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jueves, abril 22, 2010

Y sigue la discusión sobre la Comunización... 


Más sobre la comunización‏

(Hommodolars, enviado por C.)

Trataré de precisar la crítica que hice al contenido de “Afilando las palabras”, donde se daba una definición a mi juicio dudosa del término comunización. Parece que a causa de mis modales bruscos, dejé la impresión de querer acusar a los autores de Comunismo difuso de ser “anticomunistas” y “socialdemócratas disfrazados”. Esa no era mi intención. Esos duros términos señalan una tendencia real, pero no describen a todos los que la pasan por alto.

En mi opinión Comunismo difuso es criticable, pero no por ser una “quinta columna reaccionaria” (¡en ese caso no habría nada que discutir!), sino por otras razones. Porque propone lo difuso (lo impreciso, borroso, poco claro) donde más bien hace falta lo concentrado (lo claro, preciso, certero). Porque mezcla cosas que sería mejor distinguir con exactitud (por ejemplo las ideas de Dauvé y las de Cunningham). Y porque su tono triunfalista tiende a mistificar cosas que sería mejor desmitificar (por más que una minoría se decida a constituir el “partido invisible” y “pasar al ataque”, el comunismo entendido como movimiento social capaz de imponer transformaciones decisivas requiere bastante más que eso). Pero estos rasgos que considero defectuosos son en realidad secundarios: obviamente en Comunismo difuso no se buscaba profundizar en cada uno de esos aspectos, sino ofrecer pistas para acercarse a temas importantes y poco conocidos, cosa que consigue hacer bien. Por mi parte, en este texto no pretendo ahondar las diferencias con los de Comunismo difuso, sino profundizar un poco más en la crítica que hice en la breve nota anterior (“Acerca de la comunización”). Esa crítica iba dirigida contra una tendencia que ha tomado forma en los últimos años, que incluye a algunos exponentes de lo que se ha llamado “corriente comunizadora”, y que trasciende el caso particular de Comunismo difuso. La definición que John Cunningham nos da de “comunización”, y que fue reproducida en “Afilando las palabras”, es sintomática de esa tendencia y me permitirá reanudar la crítica una vez más:

«El término inmediatamente evoca varios experimentos sociales e intentonas revolucionarias desde la Comuna de París y las comunidades socialistas utópicas en el siglo 19 a varios intentos contra-culturales de reconstituir las relaciones sociales en un nivel más comunitario tales como la escena okupa en los 70 y 80s. La tendencia Tiqqun - conocida como “El Comité Invisible” tras firmar con ese nombre el libro La insurrección que viene - se basa en esta larga historia de antagonismo secesionista.» (John Cunningham, “Invisible Politics - An Introduction to Contemporary Communisation”)

Esta definición es problemática en primer lugar porque aplica a hechos pasados y presentes un término que sólo tiene sentido aplicado al futuro. No es un simple detalle semántico. Los términos que el movimiento proletario usa para expresar su propio devenir insurgente y sus objetivos, no son simples maniobras discursivas, y son más que reflejos de sus actos a nivel de la consciencia. Tales términos son en sí mismos fuerzas materiales que en determinados momentos pueden llegar a adquirir una importancia práctica fundamental. No porque la conciencia se vuelva de repente capaz de determinar al ser social, sino porque las nociones teóricas, al expresar tendencias y posibilidades reales dándole un sentido preciso a los actos humanos, pueden llegar a funcionar como armas cuyo uso resulta tan crucial como el de cualquier otra arma. Se sabe que tras 1917 la sistemática expropiación del lenguaje revolucionario por la burocracia bolchevique ayudó a esterilizar las iniciativas del proletariado insurgente en todo el mundo. Si antes el lenguaje de la lucha de clases evocaba aunque fuera vagamente la posibilidad de derribar el orden social burgués, con el triunfo de la burocracia esos mismos términos perdieron gran parte de su fuerza, quedando reducidos a la utilidad de describir problemas de gestión política y económica dentro de un estrecho marco de posibilismo y realismo político.

Para detenernos en un caso particularmente ilustrativo: quizás las posiciones de la Liga Espartaquista no habrían sido necesariamente minoritarias si el movimiento proletario de esa época hubiese concebido sin margen de duda la “socialización” de los instrumentos de producción como un aspecto inseparable de la revolución misma, y no como una posibilidad independiente de ella, eventualmente más realizable y menos peligrosa. Tras la derrota de la revolución alemana, el hecho de que los trabajadores terminaran gestionando su propia explotación en las empresas “socializadas” pareció confirmar una sospecha que ya acechaba a los medios obreros antes del levantamiento de enero de 1919, y que influyó sin duda en su aislamiento e indefensión: la sospecha de que la revolución nunca había sido del todo necesaria, o que como mucho era necesaria para terminar con la guerra. Entonces, al igual que hoy, lo característico de la socialdemocracia no era el uso de unos términos inequívocamente reaccionarios, sino su imperiosa necesidad de desactivar la potencia subversiva del lenguaje revolucionario. Pues bien, igual que hace un siglo la socialdemocracia tras haber aplastado la revolución ofreció a los obreros la alternativa de seguir siendo “socialistas” e incluso “consejistas” bajo el régimen de Weimar, una próxima crisis podría obligar a la izquierda política a usar el lenguaje de la comunización para tratar de demostrar que ésta, si se realiza a pequeña escala puede resultar mucho más segura, confiable y duradera que la revolución social, tan llena de incertidumbres y de fosas comunes. Basta con leer a un pensador avanzado de la reacción como Jeremy Rifkin para comprender que tal alternativa no sólo es probable, sino que fácilmente podría volverse ineludible para la preservación de los intereses de clase de la burguesía.

Es en este sentido que conviene denunciar ciertos usos del lenguaje como propios del reformismo anticomunista y socialdemócrata. Ello no significa afirmar que Julien Coupat y sus amigos de Tiqqun (o, en nuestro caso, los autores de Comunismo difuso) son “socialdemócratas disfrazados”. Más bien se trata de recordarles cuáles son los flancos por los que la reacción suele penetrar para desactivar las armas teóricas del comunismo. Desde luego el que quiera puede describir cada esfuerzo práctico por negar las relaciones capitalistas como un momento de la comunización, o como expresión privilegiada de la tendencia inmanente hacia el comunismo. Pero esa necesidad de magnificar el significado de los propios gestos es un síntoma de debilidad: indica que no se han podido asumir los límites impuestos por la situación objetiva, y que por tanto no se ha hecho todo lo posible por transformarla. En lugar de tratar de comprender la realidad, se persigue la auto-afirmación ejemplar, se trata de hacer creer al mundo que uno mismo y sus actos significan algo más de lo que aparece a simple vista. La expresión más extrema de esto es la propensión de la escena contracultural a caer en el delirio paranoico, donde los okupa se ven a sí mismos como emancipados en medio de un mundo de esclavitud total. En una versión menos tosca, el Comité invisible se ofrece como expresión de la tendencia inmanente hacia el comunismo presente en esta sociedad. Pero manifestaciones de esta tendencia las hay por doquier, y siempre será más interesante tratar de descubrirlas allí donde menos se las espera – allí donde no poseen estilo ni lenguaje -, que anunciarlas allí donde parece más obvio encontrarlas. En el caso de quienes afirman estar en condiciones de producir nuevas formas de subjetividad radical, o incluso de vivir relaciones no capitalistas, es asombroso ver cómo se juzgan tan favorablemente a sí mismos y a sus actos en una época tan poco comunista como la actual. Uno se pregunta qué visión tendrán de ellos mismos y de su mundo. ¿Es que la sociedad comunista del futuro será una versión amplificada de sus propias costumbres y deseos? ¿Es que su subjetividad particular y su particular modo de relacionarse prefiguran lo que será la comunización de la sociedad? Lo cierto es que las experiencias comunitarias radicales del último siglo – desde Monte Veritá hasta Tarnac – han tenido alcances tan limitados que de ellas no deberían emanar más que conclusiones provisionales, ofrecidas con el mayor rigor y prudencia. La pretensión de extrapolar esas experiencias a la generalidad del devenir revolucionario, anunciándolas como preludios de la comunización del mundo, es algo que no deja bien parados a sus protagonistas. No sólo por la falta de modestia, sino sobre todo porque muestra hasta qué punto subestiman la profundidad de la ruptura existencial que exige la auto-supresión de la condición proletaria.

Cualquier término que quiera evocar un horizonte revolucionario debe referirse necesariamente a posibilidades futuras, en tanto el presente dé muestras de estar dominado por tendencias no revolucionarias. Es cierto que hasta en las situaciones más desfavorables se pueden hallar vestigios del viejo ímpetu insurgente, y hasta signos precursores de la futura revolución. Pero esas dentelladas que el viejo topo da por aquí y allá asomándose a la superficie, no hay que confundirlas con la revolución misma. No son la revolución, por lo tanto no son la comunización: sólo son vestigios y promesas. Cuando esa diferencia deja de importar es cuando se empieza a llamar “revolución” al cambio en la moda, y “comunización” a todo aquello con lo que simpatizamos, facilitando así las maniobras recuperadoras de la clase enemiga. Son la nostalgia y la desesperación las que hacen olvidar ese sigilo elemental respecto al empleo del lenguaje revolucionario, abriendo la puerta primero a su banalización, luego a la disolución del horizonte revolucionario mismo y finalmente a la celebración de un presente ruinoso donde en realidad ya no queda nada que reivindicar.

Las descripciones del comunismo como tendencia inmanente al mundo capitalista, como movimiento real que brota continuamente del suelo mismo de esta sociedad, adquieren sentido sólo en relación con la perspectiva de liquidar este modo de producción reemplazándolo por un estado de cosas generalizado llamado comunismo. Pero no ocurre igual a la inversa: la posibilidad del comunismo generalizado no depende de que antes del momento revolucionario se vayan realizando gradualmente actos parciales de comunización. El movimiento real que suprime las condiciones existentes no se manifiesta como comunización sino hasta el último momento; antes de eso adopta mil otras formas que son relevantes en sí mismas, aun cuando no supongan en lo inmediato la comunización de nada. Puede tratarse de logros e imposiciones reformistas, de imperceptibles metamorfosis en la sicología de las masas, de transformaciones técnicas que modifican las relaciones sociales, de los efectos imprevisibles de desastres “naturales”, de derrotas que enseñan más que algunas victorias… fenómenos que no necesitan ser reivindicados para ejercer su efecto erosivo sobre las condiciones existentes. El viejo topo que horada el subsuelo de esta sociedad, aunque pueda hablar indistintamente el lenguaje de la política, de la religión, de la técnica o de la “cultura”, hace la mayor parte de su trabajo en silencio. Si hay algo parecido a un “arte de la estrategia” utilizable por los comunistas, éste consiste no tanto en prestarle su discurso al excavador subterráneo, sino en saber ubicarse sobre las líneas de ruptura y saber profundizar los agrietamientos. Lo que no parece muy probable, en cualquier caso, es que el comunismo sea más real precisamente allí donde se habla alegremente de “comunizar” partes de la vida social sin que la sociedad entera haya sido revolucionada.

En otras palabras, el sentido fuerte del término comunización está en describir lo que no ha ocurrido, lo que el proletariado no ha hecho. La idea de “comunización”, crucial para la teoría comunista de nuestro tiempo, resultó de hecho del balance de un largo período de luchas fracasadas, del cual apenas se había podido sintetizar ninguna conclusión teórica pues la mayor parte de los documentos y testimonios de esa época habían sido celosamente ocultados por la reacción. La paciente labor investigadora y editorial llevada a cabo por los creadores de Cahiers Spartacus, Invariance y La Vieille Taupè, entre otras publicaciones, echó luz sobre los pormenores de esa experiencia histórica, lo cual ayudó a que los revolucionarios pudiesen hacer balance de las agitaciones de 1917-26. Esto les sirvió para reconectar con una tradición de lucha que había permanecido agazapada y para comprender mejor las insuficiencias del antiguo movimiento revolucionario. Entre otras cosas, se comprendió que la revolución había fracasado por no ser a la vez comunización de la sociedad. Tal síntesis teórica no se hizo para rehabilitar el pasado, sino para superarlo, sacando lecciones de él a fin de que la revolución pudiese tener algún futuro.

Esto nos lleva desde luego a contemplar desde una perspectiva diferente los logros positivos del pasado: las acciones de los ocupantes de la Villa Durnovo, de los milicianos agrupados en la Columna de Hierro y de los experimentadores de la Kommune I… por más que nos resulten familiares y queridas, no hay que tomarlas como puestos de avanzada de la comunización, sino como meros síntomas de aquello que la hace posible, y que es lo que importa al fin y al cabo. ¿De qué se trata? De una disposición de ánimo, la del espíritu que se eleva por sobre la continuidad alienada del pasado y el presente, que enfrenta la realidad aunque ésta traiga vida o muerte, y que contempla con desapego la historia, sin concederle nada a su indigencia. Este espíritu no quiere embellecer el pasado proyectando sobre él el brillo del futuro que anhela: sabe que el pasado es la estela dejada por su propio paso a través del tiempo, condenada a disolverse porque es un reflejo sin vida. Quiere ante todo abandonar esa reminiscencia dejando que se bata con sus propias armas estropeadas, sin dedicarle atenciones preferenciales. Si dispone de armas nuevas, las reserva para lo que viene.

De modo que no hace falta hablar de comunización para describir las grandezas ocultas bajo la fea costra de un pasado de derrotas. La Comuna de París fue grande y fue bella, pero no fue un acto de comunización. Su importancia no es que haya comunizado nada (ya que no lo hizo: como mucho alcanzó a poner algunos aspectos de la vida social bajo control de un gobierno popular), sino que mostró por primera vez en la historia la posibilidad de un poder proletario efectivo. Tampoco hubo comunización en las colectividades socialistas utópicas del siglo XIX. Aunque éstas hundieran sus raíces en las revueltas campesinas del siglo XVI - de inconfundibles contornos comunistas - y dejaran profundas huellas, se alejan de la comunización precisamente por su carácter utópico: buscaban preservar un modo de vida anterior a la industrialización capitalista… sin plantearse la abolición del capitalismo. Pues bien: la comunización aparece como posibilidad recién allí donde termina la utopía y comienza la revolución social. O mejor: allí donde la revolución se presenta como irrupción de lo nunca visto, como superación radical del pasado. Esto cuenta también, por último, para la pretensión de asociar comunización y contracultura. Siendo ésta última un reflejo invertido de la Cultura - que a su vez no es más que un mecanismo estratégico de ocultación del dominio de clase – está tan adherida a ella como lo están las huelgas al trabajo asalariado. La comunización, en tanto momento imprescindible de la revolución social, va a suprimir las formas y contenidos de la contracultura no conservando de ella más que el espíritu que la animaba. Aun si la herencia de dadá y del punk no hubiese seguido a la Cultura en su deriva hacia la ruina, la revolución comunista va a suprimirla de todos modos: esa herencia junto con todas las otras manifestaciones contraculturales, se volverá tan superflua como las reivindicaciones salariales, y será olvidada sin pena. Y aunque haya gente que seguirá necesitándola como sostén de su identidad personal, con el fin de la sociedad de clases la contracultura irremediablemente va a desaparecer. Será su función para la sensibilidad humana lo que habrá dejado de existir.

Esto que es válido para la contracultura y para las formas de la insumisión proletaria pasada, vale también para las formas actuales de la teoría comunista, que la comunización hará obsoletas. Entonces, las discusiones como ésta podrán ser catalogadas como expresiones de falsos conflictos y dicotomías, superadas por el propio devenir revolucionario de la humanidad. Por ahora, en tanto que la comunización no ha ocurrido y apenas empezamos a entender las condiciones que la harán posible, estas dicotomías encierran su propia verdad, que no se puede negar haciendo como si la revolución fuera un asunto ya resuelto. Siempre hay que dar primero un paso para poder dar el siguiente.

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