viernes, septiembre 07, 2018
Servando Huanca y la rebelión (otro fragmento de "El Tungsteno" de César Vallejo)/Colectivo No, "Mar de Jeruzalem"
-Nuevo artefacto del Colectivo No. Creo recordar que esto se grabó para el lanzamiento de un libro del Moro Maxwell, durante un caluroso viernes del verano pasado. Abundaban las latas de cerveza. Y el ruido.
-Otro fragmento de El Tungsteno (C. Vallejo):
-Otro fragmento de El Tungsteno (C. Vallejo):
¿Quién era, pues, ese hombre?
Era Servando Huanca, el herrero.
Nacido en las montañas del Norte, a las orillas del Marañón, vivía en Colca
desde hacía unos dos años solamente. Una
singular existencia llevaba. Ni mujer ni parientes. Ni diversiones ni
muchos amigos. Solitario más bien, se encerraba todo el tiempo en torno a su
forja, cocinándose él mismo. Era un tipo de indio puro: salientes pómulos,
cobrizo, ojos pequeños, hundidos y brillantes, pelo lacio y negro, talla
mediana y una expresión recogida y casi taciturna. Tenía unos treinta años. Fue
uno de los primeros entre los curiosos que habían rodeado a los gendarmes y los
yanacones. Fue el primero asimismo que gritó a favor de estos últimos ante la Subprefectura.
Los demás habían tenido miedo de intervenir contra ese abuso. Servando Huanca
los alentó, haciéndose él guía y animador del movimiento.
Otras veces ya, cuando vivió en
el valle azucarero de Chicama, trabajando como mecánico, fue testigo y actor de
parecidas jornadas del pueblo contra los crímenes de los mandones. Estos
antecedentes y una dura experiencia que, como obrero, había recogido en los
diversos centros industriales por los que, para ganarse la vida, hubo pasado, encendieron
en él un dolor y una cólera crecientes contra la injusticia de los hombres.
Huanca sentía que en ese dolor y en esa cólera no entraban sus intereses
personales sino en poca medida.
Personalmente, él, Huanca, había
sufrido muy raras veces los abusos de los de arriba. En cambio, los que él vio
cometerse diariamente contra otros trabajadores y otros indios miserables,
fueron inauditos e innumerables. Servando Huanca se dolía, pues, y rabiaba, más
por solidaridad o, si se quiere, por humanidad, contra los mandones
-autoridades o patrones- que por causa propia y personal. También se dio cuenta
de esta esencia solidaria y colectiva de su dolor contra la injusticia, por
haberla descubierto también en los otros trabajadores cuando se trataba de
abusos y delitos perpetrados en la persona de los demás. Por último, Servando
Huanca llegó a unirse algunas veces con sus compañeros de trabajo y de dolor,
en pequeñas asociaciones o sindicatos rudimentarios, y allí le dieron
periódicos y folletos en que leyó tópicos y cuestiones relacionadas con esa
injusticia que él conocía y con los modos que deben emplear los que la sufren,
para luchar contra ella y hacerla desaparecer del mundo.
Era un convencido de
que había que protestar siempre y con energía contra la injusticia, dondequiera
que esta se manifieste. Desde entonces, su espíritu, reconcentrado y herido,
rumiaba día y noche estas ideas y esta voluntad de rebelión.
¿Poseía ya Servando Huanca una
conciencia clasista? ¿Se daba cuenta de ello? Su sola táctica de lucha se
reducía a dos cosas muy simples: unión de los que sufren las injusticias
sociales y acción práctica de masas.
—¿Quién es usted? -le preguntó
enfadado el subprefecto Luna a Huanca, al verle entrar a su despacho,
introducido por el alcalde Parga.
—Es el herrero Huanca -respondió
Parga, calmando al subprefecto-.
¡Déjelo! ¡Déjelo! ¡No importa!
Quiere ver a los conscriptos, que dice que están muertos, y que es un abuso...
Luna le interrumpió,
dirigiéndose, exasperado, a Huanca:
—¡Qué abuso ni abuso, miserable!
¡Cholo bruto! ¡Fuera de aquí!
—¡No importa, señor subprefecto!
-volvió a interceder el alcalde-. ¡Déjelo! ¡Le ruego que le deje! ¡Quiere ver
lo que tienen los conscriptos! ¡Que los vea! ¡Ahí están! ¡Que los vea!
—¡Sí, señor subprefecto! -añadió
con serenidad el herrero-. ¡El pueblo lo pide! Yo vengo enviado por la gente
que está afuera. El médico Riaño, tocado en su liberalismo, intervino:
—Muy bien -dijo a Huanca
ceremoniosamente-. Está usted en su derecho, desde que el pueblo lo pide.
¡Señor subprefecto! -dijo, volviéndose a Luna en tono protocolar-. Yo creo que
este hombre puede seguir aquí. No nos incomoda de ninguna manera. La sesión de
la Junta Conscriptora puede, a mi juicio, continuar. Vamos a examinar el caso
de estos "enrolados"...
—Así me parece -dijo el alcalde-.
Vamos, señor subprefecto, ganando tiempo. Yo tengo que hacer...
El subprefecto meditó un instante
y volvió a mirar al juez y al gamonal Iglesias, y, luego, asintió.
—Bueno -dijo-. La sesión de la
Junta Conscriptora Militar continúa.
Cada cual volvió a ocupar su
puesto. A un extremo del despacho, estaban Isidoro Yépez y Braulio Conchucos,
escoltados por dos gendarmes y sujetos siempre de la cintura por un lazo. Los
dos gendarmes mostraban una lividez mortal. Miraban con ojos lejanos y con una
indiferencia calofriante y vecina de la muerte, cuanto sucedía en torno de
ellos. Braulio Conchucos estaba muyagotado. Respiraba con dificultad. Sus
miembros le temblaban. La cabeza se le doblaba como la de un moribundo. Por
momentos se desplomaba, y habría caído, de no estar sostenido casi en peso por
el guardia.
Junto a los yanacones se pasó
Servando Huanca, el sombrero en la mano, conmovido, pero firme y tranquilo.
Al sentarse todos los miembros de
la Junta Conscriptora Militar, llegó de la plaza un vocerío ensordecedor. El
cordón de gendarmes, apostado a la puerta, respondió a la multitud con una
tempestad de insultos y amenazas. El sargento saltó a la vereda y esgrimió su
espada con todas sus fuerzas sobre las primeras filas de la muchedumbre.
—¡Carajo! -aullaba de rabia-.
¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás!
El subprefecto Luna ordenó en un
gruñido:
—¡Sargento! ¡Imponga usted el
orden, cueste lo que cueste! ¡Yo se lo autorizo!...
Un largo sollozo estalló a la
puerta. Eran las tres indias, abuela, madre y hermana de Isidoro Yépez, que
pedían de rodillas, con las manos juntas, se les dejase entrar. Los gendarmes
las rechazaban con los pies y las culatas de sus rifles.
El subprefecto Luna, que presidía
la sesión, dijo:
—Y bien, señores. Como ustedes
ven, la fuerza acaba de traer a dos "enrolados" de Guacapongo. Vamos,
pues, a proceder, conforme a la ley, a examinar el caso de estos hombres, a fin
de declararlos expeditos para marchar a la capital del departamento, en el
próximo contingente de sangre de la provincia. En primer lugar, lea usted,
señor secretario, lo que dice la Ley de Servicio Militar Obligatorio, acerca de
los "enrolados'. El secretario Boado leyó en un folleto verde:
"Título Cuarto.- De los
enrolados. -Artículo 46: Los peruanos comprendidos entre la edad de diecinueve
y veintidós años, y que no cumpliesen el deber de inscribirse en el registro
del Servicio Militar Obligatorio de la zona respectiva, serán considerados como
"enrolados".
-Artículo 47: Los
"enrolados" serán perseguidos y obligados por la fuerza a prestar su
servicio militar, inmediatamente de ser capturados y sin que puedan interponer
o hacer valer ninguno de los derechos, excepciones o circunstancias atenuantes
acordadas a los conscriptos en general y contenidas en el artículo 29, título
segundo de esta Ley. -Artículo 48:...".
—Basta -interrumpió con énfasis
el juez Ortega-. Yo opino que es inútil la lectura del resto de la Ley, puesto
que todos los señores miembros de la Junta la conocen perfectamente. Pido al
señor secretario abra el registro militar, a fin de ver si allí figuran los
nombres de estos hombres.
—Un momento, doctor Ortega
-argumentó el alcalde Parga-. Convendrá saber antes la edad de los
"enrolados".
—Sí -asintió el subprefecto-. A
ver... -añadió, dirigiéndose paternalmente a Isidoro Yépez-. ¿Cuántos años
tienes tú? ¿Cómo te llamas, en primer lugar?
Isidoro Yépez pareció volver de
un sueño, y respondió con voz débil y amedrentada:
—Me llamo Isidoro Yépez, taita.
—¿Cuántos años tienes?
—Yo no sé, pues, taita. Veinte o
veinticuatro, quién sabe, taita...
—¿Cómo "no sé"? ¿Qué es
eso de "no sé"? ¡Vamos! ¿Di, cuántos años tienes? ¡Habla! ¡Di la
verdad!
—No lo sabe ni él mismo -dijo con
piedad y asqueado el doctor Riaño-. Son unos ignorantes. No insista usted,
señor subprefecto.
—Bueno -continuó Luna,
dirigiéndose a Yépez-. ¿Estás inscrito en el Registro Militar?
El yanacón abrió más los ojos,
tratando de comprender lo que le decía Luna, y respondió maquinalmente:
—Escriptu, pues, taita, en tus
escritus.
El subprefecto renovó su
pregunta, golpeando la voz:
—¡Animal! ¿No entiendes lo que te
digo? Dime si estás inscrito en el Registro Militar.
Entonces Servando Huanca
intervino:
—¡Señores! -dijo el herrero con
calma y energía-. Este hombre (se refería a Yépez) es un pobre indígena
ignorante. Ustedes están viéndolo. Es un analfabeto. Un inconsciente. Un
desgraciado. Ignora cuántos años tiene. Ignora si está o no inscrito en el
Registro Militar. Ignora todo, todo. ¿Cómo, pues, se le va a tomar como
"enrolado", cuando nadie le ha dicho nunca que debía inscribirse, ni
tiene noticia de nada, ni sabe lo que es registro ni servicio militar
obligatorio, ni patria, ni Estado, ni Gobierno?...
—¡Silencio! -gritó colérico el
juez Ortega, interrumpiendo a Huanca y poniéndose de pie violentamente-. ¡Basta
de tolerancias!
En ese momento, Braulio Conchucos
estiró el cuerpo y, tras de unas convulsiones y de un breve colapso,
súbitamente se quedó inmóvil en los brazos del gendarme. El doctor Riaño
acudió, le animó ligeramente y dijo con un gran desparpajo profesional:
—Está muerto. Está muerto.
Braulio Conchucos cayó lentamente
al suelo.
Servando Huanca dio entonces un
salto a la calle entre los gendarmes, lanzando gritos salvajes, roncos de ira,
sobre la multitud:
—¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un
muerto! ¡Lo han matado los soldados! ¡Abajo el subprefecto! ¡Abajo las
autoridades! ¡Viva el pueblo! ¡Viva el pueblo!
Un espasmo de unánime ira
atravesó de golpe a la muchedumbre.
—¡Abajo los asesinos! ¡Mueran los
criminales! -aullaba el pueblo-. ¡Un muerto! ¡Un muerto! ¡Un muerto!
La confusión, el espanto y la
refriega fueron instantáneos. Un choque inmenso se produjo entre el pueblo y la
gendarmería. Se oyó claramente la voz del subprefecto, que ordenaba a los
gendarmes:
—¡Fuego! ¡Sargento! ¡Fuego!
¡Fuego!...
La descarga de fusilería sobre el
pueblo fue cerrada, larga, encarnizada. El pueblo, desarmado y sorprendido,
contestó y se defendió a pedradas e invadió el despacho de la Subprefectura. La
mayoría huyó, despavorida. Aquí y allí cayeron muchos muertos y heridos. Una
gran polvareda se produjo. El cierre de las puertas fue instantáneo. Luego, la
descarga se hizo rala, y luego, más espaciada.
Todo no duró sino unos cuantos
segundos. Al fin de la borrasca, los gendarmes quedaron dueños de la ciudad.
Recorrían enfurecidos la plaza, echando siempre bala al azar. Aparte de ellos,
la plaza quedó abandonada y como un desierto. Solo la sembraban de trecho en
trecho los heridos y los cadáveres. Bajo el radiante y alegre sol de mediodía,
el aire de Colca, diáfano y azul, se saturó de sangre y de tragedia. Unos
gallinazos revolotearon sobre el techo de la Iglesia.
El médico Riaño y el gamonal
Iglesias salieron de una bodega de licores.
Poco a poco fue poblándose de
nuevo la plaza de curiosos. José Marino buscaba a su hermano angustiosamente.
Otros indagaban por la suerte de distintas personas. Se preguntó con ansiedad
por el subprefecto, por el juez y por el alcalde. Un instante después, los
tres, Luna, Ortega y Parga, surgían entre la multitud. Las puertas de las casas
y las tiendas volvieron a abrirse. Un murmullo doloroso llenaba la plaza. En
torno a cada herido y a cada cadáver se formó un tumulto. Aunque el choque
había ya terminado, los gendarmes y, señaladamente, el sargento, seguían disparando
sus rifles. Autoridades y soldados se mostraban poseídos de una ira
desenfrenada y furiosa, dando voces y gritos vengativos. De entre la multitud,
se destacaban algunos comerciantes, pequeños propietarios, artesanos,
funcionarios y gamonales –el viejo Iglesias a la cabeza de estos-, y se
dirigían al sub-prefecto y demás autoridades, protestando en voz alta contra el
levantamiento del populacho y ofreciéndoles una adhesión y un apoyo decididos e
incondicionales para restablecer el orden público.
—Han sido los indios, de puro
brutos, de puro salvajes –exclamaba indignada la pequeña burguesía de Colca.
—Pero alguien los ha empujado
-replicaban otros-. La plebe es estúpida, y no se mueve nunca por sí sola.
El subprefecto dispuso que se
recogiese a los muertos y a los heridos y que se formase inmediatamente una
guardia urbana nacional de todos los ciudadanos conscientes de sus deberes
cívicos, a fin de recorrer la población en compañía de la fuerza armada y
restablecer las garantías ciudadanas. Así fue. A la cabeza de este doble
ejército iban el subprefecto Luna, el alcalde Parga, el juez Ortega, el médico
Riaño, el hacendado Iglesias, los hermanos Marino, el secretario subprefectural
Boado, el párroco Velarde, los jueces de paz, el preceptor, los concejales, el
gobernador y el sargento de la gendarmería.
En esta incursión por todas las
calles y arrabales de Colca, la gendarmería realizó numerosos prisioneros de
hombres y mujeres del pueblo. El subprefecto y su comitiva penetraban en las viviendas
populares, de grado o a la fuerza, y, según los casos, apresaban a quienes se
suponía haber participado, en tal o cual forma, en el levantamiento. Las
autoridades y la pequeña burguesía hacían responsable de lo sucedido al bajo
pueblo, es decir, a los indios. Una represión feroz e implacable se inició
contra las clases populares.
Además de los gendarmes, se armó
de rifles y carabinas un considerable sector de ciudadanos y, en general, todos
los acompañantes del subprefecto llevaban, con razón o sin ella, sus
revólveres. De esta manera, ningún indio sindicado en el levantamiento pudo
escapar al castigo. Se desfondaba de un culatazo una puerta, cuyos habitantes
huían despavoridos. Los buscaban y perseguían entonces revólver en mano, por
los techos, bajo las barbacoas y cuyeros, en los terrados, bajo los albañales.
Los alcanzaban, al fin, muertos o vivos. Desde la una de la tarde, en que se
produjo el tiroteo, hasta media noche, se siguió disparando sobre el pueblo sin
cesar. Los más encarnizados en la represión fueron el juez Ortega y el cura
Velarde.
—Aquí, señor subprefecto
-rezongaba rencorosamente el párroco-; aquí no cabe sino mano de hierro. Si
usted no lo hace así, la indiada puede volver a reunirse esta noche y
apoderarse de Colca, saqueando, robando, matando...
A las doce de la noche, el Estado
Mayor de la guardia urbana, y a la cabeza de él el subprefecto Luna, estaba
concentrado en los salones del Concejo Municipal. Después de un cambio de ideas
entre los principales personajes allí reunidos, se acordó comunicar por
telégrafo lo sucedido a la Prefectura del Departamento. El comunicado fue así
concebido y redactado: "Prefecto. Cusco.- Hoy una tarde, durante
sesión Junta Conscriptora Militar provincia, fue asaltada bala y piedras
Subprefectura por populacho amotinado y armado. Gendarmería restableció orden
respetando vida intereses ciudadanos. Doce muertos y dieciocho heridos y dos
gendarmes con lesiones graves. Investigo causas y fines asonada. Acompáñanme
todas clases sociales, autoridades, pueblo entero. Tranquilidad completa.
Comunicaré resultado investigaciones proceso judicial sanción y castigo
responsables triste acontecimiento. Pormenores correo. (Firmado). Subprefecto
Luna".
Después, el alcalde Parga ofreció
una copa de coñac a los circunstantes, pronunciando un breve discurso.
Etiquetas: acumulación originaria del capital, ruido horrible, Vallejo
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