(Capítulo 19
de El fantasma portaliano)
Raudales de escritos han proliferado desde que el 18 de
octubre obtuvo carta de eternidad. En general, los análisis se han circunscrito
a la época transicional: los treinta años que no podían ser treinta pesos y que
tendrán al régimen neoliberal —y a su constitución— como su predilecta forma de
gobernar. Pero estos han obviado cómo la episteme transicional configura el
último ensamble del fantasma portaliano. Así, lo que resulta fundamental es
dilucidar cómo la gubernamentalidad neoliberal se anudó al viejo fantasma.
Lejos de quedar extemporáneo, el portalianismo es capaz de arrimarse a nuevos
proyectos. Su autoritarismo social fue el puntal decisivo para reacomodar la
topología Estado-Capital de la república bajo el nuevo régimen de la
gubernamentalidad neoliberal, que vio sus frutos justamente en los
problemáticos años de la episteme transicional.
Volvamos al epígrafe con el que inauguramos este ensayo: la
carta de Portales a Cea en la que señala que para las repúblicas
latinoamericanas se hace necesario un gobierno fuerte y centralizador. Es clave
atender al hecho no menor de que, para Portales, tales repúblicas se inscriben
en una suerte de proceso de transición hacia
la democracia: cuando los ciudadanos se hayan moralizado por las virtudes
impresas gracias a la oligarquía dominante (desde arriba), «venga el Gobierno
completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los
ciudadanos» —dice el triministro—. Por ahora, el control del mal ha de ser
férreo, pero solo en la medida en que este permitirá transitar hacia la
democracia. En el fondo, se trata del modo en que la república latinoamericana
y su gobierno fuerte y centralizador funcionaría a favor de la democracia al
precio de que los llamados vicios puedan ser corregidos a favor de la virtud.
Esta es la clave del fantasma portaliano devenido en el presente.
De la misma forma en que Portales logró introyectar
hipertróficamente la monarquía en la forma del gobierno fuerte y centralizador
de las nuevas repúblicas latinoamericanas, como el arché del nuevo orden político, desde 1990, la episteme
transicional introyectó la dictadura en el seno mismo de la democracia. Así, la
dictadura asumía una forma civil y la democracia, un modo dictatorial; la
dictadura se perpetuaba en y como democracia y esta última experimentaba los
límites juristocráticos apuntalados en dictadura y profundizados en la
extensión de los dispositivos dictatoriales en y como democracia: la dictadura
solo podía desarrollarse en democracia y esta última, solo gracias al soporte
portaliano propuesto por la dictadura. Cualquier forma de democracia podría
desarrollarse únicamente en virtud del peso de la noche que se mantenía bajo la
forma de la dictadura. El nudo que posibilitaba este singular complexio oppositorum ha sido el arché del peso de la noche.
Todo deviene espectral: en democracia aún sobrevive la
dictadura; en dictadura se apuntala el diseño de la nueva democracia. La democracia
portaliana se presenta, así, como el orden oligárquico por excelencia que
amplía la fuerza del mercado, en la medida en que, por medio de él, compensa el
debilitamiento de la imaginación popular. A esta luz, la democracia sobrevenida
desde 1990 se anuda estrictamente sobre la base del fantasma portaliano que
oligarquizó sus procesos y mantuvo a salvo el orden de los vencedores de 1973
—que se yuxtaponen con los vencedores de 1830—. Asistimos, pues, a la réplica
del fantasma portaliano que, a la vez que abrió el proceso de restitución de su
forma con el golpe de Estado en 1973, lo perpetuó y profundizó políticamente
desde 1990 hasta la actualidad.
La espectrología muestra el nudo del fantasma portaliano:
este no es ni dictadura ni democracia, sino el dispositivo que engarza estas
dos lógicas en una sola, tal como lo hace con la excepción y la ley, la
violencia y el derecho. Por eso, como hemos visto, el portalianismo no puede
ser descrito como un orden, sino como su arché; el orden de todo orden (el orden
transcendental), las condiciones fácticas (de textura histórica) sobre las
cuales se erige cualquier orden posterior que puedan soñar los ideólogos. Por
eso, el fantasma portaliano permite mostrar que la república de Chile fue
siempre articulada a la luz de una determinada episteme transicional: del vicio
a la virtud, de la monarquía a la república, de la creación a la redención, de
la dictadura a la democracia, todos los términos se yuxtaponen como uno y el
mismo clivaje, el del fantasma portaliano.
Desde que Portales arguye la diferencia entre las repúblicas
latinoamericanas y la democracia posterior —efecto del rigor sacrificial del
gobierno fuerte—, la república parece encontrarse en «transición» (1).
El término solo se incorpora al léxico
político desde los años ochenta, cuando se elaboran salidas posibles a la
dictadura chilena y las izquierdas entran en el proceso de renovación.
«Transición» porta consigo la ventaja, propiamente portaliana, de contener en
sí misma dos formas o regímenes políticos disímiles pero articulados. Dos
formas o, en rigor, una forma sostenida sobre la base del peso de la noche como
su arché: república, sí —dirá Portales—, pero bajo la introyección de la
monarquía; democracia, sí —dirán los transitólogos—, pero bajo la introyección
de la dictadura. Por fin, «transición» indica el desplazamiento hegemónico de
saberes: por décadas, la historiografía había constituido el dispositivo de
saber más decisivo de la república, donde aún primaba un principio soberano,
para terminar desplazada por la sociología y su vocación gubernamental. En
último término, «transición» no es más que la sutura del fantasma portaliano
que mantiene el arché en medio del nuevo orden.
De esta forma, entre dictadura y democracia no se articulará
una línea de progreso como un círculo mítico ensamblado por el fantasma. Así,
todas las dificultades que ha tenido el pensamiento crítico durante los últimos
treinta años para pensar la dictadura y su articulación en y como democracia,
me parece, tienen que ver con la juntura fantasmática del portalianismo que se
replica aquí: dictadura y democracia se compenetran espectralmente hasta llegar
a confundir sus propias lógicas en un mismo continuum,
cuyo soporte político ha sido el partido portaliano: metapartido fáctico de corte oligárquico que articuló a la
república y que, después de 1990, en virtud de la promiscuidad consensual de
las élites de la actualidad, puede perfectamente denominarse partido neoliberal.
La revuelta de octubre de 2019 impugnó el arché del peso de la noche sobre el cual había descansado la
episteme transicional: la inercia de una masa despolitizada bajo la
gubernamentalidad neoliberal devino fuerza de una multitud que puso en juego la
«suspensión del tiempo histórico». La democracia portaliana fue parcialmente
destituida, su máquina que suturaba autoridad y libertad, Estado y Capital,
sufrió un impasse que fue suficiente para privarla del control del país. El
portalianismo quizás haya sufrido aquí una de las impugnaciones históricas más
importantes, tal como lo fue la Unidad Popular en 1970 o el movimiento de los
pueblos durante el primer trienio del siglo xix. Se trata de su interrupción,
momento en que el deseo de los pueblos o, si se quiere, la imaginación popular
suspende parcialmente el complexio oppositorum
al dislocar la sutura portaliana que anudó fatalmente al Estado y al Capital.
Los treinta años eran reales, pero no en el sentido historiográfico, sino en el
sentido intempestivo: treinta años fue la expresión de una cifra histórica, que
condensaba doscientos años de portalianismo, al que la revuelta se arrojó a
destituir. Pero, para hacerlo tocó el arché
del propio orden, el dispositivo gubernamental encargado de transformar la
fuerza de los pueblos en inercia y despolitizar a la población. En otros
términos, la revuelta se lanzó sobre el resorte de la máquina, el puntal que
catalizó velozmente la implosión del pacto oligárquico de 1980 hasta llevarlo a
su punto cero.
La episteme transicional, anudada como pivote de saber-poder
de la democracia portaliana surgida desde 1990, estaba experimentando una
interrupción decisiva: el complexio
oppositorum no logra restituir su unidad. El fantasma no puede suturar la
grieta, el hiato, el abismo abierto por la revuelta; los dispositivos que
habían posibilitado el saber, el poder y la subjetivación son dislocados. La
revuelta lleva la sutura portaliana de 1980 a su ruina y «evade» una y otra vez
su poder. Los pueblos no se dejan gobernar por el fantasma. Los torniquetes han
saltado en pedazos y los pueblos vuelven a habitar las calles
intempestivamente. La realidad completa del país deviene fiesta: el saqueo
asedia la propiedad; las barricadas, al conjunto de calles; incendios queman
los sitios decisivos, y vetustos monumentos son destituidos de sus históricos
pedestales. Todo cae, la vida con la muerte, la democracia con la dictadura, el
portalianismo es acribillado a quemarropa por la irrupción de los pueblos.
Pueblos vencidos en Lircay en 1830, vencidos en el golpe de 1973, que dislocan
los lugares y habitan otros sitios para los que aún la humanidad no ha creado
los espacios. Toda revuelta habita en un lugar que jamás ha podido tener lugar:
un jardín que destituye a todo Edén; jardín abierto entre la sequedad del
cemento, maleza diseminada entre las grietas del pavimento. La revuelta es
jardín, donde cuerpo y potencia se anudan en una sola intempestividad.
La democracia portaliana agoniza, pero aún no está
destituida. Su oligarquía enloquece, experimenta una orfandad que no había
experimentado jamás. No tiene el control del país. Nadie lo tiene. Los indios
han cruzado el Biobío. El torniquete (pos)colonial del katechón portaliano dejó de funcionar, la trinchera fue
extrañamente abandonada. La fiesta se impuso. El derecho de propiedad sangra.
El término «dignidad» enciende las calles: «Pero esa dignidad —escribe Frantz
Fanon— no tiene nada que ver con la dignidad de la “persona humana”. Esa
persona humana ideal jamás ha oído hablar de él» (2).
¿Qué es lo que los vencidos dicen cuando dicen «dignidad»? No se trata, por
cierto, del término liberal, remitido a la antropología de la persona humana,
sino más bien de la intensidad de la imaginación popular y el conato
irreductible de una vida que ha vuelto a abrazar su potencia.
Las tensiones son aquí otras, potencias que nada tienen que
ver con el normativismo con el que se han intentado medir las diversas
versiones de liberalismo. «Dignidad» no designa al movimiento de reconocimiento
de la persona humana como tal, sino a una fuerza de interrupción que suspendió
el conjunto de mecanismos de producción de la subjetividad. «Dignidad»
designaba así la irrupción de otras formas de vida, de otras voces, de otros
lugares de enunciación. No había aquí la reivindicación personalista que
posteriormente la saturación de dispositivos hermenéuticos y sus políticos de
turno interpretaron social y juristocráticamente. No había un «quién», sino una
constelación de fuerzas: nada inquieta más a la policía que la inexistencia de
un quien: «¿Quién mató al comendador? ¡Fuenteovejuna, señor!» —sostenía Lope de
Vega—. La búsqueda de un sujeto que pueda conducir, liderar, en el fondo,
pastorear a las ovejas está ausente. La búsqueda de un alguien que pueda
convertirse en interlocutor y articular una interpretación, una forma precisa
de hegemonía. Nada de eso hay en la revuelta, porque nada está detrás de ella.
Fragmentariedad de cuerpos que no calzan consigo mismos, que no pueden ser
jamás un «para sí», la revuelta es precisamente una experiencia de
inactualidad, de una intensidad que resta respecto de sí.
«Lo que el pueblo exige es que todo se ponga en común» (3).
Exigencia de clase absolutamente simple pero decisiva que, a su vez, expone el
vacío que atraviesa al complexio
oppositorum portaliano al destituir la ilusión de su orden. El país no será
más un oasis, pues la revuelta, en su apuesta descolonizadora, destituirá su
lugar excepcional (la copia feliz). Así, la exigencia popular pondrá en común
al país y expondrá lo más insoportable para su fantasma: que no es nada
excepcional, que no es un oasis, sino que deviene como todos los pueblos de la tierra. Somos común, y esa es la realidad más banal e insoportable. Realidad de
la que la poesía pudo dar cuenta en la medida en que abría el campo anasémico
de la potencia, oculto bajo las gruesas vestiduras del fantasma portaliano. No
se trata, entonces, de que la revuelta haya revelado un arché cuya autenticidad y originariedad habría permanecido oculta,
sino justamente que la revuelta destituyó el arché del Reyno de Chile, cuya
expresión portaliana no fue otra que la del peso de la noche. La revuelta fue
así, por un momento, la suspensión de dicho peso y la abertura an-árquica de la imaginación popular.
Pero la dimensión an-árquica de la revuelta no prescindió de
formas. Los cabildos, asambleas y diversos tipos de reuniones políticas
mostraron que el movimiento de los pueblos vuelve a irrumpir en escena bajo una
organización diferente a la portaliana, pues intentó garantizar la permanencia
de su potencia, la alegría de su fuerza y no transformarla así en la triste
realidad de la inercia. Se trata de la an-arquía de un ritmo que ha de ser
pensado como «organización del movimiento de la palabra en el lenguaje» (4) y, por tanto, articulación que no obedece al régimen de la representación (al
signo), pero que resulta una constelación energética singular. El ritmo deviene an-árquico en la medida
en que destituye al resorte portaliano y se arroja al ruedo de su violencia no
para instaurar un nuevo orden (un nuevo
arché), sino para habitar la misma suspensión sobrevenida. Usar los lugares
de siempre, pero bajo la exigencia de ponerlos en común, de habitarlos o
impregnarlos en una nueva república de los cuerpos, al modo de un jardín que se
cultiva y no de un Edén al que se imita.
Aciago instante del orden el que sobreviene con la revuelta
de octubre de 2019. Instante de reacción, donde el fantasma ha de lanzarse a la carroña e intentar anudar
lo imposible de anudar. El deseo de los pueblos estalla, los carroñeros se
arrojan a la cacería. Los restos arden solos por la calle, un relato que
confiscó la vida del fantasma por décadas está en quiebra. El fantasma ya no es
eficaz, su vacío y fragmentariedad han quedado expuestos. El cóndor hace lo
suyo: fuerzas militares cubren tímidamente al país, fuerzas policiales
multiplican sus violencias en una miríada de plazas, barrios, calles y colegios
que han sido tomados. El presidente declara la guerra a su pueblo y exhibe, de
esta forma, el arché de la república.
El hueso se deja ver, la fractura está expuesta y no hay nada que el propio
fantasma pueda hacer.
La policía va en busca de la fiesta que colma las calles del
país. Las llamas arden, la destrucción irrumpe, un júbilo inviste las pasiones
cuando los pueblos logran rasgar las vestiduras del fantasma. En palabras de
Mistral: el cóndor acecha al huemul, la
stásis de las fuerzas cósmicas se desencadena sobre la tierra. Nada está en
su lugar, todo se desplaza, experimentamos la precariedad de lugares tomados y
desalojados a la vez. El cóndor se arroja a cazar muertos, restos de presas que
han quedado después de la matanza. Pero no hay muertos, sino vivos. Tiene que
combatir cuerpo a cuerpo y no sabe hacerlo. La gracia del huemul despunta con
los pueblos mientras la fuerza del cóndor retrocede con su fantasma.
Cuando el fantasma no funciona, reacciona. Su látigo es
doloroso pero ineficaz. Su reacción advierte la impotencia, sintomatiza su
destitución. Ante todo, es en la intelectualidad donde dicha reacción encuentra
su sitio. Las columnas proliferan, los periódicos del orden —que realizan la
labor diaria de sostener al fantasma— y los libros rápidamente publicados
atestiguan la magnitud del acontecimiento. Salvo raras excepciones, la
intelectualidad oligárquica apenas se detiene para pensar y, más bien, comanda
su palabra como armas dirigidas a la cacería que se anuncia: la anarquía ha vuelto.
1.- Luna
Follegatti, La transición a la democracia en Chile: genealogía de un concepto
(1973-1989), tesis doctoral, Universidad de Chile, 2018.
2.- Frantz
Fanon, Los condenados de la tierra. México D. F., FCE, 1963, p. 39
3.- Ibid.,
p. 43
4.- Meschonnic,
La poética como crítica del sentido, op. cit., p. 34.
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