sábado, junio 10, 2023
Música del Demonio, o 1984-2023: the metal years
Ya he contado antes que el Heavy Metal fue mi primer gran amor musical. No porque no amara la música desde antes, pues en mi hogar familiar en La Serena habían LPs interesantes de Pink Floyd (Lado oscuro de la luna y Madre corazón de átomo: en esos años traducían los títulos) y después en Punta Arenas escuchábamos mucha música en los numerosos y largos viajes en auto por la pampa (un repertorio centrado en Congreso, Los Jaivas, Inti Illimani y Quilapayún). Además, escuché los 100 casets de la Enciclopedia de los Grandes Compositores que mi padre coleccionaba semanalmente, y siempre estuve atento a bandas que usaran flauta traversa, el instrumento que yo estudiaba en esos tiempos: básicamente Focus y Jethro Tull.
Pero cuando en 1984 vi en magnetoscopio musical selecciones
del US Festival 83 (Ozzy, Scorpions, Triumph y Judas Priest), y luego un
especial de Iron Maiden y otro con varias bandas metaleras del momento (Accept,
Y&T, Blue Oyster Cult) mi vida cambió para siempre: la adicción musical
extrema se apoderó de mi antes de cumplir 13, y me acompaña hasta ahora que
estoy por cumplir 52. La canción que mostraron de Osbourne era “Crazy Train”, y
en el mini especial de Iron Maiden pusieron “Run the hills”, “The number of the
beast” y “The trooper”. La que más me electrifica aún es la interpretación de “Hellion/ElectricEye” por Judas Priest en ese famoso festival del cual incluso Kurt Cobain (poco
mayor que quien suscribe) escribe en sus diarios: no pudo ir a ese festival que
le quedaba tan lejos, pero en cambio fue en el mucho más modesto Them Festival donde vio tocar por
primera vez a los Melvins. La canción no sólo es excelente en sí misma y especialmente
en esa versión en vivo sino que su letra anticipaba temas como la tecnovigilancia
satelital. Todo eso lo tenía grabado en una cinta de Betamax, que quien sabe dónde
estará ahora.
Pero mi relación con el metal es compleja e incluyó períodos
de alejamiento, aversión e incluso renegación.
Entre los 12 y 15 años mi identificación con el género era
casi total: apoyaba a todas las bandas de rock pesado, desde las más clásicas
(Maiden y Priest) a las más nuevas (Metallica, Slayer), las más comerciales (Ratt
y Quiet Riot) e incluso a las no tan buenas que llegaron a Chile a tocar al
escenario de la Quinta Vergara (Nazareth y Krokus). Nunca modifiqué mucho mi
look, pero tenía algunas poleras baratas de bandas, un pañuelo de Kiss, y
también un par de muñequeras con remaches pero más bien las usaba en la intimidad
de mi pieza o en el living de la casa, donde me sentaba a escuchar música en el
equipo de mi padre, que consistía en un tocadiscos y un doble deck para casets,
que me permitía copiar todo lo que cayera en mis manos, y armar compilados. Mi apodo estudiantil era “Pollito”, pero yo
me rebauticé como “Pollo Metal”, escrito con la tipografía de Iron Maiden.
En segundo medio mis notas bajaron un poco, porque estuve
semi-becado en un colegio privado que era más exigente: el British School de
Punta Arenas. El que me consiguió el arancel diferencial fue mi profesor de
flauta, que era profesor de música en ese establecimiento, hasta que lo echaron
cuando estuvo preso por unas acusaciones de abuso sexual contra una alumna de
piano. Ante la baja relativa en mis notas (creo que tuve promedio 6.2 ese año y
había tenido 6.4 en 1ro medio en el Salesiano San José) mi papá culpó a la
excesiva atención que le prestaba al heavy metal, y me prohibió comprar más
casets. En esos tiempos recibía una mesada de 500 pesos, que se me iba completa
al comprar un caset al mes. El primero que conseguí, tras largas meditaciones,
fue el “Asesinos” de Iron Maiden, y regresé un mes después por “El número de la
bestia” (ya dije que en esa época se traducían los títulos de álbums y
canciones). Luego de la prohibición me
compré el “Made in Europe” de Deep Purple (ese no lo tradujeron) y lo mantenía
escondido de mi padre para escucharlo cuando él estaba en el trabajo.
Ya en ese año de 1985 mi amigo más fanático del metal, que una vez se reventó los tímpanos por escuchar con un parlante en cada lado de su cabeza el “Kill em all” de Metallica, se empezó a obsesionar con los desarrollos más modernos y extremos: thrash y speed metal. Al poco tiempo me dijo que su primo, también metalero, andaba interesado en las misas negras. Yo no: estaba recién rompiendo con el cristianismo y no estaba interesado en nuevas religiones aunque se plantearan como “negativas”. Pero debo reconocer que cuando el profesor de música -que era evangélico- me dijo que estaba preocupado por mi nueva afición, puesto que ya no pescaba las clases de música y además lo que estaba escuchando era “satánico”, y me prestó un set de recortes de prensa que así lo demostrarían, mi interés en el Heavy Metal se radicalizó, puesto que me hacía gracia que a los adultos les asustara. Con el puñado de metaleros que conocía (dos o tres por curso en ese colegio) tomamos nota de todas las bandas que mencionaban esos recortes de prensa, y no perdíamos ocasión de levantar la mano cornuda en cualquier ocasión que lo ameritara, por ejemplo en festivales de música de otros liceos, aunque nunca tocaron nada remotamente parecido a nuestras bandas emblema. En esos años estaba de moda Journey (“Don´t stop believing”) y Styx ("Domo arigato Mr. Roboto”).Ah: y también Michael Jackson (“Thriller”).
Una década después el gobierno democrático de Aylwin prohibió la visita de Iron Maiden, por el lobby católico y evangélico que los denunció como satánicos, una mala influencia para la juventud. ¿Cómo olvidar al sociólogo canuto Humberto Lagos –“experto en sectas” y asesor del gobierno- comentando video clips de Maiden que en rigor no asustaban a nadie excepto a los más tarados miembros de las sectas cristianas oficiales? Los progres ahora se ríen de que las esposas de los miembros de la Junta Militar a mediados de los 80 se hayan escandalizado por un clip de Queen en que aparecían travestidos, lo que causó que no los dejaran venir a tocar para no mal influenciar a la juventud chilena, tan señorita y machita. La verdad es que ambos casos son patéticos, y dan ganas de travestirse y usar cruces invertidas sólo para llevar la contra y “escandalizar al burgués”.
En 1986 llegué a vivir a Santiago. Mi banda favorita en ese
momento era Led Zeppelin. Aún recuerdo que cuando celebré mis 15 años donde la
familia de mi padre en el Cerro Cordillera me emborraché severamente y cuando
mi santa madre me fue a acostar le pedí que dejara puesta “Escalera al cielo”
en una pequeña radiocaset.
Los nuevos subgéneros del metal arrasaban: thrash, death,
black, power y speed metal. Los domingos solían poner albums nuevos completos
en algunos programas de radio. Pero me empecé a aburrir: al final, cada vez se
trataba más de una competencia por quien hacía la intro más monstruosa, y la
música me empezó a parecer monótona.
También me di cuenta que la mayoría de los metaleros eran apolíticos
cuando no abiertamente fachos, y yo estaba de lleno militando en las Juventudes
Comunistas, donde ya era duro ser rockero en medio de tanta zampoña y charango,
y no quería tener nada que ver con ambientes políticamente ambiguos.
Me fui adentrando en el rock progresivo y la psicodelia de
los 60 y 70 (Gong, Magma, Soft Machine, Can y Faust), y de ahí pasé a mi
querido Rock In Opposition (Henry Cow, Art Bears, Skeleton Crew, Aksak Maboul).
Por muchos años mi banda favorita fueron los Residents, y sólo me reencontré un
poco con el metal extremo en los temas “grindcore” de Naked City. ¡Qué divertido
resultaba escuchar a Bill Frisell y Fred Frith rockeando a lo Napalm Death!
A inicios de los 90, sin abandonar mis gustos más avantgarde,
di con el hardcore punk, que no sólo me voló la cabeza sino que me sirvió como
una especia de militancia político-personal en remplazo de la militancia
partidista (en total dediqué 2 años a la JS, 1 año y medio a las JJCC, y como 4
años al trotskismo-morenista). En ese contexto el metal me parecía un género
estúpido y abiertamente enemigo. Para peor, en la segundas mitad de los 90 la
escena del Santiago hardcore estaba muy influenciada por el NYHC y su sonido
abiertamente metalizado en el peor sentido posible. Así que mi hostilidad hacia
el metal y las derivas metalizadoras del HC era bastante fuerte. Como dijo el
amigo Weasel Walter en una entrevista, “creía en una dicotomía punk vs. metal,
y me ubicaba claramente del lado del punk”.
Recién a inicios de este siglo (o en el cambio de milenio) me
reconcilié un poco con el metal. Black Sabbath nunca me dejó de gustar, lo
mismo Motorhead y AC/DC -que en todo caso trascienden el ámbito del metal-, y
vía Saint Vitus y los discos antiguos de Melvins desarrollé un fuerte gusto por
el doom: Sleep, Eyehategod y otros me hacían sentido, e incluso en la banda
Niño Símbolo tratamos de crear un tema más o menos inspirado en el sonido
“lento y real” (como lo definió el gran Claudio “Bachicha” Fernández de
Supersordo”): “Gente fea”, con un texto muy antisocial inspirado en las Cartas
del Yagé de William Burroughs y una breve y horrible estadía de 5 días en la ex
Penitenciaría, donde fui a parar tras propinarle una golpiza a un skinhead nazi
hacia 1998.
Fuera de esas excepciones, al igual que Walter creía que el
metal era música estúpida, virtuosísimo vacío, y lo llamaba despectivamente
rock pichulero (mi traducción libre de la expresión “cock rock”). Hacia el año
2012/3, cuando ya era padre, un ataque de nostalgia me llevó a conseguir
algunos discos de Iron Maiden, Judas Priest y Scoprpions. Sentía que me
conectaban con mi pasado, con la pre-adolescencia, y con un sonido de guitarras
que hasta el día de hoy es uno de mis gustos favoritos más fijos. Porque sí:
desde esas tarde de domingo en Magallanes lo que más me llamó la atención no
eran las voces ni las baterías sino que los rasgueos y solos de guitarra, sobre
todo en el ataque doble de Maiden, que mucho después aprendí que a su vez lo
habían tomado de Thin Lizzy. Incluso al llegar a Santiago conseguí una guitarra
eléctrica y tomé clases, para damre cuenta luego de que lo mío no era la
guitarra sino el bajo. Mi admiración por Zappa debe haber ayudado a sentirme
menoscabado en las 6 cuerdas. Tal vez hubiera sido distinta la historia si
hubiera conocido a Discharge o los Ramones. Pero me cambié feliz a las 4
cuerdas, y hoy en día creo que mi amor por los saxofones frenéticos del free
jazz tiene una cierta continuidad con mi viejo amor por los punteos de guitarra
eléctrica.
Toda esta larga perorata introductoria tenía una finalidad:
contarles que en mi actividad permanente de exploración de bandcamp hace como
un mes me topé con el LP nuevo de Darkthrone, “Astral Fortress”, cuya portada
parecía más crusty punk que otra cosa. Lo escuché, y algo pasó en mi interior.
Se reavivó el amor por los sonidos del mejor heavy metal de todos los tiempos,
y me quedé hasta ahora explorando tanto a esa maravilla de banda como otras
expresiones del black metal y sus derivados. En su época escuche algo a Venom, que nunca me
cautivó mucho, y trabajando hace un año en mi libro nuevo (“La religión de la
muerte”, próximo a irse a la imprenta) traté de explorar algo de black metal,
centrado en su conexión fascista (el infamoso National Socialist Black Metal).
En ese momento temía que bandas de esa calaña me gustaran, pero quedé bien
decepcionado de su fomedad sonora: guitarras super bien afinadas y melódicas,
cantos guturales y exhibiciones de paganismo a la Julius Evola. Ninguna de las
bandas me llamó la atención.
Pero creo que había buscado mal: la gracia del verdadero black
metal escandinavo de los 90 (la "segunda ola" según dicen los entendidos, aunque podríamos decir que la primera, de Venom a Celtic Frost, aún no era BM puro) se me aparece ahora escuchando algunas recomendaciones
de Walter: además de Darkthrone, los primeros discos de Immortal, Mayhem y
Marduk, además de los brasileros de Sarcófago y gran parte del catálogo de Peaceville records me han mantenido muy ocupado y disfrutando de la verdadera música del
demonio.
Seguiré en eso y haré un nuevo informe más detallado.
Death to false metal!
Por mientras, recomiendo estos clásicos:
Darkthrone, “Under a funeral moon” (1993)
Immortal, “Pure holocaust” (1993)
Mayhem, "De
Mysteriis Dom Sathanas" (1994)
Etiquetas: heavy metal, memoria negra