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jueves, julio 29, 2021

TEORÍA DE LA DESTITUCIÓN (extracto de "A nuestrxs Amigxs", C.I., 2014) 

Un camarada me mencionaba hace poco esta parte del libro del Comité Invisible (aka Tiqqun) sobre la destitución. Leida a la luz del "proceso constituyente" chileno, sus desmesuradas expectativas y hasta ahora bien penosa implementación resulta más interesante que cuando lo leímos colectivamente por allá por finales del 2015. 

Otro amigo me hizo ver que en su momento el camarada Cristóbal Cornejo había escrito comentando el album "Tikkun" (con k, no con q) de Richard Pinhas con Oren Ambarchi. Buen fondo musical para una lectura atenta.


TEORÍA DE LA DESTITUCIÓN 

(Comité Invisible, A nuestrxs amigxs, 2014)

Salida de Argentina, la consigna “¡Que se vayan todos!” ha hecho temblar por completo las cabezas dirigentes del mundo entero. Hemos dejado de contar el número de idiomas en los que hemos gritado, en los últimos años, nuestro deseo de destituir el poder en turno. Lo más sorprendente es que en algunas ocasiones, se haya conseguido. Pero cualquiera que sea la fragilidad de los regímenes que suceden a tales “revoluciones”, la segunda parte del eslogan, “¡Y que no quede ni uno solo!”, ha sido letra muerta: nuevos títeres han tomado el puesto vacante. El caso más ejemplar de esto es ciertamente Egipto. Tahrir tuvo la cabeza de Mubarak y el movimiento Tamarut la de Morsi. La calle exigió en cada ocasión una destitución que no tenía la fuerza de organizar, y, de hecho, fueron las fuerzas ya organizadas, los Hermanos Musulmanes y después el ejército, quienes usurparon esa destitución y la consumaron en su beneficio. Un movimiento que exige tiene siempre su revés frente a una fuerza que actúa. Mientras tanto, será de admirar el modo en que el papel de soberano y el de “terrorista” son en el fondo intercambiables, el modo en que tan prontamente se pasa de los palacios del poder a las mazmorras de sus prisiones, y viceversa.

La queja que entonces se hace generalmente escuchar entre los insurrectos de ayer dice: “La revolución ha sido traicionada. No morimos para que un gobierno provisional organice unas elecciones, para que una asamblea constituyente prepare una nueva constitución que dictará las modalidades de nuevas elecciones de las que surgirá un nuevo régimen, en su caso casi idéntico al precedente. Queríamos que la vida cambiara, y nada ha cambiado, o muy poco.” Los radicales tienen, sobre este punto, su explicación de siempre: en realidad, el pueblo debe gobernarse a sí mismo antes que elegir a representantes. Si las revoluciones son sistemáticamente traicionadas, tal vez es obra de la fatalidad; pero tal vez es señal de que en nuestra idea de la revolución hay algunos vicios ocultos que la condenan a tal destino. Uno de esos vicios reside en que muy a menudo seguimos pensando la revolución como una dialéctica entre lo constituyente y lo constituido. Creemos todavía en la fábula que desea que todo poder constituido se arraigue en un poder constituyente, que el Estado emane de la nación, como el monarca absoluto de Dios, que exista permanentemente bajo la constitución en vigor una constitución distinta, un orden a la vez subyacente y trascendente, la mayoría de las veces mudo, pero que puede surgir por instantes como el rayo. Queremos creer que basta con que “el pueblo” se reúna, si es posible ante el parlamento, con que grite “¡Ustedes no nos representan!”, para que por su simple epifanía el poder constituyente expulse mágicamente los poderes constituidos. Esta ficción del poder constituyente sólo sirve, de hecho, para ocultar o enmascarar el origen propiamente político, fortuito, el golpe de fuerza mediante el cual todo poder se instituye. Los que tomaron el poder retroproyectan sobre la totalidad social que ahora controlan la fuente de su autoridad, y la harán así callar legítimamente en su propio nombre. Es así como se realiza regularmente la proeza de disparar sobre el pueblo en nombre del pueblo. El poder constituyente es el traje de luces que viste el origen siempre sórdido del poder, el velo que hipnotiza y hace creer a todos que el poder constituido es mucho más de lo que es.

Los que se proponen, como Antonio Negri, “gobernar la revolución”, sólo ven por todas partes, desde los motines de banlieue hasta los levantamientos del mundo árabe, “luchas constituyentes”. Un negrista madrileño, defensor de un hipotético “proceso constituyente” surgido del movimiento de las plazas, se atreve incluso a convocar a crear “el partido de la democracia”, “el partido del 99%” con vistas a “articular una nueva constitución democrática tan ‘cualquiera’, tan a[1]representativa, tan post-ideológica como lo fue el 15M”. Este género de extravíos nos incita más bien a repensar la idea de revolución como pura destitución.

Instituir o constituir un poder es dotarlo de una base, de un fundamento, de una legitimidad. Es, para un aparato económico, judicial o policial, anclar su existencia frágil en un plano que lo supera, en una trascendencia que supuestamente lo deja fuera de alcance. A partir de esta operación, lo que siempre es solamente una entidad localizada, determinada, parcial, se eleva hacia un lugar distinto desde el cual puede a continuación pretender abarcar el todo; es en cuanto constituido que un poder se vuelve orden sin afuera, existencia sin vis-à-vis, que sólo es capaz de someter o aniquilar. La dialéctica de lo constituyente y lo constituido consigue conferir un sentido superior a aquello que siempre es solamente una forma política contingente: es así como la República se vuelve el estandarte universal de una naturaleza humana indiscutible y eterna, o el califato la única residencia de la comunidad. El poder constituyente nombra ese monstruoso sortilegio que hace del Estado alguien que nunca se equivoca, pues está fundado en la razón; alguien que no tiene enemigos, puesto que oponérsele equivale a ser un criminal; alguien que puede hacerlo todo, careciendo de honor.

Para destituir el poder no basta, por tanto, con vencerlo en la calle, con desmantelar sus aparatos, con incendiar sus símbolos. Destituir el poder es privarlo de su fundamento. Esto es precisamente lo que hacen las insurrecciones. En ellas, lo constituido aparece tal cual, con sus mil maniobras torpes o eficaces, groseras o sofisticadas. “El rey está desnudo”, se dice entonces, porque el velo de lo constituyente está hecho pedazos y es posible ver a través suyo. Destituir el poder es privarlo de legitimidad, conducirlo a asumir su arbitrariedad, a revelar su dimensión contingente. Es mostrar que sólo se mantiene en situación por cuanto despliega de estratagemas, trucos, artimañas — es hacer de él una configuración pasajera de las cosas que, como tantas otras, debe luchar y valerse de astucias para sobrevivir. Es forzar al gobierno a reducirse al nivel de los insurrectos, que no pueden seguir siendo unos “monstruos”, unos “criminales” o unos “terroristas”, sino simplemente unos enemigos. Conducir a la policía a ser ya simplemente una pandilla, a la justicia una asociación de malhechores. En la insurrección, el poder en turno no es ya sino una fuerza entre otras sobre un plano de lucha común, y no ya esa metafuerza que dirige, ordena o condena todas las potencias. Todo cabrón tiene un domicilio. Destituir el poder es restablecerlo sobre tierra.

Sin importar cuál sea el desenlace de la confrontación en la calle, la insurrección ha siempre-ya dislocado el tejido bien estrecho de creencias que permiten al gobierno ejercerse. Es por esto que los que se apresuran a enterrar la insurrección no pierden su tiempo tratando de remendar el fundamento hecho migajas de una legitimidad ya echada a perder. Intentan, por el contrario, insuflar en el movimiento mismo una nueva pretensión a la legitimidad, es decir, una nueva pretensión a estar fundado en la razón, a sobrevolar el plano estratégico donde las diferentes fuerzas se enfrentan. La legitimidad “del pueblo”, de “los oprimidos” o “del 99%” es el caballo de Troya con el que se conduce algo de constituyente al interior de la destitución insurreccional. Es el método más seguro para desmantelar una insurrección; el mismo que ni siquiera necesita vencerla en la calle. Para volver irreversible la destitución, nos hace falta, por tanto, comenzar por renunciar a nuestra propia legitimidad. Nos hace falta abandonar la idea de que uno hace la revolución en nombre de algo, de que habría una entidad esencialmente justa e inocente que las fuerzas revolucionarias tendrían la tarea de representar. Uno no restablece el poder sobre la tierra para elevarse a sí mismo por encima de los cielos.

Destituir la forma específica del poder en esta época requiere, para comenzar, llevar a su rango de hipótesis la evidencia que quiere que los hombres deben ser gobernados, ya sea democráticamente por sí mismos o jerárquicamente por otros. Este presupuesto se remonta al menos al nacimiento griego de la política; su potencia es tal que los propios zapatistas han reunido sus “municipios autónomos” en el interior de “juntas de buen gobierno”. Aquí está puesta en marcha una antropología situable, que es posible encontrar de igual modo tanto en el anarquista individualista que aspira a la plena satisfacción de sus pasiones y necesidades propias, como en las concepciones en apariencia más pesimistas que ven en el hombre una bestia ávida que sólo un poder coercionador puede retener de devorar a su prójimo. Maquiavelo, para quien los hombres son “ingratos, inconstantes, falsos y mentirosos, cobardes y codiciosos”, se encuentra sobre este punto en completo acuerdo con los fundadores de la democracia estadounidense: “Cuando se edifica un gobierno, es crucial partir del principio de que todo hombre es un bribón”, postulaba Hamilton. En todos los casos, se parte de la idea de que el orden político tiene vocación de contener una naturaleza humana más o menos bestial, en la que el Yo enfrenta tanto a los otros como al mundo, en la que sólo hay cuerpos separados que hace falta mantener reunidos mediante algún artificio. Como lo demostró Marshall Sahlins, esta idea de una naturaleza humana que a “la cultura” corresponde contener es una ilusión occidental. Expresa nuestra miseria, y no la de todos los terrestres. “Para la mayor parte de la humanidad, el egoísmo que nosotros conocemos bien, no es natural en el sentido normativo del término: es considerado como una forma de locura o de hechizo, como un motivo de ostracismo, de condena a muerte, o como mínimo es la señal de un mal que hay que curar. La avaricia expresa menos una naturaleza humana presocial que una falta de humanidad.”

Pero para destituir el gobierno no basta con criticar esta antropología y su supuesto “realismo”. Hace falta llegar a captarla desde el exterior, afirmar otro plano de percepción. Pues nosotros nos movemos efectivamente sobre otro plano. Desde el afuera relativo de aquello que vivimos, de aquello que tratamos de construir, hemos llegado a esta convicción: la cuestión del gobierno sólo se plantea a partir de un vacío, a partir de un vacío que la mayoría de las veces ha sido necesario hacer. El poder necesita haberse desprendido suficientemente del mundo, le es necesario haber creado un vacío suficiente en torno al individuo, o bien en él, haber creado entre los seres un espacio bastante desierto, para que uno pueda, a partir de ahí, preguntarse cómo va a ser posible agenciar todos esos elementos dispares que ya nada une, cómo uno va a reunir lo separado en cuanto separado. El poder crea el vacío. El vacío requiere el poder.

Salir del paradigma del gobierno equivale a partir políticamente de la hipótesis inversa. No hay vacío, todo está habitado, cada uno de entre nosotros es el lugar de paso y de anudamiento de cúmulos de afectos, de líneas, de historias, de significaciones, de flujos materiales que nos exceden. El mundo no nos cerca, nos atraviesa. Lo que habitamos nos habita. Lo que nos rodea nos constituye. No nos pertenecemos. Estamos siempre-ya diseminados en todo aquello a lo que nos vinculamos. La cuestión no es formar el vacío a partir del cual conseguiremos al fin volver a captar todo lo que se nos escapa, sino aprender a habitar mejor lo que está ahí; lo cual a su vez implica llegar a percibirlo, y esto no tiene nada de evidente para los hijos bizcos de la democracia. Percibir un mundo poblado no de cosas, sino de fuerzas, no de sujetos, sino de potencias, no de cuerpos, sino de vínculos.

Es por su plenitud que las formas de vida consuman la destitución.

Aquí, la sustracción es afirmación y la afirmación forma parte del ataque.

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