jueves, diciembre 15, 2022

El peso de la noche (x R. Karmy)

 


(Rodrigo Karmy Bolton, capítulo 3 de El fantasma portaliano. Arte de gobierno y república de los cuerpos, Ediciones UFRO, 2022).

Una aguda observación sobre el problema del orden ha sido desarrollada por el historiador Alfredo Jocelyn-Holt en su libro El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica. Refiriéndose a la famosa carta del 16 de julio de 1832, que Diego Portales dirige a Joaquín Tocornal y en la que escribe: «El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos» (1).  A partir de la expresión el «peso de la noche», Jocelyn-Holt plantea la tesis de que Portales pondría en juego la dictadura desde el Estado para salvaguardar la sociedad.

Así, la expresión el «peso de la noche» designa un tipo de «orden fáctico» —dice Jocelyn-Holt—, que indica la inercia de una masa, una suerte de «orden residual» que pertenecería a la otrora «sociedad señorial», que cimentó una forma de orden social que no pasó por la formalidad normativa de las leyes y las constituciones. Antes que un «orden ideal» y por tanto normativo, como propondría el proyecto liberal e ilustrado, la expresión el «peso de la noche» exhibe la falta de cualquier perspectiva axiológica por parte de Portales para pensar el orden, de cualquier deber ser que permitiera ontologizarlo. En rigor, la expresión el «peso de la noche», sostiene Jocelyn-Holt, define un «orden social eficaz», que contrasta con el orden ideal de tipo estatal que proponen las leyes y las constituciones.

Según el historiador, la enigmática expresión utilizada por el ministro en su carta a Tocornal podría «hermanarse» con la noción de «razón de Estado», que permite salvaguardar a la sociedad «a través, precisamente, de los mecanismos de fuerza que el mismo Estado proporciona» (2).  Se trata de «mecanismos de fuerza» proporcionados por el Estado y dirigidos a inmunizar a la sociedad de la siempre amenazante autosuficiencia del Estado: «De esta forma, el autoritarismo social —el peso de la noche— se erige, en la visión de Portales, en un contrapeso del Estado y de sus pretensiones monopólicas» (3).  Es clave aquí la noción «autoritarismo social» como correlativo técnico del «peso de la noche». Tal pesantez, su inercia (es el término que usa el historiador), designa el efecto del ejercicio del poder estatal —la dictadura— o, lo que es igual, identifica a la propia razón de Estado que, sin embargo, se pondrá al servicio de la sociedad.

Que Portales haya entrado a la política justamente después de su propio fracaso empresarial, en la medida en que lo atribuye a la falta de orden proveído por el Estado, no sería un dato casual, sino el marco de toda esta racionalidad: el Estado debe resguardar a la sociedad, generar dispositivos de fuerza que permitan que el peso de la noche persista. Pero este singular «peso», ¿resulta innato al devenir de la sociedad, es parte connatural de sus movimientos o es necesario producirlo?

Según Jocelyn-Holt, todo pareciera indicar que la dictadura portaliana no sería otra cosa que dicho peso, en el que el orden residual viene a recordar a las demás formas de orden que este despunta como el último, el fáctico, el punto cero de todos los demás órdenes. El peso de la noche se desvela como arché, un principio que es, a su vez, una forma específica de gobierno. Un arché cuya fuerza atraviesa los demás órdenes que se superponen y a los que expone en su más irremisible fragilidad. El peso de la noche puede ser entendido como el orden de todo orden, el orden trascendental de Chile (en el sentido de ser condición de), cuya desnuda facticidad apuntala cualquier otro tipo de orden. Cualquier «ideario» de orden estará radicalmente atravesado por dicho arché, cuyo fundamento y solidez solo se mide por la intensidad de la dictadura, por la fuerza que él mismo pone en juego al actualizarse.

 La observación de Jocelyn-Holt en torno a la expresión el «peso de la noche», se anuda al problema de cómo Portales manifestaría el singular movimiento de una oligarquía que «no niega el cambio, pero tampoco quiere perder sus prerrogativas» (4) o, como argumentaremos en este ensayo, de si Portales será el dispositivo capaz de introyectar el orden de la muerta monarquía en la nueva modalidad dictatorial que reserva para la república. En este sentido, el peso de la noche remite a un orden propiamente fáctico, que anuda a la difunta sociedad con la nueva, al momento imperial hispano de la monarquía con el republicano, a la égida colonial con la poscolonial. Es la sobrevivencia de dicho peso, la permanencia de tal inercia donde el arché colonial —el trauma que, como se sabe, solo operará après coup— seguirá desgarrando, más allá del Imperio hispano, al ordenamiento poscolonial. De ahí que, según Jocelyn-Holt, la oligarquía «no niega el cambio», pero solo al precio de no «perder sus prerrogativas». Así, Portales constituirá el intérprete de una oligarquía cuyos movimientos remiten a una extraña aufhebung, en que el nuevo orden solo superará al viejo al precio de conservarlo. Si se quiere, una suerte de complexio oppositorum en que la nueva república deviene el fantasma del imperio muerto. A esta luz, la dinámica histórica que se fragua en el portalianismo consiste en la yuxtaposición de dos tiempos antinómicos en uno solo: el colonial y el poscolonial en una sola república.

 Precisamente por la singular complexio que el portalianismo pone en juego aquí, a la luz de la expresión el «peso de la noche», es que, como bien subraya Jocelyn-Holt, toda la glorificación del orden por parte del imaginario chilensis, cuya aclamación resalta su carácter sólido, estable y fuerte, en realidad no es más que el síntoma de su fragilidad: así como la república arrastra consigo a la antigua monarquía en la forma del gobierno fuerte y centralizador, el orden que se esgrime, este verdadero cuerpo portaliano en realidad es al mismo tiempo signo de una fortaleza y de una fragilidad: fortaleza, porque remite a un orden puramente fáctico que parece pervivir más allá de los gobiernos, épocas y modernizaciones de turno; y fragilidad, porque todo orden construido sobre el residual peso de la noche se verá siempre horadado, marcado y remitido a este último, como puntal de su propia facticidad, de su misma perpetuidad. Digámoslo de otra forma: la monarquía es la plusvalía de la república que, sin embargo, esta requiere para instaurarse.

Así, la fatalidad del nuevo orden republicano es que, por más liberal o ilustrado que sea, no podrá prescindir de dicho peso que, silenciosa y oscuramente, le garantizará su permanencia. La razón de Estado ofrece la facticidad necesaria para que todo orden nuevo sea suficientemente frágil como para recurrir siempre al arché del orden de todo orden, que espera su momento oportuno para incidir. Mas no para destruir al nuevo orden, sino para reforzarlo, institucionalizarlo vía la aplicación del fuerte gobierno, en cuyo extremo se hallaría la ferocidad excepcionalista de la dictadura.

 A esta luz, de ninguna manera habría que considerarlo como un orden simplemente dado o natural, sino como uno cuya tecnicidad reside en la repetición infinita del fantasma y en la forma de la remisión permanente a la facticidad del poder. No serán las leyes ni las constituciones las que garanticen el orden, sino el peso de la noche, la inercia social que asoma como repetición fantasmática de la dictadura, la singular monarquía introyectada en el nuevo orden de la república. En otros términos, tal peso no existe de hecho, sino que será producido en virtud de la fuerza fantasmática que funciona como el pivote crucial de todo orden —el arché de todo orden— cada vez que otras fuerzas irrumpan amenazando el edificio oligárquico del poder: «Lo que nosotros insistimos en llamar erróneamente orden histórico en Chile —señala Jocelyn-Holt— no es más que esa bestia feroz que aún hacemos nuestra, que periódicamente idealizamos y de la cual paradójicamente nos sentimos orgullosos aun cuando impide el auténtico, el verdadero orden que espera nuestra resolución. Orden auténticamente histórico por cuanto hace de lo brutal algo todavía pendiente» (5).  La aguda genealogía trazada por Jocelyn-Holt en torno a la cuestión del orden en Chile vía la expresión portaliana el «peso de la noche», en rigor, trata de mostrar la pervivencia de una suerte de prehistoria en el seno de la historia de ese orden de manufactura histórico-social de tipo fáctico y dictatorial que parece terminar imponiéndose siempre frente al orden jurídico-institucional de tipo legal y racional.

El peso de la noche señalado por Portales constituiría una suerte de ley histórica que operaría bajo las prerrogativas de la fuerza, no del derecho, en una intensidad subterránea que, como un inconsciente de lo político, asoma en los bajos fondos como una «bestia feroz». Justamente, la transvaloración de los valores que advierte Jocelyn-Holt por parte de los chilenos tiene que ver con haber hecho de tal facticidad un motivo de orgullo y de idealización que, por supuesto, la historiografía conservadora se encargó de sistematizar. En este sentido, a diferencia de Jocelyn-Holt, para quien la facticidad del peso de la noche necesariamente parece oponerse al derecho, me atrevería a sostener que, en último término, esa bestia feroz ha posibilitado la mantención del derecho, pues constituye su nudo mítico más profundo.

Así, el peso de la noche sería por cierto una formación histórico-social que, sin embargo, fortalece a toda formación jurídico-institucional en la medida en que esta necesariamente ha de portar el nudo mítico que le permitirá instaurar su propia fortaleza en medio de su necesaria fragilidad. El peso de la noche consiste, entonces, en una «violencia conservadora de derecho», en el sentido en que la caracteriza Walter Benjamin, que ofrece la denominada «fuerza-de-ley» de toda ley, su capacidad para inscribirse en los cuerpos y evitar así que la ley haga del gobierno un poder enteramente vacío e impotente (6). De esta forma, la ley nunca se inscribirá desde el ejercicio deliberante de la razón —no habrá jamás asambleas constituyentes en las que el pueblo pueda trazar su orden constitucional—, sino más bien desde el sangriento y militarista régimen de la fuerza. Como veremos más adelante, esto inspirará la lectura bélica que hizo Zenteno en 1832 de los dos animales que aparecen en el escudo nacional: la razón y la inteligencia (huemul) solo podrán presentarse como emblemas al precio de estar al servicio de la guerra y el militarismo (el cóndor) o, si se quiere, de la temible facticidad de la dictadura que liderará Portales.

En estos términos, Portales sin duda constata la existencia del peso de la noche, pero, en rigor, él es el dispositivo performático por el cual dicha pesantez fáctica tiene lugar como reverso excepcional del propio orden jurídico-estatal. El poder dictatorial —y para Portales solo habrá acumulación de poder y nunca necesariamente legalidad que valga—, que devendrá necesariamente constitutivo del legal en cuanto violencia conservadora de derecho, deberá estar al servicio de la sociedad y el fortalecimiento del Capital. A esta luz, no podemos sino yuxtaponer la operación portaliana a la escena de la dictadura de Pinochet: la fuerza político-estatal termina puesta al servicio de la sociedad que se instala bajo la nueva (vieja) premisa neoliberal. En este sentido, todo el portalianismo parece residir en un orden atávico pero constitutivo del orden legal, que dispone la política al servicio de la economía: el empresario fracasado ingresa al Estado para, a través de él, apuntalar mejor los circuitos del Capital. Así, el peso de la noche sería nada más ni nada menos que lo que Marx denominó «acumulación originaria», una violencia constitutiva y necesariamente productora del Capital, que requiere de un conjunto de dosis variables de violencia que se encuentran en la gradación con la que opera la facticidad de la fuerza dictatorial que jamás puede dejar de funcionar (7).

Del mismo modo que en Thomas Hobbes el estado de naturaleza remite a una ficción que necesariamente ha de contemplarse en la realidad misma del orden legal, también el peso de la noche constituye el devenir inercia de una fuerza —un trauma, si se quiere— que solo podrá identificarse no en un estadio evolutivo antropológicamente inferior, como pretendería el ideario progresista, sino en la yuxtaposición con un mismo presente político desde el que opera.

 En este sentido, diremos que el peso de la noche no solo define un infraorden, sino, ante todo, una verdadera fuerza frenante que el propio Carl Schmitt, en sus indagaciones en torno a la «Carta a los tesalonicenses» de Pablo, calificaba bajo el término katechón (8). Como tal, sin embargo, hemos de introducir una diferencia con Jocelyn-Holt: el peso de la noche es la expresión portaliana para designar la facticidad del poder (el Imperio hispano muerto), el arché del orden jurídico-político. Pero, como tal, no se trata de algo que esté simplemente ahí (no es simplemente el peso de la costumbre), sino del efecto del ejercicio gubernamental (social y no estatal) sobre los cuerpos: la transfiguración de la fuerza en inercia, de la irrupción de los pueblos en la parálisis de una masa, muestra el efecto inmediato de esta singular técnica gubernamental, remanente de la muerta monarquía hispana y su sociedad señorial, que sobreviven fantasmáticamente en el seno de la nueva república. A esta luz, el peso de la noche —esa singular razón de Estado que fortalece a la sociedad y no al Estado— será precisamente el dispositivo katechóntico que retendrá y gobernará, una y otra vez, el advenimiento del deseo popular marcando a fuego la pertenencia autoritaria de nuestro frágil y problemático orden político.





NOTAS:

1.- Diego Portales, «Carta del 16 de julio de 1832», en Adán Méndez, Cartas personales de Diego Portales. Estudio y antología. Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2020, p. 219 (énfasis mío).

2.- Jocelyn-Holt, El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica. Santiago, Debate, 2014 , p. 169.

3.- Ibid., p. 168.

4.- Ibid., p. 183

5.- Ibid., p. 218.

6.- Walter Benjamin, «Para una crítica de la violencia», en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. México D. F., Taurus, 2001.

7.- Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política, tomo iii. México D. F., FCE, 1971

8.- Carl Schmitt, El nomos de la tierra en el derecho de gentes del «ius publicum europeaum». Buenos Aires, Struhart y Cía., 2005.

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