martes, octubre 05, 2021
Gesto destituyente (x Rodrigo Karmy)
Aún estamos habitados por la
revuelta. Como una extraña ciudadana que se resiste a la ciudad, un
“alienígena” –como señalara la primera dama- que aún abraza nuestro
tiempo, sus destellos menores, proliferación destituyente en diferentes grados,
tramas y formas, caracteriza el singular momento al que asistimos. No solo a
nivel mundial en que las formas de control se han intensificado de manera
inversamente proporcional a la irrupción de las resistencias, sino también en Chile
donde éstas asumen un largo y discontinuo proceso anti-neoliberal en el que,
para Octubre de 2019, convergen estudiantes, pueblos originarios y movimientos
feministas.
La aceleración de las formas de
control, implican la producción de simulacro. Pues, no hay poder sin simulacro
dado que ejercer el poder significa producir una forma de simulación precisa.
Forma que puede llamarse “democracia”, “crecimiento”, “bienestar” o
“seguridad”. En cualquier caso, los planos de producción de simulacros son
múltiples como múltiples la interrupción destituyente que los revoca. Por
ahora, no es necesaria la protesta multitudinaria en las calles. Una protesta
por aquí y por allá signan el devenir destituyente del presente, pues el
octubrismo reverbera y los simulacros agónicos, apenas pueden respirar.
Lo cierto, lo profundamente
cierto, es que todo naufraga en la grieta abierta por la revuelta. El simulacro
se expresa de dos formas: algunos hacen “como si” nada hubiera
pasado, otros “como si” todo hubiera quedado en el pasado. Los primeros
tratan de ver el acontecimiento octubrista como una demanda de más de lo mismo
–que es exactamente como no verlo; los segundos como si hubiera sido un “hecho”
histórico y no el acontecimiento por el que despunta la independencia de los
pueblos de Chile –las formas-de-vida, sus gestualidades, sus expresiones. Los
primeros ponen “emprendimiento” para tapar el agujero del acontecimiento; los
segundos establecen una solución de continuidad entre el “hecho” octubrista y
su ¿necesaria? deriva institucional. Con intensidades variables, para ambos el
acontecimiento octubrista queda subsumido, sea al simulacro del capital, sea al
de la institucionalidad estatal.
En esta vía, nadie toca el
vórtice sobre el cual gira nuestra siniestrada época: la revuelta del 18 de
octubre de 2019. Una ¿fecha?, cifra histórica, más bien, que pugna con la otra
cifra –simulacro, “fantasme Pinochet” según calificaba Uribe- que aún amenaza
con los Hawker Hunter sobre las cabezas. Pues, lo cierto es que aún hay presos
de la revuelta, el terrorismo que el Estado sigue en Wallmapu y las AFPs
continúan siendo una realidad en la que, sin embargo, autorizan a pensar la
coexistencia de dos fórmulas antinómicas en un mismo momento: nada
ha cambiado, pero todo ha cambiado. Se trata de un presente aún
desgarrado de sí cuya intempestividad reclama al secreto índice de una
verdadera fiesta popular.
Todo y nada a la vez, el
naufragio de las formas de 1973 fue el naufragio de 1492 como la cifra
decisiva, de la que aún pende el tortuoso devenir de nuestra contemporaneidad:
estatuas de militares, colonizadores y próceres sangrientos cayeron
estrepitosamente por todo el país. Signos del capital, en suma, sucumbieron a
la simbología de las revueltas. El suspenso persiste, su indecidible permanece,
la suspensión de la violencia golpista se mantiene. Todo gira sobre sí,
desorientado, sin norte ni sur, sin rumbo, aunque intentando flotar
–sobrevivir- en los océanos levantados.
Pero ¿qué fue lo que la
revuelta no deja de destituir hoy? Ante todo, la Constitución de 1980, es decir, toda la matriz del Estado
subsidiario chileno, última expresión de la matriz portaliana, forma última del
“fantasme”. Como pocas veces, en la historia de esta perdida República, la
irrupción popular interrumpió la pétrea estructura de la República, llevando
la episteme transicional a su máxima inoperatividad. En este
difuso escenario abierto por la destitución radical de las formas políticas, el
presidente, parece haber ganado nuevamente en la derecha.
Pero –nuevamente- él y su sector
han perdido al país. El candidato oficialista se esfuma, y los pivotes fácticos
que lo apoyan quedan al desnudo. El candidato fascista queda jugando casi solo.
Lejos de requerir una primaria o de un grupo de choque, solo tuvo que esperar a
que sus rivales se derrumbaran junto a las estatuas. Sin embargo, la
permanencia del fascista no habría que leerla como triunfo, sino como su
derrota: pues su sobrevivencia fue gracias al gesto de la
revuelta que logra destituir todo el simulacro de la derecha para
exponerla directa y crudamente en los contornos de la lucha de clases: tras la
derecha no había nada ni nadie, tan solo el conjunto de violencias condensadas
en la cifra histórica de 1973, un “fantasme” cristalizado ominosa y
económicamente en la candidatura del fascista. Con el fascista en alza, la
derrota consiste en que la derecha ha quedado despojada de simulacro, salvo del
fascismo como el último –y el más fundamental- de todos los simulacros.
No se trata del liberalismo que
anda en motoneta naranja, ni de recomponer la relación telúrica del pueblo con
sus instituciones, menos de enfocarse en la “seguridad” vendiendo un celular
con pendrive.
Los poderes fácticos y sus
mayordomos de lo que eufemísticamente se llama “centro” político lanzan a un
candidato con mucha vocación de poder, pero exento de una mínima inteligencia
política, cuya campaña consiste nada más que en hablar de sí mismo. Pero de un
sí mismo difuminado, complicado respecto de sus lealtades paternas. Un “sí
mismo” frágil, débil, siniestrado por la irrupción octubrista. El
fascista promete fortaleza, el centrista, la debilidad de sí mismo. Pero ambos
son síntomas de que aún la derecha –ni ningún otro sector político- ha podido
ir más allá del momento destituyente abierto por la revuelta.
Entre el fascista y el Robinson
Crusoe, el sí mismo “fuerte” y el sí mismo “débil”, expresan la imposibilidad
de todo simulacro. El fascista “fuerte” no necesita esconderse. Ha permanecido
incólume y, sin demora, ha reanudado su cacería electoral. Renovación Nacional
y la Unión Demócrata Independiente lo desean, en el fondo, fervientemente. La
utopía de la Restauración se cristaliza en el fascista.
Quienes creen que la
revuelta nunca fue pues no habría sido más que lo que
ellos llaman “violencia” o aquellos que sostienen que ésta se inscribe en
el pasado porque la sociedad chilena habría decidido canalizar su
conflicto institucionalmente, parecen completamente ciegos al no ver que este
conjunto de procesos, esa labilidad sobre la que giran los acontecimientos hoy
que hacen que toda encuesta devenga meme, no es otra cosa que el gesto
destituyente aún tiene tomado al país.
Puede que no haya millones de personas
en las calles, puede que el terror pandémico haya paralizado, en parte, las
esperanzas o, incluso, que la carrera presidencial haya funcionado como un
dispositivo disciplinante para la neutralización de la revuelta; pero el gesto
destituyente sigue en pie y por eso nadie logra estar
completamente en pie. Hoy es más fácil tropezar, hacer zancadillas y
multiplicar sus efectos. Si no fuera por la mascarilla que prolifera como un
habitante extraño en la ciudad o un par de grafitis que aún sobreviven a la
campaña de “purificación” de grupos fascistas que golpean de vez en cuando,
todo estaría muy normal. Todo sería 1990. Pero no lo es.
La “nueva normalidad” –ese
término proveniente de otros lares, pero que el presidente parece haberlo hecho
suyo- porta consigo la anomalía que pretende conjurar: “nueva” ¿por qué
“nueva”? Justamente porque algo de la simple “normalidad” fue destituida y
requiere hoy de un pluscuya fuerza se imprime bajo el
término “nueva”. “Nueva normalidad”, por tanto, es el nombre que hoy asume el
capital que, si bien, puede aceptar un espectro de múltiples colores
transformados en abstractas “equivalencias”, no puede aceptar de ningún modo
la interrupción de su circuito.
Justamente, estos dos años, han
sido años en los que el capital ha funcionado a tropezones. No en virtud de
alguna de sus cíclicas “crisis” –que siempre le fortalecen – sino en razón de
la irrupción destituyente que desplomó al “fantasme” republicano desenvuelto en
la episteme transicional. Sus máximos representantes –los mayordomos
de la escena noventera-, están invisibles con una candidata presidencial
devorada por el vórtice que hunde a los partidos que la respaldan y viendo el
peligro que implica que el nuevo candidato de izquierda pueda, simplemente,
sustituir su lugar o transfigurarlo: he ahí el desafío de la
nueva ¿coalición?
Que los politólogos hagan sus
profecías, que las encuestas marquen lo que sea, que los sociólogos sigan
viendo “anomia” en todos lados, que los economistas nos anuncien el apocalipsis
por cada peso recuperado y los juristas hagan pasar quórums transicionales
por democracias participativas. Lo profundamente cierto es que todo naufraga en
la grieta de la revuelta y es su gesto el que aún nos
acecha.
Etiquetas: reflexión, revuelta permanente