martes, noviembre 30, 2021
PINOCHETISMO CYBORG (x R. Karmy)
Un texto del amigo Karmy.
Las fotos las tomé el sábado en Marathon con Grecia.
PINOCHETISMO CYBORG
Rodrigo Karmy Bolton
A los amigos
“El asombro porque las cosas que vivimos sean “todavía”
posibles en el siglo veinte no es ningún (asombro)
filosófico.” –escribía
Walter Benjamin hacia el final de la tesis VII sobre el concepto de Historia.
La concepción progresista de la historia está interrogada sobre todo porque el
progreso –dirá Benjamin, en otro lugar citando al Angelus Novus de Paul Klee-
no es más que una sola catástrofe. Podemos cambiar “siglo veinte” por “siglo
veintiuno” y transportarnos rápidamente al Chile contemporáneo que tiene a la
candidatura pinochetista de José Antonio Kast como serias posibilidades de triunfar
en la segunda vuelta electoral. ¿Asombrados? ¿cómo candidaturas como éstas
podrían ser “todavía posibles”? –es la pregunta que se formula el progresista.
Pero es precisamente su concepto de Historia el que aquí hay que interrogar, el
que experimenta un límite infranqueable que se sintomatiza en el “asombro”
progresista frente a la posibilidad de que Kast sea presidente. La pregunta
concreta y clave a este respecto es: ¿por qué el Chile octubrista votó
por el pinochetismo?
Hasta ahora, algunos importantes columnistas disímiles
estirpes, parecen haber construido un consenso preocupante: la revuelta no
habría sido el estallido “emancipatorio” y anti-neoliberal con el que nos
ilusionamos, sino la impugnación a una oligarquía para permitir que una gran
masa de población excluida pueda participar del sistema neoliberal. No se
trataría, entonces, se una revuelta que irrumpió exigiendo menos sino más neoliberalismo. Se
trata de la tesis de Carlos Peña devenida episteme oligárquica
gracias a El Mercurio que, nuevamente, opera como su cogito. Al
devenir episteme la tesis Peña construyó la
narrativa orientada a salvaguardar el mito de Chile (el
neoliberalismo): no solo la revuelta había que considerarla simple
“delincuencia” y pura “violencia” que había que condenar, sino que la raíz del
problema residía no en el defecto del proyecto país, sino en
su virtud: el neoliberalismo debía popularizarse, democratizarse
del nicho puramente oligárquico que habitaba las comunas del Rechazo. Pero el
neoliberalismo era la senda correcta del progreso, y su modernización.
Bajo esta episteme que articuló la máquina
mitológica de la oligarquía, la revuelta jamás fue pensada en su dimensión
afirmativa, en la potencia imaginal que traía consigo y en su efecto
destituyente; sino siempre en clave de “anomia”, “delincuencia”, “violencia”,
“destrucción” o “caos”. Como bien califica Brunner en su última entrevista, se
trataba solo de una “fantasía política”. La revuelta siempre era el “mal” de
toda política, su antítesis, lo que “faltaba” de política, aquello
tremendamente “irresponsable” que debía ser conjurado si queríamos que el
neoliberalismo –como programa modernizante del Chile actual- efectivamente
mostrara lo mejor de sí.
La clave de este proceso reside en que puso en práctica una
serie de dispositivos (columnas, acciones políticas, discursos, propaganda) que
terminaron construyendo una narrativa de la revuelta identificándola sin más a
la abstracción del término “violencia” y circunscribiendo su deseo al
neoliberalismo: más consumo, no menos, más capital no menos. Como se constata
el periplo discursivo del año 2021, no hubo jamás una discusión mínima sobre la
noción de “violencia” sino simple y puramente, una exigencia a su condena. El
moralismo se impuso y la narrativa, según la cual, había que “condenar la
violencia” para que la democracia prevaleciera dirigiendo sus esfuerzos a un
“más neoliberalismo” y no “menos”, pareciera haberse convertido en consenso.
¿Democracia? -¿qué puede significar ese término para quienes ven sus viviendas
y barrios allanados permanentemente por la policía, las bandas criminales de
todo tipo, que ven morir a sus familias de COVID19 en un consultorio porque no
existen camas suficientes, o que deben organizar bingos para pagar las
millonarias sumas de operaciones o tratamientos de enfermedades? ¿Qué puede
significar “democracia” sino el nombre de los poderosos?
Peña devino así la vanguardia discursiva de la restitución
oligárquica, cuyas formas hoy no se expresarán sino en el triunfo en primera
vuelta de un fascismo cibernético o, si se quiere, de un pinochetismo
cyborg que cristaliza la nueva fase de acumulación. Sin embargo, la
construcción de la narrativa “peñista” no fue simple. Implicó una materialidad
decisiva que implicó la aplicación del terror entres hebras precisas: la
político-institucional, la sanitaria o biomédica y la económica y social.
La político-institucional implicó la aplicación piñerista del
terrorismo de Estado con las fuerzas paramilitares llamadas “policía” –y en un
momento el Ejército- contra Wallmapu y la revuelta octubrista desde el 19 de
octubre de 2019. La aplicación del terrorismo de Estado trajo mutilaciones
oculares (más de 400 casos), muertos, heridos y presos a quienes se les aplicó
una ley excesiva para delitos menores (ley de seguridad del Estado y otras
nomenclaturas), siguiendo la doctrina inaugurada por EEUU con la “guerra contra
el terrorismo”. Piñera mismo refirió al “enemigo poderoso” cuando decretó el
estado de excepción constitucional y movilizó a las FFAA por el conjunto de las
ciudades del país. El efecto del terrorismo de Estado ha sido la separación de
los cuerpos, neutralización de su potencia afectiva.
La sanitaria o biomédica trajo consigo la restricción de
desplazamientos, el aislamiento y corte de lazos y capilarización del terror en
la fantasía de que cualquier contacto podía ser causa de contagio: familiares
muertos, enfermos, otros que iban a trabajar arriesgando la vida cada vez que
se subían al transporte público y se sabía que los consultorios y hospitales
estaban atestados de pacientes y colapsados. Me interesa cómo la restricción
pandémica confiscó justamente el lugar de la revuelta: la sensibilidad, la
abertura del lazo afectivo que ahora se conminaba a reducirse al aislamiento y
clausurarse por miedo al contagio: la revuelta contagia como el virus, ambos
podían detenerse bajo el aislamiento proveído por la excepcionalidad
jurídica. El terror a la enfermedad funcionó como atmósfera que cerraba
puertas y separaba cada vez más a los pueblos respecto de sí mismos.
Finalmente, el terror económico y social –estamos en
“crisis”- frente al que el gobierno se mostró táctico para dosificar las cuotas
de “ayudas” (no “derechos”) monetarias a la gran masa de desempleados que
flotaban en el espacio social y que habían sido producidos por el mismo
neoliberalismo que, en momentos críticos, debía reducir sus puestos de trabajo
y multiplicar el delivery como máquina –y paradigma del
capitalismo contemporáneo- de precarización absoluta para la mayoría de la
población. Desempleo, exceso de trabajo por la misma paga, deudas aumentadas
exponencialmente, los tres retiros a las AFPs fueron la herramienta clave para
despejar transitoriamente el problema e inyectar dinero fresco al debilitado
mercado.
Tres formas de aplicación del terror, ya no necesariamente
desde una política excepcionalista del schock, sino desde la
construcción de la ominosa “nueva normalidad” que no deja de operar como
“acumulación originaria” permanente donde las cuotas de violencia resultan
fundamentales para el despliegue y reordenamiento del capital. Articulación y
–diríamos-coordinación del terror político, sanitario y económico a la vez.
Todo eso en dos años que devastaron a los pueblos pero que, a pesar de todo,
pudo mantener la energía octubrista en la insistencia en el plebiscito, la
elección de los constituyentes el 15 de mayo y la consolidación de la
Convención Constitucional desde el 4 de Julio de 2021, pues pudo mantener dicha
energía mínimamente organizada vía el conjunto de las redes sociales.
Se ganó espacios a pesar del terror aplicado. Porque el
simple terror no sirve. Se requiere de una narrativa. Y esta última fue
ofrecida por el discurso sobre la “violencia” que, progresivamente, cuando se
inició la carrera presidencial –ese simulacro tan bien armado- fue pulido y
derivado tribunal por el que todo candidato debía “condenar o no la violencia”.
Una violencia siempre abstracta –por cierto- y un discurso tribunalicio que
operaba desde las grandes corporaciones mediáticas con los periodistas como
sustitutos cómicos de un juez que exige que todos depongan la violencia, salvo
él que se consolida como el gran Leviatán. El discurso de “condena de la
violencia” es una táctica eficaz para apropiarse de ella, y ejercerla sin
contrapesos.
¿Cómo es que la revuelta devino pinochetismo ciborg? Y
curiosamente, varias columnas, omiten el schock normalizado que han
experimentado los pueblos de Chile desde que salieron a descolonizar su matriz
neoliberal para el 18 de octubre de 2019. La aceptación de que la revuelta no
era más que violencia o una “fantasía política” sin destino ha sido, en el
fondo, con matices más o menos, la aceptación de la matriz discursiva
de El Mercurio en voz de Peña. Para dicha matriz, el terrorismo de
Estado aplicado por Piñera, los agotadores meses de pandemia, o las angustias
provocadas por la situación económica, pareciera no haber existido nunca o,
quizás, como simple detalle, un epifenómeno aún no analizado y que resulta
imprescindible analizar. Sobre todo, porque el octubrismo no fue derrotado, a
pesar de la experiencia de terror aplicada. Para la narrativa “peñista” todo se
trata de que, finalmente, la revuelta expresaba un conjunto de población
pro-neoliberalismo cuya consumación termina, ni más ni menos, en la
potenciación de la candidatura de Parisi y Kast. La elección presidencial del
pasado 21 de noviembre aparece, para este discurso, como el triunfo de su
tesis: el votante Parisi y el triunfo de Kast en primera vuelta confirma que lo
que el pueblo “quería” era más neoliberalismo y no menos.
Sin embargo, esa supuesta explicación –explicación que no
explica- habría que explicarla a su vez en virtud de la aplicación
biopolítica del terror devenido “nueva normalidad” (¿o acaso nadie recuerda ese
término tan original?). ¿Qué hace el terror? En este breve esbozo, advertimos
algo crucial: las tres líneas del terror no operaron simplemente como
“represión”, sino como una nueva territorialización afectiva, como una
restitución de la subjetivación neoliberal, pero en forma hipertrófica: la
microfísica del terror produce el efecto de separación de los lazos, y de
aislar a los individuos. A pesar de todo, procesos de vida común continuaron
porque la conflictividad asociada no cesó jamás. Si la revuelta abrió la
dimensión erótica en la que los cuerpos se encontraban y abrazaban, el terror
sobrevenido trabajó capilarmente para producir su aislamiento y separación. Si
la revuelta traía consigo la “rabia” –que siempre denota el quiebre del
principio de justicia-; la aplicación del terror pudo territorializarla en
“odio”, pasión favorita del fascismo. Vida común por individualismo
hipertrófico: he aquí la clave del triunfo de Parisi y Kast que capitalizaron
la mutación sobrevenida gracias a la aplicación del terror que termina
reconduciendo al discurso anti-oligárquico (presente en Kast y Parisi, de
formas diferentes) hacia la reivindicación de la individualidad: no somos ni de
derecha ni de izquierda (sino puros) –dice Parisi; o queremos “paz” (orden) y
afirmar la “libertad” (esa soberanía individual) contra la violencia de la
revuelta –dice Kast. Ambos operan bajo el simulacro del outsider:
Parisi porque no viene de la “clase política” (pero había sido candidato otras
veces y hace años que tiene un trabajo al respecto), Kast porque proviniendo de
ella, se fue de la misma e irrumpió para apropiarse del sector reconstituyendo
a la “verdadera derecha” característica del pinochetismo. En ambos,
anti-oligarquismo –que era la referencia octubrista por excelencia- se anuda al
individualismo. La crítica a la clase política, en Parisi contra la “derecha y
a la izquierda”, en Kast al “piñerismo” como su cristalización. ¿Cómo Parisi
–ese avatar que casi sale presidente- pudo ser votado?
Justamente por eso: su ausencia produjo mayor goce, y su devenir avatar expresó
lo que la “salida de la democracia” que estamos experimentando anuncia: el
mundo fáctico de la cibernética, el pinochetismo cyborg.
Asistimos, pues, a una cuota de sorpresa: el progresismo
neoliberal que no dejó de machacar con la “violencia” e infantilizar la
revuelta de Octubre adhiriéndose tácita o explícitamente a la narrativa
“peñista”, experimenta un singular asombro: el eventual triunfo de Kast. Ahora
nos llama a “defender la democracia” después de que, por dos años, contribuyó a
construir la narrativa de la violencia y la modernización (el “peñismo”) que
deslegitimaban los esfuerzos de los pueblos de Chile por descolonizar su
histórica devastación. Se “asombran” de que estas cosas (Kast-Parisi) sean
“todavía posibles” cuando, por dos años, han contribuido abiertamente a
instalar sus condiciones. Se “asombran” de que estas cosas sean “todavía
posibles”, pero parecen no ver que Kast es su propio hijo y Parisi su hermano
menor.
Kast y Parisi solo hablaron el lenguaje que el “piñerismo”
legó y que el “peñismo” aceitó. Ese es todo su pecado, su única virtud.
Capitalizaron su fuerza para catalizar no la “rabia” sino el “odio”, y así
imaginar no una vida en común sino una verdadera comunidad de
separación. Ahora bien, el pinochetismo cyborg ¿qué es? La
forma actual del devenir de dicha violencia. Si ésta se cristalizó en un primer
momento bajo el cuerpo físico de Pinochet y posteriormente bajo su cuerpo
institucional (la Constitución de 1980), hoy se apuntala otra fase de su
devenir, en que su desmaterialización deja la forma física y jurídica para
identificarse plenamente a la abstracción infinita del capital en el nuevo
ciclo de acumulación neoliberal. Eso es Pinochet.
Que la segunda vuelta pueda desactivar al pinochetismo cyborg
implica recobrar los afectos perimidos, abrirlos a los otros, sin miedo hacia
la vida común, sin miedo al “octubrismo” y su imaginación. Pero eso implica
invitar a atravesar –sin miedo, con esperanza- el fantasma de Chile que aún
sigue anudado a esa violencia golpista de 1973 como condensación de la
violencia portaliana que estructuró los 200 años de República.
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