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jueves, diciembre 22, 2022

An-arché (x. R. Karmy) 

 


(Capítulo 19 de El fantasma portaliano)

Raudales de escritos han proliferado desde que el 18 de octubre obtuvo carta de eternidad. En general, los análisis se han circunscrito a la época transicional: los treinta años que no podían ser treinta pesos y que tendrán al régimen neoliberal —y a su constitución— como su predilecta forma de gobernar. Pero estos han obviado cómo la episteme transicional configura el último ensamble del fantasma portaliano. Así, lo que resulta fundamental es dilucidar cómo la gubernamentalidad neoliberal se anudó al viejo fantasma. Lejos de quedar extemporáneo, el portalianismo es capaz de arrimarse a nuevos proyectos. Su autoritarismo social fue el puntal decisivo para reacomodar la topología Estado-Capital de la república bajo el nuevo régimen de la gubernamentalidad neoliberal, que vio sus frutos justamente en los problemáticos años de la episteme transicional.

Volvamos al epígrafe con el que inauguramos este ensayo: la carta de Portales a Cea en la que señala que para las repúblicas latinoamericanas se hace necesario un gobierno fuerte y centralizador. Es clave atender al hecho no menor de que, para Portales, tales repúblicas se inscriben en una suerte de proceso de transición hacia la democracia: cuando los ciudadanos se hayan moralizado por las virtudes impresas gracias a la oligarquía dominante (desde arriba), «venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos» —dice el triministro—. Por ahora, el control del mal ha de ser férreo, pero solo en la medida en que este permitirá transitar hacia la democracia. En el fondo, se trata del modo en que la república latinoamericana y su gobierno fuerte y centralizador funcionaría a favor de la democracia al precio de que los llamados vicios puedan ser corregidos a favor de la virtud. Esta es la clave del fantasma portaliano devenido en el presente.

De la misma forma en que Portales logró introyectar hipertróficamente la monarquía en la forma del gobierno fuerte y centralizador de las nuevas repúblicas latinoamericanas, como el arché del nuevo orden político, desde 1990, la episteme transicional introyectó la dictadura en el seno mismo de la democracia. Así, la dictadura asumía una forma civil y la democracia, un modo dictatorial; la dictadura se perpetuaba en y como democracia y esta última experimentaba los límites juristocráticos apuntalados en dictadura y profundizados en la extensión de los dispositivos dictatoriales en y como democracia: la dictadura solo podía desarrollarse en democracia y esta última, solo gracias al soporte portaliano propuesto por la dictadura. Cualquier forma de democracia podría desarrollarse únicamente en virtud del peso de la noche que se mantenía bajo la forma de la dictadura. El nudo que posibilitaba este singular complexio oppositorum ha sido el arché del peso de la noche.

Todo deviene espectral: en democracia aún sobrevive la dictadura; en dictadura se apuntala el diseño de la nueva democracia. La democracia portaliana se presenta, así, como el orden oligárquico por excelencia que amplía la fuerza del mercado, en la medida en que, por medio de él, compensa el debilitamiento de la imaginación popular. A esta luz, la democracia sobrevenida desde 1990 se anuda estrictamente sobre la base del fantasma portaliano que oligarquizó sus procesos y mantuvo a salvo el orden de los vencedores de 1973 —que se yuxtaponen con los vencedores de 1830—. Asistimos, pues, a la réplica del fantasma portaliano que, a la vez que abrió el proceso de restitución de su forma con el golpe de Estado en 1973, lo perpetuó y profundizó políticamente desde 1990 hasta la actualidad.

La espectrología muestra el nudo del fantasma portaliano: este no es ni dictadura ni democracia, sino el dispositivo que engarza estas dos lógicas en una sola, tal como lo hace con la excepción y la ley, la violencia y el derecho. Por eso, como hemos visto, el portalianismo no puede ser descrito como un orden, sino como su arché; el orden de todo orden (el orden transcendental), las condiciones fácticas (de textura histórica) sobre las cuales se erige cualquier orden posterior que puedan soñar los ideólogos. Por eso, el fantasma portaliano permite mostrar que la república de Chile fue siempre articulada a la luz de una determinada episteme transicional: del vicio a la virtud, de la monarquía a la república, de la creación a la redención, de la dictadura a la democracia, todos los términos se yuxtaponen como uno y el mismo clivaje, el del fantasma portaliano.

Desde que Portales arguye la diferencia entre las repúblicas latinoamericanas y la democracia posterior —efecto del rigor sacrificial del gobierno fuerte—, la república parece encontrarse en «transición» (1).  El término solo se incorpora al léxico político desde los años ochenta, cuando se elaboran salidas posibles a la dictadura chilena y las izquierdas entran en el proceso de renovación. «Transición» porta consigo la ventaja, propiamente portaliana, de contener en sí misma dos formas o regímenes políticos disímiles pero articulados. Dos formas o, en rigor, una forma sostenida sobre la base del peso de la noche como su arché: república, sí —dirá Portales—, pero bajo la introyección de la monarquía; democracia, sí —dirán los transitólogos—, pero bajo la introyección de la dictadura. Por fin, «transición» indica el desplazamiento hegemónico de saberes: por décadas, la historiografía había constituido el dispositivo de saber más decisivo de la república, donde aún primaba un principio soberano, para terminar desplazada por la sociología y su vocación gubernamental. En último término, «transición» no es más que la sutura del fantasma portaliano que mantiene el arché en medio del nuevo orden.

De esta forma, entre dictadura y democracia no se articulará una línea de progreso como un círculo mítico ensamblado por el fantasma. Así, todas las dificultades que ha tenido el pensamiento crítico durante los últimos treinta años para pensar la dictadura y su articulación en y como democracia, me parece, tienen que ver con la juntura fantasmática del portalianismo que se replica aquí: dictadura y democracia se compenetran espectralmente hasta llegar a confundir sus propias lógicas en un mismo continuum, cuyo soporte político ha sido el partido portaliano: metapartido fáctico de corte oligárquico que articuló a la república y que, después de 1990, en virtud de la promiscuidad consensual de las élites de la actualidad, puede perfectamente denominarse partido neoliberal.



La revuelta de octubre de 2019 impugnó el arché del peso de la noche sobre el cual había descansado la episteme transicional: la inercia de una masa despolitizada bajo la gubernamentalidad neoliberal devino fuerza de una multitud que puso en juego la «suspensión del tiempo histórico». La democracia portaliana fue parcialmente destituida, su máquina que suturaba autoridad y libertad, Estado y Capital, sufrió un impasse que fue suficiente para privarla del control del país. El portalianismo quizás haya sufrido aquí una de las impugnaciones históricas más importantes, tal como lo fue la Unidad Popular en 1970 o el movimiento de los pueblos durante el primer trienio del siglo xix. Se trata de su interrupción, momento en que el deseo de los pueblos o, si se quiere, la imaginación popular suspende parcialmente el complexio oppositorum al dislocar la sutura portaliana que anudó fatalmente al Estado y al Capital. Los treinta años eran reales, pero no en el sentido historiográfico, sino en el sentido intempestivo: treinta años fue la expresión de una cifra histórica, que condensaba doscientos años de portalianismo, al que la revuelta se arrojó a destituir. Pero, para hacerlo tocó el arché del propio orden, el dispositivo gubernamental encargado de transformar la fuerza de los pueblos en inercia y despolitizar a la población. En otros términos, la revuelta se lanzó sobre el resorte de la máquina, el puntal que catalizó velozmente la implosión del pacto oligárquico de 1980 hasta llevarlo a su punto cero.

La episteme transicional, anudada como pivote de saber-poder de la democracia portaliana surgida desde 1990, estaba experimentando una interrupción decisiva: el complexio oppositorum no logra restituir su unidad. El fantasma no puede suturar la grieta, el hiato, el abismo abierto por la revuelta; los dispositivos que habían posibilitado el saber, el poder y la subjetivación son dislocados. La revuelta lleva la sutura portaliana de 1980 a su ruina y «evade» una y otra vez su poder. Los pueblos no se dejan gobernar por el fantasma. Los torniquetes han saltado en pedazos y los pueblos vuelven a habitar las calles intempestivamente. La realidad completa del país deviene fiesta: el saqueo asedia la propiedad; las barricadas, al conjunto de calles; incendios queman los sitios decisivos, y vetustos monumentos son destituidos de sus históricos pedestales. Todo cae, la vida con la muerte, la democracia con la dictadura, el portalianismo es acribillado a quemarropa por la irrupción de los pueblos. Pueblos vencidos en Lircay en 1830, vencidos en el golpe de 1973, que dislocan los lugares y habitan otros sitios para los que aún la humanidad no ha creado los espacios. Toda revuelta habita en un lugar que jamás ha podido tener lugar: un jardín que destituye a todo Edén; jardín abierto entre la sequedad del cemento, maleza diseminada entre las grietas del pavimento. La revuelta es jardín, donde cuerpo y potencia se anudan en una sola intempestividad.

La democracia portaliana agoniza, pero aún no está destituida. Su oligarquía enloquece, experimenta una orfandad que no había experimentado jamás. No tiene el control del país. Nadie lo tiene. Los indios han cruzado el Biobío. El torniquete (pos)colonial del katechón portaliano dejó de funcionar, la trinchera fue extrañamente abandonada. La fiesta se impuso. El derecho de propiedad sangra. El término «dignidad» enciende las calles: «Pero esa dignidad —escribe Frantz Fanon— no tiene nada que ver con la dignidad de la “persona humana”. Esa persona humana ideal jamás ha oído hablar de él» (2). ¿Qué es lo que los vencidos dicen cuando dicen «dignidad»? No se trata, por cierto, del término liberal, remitido a la antropología de la persona humana, sino más bien de la intensidad de la imaginación popular y el conato irreductible de una vida que ha vuelto a abrazar su potencia.

Las tensiones son aquí otras, potencias que nada tienen que ver con el normativismo con el que se han intentado medir las diversas versiones de liberalismo. «Dignidad» no designa al movimiento de reconocimiento de la persona humana como tal, sino a una fuerza de interrupción que suspendió el conjunto de mecanismos de producción de la subjetividad. «Dignidad» designaba así la irrupción de otras formas de vida, de otras voces, de otros lugares de enunciación. No había aquí la reivindicación personalista que posteriormente la saturación de dispositivos hermenéuticos y sus políticos de turno interpretaron social y juristocráticamente. No había un «quién», sino una constelación de fuerzas: nada inquieta más a la policía que la inexistencia de un quien: «¿Quién mató al comendador? ¡Fuenteovejuna, señor!» —sostenía Lope de Vega—. La búsqueda de un sujeto que pueda conducir, liderar, en el fondo, pastorear a las ovejas está ausente. La búsqueda de un alguien que pueda convertirse en interlocutor y articular una interpretación, una forma precisa de hegemonía. Nada de eso hay en la revuelta, porque nada está detrás de ella. Fragmentariedad de cuerpos que no calzan consigo mismos, que no pueden ser jamás un «para sí», la revuelta es precisamente una experiencia de inactualidad, de una intensidad que resta respecto de sí.

«Lo que el pueblo exige es que todo se ponga en común» (3). Exigencia de clase absolutamente simple pero decisiva que, a su vez, expone el vacío que atraviesa al complexio oppositorum portaliano al destituir la ilusión de su orden. El país no será más un oasis, pues la revuelta, en su apuesta descolonizadora, destituirá su lugar excepcional (la copia feliz). Así, la exigencia popular pondrá en común al país y expondrá lo más insoportable para su fantasma: que no es nada excepcional, que no es un oasis, sino que deviene como todos los pueblos de la tierra. Somos común, y esa es la realidad más banal e insoportable. Realidad de la que la poesía pudo dar cuenta en la medida en que abría el campo anasémico de la potencia, oculto bajo las gruesas vestiduras del fantasma portaliano. No se trata, entonces, de que la revuelta haya revelado un arché cuya autenticidad y originariedad habría permanecido oculta, sino justamente que la revuelta destituyó el arché del Reyno de Chile, cuya expresión portaliana no fue otra que la del peso de la noche. La revuelta fue así, por un momento, la suspensión de dicho peso y la abertura an-árquica de la imaginación popular.

Pero la dimensión an-árquica de la revuelta no prescindió de formas. Los cabildos, asambleas y diversos tipos de reuniones políticas mostraron que el movimiento de los pueblos vuelve a irrumpir en escena bajo una organización diferente a la portaliana, pues intentó garantizar la permanencia de su potencia, la alegría de su fuerza y no transformarla así en la triste realidad de la inercia. Se trata de la an-arquía de un ritmo que ha de ser pensado como «organización del movimiento de la palabra en el lenguaje» (4) y, por tanto, articulación que no obedece al régimen de la representación (al signo), pero que resulta una constelación energética singular. El ritmo deviene an-árquico en la medida en que destituye al resorte portaliano y se arroja al ruedo de su violencia no para instaurar un nuevo orden (un nuevo arché), sino para habitar la misma suspensión sobrevenida. Usar los lugares de siempre, pero bajo la exigencia de ponerlos en común, de habitarlos o impregnarlos en una nueva república de los cuerpos, al modo de un jardín que se cultiva y no de un Edén al que se imita.

Aciago instante del orden el que sobreviene con la revuelta de octubre de 2019. Instante de reacción, donde el fantasma ha de lanzarse a la carroña e intentar anudar lo imposible de anudar. El deseo de los pueblos estalla, los carroñeros se arrojan a la cacería. Los restos arden solos por la calle, un relato que confiscó la vida del fantasma por décadas está en quiebra. El fantasma ya no es eficaz, su vacío y fragmentariedad han quedado expuestos. El cóndor hace lo suyo: fuerzas militares cubren tímidamente al país, fuerzas policiales multiplican sus violencias en una miríada de plazas, barrios, calles y colegios que han sido tomados. El presidente declara la guerra a su pueblo y exhibe, de esta forma, el arché de la república. El hueso se deja ver, la fractura está expuesta y no hay nada que el propio fantasma pueda hacer.

La policía va en busca de la fiesta que colma las calles del país. Las llamas arden, la destrucción irrumpe, un júbilo inviste las pasiones cuando los pueblos logran rasgar las vestiduras del fantasma. En palabras de Mistral: el cóndor acecha al huemul, la stásis de las fuerzas cósmicas se desencadena sobre la tierra. Nada está en su lugar, todo se desplaza, experimentamos la precariedad de lugares tomados y desalojados a la vez. El cóndor se arroja a cazar muertos, restos de presas que han quedado después de la matanza. Pero no hay muertos, sino vivos. Tiene que combatir cuerpo a cuerpo y no sabe hacerlo. La gracia del huemul despunta con los pueblos mientras la fuerza del cóndor retrocede con su fantasma.

Cuando el fantasma no funciona, reacciona. Su látigo es doloroso pero ineficaz. Su reacción advierte la impotencia, sintomatiza su destitución. Ante todo, es en la intelectualidad donde dicha reacción encuentra su sitio. Las columnas proliferan, los periódicos del orden —que realizan la labor diaria de sostener al fantasma— y los libros rápidamente publicados atestiguan la magnitud del acontecimiento. Salvo raras excepciones, la intelectualidad oligárquica apenas se detiene para pensar y, más bien, comanda su palabra como armas dirigidas a la cacería que se anuncia: la anarquía ha vuelto.



1.- Luna Follegatti, La transición a la democracia en Chile: genealogía de un concepto (1973-1989), tesis doctoral, Universidad de Chile, 2018.

2.- Frantz Fanon, Los condenados de la tierra. México D. F., FCE, 1963, p. 39

3.- Ibid., p. 43

4.- Meschonnic, La poética como crítica del sentido, op. cit., p. 34.



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