viernes, noviembre 04, 2016
Teresa filósofa (anónimo del siglo XVIII). Fragmento.
Mi copia de “Teresa filósofa”, que me costó dos lucas en el Persa Bío-Bío, señala ser de un autor Anónimo
del siglo XVIII, aunque en la contratapa dicen que probablemente lo escribió
Diderot. En internet se dice que durante el siglo XX se comprobó que en
realidad lo había escrito un tal Marqués d’Argens.
Por cierto que la mezcla de descripción de aventuras eróticas
con reflexión sobre la moral y su transgresión a través de las mismas en cierta
forma anticipa al Marqués de Sade. De todas formas, lo propiamente “sexual” en
estos relatos está descrito de forma más sutil que la marranadas de Sade y/o
Apollinaire a que uno está acostumbrado, pero tal vez por lo mismo resultan más
novedosas, interesante, y excitantes.
Vamos con un ejemplo donde, para variar, el varón que
protagoniza las aventuras es un sacerdote libertino. La heroína, Teresa,
está espiando la escena:
-¡Haz de mí hoy lo que quieras,
abate mío! Decía madama, yendo a tenderse en el diván no bien entró-. La lectura
del endemoniado Portero de los Cartujos que me trajiste ayer, me ha sacado de
quicio. Las láminas son admirables, llenas de arte, de gracia y de lujuria, y
el texto tiene, en medio de las enormidades del relato, un prodigioso sello de
realidad; con un lenguaje menos desvergonzado, sería un libro perfecto entre
los de su género. ¡Anda; haz tu gusto; sí; penétrame; atraviésame; logra cuanto
me estás pidiendo siempre! Hoy ardo en ganas de hacerlo todo, de probarlo todo,
de correr todos los peligros por un instante de frenético placer.
-De ningún modo, cielo mío –le contestó
el abate-. Por dos razones: la primera es que te amo, y soy lo suficientemente
honrado para no comprometer tu reputación. La segunda es que el revoltoso y
arrogante enanillo de otras veces no se halla hoy, como ves, en el brillante
estado de empuje y de firmeza que requiere esa entrada triunfal. Con tus
caricias del jardín le has dejado mustio y rendido al pobrecillo. Mira, no soy
gascón y…
-Basta –dijo madama, haciendo un
resignado y gracioso mohín-. Con esa razón sobra. Es tan convincente, que te
podrías haber ahorrado la otra. Pues, ea –agregó, extendiéndose más
lascivamente aun en el diván-; ven, por lo menos, a mi lado y celebremos, como tú dices, la
misa rezada, ya que no puede haber misa mayor.
-¿Ah, eso con mil amores, reina
mía! –le respondió el buen eclesiástico, que, en pie junto a ella, desabrochaba
lentamente el corpiño de la dama. Luego le levantó la falda y la camisa hasta
el vientre blanquísimo, le separó los muslos, y le alzó por sus manos las rodillas
de forma que los pies se unían muy cerca de las nalgas.
En esta lúbrica actitud, que el
cuerpo del abate me iba ocultando parcialmente al palpar y al besar aquí y allí
todas las regiones de cuerpo de la hermosa, madama estaba inmóvil, abstraída,
como arrobada en la esperanza de los goces cuyas primicias empezaba a sentir.
Tenía los ojos entornados, la punta de la lengua le asomaba entre los rojos
labios, y todo su semblante denotaba la voluptuosa ansiedad.
-¡Basta, basta de besos! –suspiró-.
¿No ves que te estoy esperando? ¡No puedo más!
El hábil practicante no se hizo
repetir la orden. Deslizose a los pies del diván, entre éste y la pared; pasó
la mano izquierda bajo la nuca de la bella yaciente y, aproximando rostro a
rostro, la besaba y la mordía en la boca y le clavaba entre los labios el puñal
de su lengua con suave y diestra lentitud. La otra mano, entretanto, ejercía la
fundamental tarea, acariciando delicadamente, con a delectación y la finura de
quien moldea una frágil obra de arte, las partes distintivas del sexo femenino,
que madama de C…tenía abundantemente provistas de una rizada y negrísima
espesura. El dedo del abate desempeñaba en papel principal en la función.
Jamás cuadro ninguno fue colocado
a una luz más favorable, dada la posición en que yo me encontraba. Estaba
puesto el mueble de tal modo, que mi central punto de vista era el toisón de la
exaltada gozadora. Debajo de él se mostraban las nalgas agitadas por un ligero
movimiento convulsivo, denunciador de la fermentación anterior, y los muslos
bellísimos, los más redondos, los más blancos, los más firmes que quepa
concebir, hacían, de igual manera que las rodillas, oro rítmico y leve movimiento
de rotación, de derecha a izquierda, que, sin duda, ayudaba al goce de la parte
principal, señora de la fiesta, parte cuyos latidos medía y aceleraba con su
perversa pulsación el dedo del abate, perdido entre las sombras y los rizos del
negro matorral.
En vano intentaría, querido
conde, deciros lo que en mi escondite pensaba. De sentir demasiado, concluí por
no sentir. Maquinalmente me convertí en espejo del cuadro que veía, y mi
nerviosa mano desempeñaba en mi cuerpo el mismo oficio que la del abate en el
cuerpo de mi amiga, y entera yo imitaba, sin quererlo, los movimientos de la
feliz mujer.
-¡Ah, me muero! –exclamó de pronto
madama-. ¡Húndelo todo que entre todo, amor mío!...¡Sí!...¡Más adentro, por
Dios!...¡Aprieta! ¡Aprieta!...¡Oh, qué placer!...¡Ya!...¡Ya!
Copista concienzuda del cuadro
venturoso, y sin pensar en absoluto en la prohibición del confesor, me hundí a
mi vez l dedo; ni la punzada de dolor que sentí me pudo contener y llegué
pronto al colmo de la voluptuosidad.
(Teresa filósofa, Anónimo, Ediciones Coyoacán, Colección Reino
Imaginario, 1994, pág. 55-57).
Etiquetas: ¿quien educará a los educadores?, allá abajo, Alta filosofía, autoliberación integral, cualquier cosa, demasiado amor para demasiada gente, desnudez
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