potencia ganan las luchas donde lo que está en juego
es el territorio”. Casi estaríamos tentados a darle la
razón viendo el modo en que la lucha en el Valle de
Susa fija, desde sus recónditas montañas, el tempo
de la contestación política en Italia estos últimos
años; viendo la potencia de agregación de la lucha
contra los transportes de residuos nucleares
CASTOR en la Wendland de Alemania;
constatando la determinación tanto de los que
combaten la mina de Hellas Gold en Ierissos en
Calcídica, como de quienes han repelido la
construcción de un incinerador de basura en
Keratea en el Peloponeso. Tanto así que cada vez
más revolucionarios se lanzan tan ávidamente sobre
aquello que denominan las “luchas locales” como se
lanzaron ayer sobre las “luchas sociales”. Los
marxistas tampoco faltan para preguntarse, con un
pequeño siglo de retraso, si no convendría volver a
evaluar el carácter territorial de tantas huelgas, de
tantos combates de fábrica que implican después de
todo a regiones enteras y no sólo a los obreros, y en
las que el terreno probablemente es más la vida que
la simple relación salarial. El error de estos
revolucionarios es el de considerar lo local de la
misma forma en que lo hacían con la clase obrera:
como una realidad preexistente a la lucha. Con ello
acaban lógicamente imaginándose que habría
llegado el momento de construir una nueva
internacional de resistencias a los “grandes
proyectos inútiles e impuestos”, la cual los volvería
más fuertes y contagiosos. Esto es pasar por alto el
hecho de que es el combate mismo el que,
reconfigurando la cotidianidad de los territorios en
lucha, crea la consistencia de lo local, que antes de
esto era completamente evanescente. “El
movimiento no se ha contentado con defender un
‘territorio’ en el estado en el que se encontraba, sino
que lo ha habitado desde la óptica de aquello en lo
que podía convertirse… Lo ha hecho existir, lo ha
construido, le ha dado una consistencia”, señalan los
opositores al TAV. Furio Jesi observaba que “uno se
apropia bastante mejor una ciudad a la hora de la
revuelta abierta, en la alternancia de las cargas y las
contracargas, que jugando en ella como un niño por
las calles o paseándose más tarde del brazo de una
chica”. Lo mismo vale para los habitantes del Valle
de Susa: jamás tendrían un conocimiento tan
minucioso de su valle ni un lazo semejante, si no
estuvieran luchando desde hace treinta años contra
el sucio proyecto de la Unión Europea.

Lo que es capaz de vincular diferentes luchas
donde lo que está en juego no es “el territorio”, no
es el estar confrontadas a la misma reestructuración
capitalista, sino los modos de vivir que se inventan o
se redescubren en el transcurso mismo del conflicto.
Lo que las vincula son los gestos de resistencia que
se derivan de ellas — el bloqueo, la ocupación, el
motín, el sabotaje como ataques directos contra la
producción de valor a través de la circulación de
información y de mercancías, a través de la conexión
de “territorios innovadores”. La potencia que se
desprende de ellos no es aquello que se trata de
movilizar con vistas a la victoria, sino la victoria
misma, en la medida en que, paso a paso, la potencia
crece. En este sentido, el movimiento “Siembra tu
ZAD” lleva bien su nombre. Se trata de
reemprender actividades agrícolas sobre los terrenos
expropiados por la constructora del aeropuerto de
Notre-Dame-des-Landes, ocupados hoy por los
habitantes. Un gesto así sitúa inmediatamente a
aquellos que lo reflexionan sobre un tiempo
prolongado, en todo caso más amplio que el de los
movimientos sociales tradicionales, e induce a una
reflexión más general acerca de la vida en la ZAD y
su devenir. Una proyección que sólo puede incluir la
diseminación más allá de Notre-Dame-des-Landes.
En el Tarn, ya desde ahora.

Se llevan todas las de perder en la reivindicación
de lo local contra lo global. Lo local no es la
reconfortante alternativa a la globalización, sino su
producto universal: antes de que el mundo fuera
globalizado, el lugar en donde habito era solamente
mi territorio familiar, yo no lo conocía como
“local”. Lo local no es más que el reverso de lo
global, su residuo, su secreción, y no lo que puede
hacerlo estallar. Nada era local antes de que
pudiéramos ser arrancados de ahí en cualquier
momento, por razones profesionales, médicas o por
vacaciones. Lo local es el nombre de la posibilidad
de una repartición, unida a la compartición de una
desposesión. Se trata de una contradicción de lo
global, que se hace consistir o no. Cada mundo
singular aparece ahora como lo que es: un pliegue
en el mundo, y no su afuera sustancial. Reducir al
rango finalmente despreciable de “luchas locales” —
tal como existe un “color local”, simpáticamente
folclórico— luchas como las del Valle de Susa, de la
Calcídica o de los mapuches, que han recreado un
territorio y un pueblo con aura planetaria, es una
clásica operación de neutralización. Para el Estado
se trata, con el pretexto de que esos territorios están
situados en sus márgenes, de marginarlos
políticamente. ¿Quién, además del Estado
mexicano, fantasearía con calificar la insurrección
zapatista y la aventura que le siguió como una
“lucha local”? Y sin embargo, ¿qué más localizado
que esta insurrección armada contra los avances del
neoliberalismo, que llegó a inspirar a un
movimiento de revuelta planetaria contra la
“globalización”? La contraoperación que justamente
han conseguido los zapatistas consiste en que,
sustrayéndose desde el principio fuera del marco
nacional, y por lo tanto del estatuto menor de
“lucha local”, llegaron a vincularse con toda suerte
de fuerzas de todo el mundo; así han logrado
atormentar a un Estado mexicano doblemente
impotente, sobre su propio territorio y más allá de
sus fronteras. La maniobra es imparable, y
reproducible.



Todo es local, incluyendo lo global; nos sigue
haciendo falta localizarlo. La hegemonía neoliberal
proviene precisamente de que se mantiene flotando
en el aire, se propaga por innumerables canales
muchas veces inaparentes y parece invencible
porque no es situable. En lugar de ver Wall Street
como un ave de rapiña dominando el mundo como
ayer hacía Dios, tendríamos todas las de ganar
localizando sus redes tanto materiales como
relacionales, siguiendo las conexiones desde una sala
de operaciones financieras hasta la última de sus
fibras. Nos daríamos cuenta de que los traders son
simplemente unos idiotas, que no merecen ni
siquiera su reputación diabólica, si bien la idiotez es
una potencia en este mundo. Nos preguntaríamos
acerca de la existencia de esos agujeros negros que
son las cámaras de compensación como Euronext o
Clearstream. Igualmente para el Estado, que quizá
no sea en el fondo, como lo adelantó un
antropólogo, otra cosa que un sistema de fidelidades
personales. El Estado es la mafia que venció a todas
las demás, ganando a cambio el derecho de tratarlas
como criminales. Identificar este sistema, trazarle
sus contornos, descubrirle sus vectores, es traerlo de
vuelta a su naturaleza terrenal, es reducirlo a su
rango real. Aquí también hay un trabajo de
investigación que por sí solo puede arrancar su aura
a aquello que se pretende hegemónico.

Otro peligro acecha detrás de aquello que se
señala oportunamente como “luchas locales”. Los
que descubren a partir de su organización cotidiana
el carácter superfluo del gobierno pueden llegar a la
conclusión de que existe una sociedad subyacente,
pre-política, donde la cooperación ocurre
naturalmente. Acaban lógicamente por alzarse
contra el gobierno en nombre de la “sociedad civil”.
Nada de esto sucede jamás sin postular una
humanidad estable, pacífica, homogénea en sus
aspiraciones positivas, animada por una disposición
fundamentalmente cristiana a la ayuda mutua, la
bondad y la compasión. “En el instante mismo de su
triunfo —escribe un periodista estadounidense
acerca de la insurrección argentina de 2001— la
revolución parece haber cumplido ya,
instantáneamente, su promesa: todos los hombres
son hermanos, cualquiera puede expresarse, los
corazones están plenos, la solidaridad es fuerte. La
formación de un nuevo gobierno, históricamente,
transfiere mucha de esta potencia al Estado antes
que a la sociedad civil: […] El período de transición
entre dos regímenes parece ser lo que más se acerca
al ideal anarquista de una sociedad sin Estado, un
momento en el que todo el mundo puede actuar y
en el que nadie detenta la autoridad última, cuando
la sociedad se inventa a sí misma en el mismo
instante.” Un día nuevo se alzaría sobre una
humanidad repleta de buen sentido, responsable y
capaz de manejarse por sí misma en un diálogo
respetuoso e inteligente. Esto es creer que la lucha
se contenta con dejar emerger una naturaleza
humana finalmente buena, cuando son precisamente
las condiciones de la lucha las que producen esa
humanidad. La apología de la sociedad civil no hace
más que reproducir a escala global el ideal del paso a
la edad adulta en la que al fin podríamos prescindir
de nuestro tutor —el Estado—, ya que finalmente
habríamos comprendido; finalmente seríamos
dignos de gobernarnos a nosotros mismos. Esta
letanía retoma por su cuenta todo lo que se atribuye
tan tristemente al devenir-adulto: un cierto tedio
responsable, una benevolencia sobreactuada, la
represión de los afectos vitales que habitan la
infancia, a saber, una cierta disposición al juego y al
conflicto. El error de fondo es sin duda el siguiente:
los defensores de la sociedad civil, al menos desde
Locke, siempre han identificado “la política” con las
tribulaciones inducidas por la corrupción y la
incuria del gobierno — mientras que el zócalo social
es algo natural y sin historia. La historia,
precisamente, no sería otra cosa que la sucesión de
los errores y las aproximaciones que retrasan el
advenimiento a sí misma de una sociedad satisfecha.
“El gran final que los hombres persiguen cuando
entran en sociedad es el de gozar de su propiedad
apaciblemente y sin peligro.” De ahí que los que
luchan contra el gobierno en nombre de la
“sociedad”, sin importar cuáles sean sus
pretensiones radicales, sólo pueden desear, en el
fondo, acabar con la historia y la política, es decir,
con la posibilidad de conflicto, es decir, con la vida,
la vida viviente.

Nosotros partimos de un presupuesto
completamente distinto: del mismo modo en que no
hay “naturaleza”, no hay “sociedad”. Arrancar a los
humanos de todo lo no-humano que teje, para cada
uno de entre ellos, su mundo familiar, y reunir a las
criaturas así amputadas bajo el nombre de
“sociedad”, es una monstruosidad que ya ha durado
bastante. Por todas partes en Europa hay
“comunistas” o socialistas que proponen una salida
nacional a la crisis: salir del euro y reconstituir una
bella totalidad limitada, homogénea y ordenada, tal
sería la solución. Estos amputados no pueden dejar
de alucinar con su miembro fantasma. Y después, en
materia de bella totalidad ordenada, los fascistas
serán siempre los primeros.



No sociedad, por tanto, sino mundos. Tampoco
guerra contra la sociedad: librar la guerra a una
ficción es darle carne. No hay tal cosa como un cielo
social por encima de nuestras cabezas, sólo hay
nosotros y el conjunto de vínculos, de amistades,
enemistades, proximidades y distancias efectivas de
los que hacemos su experiencia. Sólo hay nosotros,
potencias eminentemente situadas y su capacidad
para extender sus ramificaciones en el seno del
cadáver social que sin cesar se descompone y se
recompone. Un hormigueo de mundos, un mundo
hecho de todo un cúmulo de mundos, y atravesado,
por lo tanto, de conflictos entre ellos, de
atracciones, de repulsiones. Construir un mundo es
elaborar un orden, hacer un sitio o no, a cada cosa, a
cada ser, a cada inclinación, y pensar ese sitio,
cambiarlo si hace falta. En cada surgimiento de
nuestro partido, ya sea por la ocupación de una
plaza, una ola de motines o una frase conmovedora
grafiteada en un muro, se difunde el sentimiento de
que sin duda se trata de “nosotros”, en todos esos
lugares donde nosotros jamás hemos estado. Por
eso, el primer deber de los revolucionarios es el de
tomar cuidado de los mundos que constituyen.
Como han probado los zapatistas, que cada mundo
esté situado de ningún modo lo priva de un acceso a
la generalidad, sino que al contrario se lo procura.
Lo universal, dijo un poeta, es lo local menos los
muros. Hay más bien una facultad de
universalización que se debe a una profundización
en sí misma, a una intensificación de lo que se
experimenta en todos los puntos del mundo. Ya no
se trata de escoger entre el cuidado procurado a
aquello que construimos y nuestra fuerza política de
impacto. Nuestra fuerza de impacto está hecha de la
intensidad misma de cuanto vivimos, de la alegría
que emana de ello, de las formas de expresión que se
inventan en ella, de la capacidad colectiva de
soportar la prueba de la que es testimonio. En la
inconsistencia general de las relaciones sociales, los
revolucionarios tienen que singularizarse por medio
de la densidad de pensamiento, de afección, de
agudeza y de organización que son capaces de poner
a la obra, y no por medio de su disposición a la
escisión, a la intransigencia sin objeto o por medio
de la competencia desastrosa sobre el terreno de una
radicalidad fantasmática. Es por medio de la
atención a los fenómenos, por medio de sus
cualidades sensibles, como llegarán a devenir una
potencia real, y no por medio de coherencia
ideológica.



La incomprensión, la impaciencia y la
negligencia: he ahí el enemigo.

Lo real es lo que resiste.

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