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viernes, octubre 01, 2021

Revuelta en la región chilena (Octubre de 2019 – Marzo de 2020) 

 (Fragmento de la ponencia “Revuelta en la región chilena: un balance histórico-crítico”, de Pablo Jiménez C.)

 


El 18 de octubre de 2019 se terminó un ciclo histórico en Chile que comenzó el 11 de septiembre de 1973. 46 años después de la “derrota histórica” del proletariado en la región chilena (Prieto, 2014), el estallido de la revuelta marca el fin de una forma de articulación del capitalismo en Chile, así como marca el comienzo de un nuevo ciclo de luchas que expresa -en el plano local- la crisis mundial de la relación de explotación entre las clases (Jiménez, 2021).

En este sentido, es necesario profundizar en algunas características de la revuelta en la región chilena. La revuelta tuvo una naturaleza contradictoria en la que se encuentran simultáneamente un fuerte contenido negativo -anticapitalista- y reivindicaciones ciudadanas que abogan por una reforma del orden social capitalista dentro de los marcos de la democracia. Ambas dimensiones se encuentran en estrecha relación, y expresan el carácter contradictorio de la lucha de clases en la región chilena, puesto que los anhelos de transformación profunda que se han expresado abiertamente bajo la consigna de “Dignidad” no tienen cabida ni pueden ser cumplidos dentro de los marcos del orden social capitalista, aunque, por otro lado, el imaginario colectivo se encuentra paralizado en la creación de una nueva constitución.

Sin embargo, es la dimensión negativa, subrepticia, anticapitalista de la revuelta la que más desconcierta a los diferentes portavoces oficiales y mediáticos de la elite política y empresarial. Esta dimensión negativa es sistemáticamente mistificada con las más diversas denominaciones que encubren de manera simultánea tanto su potencial negador del orden existente, sus raíces históricas y sus alcances o posibilidades últimas. De hecho, el estallido mismo de la revuelta tomó por sorpresa al gobierno nacional, quienes no daban de asombro ante el surgimiento de una rebelión generalizada que no sólo se enfrentó masivamente contra los cuerpos policiales, sino que prendió fuego a las calles, buses de transporte, hipermercados, locales de comida rápida y, en general, todo tipo de establecimientos identificados como grandes empresas. Aquí, se expresa de manera evidente carácter de las revueltas en este nuevo ciclo de luchas mundiales que ha sido bien descrito por Katerina Nasioka:

“Los estallidos sociales recientes, sobre todo en espacios urbanos, devienen cada vez más violentos, alejándose del canon dominante de las formas de lucha obrerista. Su carácter no se determina por las demandas sistematizadas del viejo movimiento obrero; sus prácticas son una combinación entre formas reivindicativas, enfrentamientos generalizados contra la policía y el Estado, ocupaciones de espacios públicos, saqueos y expropiaciones populares, incendios, destrucción de elementos del capital (…). La reconciliación por medio de formas políticas democráticas y negociadoras sí existe como posibilidad de recomposición de la acumulación capitalista; sin embargo, se encuentra frente a grandes contradicciones” (Nasioka, 2017, pág. 26).


Y es que la crisis de valorización del capitalismo mundial supone también un nuevo fundamento histórico para el desarrollo de las luchas sociales actuales, e impone objetivamente condiciones históricas que socavan el antiguo cimiento de las luchas de clases de los siglos XIX y XX: la disputa por la repartición de la masa de plusvalía social y la redistribución de la riqueza (Jappe, 2018). Ha llegado a su fin la era de la negociación, la época en que era posible mejorar de forma duradera las condiciones de vida de las clases subalternas mediante una redistribución de la plusvalía en la sociedad. El aumento global de una población superflua para las necesidades de la valorización del capital -y la generalización de la miseria, la precarización y el desempleo que son algunas de sus principales consecuencias-, modifican el carácter del conflicto social en general: “Mientras la vida “sin futuro” se vuelve una regla, la lucha social tiende a convertirse desde su principio en lucha antisistémica” (Nasioka, 2017).

Icónico fue, a este respecto, el audio filtrado de Cecilia Morel, esposa del presidente, quien describía cuerpos policiales sobrepasados por una especie de “invasión alienígena” que “estaba por todas partes” y señalaba que a largo plazo la elite iba a tener que compartir sus privilegios con los demás.  “No los vimos venir” son las palabras que condensan la actitud y el cinismo de la burguesía en el poder estatal (Sanhueza, 2019). Ya lo auguraba la Internacional Situacionista, la descomposición -la incapacidad de aprehender la totalidad del movimiento histórico- es el estadio supremo del pensamiento burgués (Debord, 2005).

Es necesario destacar un hecho inédito hasta ese entonces, y es que la presencia de militares en las calles no sirvió inicialmente como un freno a la insurgencia colectiva (Waissbluth, 2020).  En la primera noche de revuelta, es decretado el toque de queda y el estado de excepción en la capital, el que posteriormente se extendería a las demás grandes ciudades o centros urbanos neurálgicos del país. Es en este contexto que se despliega -evocando la misma estrategia de los primeros días de la dictadura- una represión masiva e indiscriminada, cuyo propósito fue poner freno a la revuelta -o al menos intentarlo-. La estrategia de terrorismo estatal por parte del gobierno de Piñera dejó varios muertos/as y mutilados/as como víctimas de la represión armada de agentes del Estado (Instituto Nacional de Derechos Humanos 2019). Se reportaron, además, secuestros, tortura sexual -abusos y/o violaciones- y una serie de casos de tortura que aún permanecen estancados en las oficinas del poder judicial como parte de una decisión de dicho poder de no perseverar en la persecución penal de crímenes de lesa humanidad. Más aún, Piñera y el General de Carabineros en entonces en ejercicio Hermes Soto declararon abiertamente la promesa de impunidad a los efectivos policiales en el marco de su acción represiva. Por ello, es posible afirmar que Carabineros devino abiertamente durante el curso de la revuelta lo que ya era en esencia: una policía política que ha demostrado sucesivamente su apego total al gobierno de Piñera en general, y al orden político legado de la dictadura en general.


En los barrios y comunas periféricos -o en aquellos vinculados históricamente a la lucha de clases- se desata una revuelta salvaje que ataca directamente comisarías y grandes locales comerciales, en los barrios de las clases medias la protesta tomó un carácter ciudadano que evitaba la confrontación violenta, aunque de todas maneras se reportaron en dichas comunas saqueos, barricadas y enfrentamiento con la represión estatal (Waissbluth, 2020).

La revuelta en Chile testimonia que la civilización actual está amenazada por el retorno de lo reprimido (*). Las primeras semanas de la revuelta estuvieron marcadas por una recuperación de la facultad de encuentro y de ruptura del aislamiento. Durante un periodo tan breve como intenso se disolvió la comunidad alucinatoria del trabajo y del comercio, para dar paso a encuentros reales entre personas anónimas al ritmo de la revuelta que era, en su esencia, la unión entre fiesta y protesta. Pero fiesta en su sentido verdadero, es decir, un espacio donde quedaban suspendidas todas las prohibiciones, y en las cuales las personas se permitieron no sólo destruir los odiados símbolos de una vida alienante, sino que tomaron directamente las mercancías que antes compraban y, algunas como los televisores, fueron lanzadas al fuego en medio de gritos de festejo.

Los saqueos masivos, por su parte, constituían una dialéctica de competencia v/s solidaridad, entre apropiación individual de productos y un potlatch festivo propiciado por la revuelta y el carácter colectivo de los saqueos a hipermercados o locales de grandes empresas. Si bien desde el gobierno argumentaron que los saqueos eran obra del crimen organizado (Waissbluth, 2020), la realidad es que dichas organizaciones tuvieron un rol marginal. No tuvieron ni un efecto determinante ni tampoco estuvieron detrás de los saqueos como entes organizadores. Por el contrario, los saqueos masivos surgieron de manera espontánea desde el 18 de octubre, y se dieron en la mayoría de las comunas de Santiago. Hacia el 2 de noviembre se habían registrado 175 eventos de saqueos masivos, de los cuales 115 fueron a supermercados, 34 en tiendas comerciales, 13 en farmacias, 6 en estaciones de metro y cinco en Mall (La Tercera, 2019). Sin embargo, lo más relevante en cuanto esta temática en particular es el potlatch festivo del saqueo masivo, en el cual las personas que saqueaban regalaban pañales, leches y otros productos de primera necesidad y alto costo a sus vecinos, así como también se repartía y compartía el alcohol y la comida en medio de las barricadas.


Es mi apreciación personal -teóricamente fundada, por cierto- pero la ciudad y el tránsito nunca habían sido tan seguras como cuando no había semáforos. El ritmo frenético del trabajo y de los largos trayectos en vagones y microbuses, fue reemplazado por una especie de turismo del disturbio, en el que familias enteras salían a la calle para ver qué pasaba en sus barrios, reunirse con vecinos, o marchar hacia el centro de la ciudad. Lo más potente, sin duda, fue la ruptura del silencio que caracteriza la vida moderna, en el que el ruido de la ciudad contrasta con el silencio abrumador que se impone en los espacios públicos. A ello se suma el encuentro en las diferentes asambleas territoriales que surgieron espontáneamente como forma de autoorganización de la revuelta. Sin embargo, desde su comienzo, estuvieron infectadas por el germen de la política de partidos -tanto parlamentarios como extraparlamentarios pero que aspiraban al poder estatal-, así como por el imaginario social institucional que ve en el establecimiento de una nueva constitución -escrita y aprobada masivamente por el pueblo- el nec plus ultra de todo movimiento histórico. En este sentido, eran una contradicción en actos, porque por un lado permitían el encuentro y el diálogo con el objetivo de organizar e imaginar una acción en común, pero su forma y contenido negaban las expresiones más altas de contenido anticapitalista expresadas por el accionar práctico de la revuelta.

Aunque durante sus primeras semanas -y mucho menos después cuando perdió impulso- la praxis social de la revuelta fue incapaz de transformar efectivamente y de manera duradera las relaciones de producción que constituyen la fuerza de inercia del capitalismo, su verdadera importancia para nuestro presente y futuro no radica tanto en sus reivindicaciones particulares de corte soberanista y redistributivo, sino en su práctica efectiva y real, en aquello que realmente hizo y no en lo que dijo de sí misma o se imaginaba que hacía.  

Ya en un ciclo anterior de lucha de clases, J. Camatte y G. Collu de Invariance habían advertido que la derrota del movimiento de mayo de 1968 se debía a su “poder oculto”: 

“Hoy en día, más que nunca, el capital encuentra su propia fuerza real en la inercia del proceso que produce y reproduce sus necesidades específicas de valorización como necesidades humanas en general” (Camatte & Collu, 1969)

El límite más importante de la revuelta reside justamente en este punto, y desde ahora en adelante sólo podrá superarlo a través de una autocrítica colectiva o hundirse en las disputas electorales de fracciones de la burguesía nacional.

 




 *: En psicoanálisis, la expresión retorno de lo reprimido viene a significar el “proceso en virtud del cual los elementos reprimidos, al no ser nunca aniquilados por la represión, tienden a reaparecer” (Pontalis, 2004, pág. 388). En el marco de este escrito, retomamos esa expresión para ilustrar la dimensión subterránea de la revuelta, compuesta de un universo de deseos reprimidos que constituyen uno de los fundamentos de la dimensión explosiva y negativa de la revuelta.

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