martes, septiembre 21, 2010
¿Sociedad, suciedad o zoociedad?
Me acuerdo que una vez en un escrito puse algo así como que el comunismo era la sociedad sin clases. De inmediato un camarada me objetó que decir "sociedad" era sinónimo de decir "clases", y -por ende-, "Estado". Encontré que tenía razón, pero que exageraba un poco. "No es para tanto" -me díjeme a mi mí mismo-. Después, leía cierta propaganda revolucionaria de nuestra época que llama a "destruir la sociedad". Pensaba que 1.- tal vez era imprecisa la consigna y que, 2.- de seguro no que casi no se entendía así tan de sopetón. Como siempre, los viejos tendemos a cierto reformismo y acomodismo peque-bu que aflora sobre todo en estas "primeras impresiones". Con todo, recordaba posteriormente las viejas apelaciones a la "liquidación social", reconsideraba que hasta Max Weber -"el Marx de la burguesía" como le dicen a veces (y no deja de ser interesante que, en cada momento histórico clave, la burguesía es más marxiana -y gramsciana- que la izquierda del capital supuestamente marxista (y a veces hasta leninista)- enfatiza en la distinción severa entre "comunidad" y "sociedad". En fin, hasta el marxista sofisticado y "burgués" de Teodoro Adorno (una anécdota real y relativamente reciente: A- ¿Cuanto vale el libro de Adorno que tiene en la vitrina? B- No, aquí no tenemos libros de adorno) en la entrada para el término "sociedad" que le pidieron para un Diccionario nacional Evangélico a mediados de los 60, afirmaba que como concpeto, el de "Sociedad" se encuentra totalmente saturado en sí mismo de capitalismo y resulta finalmente casi siónimo de "sociedad burguesa". eso al menos es lo que entendí al leer la traducción de Agustín González. Esta otra, de un señor Gómez, que es lo que pillé en internerd, puede que difiera no poco de esa otra. En fin, es lo que hay, y como dijo Bartolio Brecht: "¡Estudia el ABC! No basta, pero estudialo, ¡No te canses!":
“Sociedad” (Theodor Adorno).
El concepto de sociedad muestra ejemplarmente en qué escasa medida los conceptos, como pretende Nietzsche, pueden definirse verbalmente afirmando que «en ellos se sintetiza semióticamente todo un proceso». La sociedad es esencialmente proceso; sobre ella dicen más las leyes de su evolución que cualquier invariante previa. Esto mismo prueban también los intentos de delimitar su concepto. Así, por ejemplo, si éste se determinara como la humanidad junto con todos los grupos en los que se divide y la forman, o de modo más simple, como la totalidad de los hombres que viven en una época determinada, se omitiría el sentido más propio del término sociedad. Esta definición, en apariencia sumamente formal, prejuzgaría que la sociedad es una sociedad de seres humanos, que es humana, que es absolutamente idéntica a sus sujetos; como si lo específicamente social no consistiera acaso en la preponderancia de las circunstancias sobre los hombres, que no son ya sino sus productos impotentes. En relación con épocas pasadas, cuando quizá pudo ser de otro modo —la Edad de piedra—, apenas puede hablarse de la sociedad en el mismo sentido que en la fase del capitalismo intenso. J. C. Bluntschli, especialista en derecho público, caracterizó la sociedad, hace ya más de cien años, como un «concepto del tercer estamento». Y lo es no sólo en razón de las tendencias igualitarias que se han infiltrado en él y que lo distinguen de la «buena sociedad» feudal y absolutista, sino también porque su construcción obedece al modelo de la sociedad burguesa.
El concepto de sociedad no es en absoluto un concepto clasificatorio, no es la abstracción suprema de la sociología, que incluiría en sí misma todas las demás formaciones sociales. Tal concepción confundiría el ideal científico corriente del orden continuo y jerárquico de las categorías con el objeto del conocimiento. El objeto al que apunta el concepto de sociedad no es en sí mismo continuo desde el punto de vista racional. Tampoco es el universo de sus elementos; el concepto de sociedad no es simplemente una categoría dinámica, sino funcional. Para una aproximación inicial, aunque todavía demasiado abstracta, piénsese en la dependencia de todos los individuos respecto de la totalidad que forman. En ésta, todos dependen también de todos. El todo se mantiene únicamente gracias a la unidad de las funciones desempeñadas por sus partes. En general, cada uno de los individuos, para prolongar su vida, ha de desempeñar una función, y se le enseña a dar las gracias por tener una.
En virtud de su determinación funcional, el concepto de sociedad no puede captarse inmediatamente ni, a diferencia de las leyes científiconaturales, verificarse directamente. Ésta es la razón por la que las corrientes positivistas de la sociología querrían desterrarlo de la ciencia en tanto que reliquia filosófica. Pero este realismo es poco realista. Pues si la sociedad no puede obtenerse por abstracción a partir de hechos particulares ni aprehenderse como un factum, no hay factum social que no esté determinado por la sociedad. Ésta se manifiesta en las situaciones sociales fácticas. Conflictos típicos como los existentes entre superiores y subordinados no son algo último e irreductible, algo que pudiera circunscribirse al lugar de su ocurrencia. Más bien enmascaran antagonismos fundamentales. Los conflictos particulares no pueden subsumirse en éstos como lo particular en lo universal. Tales antagonismos producen conflictos aquí y ahora conforme a un proceso, a una legalidad. Así, la llamada paz salarial, estudiada desde muchos puntos de vista por la actual sociología empresarial, sólo sigue aparentemente las pautas marcadas por las condiciones existentes en una empresa y en un sector determinados. Depende, por encima de ellas, del ordenamiento salarial general, y de su relación con los distintos sectores; depende del paralelogramo de fuerzas, del que el ordenamiento salarial es la resultante, cuyo alcance es mucho mayor que el de las pugnas entre las organizaciones de empresarios y trabajadores integradas institucionalmente, pues en éstas se han sedimentado consideraciones referidas a un electorado potencial definido desde el punto de vista organizativo. Decisivas también para la paz salarial son, finalmente, aunque sólo sea de forma indirecta, las relaciones de poder, la posesión del aparato de producción por parte de los empresarios. Si no se tiene plena conciencia de esto, resulta imposible comprender suficientemente cualquier situación concreta, a menos que la ciencia esté dispuesta a atribuir a la parte lo que únicamente adquiere su valor dentro de un todo. Así como la mediación social no podría existir sin lo mediado por ella, sin los elementos: los individuos, las instituciones y las situaciones particulares, así éstos tampoco existen sin la mediación. Cuando los detalles, en virtud de su inmediata tangibilidad, se toman por lo más real, causan al mismo tiempo ofuscación.
Puesto que el concepto de sociedad no puede definirse conforme a la lógica corriente ni demostrarse «deícticamente», mientras que los fenómenos sociales reclaman imperiosamente su concepto, su órgano es la teoría. Sólo una detallada teoría de la sociedad podría decir qué es la sociedad. Recientemente se ha objetado que es poco científico insistir en conceptos tales como el de sociedad, pues sólo podría juzgarse sobre la verdad o falsedad de enunciados, no de conceptos. Esta objeción confunde un concepto enfático como el de sociedad con una definición al uso. El concepto de sociedad ha de ser desplegado, no fijado terminológicamente de forma arbitraria en pro de su pretendida pureza.
La exigencia de determinar teóricamente la sociedad —el desarrollo de una teoría de la sociedad— se expone además al reproche de haberse quedado rezagado en relación con el modelo de las ciencias naturales, al que se considera tácitamente como modelo vinculante. En ellas, la teoría tendría como objeto el nexo transparente entre conceptos bien definidos y experimentos repetibles. Una teoría enfática de la sociedad, en cambio, se despreocuparía del imponente modelo para apelar a la misteriosa mediación. Esta objeción mide el concepto de sociedad con el rasero de su inmediata dada de forma inmediata, al que precisamente ella, en tanto que mediación, se substrae esencialmente. Consecuentemente, a renglón seguido se ataca el ideal del conocimiento de la esencia de las cosas desde dentro, tras el que se acorazaría la teoría de la sociedad. Este ideal no haría más que obstaculizar el progreso de las ciencias, y en las más desarrolladas habría sido liquidado hace tiempo. La sociedad, sin embargo, hay que conocerla y no conocerla desde dentro. En ella, producto de los hombres, éstos todavía pueden, pese a todo y, por decirlo así, de lejos, reconocerse a sí mismos, a diferencia de lo que ocurre en la química y en la física. Efectivamente, en la sociedad burguesa la acción, en tanto que racionalidad, es en gran medida una acción «comprensible» y motivada objetivamente. Esto es lo que recordó con razón la generación de Max Weber y Dilthey. Pero este ideal de la comprensión fue unilateral, pues excluyó aquello que en la sociedad es contrario a su identificación por parte de los sujetos de la comprensión. A esto se refería la regla de Durkheim según la cual había que tratar los hechos sociales como cosas, renunciando por principio a comprenderlos. Durkheim no se dejó disuadir del hecho de que todo individuo experimenta primariamente la sociedad como lo no-idéntico, como «coacción». En esta medida, la reflexión sobre la sociedad comienza allí donde acaba la comprensibilidad. En Durkheim, el método científico-natural, que él defiende, registra esa «segunda naturaleza» de Hegel en la que la sociedad acabó convirtiéndose frente a sus miembros. La antítesis de Weber, sin embargo, es tan parcial como la tesis, pues se da por satisfecha con la incomprensibilidad, como él con el postulado de la comprensibilidad. En lugar de esto, lo que habría que hacer es comprender la incomprensibilidad, deducir la opacidad de una sociedad autonomizada e independiente de los hombres a partir de las relaciones existentes entre ellos. Hoy más que nunca la sociología debería comprender lo incomprensible, la entrada de la humanidad en lo inhumano.
Por otra parte, los propios conceptos antiteóricos de una sociología desgajada de la filosofía son fragmentos teóricos olvidados o reprimidos. El concepto alemán de comprensión (Verstehen) de las primeras décadas del siglo xx es la secularización del «Espíritu» (Geist) hegeliano —la totalidad que hay que llevar a concepto— en forma de actos singulares o de tipos ideales, sin tener en cuenta la totalidad de la sociedad, de la que en verdad extraen su sentido los fenómenos que hay que comprender. El entusiasmo por lo incomprensible, por el contrario, transforma el permanente antagonismo social en quaestiones facti. La realidad irreconciliada es aceptada pasivamente en el ascetismo con que se renuncia a su teorización y lo aceptado es finalmente exaltado, la sociedad es aceptada como mecanismo colectivo de coacción.
No menos numerosas, y no menos funestas, las categorías dominantes en la sociología actual son asimismo fragmentos de plexos teóricos, a los que niegan con mentalidad positivista. Últimamente se emplea con profusión el «rol» como un concepto sociológico clave, como una categoría que haría inteligible la acción social. Este concepto ha sido privado de su referencia a ese ser-para-otro característico de los individuos que, irreconciliados y enajenados de sí mismos, los encadena los unos a los otros bajo la contrainte sociale. Los roles son propios de una estructura social que adiestra a los hombres para que persigan únicamente su autoconservación y, al mismo tiempo, les niega la conservación de su yo. El omnipotente principio de identidad, la abstracta equiparabilidad de su trabajo social, les lleva a la extinción de la identidad consigo mismos. No es casual que el concepto de rol, que se presenta como un concepto axiológicamente neutral, haya sido tomado en préstamo del teatro, en el que los actores no son realmente aquéllos a los que ellos interpretan. Desde el punto de vista social, esta divergencia expresa el antagonismo. La teoría de la sociedad debería trascender las evidencias inmediatas en busca del conocimiento de su fundamento en la sociedad y preguntarse por qué los hombres siguen desempeñando un rol. Éste fue el propósito de la concepción marxiana del carácter como máscara, que no sólo anticipa esa categoría, sino que la deduce socialmente. Si la ciencia social se sirve de este tipo de conceptos pero rehúye la teoría, de la que éstos son parte esencial, se pone al servicio de la ideología. El concepto de rol, incorporado sin previo análisis desde la fachada social, coadyuva a perpetuar el abuso del rol.
Una concepción de la sociedad que no se conformara con esto sería crítica. Dejaría atrás la trivialidad de que todo está relacionado con todo. La abstracción mala de esta afirmación no es tanto consecuencia de la flojedad mental cuanto reflejo de la realidad mala de la sociedad misma: de la realidad del cambio en la sociedad moderna. Es en su realización universal, y no sólo en la reflexión científica, donde se practica objetivamente la abstracción; se hace abstracción de la naturaleza cualitativa de productores y consumidores, del modo de producción, incluso de las necesidades, que el mecanismo social sólo satisface de forma secundaria. Lo primero es el beneficio. La misma humanidad determinada como clientela, el sujeto de las necesidades, está, más allá de toda representación ingenua, preformada socialmente, y no sólo por el nivel técnico alcanzado por las fuerzas productivas, sino también por las relaciones económicas, por más difícil que sea verificar esto empíricamente. Previamente a cualquier estratificación social concreta, la abstracción del valor de cambio va de la mano del dominio de lo universal sobre lo particular, del dominio de la sociedad sobre quienes son sus miembros forzosos. Dicha abstracción no es socialmente neutral, a diferencia de lo que aparenta el carácter lógico de la reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social medio. En la reducción de los hombres a agentes y portadores del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres. Esto sigue siendo verdad, pese a todas las dificultades con las que vienen confrontándose muchas de las categorías de la crítica de la economía política. La sociedad total es tal que todos deben someterse al principio de cambio, a menos que quieran sucumbir, y ello independientemente de si, subjetivamente, su acción está regida por el «beneficio» o no.
Ni áreas atrasadas ni formas sociales suponen limitación alguna para la ley de cambio. La vieja teoría del imperialismo demostró ya que entre la tendencia económica de los países inmersos en la fase de capitalismo intenso y los en su día llamados «espacios no capitalistas» existe también una relación funcional. Éstos no coexisten simplemente los unos al lado de los otros, más bien se mantienen en vida los unos en virtud de los otros. Tras la abolición del colonialismo de viejo estilo, esto se convirtió inmediatamente en objeto de interés político. Una ayuda racional al desarrollo no sería ya un lujo. En el seno de la sociedad basada en el principio de cambio, los rudimentos y enclaves precapitalistas no sólo son elementos extraños a ella, reliquias del pasado: esta sociedad necesita de ellos. Las instituciones irracionales redundan en beneficio de la persistente irracionalidad de una sociedad que es racional en sus medios, pero no en sus fines. Así, una institución como la familia, derivada de lazos naturales y cuya estructura interna no se rige por la ley del intercambio de equivalentes, podría deber su relativa resistencia al hecho de que sin la ayuda que su irracionalidad proporciona a relaciones de producción muy específicas, como por ejemplo las de los pequeños campesinos, éstas apenas hubieran podido subsistir, aun cuando su racionalización no podría tener lugar sin trastornar el conjunto de la estructura social burguesa.
El proceso de socialización no se realiza más allá de los conflictos y los antagonismos o pese a éstos. Su elemento propio lo constituyen los mismos antagonismos que desgarran la sociedad. Es la misma relación social de cambio la que introduce y reproduce el antagonismo que en todo momento amenaza a la organización social con la catástrofe total. Sólo a través de la búsqueda del beneficio y de la fractura inmanente al conjunto de la sociedad sigue funcionando hasta hoy, rechinante, quejumbrosa, con indescriptibles sacrificios, la máquina social. Toda sociedad sigue siendo todavía sociedad de clases, como en los tiempos en los que surgió este concepto; la inmensa presión existente en los países del Este es indicio de que allí las cosas no son distintas. Aunque el pronóstico de la pauperización a largo plazo no se cumplió, la desaparición de las clases es tan sólo un epifenómeno. Es posible que en los países de capitalismo intenso se haya debilitado la conciencia de clase que en América siempre faltó. Pero esta conciencia jamás estuvo dada sin más en la sociedad, sino que, conforme a la teoría, era ella misma la que debía producirla. Lo que resulta tanto más difícil cuanto la sociedad más integra las formas de conciencia. Incluso la tan invocada nivelación de los hábitos de consumo y de las oportunidades de formación es parte de la conciencia de los individuos socializados, no de la objetividad social, cuyas relaciones de producción conservan precariamente el viejo antagonismo. Pero la relación de clases tampoco ha sido tan completamente suprimida desde el punto de vista subjetivo como le gustaría a la ideología dominante. La investigación social más reciente subraya la existencia de diferencias esenciales en lo que se refiere a la forma de ver las cosas de aquéllos a los que las toscas estadísticas incluyen respectivamente en las denominadas clase alta y clase baja. Quienes se forjan menos ilusiones, los menos «idealistas», son los individuos pertenecientes a la clase baja. Esto suscita el reproche de materialismo por parte de los happy few. Los trabajadores siguen considerando que la sociedad está dividida en un arriba y un abajo. Así, por ejemplo, es sabido que la igualdad formal de oportunidades de formación no se corresponde en absoluto con la proporción de los hijos de trabajadores en la población estudiantil.
Velada subjetivamente, la diferencia entre clases sociales crece objetivamente en virtud de la imparable y progresiva concentración del capital. Esta diferencia tiene efectos decisivos en la existencia concreta de los individuos; de lo contrario, el concepto de clase sería evidentemente un fetiche. Mientras que los hábitos de consumo van haciéndose similares —a diferencia de la clase feudal, la clase burguesa contuvo siempre el gasto en favor de la acumulación, salvo en los años de especulación—, la diferencia entre el poder y la impotencia sociales es sin duda mayor que nunca. Hoy cualquiera puede comprobar que es prácticamente imposible determinar por propia iniciativa su existencia social, debiendo más bien buscar huecos, plazas vacantes, «jobs» que le garanticen el sustento, sin tener en cuenta aquello que considera como su propia determinación humana, si es que todavía tiene alguna idea al respecto. Este estado de cosas halla su expresión y su ideología en el concepto de adaptación, concepto característico del darvinismo social, transferido desde la biología a las llamadas ciencias del hombre y empleado en ellas normativamente. No precisamos considerar si, y hasta qué punto, la relación de clases se hizo extensiva a las relaciones entre los países completamente desarrollados desde el punto de vista tecnológico y los países que se quedaron atrás.
El que, pese a todo, esta situación perdure en precario equilibrio, se debe al control sobre el juego de fuerzas sociales que todos los países de la tierra han introducido desde hace tiempo. Pero este control refuerza necesariamente las tendencias totalitarias del orden social, la adaptación política a la socialización total. De este modo se acrecienta la amenaza que los controles y las intervenciones, al menos los introducidos en los países situados más acá del área de influencia soviética y china, pretenden conjurar. Todo esto no debe imputarse a la técnica en cuanto tal. Ésta es solamente una figura de la capacidad productiva de los hombres, una prolongación del brazo del hombre incluso en la cibernética, por lo que es solamente un momento de la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, no una fuerza demoníaca independiente. En la situación actual opera de forma centralizadora; en sí misma podría hacerlo de otro modo. Allí donde los hombres creen estar más cerca los unos de los otros, como en la televisión, que se les lleva hasta sus hogares, en realidad esa cercanía está mediada por la distancia social, por la concentración del poder. Nada simboliza mejor que la televisión el hecho de que, en gran medida, y atendiendo a su contenido concreto, a los hombres se les dicta desde arriba su vida, la misma que ellos creen poseer y tener que ganarse y a la que toman por lo más próximo y lo más real. La existencia humana individual es, más allá de todo lo imaginable, mera reprivatización; lo más real, aquello a lo que se agarran los hombres, es al mismo tiempo lo más irreal. «La vida no vive.» Tampoco una sociedad transparente desde el punto de vista racional, una sociedad verdaderamente libre, podría zafarse en absoluto a la administración y a la división del trabajo. Pero las administraciones de todos los países de la tierra tienden compulsivamente a autonomizarse respecto de los administrados y a reducirlos a meros objetos de procedimientos regulados abstractamente. Estas tendencias remiten, según Max Weber, a la racionalidad económica medios-fines. Puesto que le es indiferente su fin, la consecución de una sociedad racional, y mientras siga siendo así, esta racionalidad se torna irracional para los sujetos. La figura racional de esta irracionalidad es en muchos sentidos el experto. Su racionalidad se funda en la especialización de los procesos técnicos y los adaptados a éstos, pero también tiene su lado ideológico. Los procesos de trabajo, segmentados en unidades cada vez más pequeñas y tendencialmente desprovistos de cualificación, se aproximan entre sí.
Dado que incluso los procesos e instituciones sociales más poderosos tienen un origen humano, esto es, son esencialmente el producto de la objetivación del trabajo de los hombres, la autonomización del poder es al mismo tiempo ideología, apariencia social necesaria que habría que penetrar y transformar. Pero esta apariencia es para la vida inmediata de los hombres el ens realissimum. El peso de las relaciones sociales hace todo lo posible para hacer más densa tal apariencia. Contrariamente a lo que sucedía alrededor de 1848, cuando la relación de clases se manifestó como conflicto entre el grupo inmanente a la sociedad, la burguesía, y el que se hallaba prácticamente excluido de ella, el proletariado, la integración, concebida por Spencer como la ley fundamental de toda socialización, se ha apoderado de la conciencia de los que son objeto de la sociedad. Contrariamente a la teoría de Spencer, integración y diferenciación ya no están hermanadas. Tanto espontánea como planificadamente, los sujetos se ven impedidos de reconocerse a sí mismos como sujetos. La oferta de mercancías, que los inunda, contribuye tanto a ello como la industria cultural y los innumerables mecanismos directos e indirectos de control intelectual. La industria cultural nació de la tendencia del capital a la explotación. Inicialmente se desarrolló bajo la ley del mercado, bajo el imperativo de adaptarse a sus consumidores, pero después se ha convertido en la instancia que fija y refuerza las formas de conciencia existentes, en el status quo del pensamiento. La sociedad necesita que el pensamiento duplique infatigablemente lo que meramente es, porque sin la exaltación de lo siempre igual, si remitiera el empeño de justificar lo existente por el mero hecho de ser, los hombres acabarían quitándoselo de encima.
La integración tiene un alcance mucho mayor. La adaptación de los hombres a las relaciones y procesos sociales, que constituye la historia y sin la que los hombres difícilmente hubieran podido sobrevivir, se ha sedimentado en ellos de tal modo que cada vez les es más difícil librarse de ella, aunque sólo sea en la conciencia, sin enredarse en conflictos pulsionales insoportables. Los hombres —éste es el triunfo de la integración— se identifican, hasta en sus reacciones más internas, con lo que se hace con ellos. Para escarnio de la esperanza de la filosofía, sujeto y objeto están reconciliados. Este proceso vive del hecho de que los hombres deben su vida a aquello mismo que se les inflige. La técnica, fuertemente catectizada*, la atracción que el deporte ejerce sobre las masas, la fetichización de los bienes de consumo, son síntomas de esta tendencia. La cimentación social que anteriormente procuraban las ideologías se ha trasladado, por una parte, a las poderosísimas relaciones sociales existentes como tales, y, por otra, a la constitución psicológica de los hombres. Si el concepto de lo humano, lo que en definitiva importa, se ha convertido en la ideología que encubre el hecho de que los hombres son sólo apéndices de la maquinaria social, podría decirse sin miedo a exagerar que, en la situación actual, son literalmente los hombres mismos, en su ser así y no de otro modo, la ideología que, pese a su manifiesta absurdez, se dispone a eternizar la vida falsa. El círculo se cierra. Se requeriría hombres vivos para transformar el actual estado de endurecimiento, pero éste ha calado tan profunda-mente en su interior, a expensas de su vida y de su individuación, que los hombres apenas parecen ser ya capaces de esa espontaneidad de la que todo dependería. De esto extraen los apologistas de lo existente nuevas fuerzas para revitalizar el argumento de que la humanidad todavía no está madura. El solo hecho de denunciar este círculo supone atentar contra un tabú de la sociedad integral. Cuanto menos tolera aquello que sería verdaderamente distinto, con tanto mayor celo vela por que todo lo que en su seno se piensa y se dice aporte algún cambio particular o, como ellos lo llaman, sea una contribución positiva. El pensamiento queda sometido a la sutil censura del terminus ad quem: si se presenta como crítico, debe decir lo que de positivo tiene. Si halla bloqueada dicha positividad, es que es un pensamiento resignado, cansino, como si este bloqueo fuera su culpa y no la signatura de la cosa misma. Pero lo primero que habría que hacer es descubrir la sociedad como bloque universal erigido entre los hombres y en el interior de ellos. Sin esto, toda sugerencia de transformación sólo sirve al bloque, bien como administración de lo inadministrable, bien provocando su inmediata refutación por parte del todo monstruoso. El concepto y la teoría de la sociedad sólo son legítimos si no se dejan seducir por ninguna de las dos cosas, si perseveran negativamente en la posibilidad que les anima: expresar que la posibilidad corre el riesgo de ser asfixiada. Un conocimiento de este tipo, sin anticipación de lo que trascendería esta situación, sería la primera condición para que se deshiciera por fin el hechizo que mantiene cautiva a la sociedad.
1965
“Sociedad” (Theodor Adorno).
El concepto de sociedad muestra ejemplarmente en qué escasa medida los conceptos, como pretende Nietzsche, pueden definirse verbalmente afirmando que «en ellos se sintetiza semióticamente todo un proceso». La sociedad es esencialmente proceso; sobre ella dicen más las leyes de su evolución que cualquier invariante previa. Esto mismo prueban también los intentos de delimitar su concepto. Así, por ejemplo, si éste se determinara como la humanidad junto con todos los grupos en los que se divide y la forman, o de modo más simple, como la totalidad de los hombres que viven en una época determinada, se omitiría el sentido más propio del término sociedad. Esta definición, en apariencia sumamente formal, prejuzgaría que la sociedad es una sociedad de seres humanos, que es humana, que es absolutamente idéntica a sus sujetos; como si lo específicamente social no consistiera acaso en la preponderancia de las circunstancias sobre los hombres, que no son ya sino sus productos impotentes. En relación con épocas pasadas, cuando quizá pudo ser de otro modo —la Edad de piedra—, apenas puede hablarse de la sociedad en el mismo sentido que en la fase del capitalismo intenso. J. C. Bluntschli, especialista en derecho público, caracterizó la sociedad, hace ya más de cien años, como un «concepto del tercer estamento». Y lo es no sólo en razón de las tendencias igualitarias que se han infiltrado en él y que lo distinguen de la «buena sociedad» feudal y absolutista, sino también porque su construcción obedece al modelo de la sociedad burguesa.
El concepto de sociedad no es en absoluto un concepto clasificatorio, no es la abstracción suprema de la sociología, que incluiría en sí misma todas las demás formaciones sociales. Tal concepción confundiría el ideal científico corriente del orden continuo y jerárquico de las categorías con el objeto del conocimiento. El objeto al que apunta el concepto de sociedad no es en sí mismo continuo desde el punto de vista racional. Tampoco es el universo de sus elementos; el concepto de sociedad no es simplemente una categoría dinámica, sino funcional. Para una aproximación inicial, aunque todavía demasiado abstracta, piénsese en la dependencia de todos los individuos respecto de la totalidad que forman. En ésta, todos dependen también de todos. El todo se mantiene únicamente gracias a la unidad de las funciones desempeñadas por sus partes. En general, cada uno de los individuos, para prolongar su vida, ha de desempeñar una función, y se le enseña a dar las gracias por tener una.
En virtud de su determinación funcional, el concepto de sociedad no puede captarse inmediatamente ni, a diferencia de las leyes científiconaturales, verificarse directamente. Ésta es la razón por la que las corrientes positivistas de la sociología querrían desterrarlo de la ciencia en tanto que reliquia filosófica. Pero este realismo es poco realista. Pues si la sociedad no puede obtenerse por abstracción a partir de hechos particulares ni aprehenderse como un factum, no hay factum social que no esté determinado por la sociedad. Ésta se manifiesta en las situaciones sociales fácticas. Conflictos típicos como los existentes entre superiores y subordinados no son algo último e irreductible, algo que pudiera circunscribirse al lugar de su ocurrencia. Más bien enmascaran antagonismos fundamentales. Los conflictos particulares no pueden subsumirse en éstos como lo particular en lo universal. Tales antagonismos producen conflictos aquí y ahora conforme a un proceso, a una legalidad. Así, la llamada paz salarial, estudiada desde muchos puntos de vista por la actual sociología empresarial, sólo sigue aparentemente las pautas marcadas por las condiciones existentes en una empresa y en un sector determinados. Depende, por encima de ellas, del ordenamiento salarial general, y de su relación con los distintos sectores; depende del paralelogramo de fuerzas, del que el ordenamiento salarial es la resultante, cuyo alcance es mucho mayor que el de las pugnas entre las organizaciones de empresarios y trabajadores integradas institucionalmente, pues en éstas se han sedimentado consideraciones referidas a un electorado potencial definido desde el punto de vista organizativo. Decisivas también para la paz salarial son, finalmente, aunque sólo sea de forma indirecta, las relaciones de poder, la posesión del aparato de producción por parte de los empresarios. Si no se tiene plena conciencia de esto, resulta imposible comprender suficientemente cualquier situación concreta, a menos que la ciencia esté dispuesta a atribuir a la parte lo que únicamente adquiere su valor dentro de un todo. Así como la mediación social no podría existir sin lo mediado por ella, sin los elementos: los individuos, las instituciones y las situaciones particulares, así éstos tampoco existen sin la mediación. Cuando los detalles, en virtud de su inmediata tangibilidad, se toman por lo más real, causan al mismo tiempo ofuscación.
Puesto que el concepto de sociedad no puede definirse conforme a la lógica corriente ni demostrarse «deícticamente», mientras que los fenómenos sociales reclaman imperiosamente su concepto, su órgano es la teoría. Sólo una detallada teoría de la sociedad podría decir qué es la sociedad. Recientemente se ha objetado que es poco científico insistir en conceptos tales como el de sociedad, pues sólo podría juzgarse sobre la verdad o falsedad de enunciados, no de conceptos. Esta objeción confunde un concepto enfático como el de sociedad con una definición al uso. El concepto de sociedad ha de ser desplegado, no fijado terminológicamente de forma arbitraria en pro de su pretendida pureza.
La exigencia de determinar teóricamente la sociedad —el desarrollo de una teoría de la sociedad— se expone además al reproche de haberse quedado rezagado en relación con el modelo de las ciencias naturales, al que se considera tácitamente como modelo vinculante. En ellas, la teoría tendría como objeto el nexo transparente entre conceptos bien definidos y experimentos repetibles. Una teoría enfática de la sociedad, en cambio, se despreocuparía del imponente modelo para apelar a la misteriosa mediación. Esta objeción mide el concepto de sociedad con el rasero de su inmediata dada de forma inmediata, al que precisamente ella, en tanto que mediación, se substrae esencialmente. Consecuentemente, a renglón seguido se ataca el ideal del conocimiento de la esencia de las cosas desde dentro, tras el que se acorazaría la teoría de la sociedad. Este ideal no haría más que obstaculizar el progreso de las ciencias, y en las más desarrolladas habría sido liquidado hace tiempo. La sociedad, sin embargo, hay que conocerla y no conocerla desde dentro. En ella, producto de los hombres, éstos todavía pueden, pese a todo y, por decirlo así, de lejos, reconocerse a sí mismos, a diferencia de lo que ocurre en la química y en la física. Efectivamente, en la sociedad burguesa la acción, en tanto que racionalidad, es en gran medida una acción «comprensible» y motivada objetivamente. Esto es lo que recordó con razón la generación de Max Weber y Dilthey. Pero este ideal de la comprensión fue unilateral, pues excluyó aquello que en la sociedad es contrario a su identificación por parte de los sujetos de la comprensión. A esto se refería la regla de Durkheim según la cual había que tratar los hechos sociales como cosas, renunciando por principio a comprenderlos. Durkheim no se dejó disuadir del hecho de que todo individuo experimenta primariamente la sociedad como lo no-idéntico, como «coacción». En esta medida, la reflexión sobre la sociedad comienza allí donde acaba la comprensibilidad. En Durkheim, el método científico-natural, que él defiende, registra esa «segunda naturaleza» de Hegel en la que la sociedad acabó convirtiéndose frente a sus miembros. La antítesis de Weber, sin embargo, es tan parcial como la tesis, pues se da por satisfecha con la incomprensibilidad, como él con el postulado de la comprensibilidad. En lugar de esto, lo que habría que hacer es comprender la incomprensibilidad, deducir la opacidad de una sociedad autonomizada e independiente de los hombres a partir de las relaciones existentes entre ellos. Hoy más que nunca la sociología debería comprender lo incomprensible, la entrada de la humanidad en lo inhumano.
Por otra parte, los propios conceptos antiteóricos de una sociología desgajada de la filosofía son fragmentos teóricos olvidados o reprimidos. El concepto alemán de comprensión (Verstehen) de las primeras décadas del siglo xx es la secularización del «Espíritu» (Geist) hegeliano —la totalidad que hay que llevar a concepto— en forma de actos singulares o de tipos ideales, sin tener en cuenta la totalidad de la sociedad, de la que en verdad extraen su sentido los fenómenos que hay que comprender. El entusiasmo por lo incomprensible, por el contrario, transforma el permanente antagonismo social en quaestiones facti. La realidad irreconciliada es aceptada pasivamente en el ascetismo con que se renuncia a su teorización y lo aceptado es finalmente exaltado, la sociedad es aceptada como mecanismo colectivo de coacción.
No menos numerosas, y no menos funestas, las categorías dominantes en la sociología actual son asimismo fragmentos de plexos teóricos, a los que niegan con mentalidad positivista. Últimamente se emplea con profusión el «rol» como un concepto sociológico clave, como una categoría que haría inteligible la acción social. Este concepto ha sido privado de su referencia a ese ser-para-otro característico de los individuos que, irreconciliados y enajenados de sí mismos, los encadena los unos a los otros bajo la contrainte sociale. Los roles son propios de una estructura social que adiestra a los hombres para que persigan únicamente su autoconservación y, al mismo tiempo, les niega la conservación de su yo. El omnipotente principio de identidad, la abstracta equiparabilidad de su trabajo social, les lleva a la extinción de la identidad consigo mismos. No es casual que el concepto de rol, que se presenta como un concepto axiológicamente neutral, haya sido tomado en préstamo del teatro, en el que los actores no son realmente aquéllos a los que ellos interpretan. Desde el punto de vista social, esta divergencia expresa el antagonismo. La teoría de la sociedad debería trascender las evidencias inmediatas en busca del conocimiento de su fundamento en la sociedad y preguntarse por qué los hombres siguen desempeñando un rol. Éste fue el propósito de la concepción marxiana del carácter como máscara, que no sólo anticipa esa categoría, sino que la deduce socialmente. Si la ciencia social se sirve de este tipo de conceptos pero rehúye la teoría, de la que éstos son parte esencial, se pone al servicio de la ideología. El concepto de rol, incorporado sin previo análisis desde la fachada social, coadyuva a perpetuar el abuso del rol.
Una concepción de la sociedad que no se conformara con esto sería crítica. Dejaría atrás la trivialidad de que todo está relacionado con todo. La abstracción mala de esta afirmación no es tanto consecuencia de la flojedad mental cuanto reflejo de la realidad mala de la sociedad misma: de la realidad del cambio en la sociedad moderna. Es en su realización universal, y no sólo en la reflexión científica, donde se practica objetivamente la abstracción; se hace abstracción de la naturaleza cualitativa de productores y consumidores, del modo de producción, incluso de las necesidades, que el mecanismo social sólo satisface de forma secundaria. Lo primero es el beneficio. La misma humanidad determinada como clientela, el sujeto de las necesidades, está, más allá de toda representación ingenua, preformada socialmente, y no sólo por el nivel técnico alcanzado por las fuerzas productivas, sino también por las relaciones económicas, por más difícil que sea verificar esto empíricamente. Previamente a cualquier estratificación social concreta, la abstracción del valor de cambio va de la mano del dominio de lo universal sobre lo particular, del dominio de la sociedad sobre quienes son sus miembros forzosos. Dicha abstracción no es socialmente neutral, a diferencia de lo que aparenta el carácter lógico de la reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social medio. En la reducción de los hombres a agentes y portadores del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres. Esto sigue siendo verdad, pese a todas las dificultades con las que vienen confrontándose muchas de las categorías de la crítica de la economía política. La sociedad total es tal que todos deben someterse al principio de cambio, a menos que quieran sucumbir, y ello independientemente de si, subjetivamente, su acción está regida por el «beneficio» o no.
Ni áreas atrasadas ni formas sociales suponen limitación alguna para la ley de cambio. La vieja teoría del imperialismo demostró ya que entre la tendencia económica de los países inmersos en la fase de capitalismo intenso y los en su día llamados «espacios no capitalistas» existe también una relación funcional. Éstos no coexisten simplemente los unos al lado de los otros, más bien se mantienen en vida los unos en virtud de los otros. Tras la abolición del colonialismo de viejo estilo, esto se convirtió inmediatamente en objeto de interés político. Una ayuda racional al desarrollo no sería ya un lujo. En el seno de la sociedad basada en el principio de cambio, los rudimentos y enclaves precapitalistas no sólo son elementos extraños a ella, reliquias del pasado: esta sociedad necesita de ellos. Las instituciones irracionales redundan en beneficio de la persistente irracionalidad de una sociedad que es racional en sus medios, pero no en sus fines. Así, una institución como la familia, derivada de lazos naturales y cuya estructura interna no se rige por la ley del intercambio de equivalentes, podría deber su relativa resistencia al hecho de que sin la ayuda que su irracionalidad proporciona a relaciones de producción muy específicas, como por ejemplo las de los pequeños campesinos, éstas apenas hubieran podido subsistir, aun cuando su racionalización no podría tener lugar sin trastornar el conjunto de la estructura social burguesa.
El proceso de socialización no se realiza más allá de los conflictos y los antagonismos o pese a éstos. Su elemento propio lo constituyen los mismos antagonismos que desgarran la sociedad. Es la misma relación social de cambio la que introduce y reproduce el antagonismo que en todo momento amenaza a la organización social con la catástrofe total. Sólo a través de la búsqueda del beneficio y de la fractura inmanente al conjunto de la sociedad sigue funcionando hasta hoy, rechinante, quejumbrosa, con indescriptibles sacrificios, la máquina social. Toda sociedad sigue siendo todavía sociedad de clases, como en los tiempos en los que surgió este concepto; la inmensa presión existente en los países del Este es indicio de que allí las cosas no son distintas. Aunque el pronóstico de la pauperización a largo plazo no se cumplió, la desaparición de las clases es tan sólo un epifenómeno. Es posible que en los países de capitalismo intenso se haya debilitado la conciencia de clase que en América siempre faltó. Pero esta conciencia jamás estuvo dada sin más en la sociedad, sino que, conforme a la teoría, era ella misma la que debía producirla. Lo que resulta tanto más difícil cuanto la sociedad más integra las formas de conciencia. Incluso la tan invocada nivelación de los hábitos de consumo y de las oportunidades de formación es parte de la conciencia de los individuos socializados, no de la objetividad social, cuyas relaciones de producción conservan precariamente el viejo antagonismo. Pero la relación de clases tampoco ha sido tan completamente suprimida desde el punto de vista subjetivo como le gustaría a la ideología dominante. La investigación social más reciente subraya la existencia de diferencias esenciales en lo que se refiere a la forma de ver las cosas de aquéllos a los que las toscas estadísticas incluyen respectivamente en las denominadas clase alta y clase baja. Quienes se forjan menos ilusiones, los menos «idealistas», son los individuos pertenecientes a la clase baja. Esto suscita el reproche de materialismo por parte de los happy few. Los trabajadores siguen considerando que la sociedad está dividida en un arriba y un abajo. Así, por ejemplo, es sabido que la igualdad formal de oportunidades de formación no se corresponde en absoluto con la proporción de los hijos de trabajadores en la población estudiantil.
Velada subjetivamente, la diferencia entre clases sociales crece objetivamente en virtud de la imparable y progresiva concentración del capital. Esta diferencia tiene efectos decisivos en la existencia concreta de los individuos; de lo contrario, el concepto de clase sería evidentemente un fetiche. Mientras que los hábitos de consumo van haciéndose similares —a diferencia de la clase feudal, la clase burguesa contuvo siempre el gasto en favor de la acumulación, salvo en los años de especulación—, la diferencia entre el poder y la impotencia sociales es sin duda mayor que nunca. Hoy cualquiera puede comprobar que es prácticamente imposible determinar por propia iniciativa su existencia social, debiendo más bien buscar huecos, plazas vacantes, «jobs» que le garanticen el sustento, sin tener en cuenta aquello que considera como su propia determinación humana, si es que todavía tiene alguna idea al respecto. Este estado de cosas halla su expresión y su ideología en el concepto de adaptación, concepto característico del darvinismo social, transferido desde la biología a las llamadas ciencias del hombre y empleado en ellas normativamente. No precisamos considerar si, y hasta qué punto, la relación de clases se hizo extensiva a las relaciones entre los países completamente desarrollados desde el punto de vista tecnológico y los países que se quedaron atrás.
El que, pese a todo, esta situación perdure en precario equilibrio, se debe al control sobre el juego de fuerzas sociales que todos los países de la tierra han introducido desde hace tiempo. Pero este control refuerza necesariamente las tendencias totalitarias del orden social, la adaptación política a la socialización total. De este modo se acrecienta la amenaza que los controles y las intervenciones, al menos los introducidos en los países situados más acá del área de influencia soviética y china, pretenden conjurar. Todo esto no debe imputarse a la técnica en cuanto tal. Ésta es solamente una figura de la capacidad productiva de los hombres, una prolongación del brazo del hombre incluso en la cibernética, por lo que es solamente un momento de la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, no una fuerza demoníaca independiente. En la situación actual opera de forma centralizadora; en sí misma podría hacerlo de otro modo. Allí donde los hombres creen estar más cerca los unos de los otros, como en la televisión, que se les lleva hasta sus hogares, en realidad esa cercanía está mediada por la distancia social, por la concentración del poder. Nada simboliza mejor que la televisión el hecho de que, en gran medida, y atendiendo a su contenido concreto, a los hombres se les dicta desde arriba su vida, la misma que ellos creen poseer y tener que ganarse y a la que toman por lo más próximo y lo más real. La existencia humana individual es, más allá de todo lo imaginable, mera reprivatización; lo más real, aquello a lo que se agarran los hombres, es al mismo tiempo lo más irreal. «La vida no vive.» Tampoco una sociedad transparente desde el punto de vista racional, una sociedad verdaderamente libre, podría zafarse en absoluto a la administración y a la división del trabajo. Pero las administraciones de todos los países de la tierra tienden compulsivamente a autonomizarse respecto de los administrados y a reducirlos a meros objetos de procedimientos regulados abstractamente. Estas tendencias remiten, según Max Weber, a la racionalidad económica medios-fines. Puesto que le es indiferente su fin, la consecución de una sociedad racional, y mientras siga siendo así, esta racionalidad se torna irracional para los sujetos. La figura racional de esta irracionalidad es en muchos sentidos el experto. Su racionalidad se funda en la especialización de los procesos técnicos y los adaptados a éstos, pero también tiene su lado ideológico. Los procesos de trabajo, segmentados en unidades cada vez más pequeñas y tendencialmente desprovistos de cualificación, se aproximan entre sí.
Dado que incluso los procesos e instituciones sociales más poderosos tienen un origen humano, esto es, son esencialmente el producto de la objetivación del trabajo de los hombres, la autonomización del poder es al mismo tiempo ideología, apariencia social necesaria que habría que penetrar y transformar. Pero esta apariencia es para la vida inmediata de los hombres el ens realissimum. El peso de las relaciones sociales hace todo lo posible para hacer más densa tal apariencia. Contrariamente a lo que sucedía alrededor de 1848, cuando la relación de clases se manifestó como conflicto entre el grupo inmanente a la sociedad, la burguesía, y el que se hallaba prácticamente excluido de ella, el proletariado, la integración, concebida por Spencer como la ley fundamental de toda socialización, se ha apoderado de la conciencia de los que son objeto de la sociedad. Contrariamente a la teoría de Spencer, integración y diferenciación ya no están hermanadas. Tanto espontánea como planificadamente, los sujetos se ven impedidos de reconocerse a sí mismos como sujetos. La oferta de mercancías, que los inunda, contribuye tanto a ello como la industria cultural y los innumerables mecanismos directos e indirectos de control intelectual. La industria cultural nació de la tendencia del capital a la explotación. Inicialmente se desarrolló bajo la ley del mercado, bajo el imperativo de adaptarse a sus consumidores, pero después se ha convertido en la instancia que fija y refuerza las formas de conciencia existentes, en el status quo del pensamiento. La sociedad necesita que el pensamiento duplique infatigablemente lo que meramente es, porque sin la exaltación de lo siempre igual, si remitiera el empeño de justificar lo existente por el mero hecho de ser, los hombres acabarían quitándoselo de encima.
La integración tiene un alcance mucho mayor. La adaptación de los hombres a las relaciones y procesos sociales, que constituye la historia y sin la que los hombres difícilmente hubieran podido sobrevivir, se ha sedimentado en ellos de tal modo que cada vez les es más difícil librarse de ella, aunque sólo sea en la conciencia, sin enredarse en conflictos pulsionales insoportables. Los hombres —éste es el triunfo de la integración— se identifican, hasta en sus reacciones más internas, con lo que se hace con ellos. Para escarnio de la esperanza de la filosofía, sujeto y objeto están reconciliados. Este proceso vive del hecho de que los hombres deben su vida a aquello mismo que se les inflige. La técnica, fuertemente catectizada*, la atracción que el deporte ejerce sobre las masas, la fetichización de los bienes de consumo, son síntomas de esta tendencia. La cimentación social que anteriormente procuraban las ideologías se ha trasladado, por una parte, a las poderosísimas relaciones sociales existentes como tales, y, por otra, a la constitución psicológica de los hombres. Si el concepto de lo humano, lo que en definitiva importa, se ha convertido en la ideología que encubre el hecho de que los hombres son sólo apéndices de la maquinaria social, podría decirse sin miedo a exagerar que, en la situación actual, son literalmente los hombres mismos, en su ser así y no de otro modo, la ideología que, pese a su manifiesta absurdez, se dispone a eternizar la vida falsa. El círculo se cierra. Se requeriría hombres vivos para transformar el actual estado de endurecimiento, pero éste ha calado tan profunda-mente en su interior, a expensas de su vida y de su individuación, que los hombres apenas parecen ser ya capaces de esa espontaneidad de la que todo dependería. De esto extraen los apologistas de lo existente nuevas fuerzas para revitalizar el argumento de que la humanidad todavía no está madura. El solo hecho de denunciar este círculo supone atentar contra un tabú de la sociedad integral. Cuanto menos tolera aquello que sería verdaderamente distinto, con tanto mayor celo vela por que todo lo que en su seno se piensa y se dice aporte algún cambio particular o, como ellos lo llaman, sea una contribución positiva. El pensamiento queda sometido a la sutil censura del terminus ad quem: si se presenta como crítico, debe decir lo que de positivo tiene. Si halla bloqueada dicha positividad, es que es un pensamiento resignado, cansino, como si este bloqueo fuera su culpa y no la signatura de la cosa misma. Pero lo primero que habría que hacer es descubrir la sociedad como bloque universal erigido entre los hombres y en el interior de ellos. Sin esto, toda sugerencia de transformación sólo sirve al bloque, bien como administración de lo inadministrable, bien provocando su inmediata refutación por parte del todo monstruoso. El concepto y la teoría de la sociedad sólo son legítimos si no se dejan seducir por ninguna de las dos cosas, si perseveran negativamente en la posibilidad que les anima: expresar que la posibilidad corre el riesgo de ser asfixiada. Un conocimiento de este tipo, sin anticipación de lo que trascendería esta situación, sería la primera condición para que se deshiciera por fin el hechizo que mantiene cautiva a la sociedad.
1965
Etiquetas: 68, Adorno, teoría revolucionaria, tercer asalto proletario contra la sociedad de clases
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