viernes, febrero 03, 2023
¿HASTA CUANDO? Algunas anotaciones sobre un libro de Oscar Ariel Cabezas
Redacté estas notas apenas terminé de leer el libro de Cabezas. Cierto sitio se interesó en publicarlas pero a condición de eliminar las referencias al peronismo. No acepté, así que finalmente lo publicó El Porteño. Lo dejo también acá para efectos de archivo más que otra cosa.
Dos personas distintas me recomendaron con entusiasmo
conseguir el nuevo libro de Oscar Ariel Cabezas “¡Quousque Tandem! La
indignación que viene”, publicado por Ediciones Qual Quelle, Santiago, 2022.
Por eso, tras una visita a la librería Alma Negra en Nueva de
Lyon 63 me conseguí un ejemplar y abandoné otras lecturas en curso para leerlo
entero más o menos rápidamente. En estos tiempos los lectores debemos
aprovechar todos los intersticios en que nuestros ojos se pueden posar sobre
las líneas impresas o electrónicas, combatiendo el tiempo muerto de los
desplazamientos en micro y metro, las esperas para almorzar en las pausas del
trabajo asalariado, y aprovechando los momentos de regreso al hogar que siempre
se hacen cortos en medio de las tareas más básicas que hay que cumplir antes de
irse a acostar para reiniciar todo el ciclo al otro día.
El título alude a Cicerón y su famosa diatriba en contra de
Catilina y su conjura del año 63 Antes de Cristo, ¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?, o sea: “¿Hasta
cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?”. Cabezas escoge esa frase
como representativa de las revueltas globales que están ocurriendo desde algún
tiempo y que, según indica, llegaron para quedarse.
El vaso medio lleno
El libro parte muy bien y es fácil dejarse llevar por su
línea argumentativa. Lo más valioso que en él encontré viene planteado de entrada:
vivimos en un oasis neofascista en que los fascismos ya no son molares
(macropolíticos/estatales) sino que moleculares (Guattari), y los encontramos difuminados
por todas partes, desde el comportamiento agresivo de los pasajeros del metro y
consumidores ávidos de llenar el vacío existencial una y otra vez, hasta en la
invasión de publicidades mientras navegamos por Youtube o hacemos filas para
ser atendidos en un centro de salud. Así, Cabezas se inscribe en la tradición
que a partir de los años setenta diagnostica una mutación del viejo fascismo,
que a pesar de haber sido derrotado en 1945 en su forma clásica, sobrevive
hasta nuestros días como el necesario complemento o aspecto oculto del
capitalismo neoliberal. Esta comprensión del nuevo fascismo fue formulada
claramente por Pasolini, Deleuze/Guattari y Foucault, y ha sido
consistentemente abordada hace poco por Maurizio Lazzarato en uno de los
mejores textos que leí el 2022, “El capital odia a todo el mundo. Fascismo o
revolución” (Eterna Cadencia, 2020), y entre nosotros por Sergio
Villalobos-Ruminott en su libro “Asedios al fascismo. Del gobierno neoliberal a
la revuelta popular” (DobleAeditores, 2021). Cabezas profundiza en el
diagnóstico del “modo de vida neofascista” en que todos estamos insertos, y lo
hace teniendo a la vista la derrota de la Nueva Constitución en el plebiscito
del 4 de septiembre del 2022.
Otro aspecto muy valioso del análisis de Cabezas sobre la
realidad chilena es la cuestión de la producción de una subjetividad de clase
media, que no sería solo un estrato social sino una disposición, “el lugar en
que las aspiraciones se realizan en el pequeño sueño del bienestar económico”,
o la “creencia en el orden, la democracia y los valores del mercado”, el
“devenir subjetivo de los que sostienen el orden desde la negación de los
antagonismos sociales”. Visto así,
agregaría que no es nada casual que una vez que con la complicidad de la
academia neoliberal/posmodernista el viejo marxismo ha sido arrojado al
basurero de la historia, ya nadie hable de las clases sociales propias del
capitalismo (burguesía y proletariado) pues las únicas clases existentes en el
discurso actual son la “clase media” de la que casi todos consideran formar
parte, y la “clase política”, odiada por casi todos, desde extrema derecha a
extrema izquierda.
A diferencia de muchos izquierdistas que se quejan de la
inexistencia de una “verdadera izquierda” e incluso hablan de que en Chile
únicamente existen “dos derechas” (la tradicional y la neo-concertacionista),
Cabezas señala la profunda complicidad entre la izquierda adaptada al
neoliberalismo, desde los tiempos de Aylwin hasta el gobierno de Boric, y esta
producción de subjetividad clasemediera, que produce un tipo de izquierdismo inmanente
y no trascendente al sistema neoliberal, que en otras partes del mundo ha sido
llamado “izquierda woke”.
Se trata a mi juicio de uno de los aportes más fuertes del
libro, pues permite identificar a la izquierda realmente existente como parte
fundamental del orden que Cabezas denomina “capitalocrático”, sin cuyo aporte
la obra de la dictadura iniciada en 1973 no se hubiera desplegado plenamente a
partir de 1989 (los “30 años” contra los que nos levantamos en octubre del
2019), y posteriormente en el actual “retorno a la normalidad” que hemos vivido
desde la pandemia y la neutralización de la revuelta mediante el acuerdo por la
paz, la elección de Boric, y la derrota
electoral de la opción por una Nueva Constitución.
El vaso medio vacío
En este punto es que me veo motivado a señalar algunas
diferencias con Cabezas. A mi juicio, y tal como lo formula el japonés Jun
Fujita Hirose en la conversación con el autor que cierra este libro, existió
una contradicción en la revuelta chilena que por una parte quería destituir a
Piñera y por otra “apechugó con la ‘salida institucional’ propuesta por la
‘democracia’ a la que se oponía con toda fuerza”. La finalidad del acuerdo del
15 de noviembre, propuesto por Piñera y acogido por el grueso de la “clase
política” -con Boric firmando primero a título individual y un PC de Chile que
se negó a firmar pero luego se sumó con entusiasmo al proceso- siempre fue
evidente: desviar y neutralizar la revuelta, salvando el orden del
Estado/Capital de la amenaza más grande que había enfrentado en el último medio
siglo. Si en Cabezas y muchos otros teóricos radicales esa finalidad pasó a
segundo plano cuando se posibilitó mediante el trabajo de la Convención
Constitucional la “superación de la Constitución de Pinochet” y la aprobación
de una plurinacional y verdaderamente democrática, entendida como condición
necesaria aunque no suficiente para una transformación profunda, creo que
existe una gran ambigüedad en la comprensión de la verdadera ligazón entre
capitalismo y democracia, que va mucho más allá del vínculo más notorio entre
democracia representativa y neoliberalismo.
En cuanto a esto, a pesar de la radicalidad de su crítica,
Cabezas se revela como un demócrata allendista que gasta bastante tiempo en
señalar que la revuelta no era “anárquica”, y que de hecho no tiene problemas
en vincular la violencia de octubre con meros montajes policiales e
intervención del lumpenproletariado en incendios y saqueos. Por eso no resulta
extraño que le diga a su interlocutor japonés que fue la pandemia el “verdadero
milagro” que salvó a Piñera de caer e incluso de terminar en la cárcel por las
violaciones de derechos humanos cometidas durante su mandato. No señor: Piñera
se salvó el 15 de noviembre de 2019, y quien lo salvó directamente fue el
presidente actual, Gabriel Boric, en cuyo gobierno es un pilar fundamental el
PS: el partido del presidente mártir, Salvador Allende, cuyos correligionarios
en vísperas del cambio de siglo salvaron a su vez a Pinochet de quedarse preso
en Europa.
Ante esta evidencia es que cobra mucho sentido leer al
referido teórico japonés preguntándole a Cabezas “¿por qué los chilenos no
continuaron sus luchas callejeras hasta la caída del gobierno del presidente
Piñera, quien además es uno de los empresarios más beneficiados por el
neoliberalismo chileno, como lo hicieron por ejemplo los argentinos hace 20
años con la consigna ‘Que se vayan todos’? Los chilenos dejaron que Piñera
completara su mandato con toda tranquilidad” (pág. 200). Para Cabezas, como dijimos, la causa de esto
radica en la pandemia, a pesar de toda la evidencia que indica que a partir del
acuerdo del 15 de noviembre las protestas disminuyeron notoria y gradualmente
su fuerza. A su juicio, similar en esto a la de la mayoría de los demócratas e
izquierdistas, la revuelta tenía por objetivo “cambiar la Constitución de 1980”,
y por eso se depositaron grandes ilusiones en un proceso que desde el inicio
estaba destinado a neutralizarla.
Lo cierto es que como aún resulta posible recordar, en los
primeros días la revuelta era destituyente y an-árquica, violencia pura
o divina (en términos benjaminianos), y recién para la concentración masiva del
25 de octubre fue que la pequeña burguesía progresista levantó con fuerza la
consigna de Nueva Constitución, que fue el canal por el cual el deseo
revolucionario y destituyente fue transformado en una mera relegitimación
institucional del Estado. Por lo demás, la Constitución vigente no es pura y simplemente
“la de 1980”, como gustan de creer muchos, sino que el producto de las reformas
acordadas con la Concertación de partidos de la democracia, plebiscitadas en
1989, y de la gran cantidad de reformas posteriores que llevaron a que desde
2005 ostente la firma no de Pinochet sino que de Ricardo Lagos. Lo dramático es que ese discurso, que
invisibiliza el hecho de que la Constitución actual es híbrida (1/3
Pinochet/Guzmán, 1/3 reformas de 1989, 1/3 reformas posteriores), ha
pavimentado el camino a una extrema derecha que se atribuye el 62% del
plebiscito de salida como un triunfo propio que expresa un apoyo a Pinochet,
lectura en que varios críticos de izquierda también han caído.
Más que lucha de clases y revolución social, ciudadanía y
desobediencia civil son los conceptos clave en la mirada de Cabezas, que por lo
mismo se permite criticar la “poca riqueza” del análisis de Héctor Llaitul en
los motivos que dio la CAM para no participar del proceso constituyente,
destacando por contraste la figura de Elisa Loncón, presidenta de la Convención
Constitucional, e incluso elogiando a Jorge Arrate (interlocutor de Llaitul en
un famoso libro que contiene una entrevista entre ambos) como un “político
allendista” y “ciudadano a emular, no sólo para la izquierda, cuya
reconstrucción es urgente, sino para cualquier ciudadnx digno de la condición
pensante de la política entendida como el arte de la lucha por la conquista de
la dignidad” (pág. 142).
¿En serio? A mi no se
me olvida el nefasto rol que Arrate junto a otros miembros del Partido
Socialista cumplieron en los ochenta, siendo protagonistas de la “renovación”
que reconstituyó su viejo partido como un pilar fundamental del orden
neoliberal, y que incluso luego de su viraje a la izquierda donde se acercó al
viejo aparato estalinista del PC de Chile -hoy un mero partido socialdemócrata
a pesar de su nunca desmontado autoritarismo- se definía a sí mismo como
“socialdemócrata” y “eurocomunista” (ver su aporte en el dossier “40 años, 40
historias”, en el sitio de la Biblioteca Nacional). El mismo Félix Guattari,
ultracitado a lo largo del libro de Cabezas, en una conversación sostenida 1977
con los italianos Paolo Bertetto y Bifo donde refieren al eurocomunismo como “un
nuevo tipo de proyecto político fundado sobre el nexo
socialdemocracia-stalinismo que implica la represión de las luchas proletarias”,
diagnostica que “ya no tiene nada que ver con la historia y las
perspectivas del movimiento comunista: incluso está más bien en regresión
respecto a la Internacional Socialista de la preguerra” (Félix Guattari, Deseo
y revolución, Tinta Limón, 2021). Así que no, gracias: no hay nada que emular
en el ciudadano Arrate, si uno aún desea una revolución social anticapitalista
y antiautoritaria. Muy por el contrario.
Con esto llegamos a los puntos que me parecen más débiles del
libro de Cabezas, cuya sofisticación discursiva no oculta lapsus relevantes
como la parte en que refiriéndose a la tendencia natural de la policía hacia el
fascismo en Estados Unidos, señala que “también es una de las más intensas
pulsiones de Carabineros de Chile desde el golpe militar de 1973” (pág. 163).
Cuesta creer que el autor pase por alto el largo historial de masacres y
terrorismo de Estado en que ha incurrido Carabineros desde su fundación en 1927
por el dictador Ibañez, conocido en su tiempo como “el Mussolini del nuevo
mundo”. Pero es cierto que en el imaginario de muchos izquierdistas chilenos,
que más que anticapitalistas son sólo antineoliberales, todo iba muy bien hasta
el 11 de septiembre de 1973, y sólo a partir de ese momento la barbarie
capitalista se ensañó con esta larga y angosta faja de tierra situada entre la
cordillera y el océano Pacífico.
Más llamativo aún resulta cuando califica la fuerza bruta de
la policía chilena como “descerebrada y anárquica”, siendo que toda la
evidencia indica que se trata de una violencia jerárquica altamente organizada,
centralizada y entrenada, que hace tres años acudió sistemáticamente, y no de
manera “espontánea” mediante “excesos individuales”, a la mutilación ocular
como estrategia política represiva, que hasta ahora ha quedado en la más
absoluta impunidad, con una cacareada reforma policial que finalmente quedó en
nada desde que al asumir su mandato el presidente Boric ratificara en su cargo
de General Director a Ricardo Yañez, que para la revuelta ejercía como Director
Nacional de Orden y Seguridad.
Cabezas insiste a lo largo del texto que las revueltas ya no
son modernas y que no expresan ningún “principio de anarquía”, y por el
contrario las entiende como un freno de mano para evitar la captura de las
instituciones democráticas por la capitalocracia. Así, a pesar de su
contundente crítica de la izquierda realmente existente, de las similitudes
discursivas entre Piñera y Boric, y del espectáculo electoral en que se
enfrasca esa izquierda, al final pone sus esperanzas en los “nuevos bárbaros”
hasta que la dignidad “se haga cuerpo en los afectos de una verdadera Asamblea
Constituyente”.
En la conversación con Jun Fujita Hirose aparece una pista
importante para entender las pasiones políticas de Cabezas cuando se lamenta de
que en Chile no exista algo parecido al peronismo, “una máquina
teológica-política que sigue orienta(n)do las luchas en Argentina” (pág. 201).
Muy por el contrario, podríamos decir que el peronismo ha constituido desde sus
inicios hasta ahora un aparato de encuadramiento de los proletarios argentinos
en el Estado, con claros orígenes semifascistas (la admiración de Perón por
Mussolini y Hilter es un dato de la causa, así como su inmediato reconocimiento
a la Junta Militar chilena en 1973, y las visitas oficiales y giras de Evita
Perón con Francisco Franco, para ayudarle a blanquear ante el mundo la versión
española y “nacional-católica” del fascismo clásico). De hecho, el populismo
peronista con sus tentáculos hacia la derecha y la izquierda son un ejemplo
para neofascistas como el ruso Aleksandr Dugin, uno de los gurús de la nueva
extrema derecha actual, y constituye un enorme obstáculo para la autonomía
política y actuación revolucionaria del proletariado argentino. En síntesis,
tal como con Jorge Arrate, no me parece que haya nada que emular ahí.
Por último, no dejan de llamar la atención algunas
imprecisiones relevantes en que incurre el autor. Así, en dos ocasiones señala
que el plebiscito donde se definió la continuidad de Pinochet como presidente
de Chile fue en 1989, siendo que ese evento ocurrió el 5 de octubre de 1988. Lo
que sí ocurrió en 1989 fue el plebiscito donde más del 90% de los votantes
aprobaron la reforma constitucional pactada entre el régimen militar y la
Concertación de Partidos por la Democracia: momento fundacional de los “30
años” contra los que nos rebelamos el 2019, a partir del cual es bastante engañoso
hablar de “la Constitución de los milicos”, que fue el gran argumento de la
izquierda apruebista para aceptar el itinerario electoral definido por la
“clase política” el 15 de noviembre de 1989 y sumarse con entusiasmo a esa
verdadera contrarrevolución democrática-institucional.
También se equivoca al referir que en el 2006 se produjo el
“mochilazo” de los estudiantes secundarios, que según dice continuó “en 2011,
como la revolución pingüina” (pág. 53), y también al recordar la acción de la “dirigente
secundaria” María Música Sepúlveda al arrojar el contenido de un jarro de agua
a la Ministra Mónica Jiménez, a quien identifica como “mujer socialista y de
izquierda (pág. 54)”.
La verdad es que gran parte del legado del movimiento
secundario que irrumpió el 2001 (el verdadero año del “mochilazo”, que se
produjo poco después de las importantes protestas contra una reunión del Banco
Interamericano de Desarrollo, con ocasión delas cuales se articularon una
multiplicidad de colectivos y movimientos anticapitalistas) fue la instalación
de asambleas y vocerías, que rompieron con el modelo burocratizado y jerárquico
de los “dirigentes estudiantiles”, que tanto en la revolución pingüina del 2006
como en el estallido secundario y universitario del 2011 los partidos se
esforzaron en reponer, al punto de que la renovación
izquierdista/concertacionista que hoy nos gobierna llegó de la mano de los
nuevos dirigentes estudiantiles del 2011: Boric, Vallejo y Jackson. Por el
contrario, María Música era parte de la expresión más “anárquica” del
movimiento, cuyos herederos saltaron los torniquetes el 2019, aunque Cabezas lo
niegue explícitamente (“No había nada de anarquismo en el acto de María
Música”, sentencia en esa misma página). Por cierto, la Ministra Jiménez nunca
fue socialista ni de izquierda, sino que demócrata cristiana y parte del
Directorio fundacional de Paz Ciudadana.
Conclusión
Finalmente, considerando sus virtudes y defectos, este libro
es sin duda un aporte importante a la hora de evaluar desde el General Intellect el lugar al que hemos
llegado tres años después de la insurrección de octubre, y los caminos que
siguen abiertos para las revueltas del siglo XXI, que coincidiendo con el autor
estimamos que han llegado para quedarse pero, como ha dicho Lazzarato, nos
plantean la difícil tarea de crear máquinas de guerra revolucionaria y retomar una
“teoría de la revolución” adecuada para el siglo XXI.
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