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lunes, noviembre 29, 2010

Sobre Debord (x Mario Perniola) 


(Tomado de Multitud).

[Traducción del francés: Diego L. Sanromán]

DEBORD Y NIETZSCHE

Parece difícil discernir hoy en día algo que pudiera corresponder al modelo de excelencia estética que Nietzsche definió con la expresión ‘gran estilo’. Desde luego que, en las distintas artes, continúan produciéndose obras que responden a los criterios de potencia contenida, rigor clásico y atrevida seguridad, pero, desgraciadamente, se imponen a la atención de los expertos y del público con mayor lentitud y dificultad que en el pasado, debido a la superproducción literaria, artística y cultural y, al mismo tiempo, al cinismo, a la superficialidad y la falta de sensibilidad que dominan en nuestros días. El ‘gran estilo’ implica y reclama, en efecto, una atención, un respeto, una memoria; en una palabra, una veneración. Criterios todos ellos –reconozcámoslo- que se adaptan mal al tono general de la experiencia cotidiana contemporánea, pero que, justamente en razón de su rareza, pueden convertir al ‘gran estilo’ en objeto de una búsqueda más diligente y de un celo más intenso del que se haya conocido jamás.

Se revela aún más difícil, ya no digo encontrar, sino hasta imaginar el ‘gran estilo’ como cualidad de una acción, de un comportamiento, o incluso de toda una existencia. En otros términos, como dice Nietzsche, no considerarlo ya simplemente como arte, sino como “realidad, verdad, vida”. El propio Nietzsche, por otro lado, nos enseñó a desconfiar por completo de acciones y comportamientos que se jacten de cualidades positivas al demostrar cómo, en la mayoría de los casos, aquello que los motiva depende de forma oculta de pulsiones de signo contrario. Como ejemplo particular, el filisteísmo de la canalla rica y ociosa que lleva a los altares la obra de Wagner representa exactamente lo contrario del gran estilo: el esnobismo cultural –como el propio término indica, ‘sine nobilitate’- constituye una manifestación de vulgaridad y ordinariez, de ostentación, que de hecho se encuentra en las antípodas de la simplicidad y la pureza del ‘gran estilo’. En cuanto al recorrido de una vida considerada en su conjunto, se diría que sólo algunas existencias breves pueden aspirar a tanto, como si la longevidad exigiese una prolongada práctica de la astucia, incluso la complicidad con una serie infinita de ignominias. ¡Y no es poco identificarlas como tales!

Así pues, para mí es un enorme motivo de alegría haber conocido al hombre que, en la segunda mitad del siglo XX, fue la personificación del ‘gran estilo’: Guy Debord. Un ‘doctor en nada’, como él mismo se definía, pero también el maestro de los ambiciosos, el amigo de los pobres y los rebeldes que suscitaba en secreto la admiración de los poderosos, un hombre que provoca grandes emociones, pero que se mantiene frío y distanciado de sí mismo y del mundo. Ésta es, precisamente, la primera condición del estilo: el desapego, la distancia, la suspensión de los afectos desordenados, de la emoción inmediata, de las pasiones sin freno. Por eso existe una relación entre el estilo y lo clásico que fue subrayado en diversas ocasiones por Nietzsche. El estilo, sin embargo, no debe ser considerado como sinónimo de frigidez, de falta de sensibilidad o, peor todavía, de academicismo pedante y estereotipado. Para dominar las pasiones, es necesario que éstas existan. El estilo y la pasión tienen, por otro lado, en común su carácter imperioso y exigente: ambos dos exigen obediencia y disciplina.

Ese desapego, en el caso de Debord, se manifiesta ante todo en un completo distanciamiento del mundo de la universidad, de la edición, del periodismo, de la política y de los media. Debord alimenta con respecto al conjunto del establishment cultural la más profunda repulsión y el más radical de los desprecios. Al mismo tiempo, siente repugnancia por lo mundano, por esa frivolidad esnob que coquetea con el extremismo revolucionario, por el famoso ‘radical chic’. Tal desdén no reposa siquiera en el confort de cierto patrimonio hereditario; en este sentido, Debord afirma haber ‘nacido virtualmente arruinado’. En una época en la que los ambiciosos están dispuestos a todo para obtener el poder político y el dinero, la estrategia de Debord se apoya en un solo factor: en la admiración que su forma de ser suscita en quienes consideran el poder político y el dinero como beneficios secundarios con respecto a la excelencia y el reconocimiento. El tipo de superioridad al que aspira dicha estrategia no es muy diferente del que buscaban ciertos filósofos de la antigüedad como Diógenes, para quien lo esencial residía en la coherencia entre los principios y la conducta. Sin embargo, el terreno en el que se asienta no es tanto de orden ético como estético: es en la rebelión poética y artística donde conviene buscar la tradición en la que viene a inscribirse Debord. Esta tradición, que conoció con las vanguardias del siglo XX un formidable desarrollo, se remonta en realidad a la Edad Media. El gran poeta francés del siglo XV François Villon encarnó el modelo de un encuentro entre la cultura y los comportamientos alternativos (en su caso, incluso criminales) que se perpetuó a lo largo de los siglos. Debord reconoce explícitamente esta herencia, pero le obliga a dar un salto cualitativo al rechazar el ejercicio de la poesía y del arte, pues considera que es necesario superarlos –es decir, suprimirlos y realizarlos en términos hegelianos- en la teoría y en la práctica revolucionarias. Para Debord, la superación del arte no debe esperar a un futuro lejano, como ocurre con ciertos pensadores utópicos, sino que constituye una exigencia urgente de la época en la que vivimos. No se trata tanto de prefigurar la sociedad del porvenir cuanto de responder al apremiante llamamiento que nos hace el hic et nunc histórico y social. De esta suerte, Debord toma también sus distancias con respecto a todos esos ambientes literarios, poéticos y artísticos de vanguardia que, aunque extraños a toda institucionalización, perseveran en la práctica de una actividad que se arriesga, en todo momento, a ser recuperada por el establishment cultural. No es casualidad que yo entrase en contacto con Debord justo después del conflicto que, durante el verano de 1966, me enfrentó al movimiento surrealista.

Hay que añadir, igualmente, a todo lo anterior el alejamiento de todas las organizaciones y tendencias políticas revolucionarias que prevalecen en su época: el legado del que Debord se siente heredero es el del ‘comunismo de los consejos’ de los años 20, que se había desarrollado en Francia a través de ciertas revistas teóricas como Socialismo o Barbarie. Esta elección le conduce a un rechazo total de toda posición leninista, trotskista, maoísta o tercer-mundista. Para Debord, los llamados regímenes socialistas son formas de capitalismo de Estado, dirigidas por una burocracia de partido que se arroga el derecho de hablar en nombre del proletariado, del cual es, efectivamente, la propietaria. En paralelo, Debord toma también sus distancias con respecto al anarquismo, que abandona al ser humano al capricho individual; para él, no existe duda alguna de que la culminación del pensamiento revolucionario fue Marx, y no Bakunin. Si por ‘política’ se entiende la distinción entre ‘amigos’ y ‘enemigos’, unida al esfuerzo por aumentar el número de los primeros, en Debord hay una ‘impoliticidad’ que conduce al aislamiento. Ésta fue, por otro lado, una de las razones de nos llevaron a romper relaciones en la primavera de 1969.

DEBORD Y HEIDEGGER

Es cierto que una aprobación y una efectividad obtenidas por medio de la simpatía, el acuerdo y la buena disposición con respecto a los otros no coinciden en absoluto con el estilo de Debord. En este punto, seguía la opinión de Nietzsche, que consideraba que la grandeza de espíritu no es compatible con las virtudes amables: “el gran estilo excluye lo agradable”. En una época que hace de lo agradable y de la desenvoltura las cualidades más apreciadas, Debord se presenta ante sus contemporáneos de un modo áspero y rugoso, como si sólo una actitud de este tipo pudiera, hoy en día, suscitar el interés y encender las pasiones. Como él mismo escribe: “nunca fui a buscar a nadie, a ningún lado. Mi entorno ha estado compuesto sólo por aquellos que vinieron por su propia voluntad y supieron cómo hacerse aceptar”. Esto no impidió, en la práctica, la formación alrededor de Debord, al menos en la segunda mitad de los años sesenta, de un tejido social que se reconocía en un proyecto teórico y en un estilo de vida. Su eje estaba constituido por la Internacional situacionista, un movimiento que Debord había fundado en 1957 con otros representantes de la vanguardia artística y que, en un período de doce años, publicaría doce números de una revista de igual nombre, muy brillante por su contenido y muy elegante en su forma. La I. S. –como solía felizmente conocérsela- era un grupo cerrado que exigía una neta distinción entre miembros efectivos y simpatizantes. Reinaba en ella una suerte de responsabilidad colectiva que hacía que las afirmaciones teóricas y la conducta de cada uno de sus miembros implicasen automáticamente las de todos los demás. En el caso de la I. S., esta característica, que parece reproducir uno de los rasgos específicos de las sectas religiosas, reviste una significación estética que se corresponde con la importancia del elemento exigente y restrictivo del estilo: como escribe Nietzsche, implica una anulación de las particularidades individuales, un sentido profundo de la disciplina y una repugnancia respecto de una naturaleza desordenada y caótica. Tales exigencias, que respondían perfectamente al modo de ser de Debord, no se adaptaban, sin embargo, al temperamento de los demás miembros de la I. S., mucho más expansivos y extrovertidos, en unos casos, o desprovistos de genio y espíritu creativo, en otros. Pero, por encima de todo, no se adaptaban a los rasgos dominantes del movimiento de protesta, pues, por un lado, castigaban duramente el vitalismo subjetivista y el espontaneísmo más impulsivo, y por otro, reproducían el sometimiento político de tipo estalinista más sombrío y antiestético. Todo esto explica por qué el mensaje de la I. S., en realidad, fue recibido por un número reducido de personas: a finales de 1968, sólo tres personas en Roma recibían la revista, y no eran más de una veintena en toda Italia. Algo de las altas cualidades estéticas del conjunto de la publicación se transmitía también a los simples lectores, que tenían la sensación de formar parte de la elite de la revolución mundial. Constituían, en efecto, una red internacional en el seno de la cual era posible evolucionar, mucho más en tanto que aristócratas que como conspiradores.

Por una especie de ceguera histórica, el carácter estético del proyecto situacionista no podía, sin embargo, ser reconocido ni por quienes lo formulaban desde su interior, ni tampoco por los observadores exteriores. En una carta fechada el 26 de diciembre de 1966, Guy Debord, respondiendo a mis preguntas, sintetizaba el proyecto de la I. S. en cuatro puntos: “1. La superación del arte, hacia una construcción libre de la vida. Ésta quiere ser la conclusión del arte moderno revolucionario, en el que el dadaísmo ha querido suprimir el arte sin realizarlo y el surrealismo ha querido realizarlo sin suprimirlo (estas dos exigencias son inseparables, aquí retomo los términos que el joven Marx empleó para referirse a la filosofía de su tiempo). 2. Crítica del espectáculo, es decir, de la sociedad moderna en tanto mentira concreta, realización de un mundo invertido, consumo ideológico, alienación concentrada y en expansión (en conclusión: crítica de la fase actual del reino mundial de la mercancía). 3. La teoría revolucionaria de Marx, que ha de ser corregida y completada en el sentido de su propia radicalidad (para empezar, contra toda la herencia del ‘marxismo’)… 4. El modelo del poder revolucionario de los Consejos Obreros como fin, y también como modelo que debe dominar desde ahora mismo en la organización revolucionaria que aspire a tal fin… Los dos primeros puntos son, en cierto modo, nuestra principal aportación teórica hasta el momento. El tercero procede del comienzo del periodo histórico en el que nos encontramos. El cuarto, de la práctica revolucionaria del proletariado en el presente siglo. Se trata de unificarlos”. Lo que me choca de esta carta es que las dos características más específicas de la I. S. son de naturaleza estética, y aún más la idea de reconducir a una unidad tendencias y perspectivas que se inscriben en tradiciones diferentes. Todo esto responde exactamente a la definición nietzscheana del ‘gran estilo’: “pocos principios y todos reunidos lo más estrechamente posible; nada de ingenio, nada de retórica”.

El esfuerzo situacionista por mantener las distancias respecto al mundo chocaba inevitablemente con la tendencia de la sociedad moderna a ‘recuperar’ su rebelión o, dicho de otro modo, a despojarle de su potencia, asignándole un papel y una función en su seno: “Se sabe –dice Debord en una de sus películas- que esta sociedad firma una paz sólida con sus más acérrimos enemigos cuando les hace un hueco en su espectáculo. Pero, justamente, yo soy el único que, en esta época, disfruta de cierta celebridad, clandestina y maligna, y al que no han conseguido hacer aparecer en su escenario de renuncia. […] Me parecería tan vulgar convertirme en una autoridad de la protesta contra la sociedad como convertirme en una autoridad en esa misma sociedad”. Uno de los problemas que, con razón, suscitaba la mayoría de los debates en el seno del ambiente situacionista tenía que ver, precisamente, con su relación con el espectáculo cultural. En su carta del 18 de noviembre de 1967, en la que me anuncia la publicación de su libro La Sociedad del Espectáculo, Debord escribe: “Seguramente estamos todos de acuerdo: el cine es una relación pasiva espectacular… El problema es más general: nosotros creemos que también el libro (una revista, etc.) es una forma separada de la expresión unilateral espectacular… sin embargo, creemos en la necesidad de dominar críticamente esos momentos (la teoría, la expresión, la agitación, etc.) en diferentes niveles. Resulta evidente para todo el mundo que no podemos reducirnos a una especie de inmediatez pura”. Sobre este último punto, Debord era más optimista: el espontaneísmo, el vitalismo, el mito de la acción estaban destinadas a expandirse, sobre todo en Italia, durante al menos un decenio.

Estas orientaciones que rechazan todas las mediaciones, que alimentan una desconfianza infinita con respecto a toda forma, que aspiran a un ideal de transparencia absoluta, constituyeron el problema más grave de mi juventud. Estaban también presentes en el interior de la I. S. y, sobre todo, dentro del círculo de sus simpatizantes, pero ciertamente no pueden ser atribuidas a Debord, que consideraba que todas las manifestaciones alternativas a la escritura “son ellas mismas dependientes de la conciencia y de la formulación teórica más o menos complejas” (carta del 2 de marzo de 1968). Tal cosa parece en contradicción no sólo con las pasiones que Debord suscitaba, sino también con la dimensión marcadamente emocional de sus escritos y sus películas, que a menudo parecen suspendidos entre la nostalgia y la impasibilidad, entre el dolor y la dureza. El hecho es que, junto a un Debord apolíneo, cuya característica esencial es la distancia asumida frente al mundo, encontramos un Debord dionisiaco, que él mismo no ocultaba y en el que se recrea en sus memorias al celebrar vinos, cervezas y otros alcoholes. Pero encuentro reveladora, en cuanto a la calidad de dicha experiencia, la siguiente frase: “Lo primero que me gustó, como ha todo el mundo, fue el efecto de la ebriedad leve, pero muy pronto me empezó a gustar lo que hay más allá de la ebriedad violenta, una vez se ha franqueado ese estadio: una paz magnífica y terrible, el verdadero sabor del paso del tiempo”. ¿O acaso de su suspensión?

¿Qué relación pueden tener estos aspectos empíricos, vitales e incluso fisiológicos con el estilo? ¿No consiste precisamente el estilo en despegarse de lo subjetivo, de lo accidental, de lo demasiado personal, de lo demasiado vivo? ¿No está próxima la noción de ‘gran estilo’ de Nietzsche a la noción de ‘clásico’? Desde luego, en Debord encontramos esas características de endurecimiento, de simplificación, de refuerzo y de agresividad que, para Nietzsche, constituyen los rasgos esenciales del gusto clásico. Pero el ‘gran estilo’ es ciertamente algo distinto del clasicismo, de un ideal estético de armonía y contención. Como observa Heidegger, el ‘gran estilo’ contiene un elemento de exceso, de eso que los griegos del periodo trágico llamaban deinon, lo deinotaton, lo terrible. Por esta razón, no se puede comprender plenamente la noción nietzscheana de ‘gran estilo’ si se la separa de la reflexión que Nietzsche hace en paralelo sobre la importancia del elemento fisiológico en el arte, que constituye algo previo e indispensable al estilo. En otros términos, este último es ajeno tanto a la rigidez de la forma en lo semejante y lo formal como al puro delirio en la embriaguez. Con Nietzsche asistimos al nacimiento de una estética extrema, más allá de la estética moderada de Kant y de Hegel, en la que el sentir continúa hasta el estado fisiológico extremo del cuerpo; lo que no significa, sin embargo, capitulación ante el naturalismo, ante la pura factualidad empírica. El ‘gran estilo’, nos dice Heidegger’ es un contra-movimiento creativo con respecto a lo fisiológico, que presupone su existencia, pero va más allá de él. “Es verdaderamente grande aquello que no sólo mantiene bajo control y por debajo de sí a su extremo contrario, sino que lo ha transformado en sí mismo y, al mismo tiempo, lo ha transformado de tal forma que no desaparece, sino que consigue desplegarse en su esencia” (Heidegger, 1961, I).

DEBORD Y EL CARDENAL DE RETZ

Apenas se honra a Debord al considerarlo un puro teórico; es fácil redimensionar su personaje examinando exclusivamente sus escritos políticos desde el punto de vista de la originalidad especulativa. Lo que cuenta para él, más que la teoría, es el combate: “las teorías no están hechas sino para morir en la guerra del tiempo: son unidades más o menos fuertes a las que hay que implicar durante el combate en el momento justo […] Las teorías deben ser reemplazadas, pues sus victorias decisivas, aun más que sus derrotas parciales, producen su desgaste” (1978). Se comprende mejor su forma de ser, en consecuencia, si lo integramos en una larga tradición que se remonta al filósofo griego Heráclito, para quien lo bello no es armonía, sino conflicto. El relámpago y el fuego son las metáforas a las que hace referencia esta concepción estratégica y energética de la belleza, que no asocia la estética a la experiencia de la conciliación (como es el caso para Pitágoras y el neoplatonismo), sino a la de la guerra. La belleza es considerada como un arma, como el arma más fuerte. La dimensión estética no tiene, pues, nada de decorativa, de accesoria, de superestructural. Está estrechamente ligada a lo efectivo, a la realidad, a ese dominio que estamos acostumbrados a considerar como propio de la política. La concepción heracliteana, que permanece operativa de forma subterránea en el mundo romano a través del estoicismo, desemboca en el ideal estético defendido por la retórica y el arte oratoria, para las cuales la eficacia práctica del arte de la palabra posee un valor esencial. El dominio de lo bello es así un campo de batalla, en el cual se gana o se pierde: es el lugar de la decisión y del resultado. “Las personas que no actúan jamás –precisa Debord (1978)- quieren creer que se podría elegir con completa libertad la excelencia de los que figurarán en el combate, así como el lugar y la hora en los que se dará el golpe irrebatible y definitivo. Pues no: con lo que uno tiene a mano, y dependiendo de algunas posiciones efectivamente atacables, uno se lanza sobre ésta o aquélla en cuanto percibe un momento favorable; si no, desapareceríamos sin haber hecho nada”.

Fue en el siglo XVII cuando esta concepción estratégica alcanzó su auge. La definición de lo bello como intensidad, la comparación entre el hombre de letras y el guerrero, la mezcla entre los modelos estéticos y los modelos políticos hacen del Barroco un punto de referencia constante para Debord; en particular, la figura de Baltasar Gracián, que, más que ningún otro, supo delimitar en su Oráculo manual todos los aspectos del ‘gran estilo’, sustrayéndolo a todo clasicismo abstracto y sumergiéndolo en las vicisitudes y las contingencias históricas, merece su atención y respeto. Con todo, aún más que Gracián, es el enemigo de Richelieu y de Mazarino, el cardenal de Retz, el que ocupa la imaginación de Debord. En una carta fechada el 24 de diciembre de 1968, Debord me escribe: “Me gusta mucho citar las Memorias de Retz, no sólo por lo que tienen de confirmación de los temas de la ‘imaginación al poder’ y de ‘tomad vuestros deseos por realidades’, sino también porque encuentro en ellas un divertido parentesco entre la Fronda de 1648 y Mayo: los dos únicos grandes movimientos que hayan estallado en París como respuesta inmediata a ciertos arrestos; y tanto el uno como el otro, con barricadas”. La tradición subversiva en la que Debord se inscribe es así mucho más la tradición antigua y barroca el tiranicidio que la tradición moderna de las revoluciones político-sociales: el 68 le parece similar a la Fronda, no a la Revolución francesa y, aún mucho menos, a la Revolución rusa. Si lo comparamos con el Cardenal promotor de la Fronda, hay en Debord una práctica de la verdad que pertenece más al Retz escritor que, desde luego, al Retz hombre de acción. Es evidente que resulta fácil preservar la propia integridad en la soledad o en un círculo restringido de amistades; cosa muy distinta es tener trato con toda suerte hombres y luchar por el poder en medio de una guerra civil en la que todo el mundo sabe que la vida misma está en juego. El ‘gran estilo’ de las Memorias de Retz reside, antes que nada, en la distancia que establece consigo mismo, en la insolente sinceridad con la que expone las motivaciones más secretas, incluidas aquellas que dañan su reputación, pero, desde luego, no en las historias que cuenta. Se trata, por así decir, de un ‘gran estilo’ post-festum, y no en el fragor de la acción: al fomentar intrigas, conjuras, traiciones y complots de todo tipo, Retz no es diferente de sus enemigos, y si sus planes no llegan a buen término, el fracaso se produce siempre en contra de su intención y de su deseo. En el caso de Debord, la situación es completamente distinta; la estética del combate se presenta, cuando menos a partir de finales de los años sesenta, como una estética del fracaso, como si el éxito implicase un elemento de indestructible vulgaridad. La guerra es para él, no sólo el reino del peligro, sino también de la decepción (1989, VI). Siempre he percibido vagamente esa ‘sombría melancolía’ que, según sus propias palabras (1978), habría acompañado toda su existencia, y también vi a qué trágicas e inexorables consecuencias llevaba ese modo de rodear el fracaso con una aureola de melancólico esplendor.

Lo que Debord tiene en común con el Retz escritor es esa forma de interrogarse por lo podría haber sido y no fue. En las Memorias de Retz se habla a menudo de acontecimientos que estaban a punto de producirse y que, por razones del todo accidentales, no se concretan: para Retz, el juicio heroico consiste precisamente en distinguir lo extraordinario de lo imposible para apostar por el primero y desentenderse del segundo. En Debord podemos encontrar una actitud idéntica. En una carta fechada el 10 de junio de 1968, me escribe: “Casi hemos llevado a cabo una revolución […] La huelga ha sido ya derrotada (principalmente, por la C. G. T.), pero toda la sociedad francesa estará en crisis durante un largo tiempo”. Me pregunto si, por consiguiente, la propia ‘sociedad del espectáculo’, al dinamitar la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre la imaginación y la realidad, no habrá también cambiado las nociones de victoria y de fracaso al liberarlas de la referencia al hecho consumado e inaugurar una ‘sociedad de los simulacros’. Se trata de un paso teórico que Debord no dio, porque en el fondo, al igual que Retz, siempre estuvo vinculado a una visión realista del conflicto. Tal vez los pensadores políticos del siglo XVI (como Maquiavelo, Guicciardini y Loyola) ya habían ido más lejos.

Lo anterior no significa que la pregunta por la razón suficiente de los acontecimientos se convierta jamás en Debord en motivo de desazón y, menos aún, de arrepentimiento. “Nunca he comprendido demasiado bien los reproches que a menudo se me han hecho, y conforme a los cuales habría perdido a aquella hermosa tropa en un ataque desesperado, o bien debido a una suerte de complacencia neroniana […] Asumo sin vacilar la responsabilidad de todo cuanto ocurrió” (1978). Lo que prevalece es la actitud estoica de aceptación del presente y del pasado, un aspecto sin duda muy importante del ‘gran estilo’. La vida es un laberinto del que no se puede salir, de ahí el título de su película In girum imus nocte et consumitur igni. Esta frase, que significa literalmente Damos vueltas en la noche y somos devorados por el fuego, presenta la asombrosa particularidad de que puede leerse al revés sin la menor alteración. De tal modo, expresa perfectamente bien la experiencia, propia de los estoicos de la antigüedad, de la ‘synkatathesis’, del asentimiento del sabio a la ‘heimarmene’, a la providencia, concebida por ellos mismos como el inviolable encadenamiento de las causas, “la base racional sobre cuya base lo que ha acontecido ha acontecido, lo que acontece acontece y lo habrá de acontecer, acontecerá” (Pohlenz, 1959). Asociada a dicha experiencia, encontramos la idea estoica del eterno retorno o, dicho de otro modo, la repetición de periodos cósmicos recurrentes, en el transcurso de los cuales se producen nuevos acontecimientos que ya tuvieron lugar en el pasado. Como es sabido, Nietzsche retomó esta concepción estoica del eterno retorno interpretándola, no como una ley que domina la historia, sino como “una voluntad de eterno retorno”, como ‘amor fati’: la única forma de que el pasado deje de ser una causa de frustración y de impotencia. El porvenir no podrá aportarnos nada mejor que lo que ya nos reserva el pasado. El camino de la utopía está cerrado, tanto para Nietzsche como para Debord; tal vía es ajena al ‘gran estilo’. Debord nos dice: “En cuanto a mí, jamás he deplorado lo que he hecho, y confieso que soy aún del todo incapaz de imaginar qué otra cosa hubiera podido hacer, siendo quien soy” (1978).

DEBORD Y MAYO DEL 68

En la manera de ser de Debord hay un último aspecto que es acaso más importante que los precedentes: su relación con la historia. La distancia que toma con respecto al mundo y la estética del conflicto sirven, sin duda, de fundamento a su estilo, pero aún no le confieren, sin embargo, su grandeza, pues podrían igualmente conducir a un modelo ascético, que no siempre está desprovisto de aspectos de fanatismo. El monje guerrero es una figura que presenta una fuerte dimensión estética por su valor y por la presencia en su seno de elementos a primera vista contradictorios, pero es difícil, al mismo tiempo, atribuirle la virtud de la grandeza. Hay algo más que se impone: en Debord, tal excedente está constituido por su relación con el proceso histórico, frente al cual se sitúa no sólo como interprete, sino también como un elemento esencial. La I. S. se considera a sí misma como la conciencia crítica del retorno de la revolución social que, desde comienzos de los años sesenta, se manifiesta en todas las sociedades industriales bajo formas inconscientes e inmaduras, como la rebelión de los jóvenes, los motines raciales o los combates del Tercer mundo. No se piensa la revolución social como un ideal que hay que realizar, sino, recuperando los términos de Marx y Engels, como “el movimiento real que anula y supera al estado de cosas existente”. Durante el periodo en el que estuve en contacto con Debord, la desmesurada ambición de constituir el punto más avanzado del progreso humano, ya presente en Hegel y en Marx, encontraba en efecto ciertos puntos de apoyo. Por ejemplo, en la primera manifestación europea de la rebelión estudiantil, que tuvo lugar en Estrasburgo durante el año 1966, la I. S. desempeñó un papel decisivo: al estar presente en el lugar de los hechos, tuve ocasión de compartir el entusiasmo que produce la impresión de sentirse efectivamente en la vanguardia de un movimiento mundial.

Pero es mayo del 68 lo que constituye la cumbre de la experiencia situacionista; aprovechando la ocasión de una rebelión estudiantil, el movimiento superó ampliamente el simple ámbito universitario y se extendió al proletariado industrial y al conjunto de la sociedad francesa. En su carta del 10 de mayo de 1968 (14 h.), en la que Debord me describe con detalle las relaciones entre la I. S. y el movimiento estudiantil, así como los acontecimientos del 3 de mayo, del 6 de mayo y de esa misma mañana, y al tiempo que me invita a tomar precauciones con la policía, afirma que “se ha dado un paso decisivo en la rebelión, y también en la conciencia”. Y añade: “El momento de superación de la I. S. todavía no ha llegado; por eso, es necesario superar el estadio anterior de nuestra acción (si no, nos disolveríamos ‘objetivamente’, pues la ampliación de la lucha exige que una agrupación del tipo de la I. S. alcance una práctica correcta un poco más extensa)”. En una carta fechada el 10 de junio de 1968, Debord escribe de nuevo: “Hemos tenido la suerte de estar en el centro de todo el asunto durante el periodo más interesante. Por el momento continuamos, pero el porvenir es muy incierto. Contamos, desde luego, con que el choque en distintos países abra la vía a un retorno internacional de la nueva crítica revolucionaria. Aquí la teoría ya había tomado las calles. Todas las viejas organizaciones combatieron violentamente contra el movimiento… La gente de la base –entre ellos, algunos obreros- destacó casi siempre. Nuestro grupo estaba formado por 4 situacionistas + 2 enragés + alrededor de 25 simpatizantes que se unieron durante la batalla (la mitad nos era completamente desconocida antes de ella)… Después de haber controlado el Comité de ocupación de la Sorbona durante los primeros días (de los cuales uno fue decisivo), formamos el Consejo para el mantenimiento de las ocupaciones, que tuvo muchos contactos en París y en provincias”.

El Consejo, compuesto por situacionistas, enragés y simpatizantes para un total de alrededor de cuarenta personas, había funcionado como una asamblea general ininterrumpida, que deliberaba noche y día. Había establecido tres comisiones, encargadas, respectivamente, de la redacción e impresión de documentos, de las relaciones con las fábricas ocupadas y de los suministros necesarios para la acción. Publicó el Informe sobre la ocupación de la Sorbona (19 de mayo), en el que se exponían las vicisitudes que había provocado el fracaso de dicha experiencia, la declaración Por el poder de los Consejos Obreros (22 de mayo), que se adelantaba a la eventualidad de tener que poner en marcha determinados sectores de la economía bajo el control obrero, y el Llamamiento a todos los trabajadores (30 de mayo), que sostenía que al movimiento, en le momento mismo de su declive, “no le faltaba más que la conciencia de lo que había hecho para apropiarse realmente de la revolución”. Con la restauración, en junio, del Estado, el Consejo se disolvió para destacar su rechazo a una existencia permanente.

Refugiados en Bruselas, donde me encontré con ellos en julio de 1968, por temor a las persecuciones, los situacionistas redactan el texto Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones (firmado por René Viénet), así como el artículo El comienzo de una época (publicado en el número 12 de la revista), en el que perfeccionan su juicio sobre mayo. En su opinión, el movimiento de mayo fue esencialmente proletario, y no estudiantil; se expresó aprovechando la ocasión de una rebelión de los estudiantes, pero su desarrollo superó con creces el ámbito universitario: “el movimiento de mayo no fue una cierta teoría política en busca de sus ejecutantes obreros; fue el proletariado el que, al actuar, buscaba una conciencia teórica” (I. S., XII).

El hecho de que un pequeño grupo de intelectuales muy marginales, pobres y sin trabajo, guiados por un hombre que alimentaba ‘un gran desprecio’ por el mundo entero, haya sido el único en armonía con la mayor huelga salvaje de la historia, confirió a Debord un crédito extraordinario y lo invistió de una dignidad casi profética. En los instantes de mayor fervor durante el mes de mayo, Debord mantuvo, en efecto, una extraordinaria lucidez en sus juicios históricos. El 15 de mayo, entrevé tres evoluciones posibles, en orden decreciente de probabilidad: la extinción espontánea del movimiento, la represión y la revolución social. El 22 de mayo, considera que la solución más probable a la crisis reside en la desmovilización de los obreros, negociada entre el gaullismo y la C. G. T. sobre la base de ciertas ventajas económicas. En las conversaciones que tuvimos en Bruselas durante el mes de julio de 1968, quedé fuertemente impresionado por el hecho de que considerase la invasión rusa como la solución más probable a la crisis checoslovaca, lo que vendría a verificarse durante el mes siguiente provocando un gran estupor y, al mismo tiempo, una gran indignación en los medios de izquierdas.

En cuanto a su silencio sobre los acontecimientos históricos de los años 70 y 80, yo lo interpretaría como un juicio negativo sobre una época a la que debía calificar de ‘repugnante’ (1989, 4). Pero su ‘gran estilo’ se manifestará aún una vez más en un golpe de maestro: del mismo modo que La Sociedad del Espectáculo se publicó un año antes de 1968, los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), que suponen su retorno a la teoría política, preceden por poco tiempo a la caída del Muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética. De este modo, renovaba, para los años que siguieron a 1989, su papel de ‘maestro oculto’ de la subversión.

Otras dos breves consideraciones del Panegírico, ambas contenidas en las últimas páginas, me parecen proféticas. La primera se refiere al hastío general en el que todos estamos inmersos a causa de la redefinición autoritaria de los placeres, ya se trate de su prioridad o de su propia sustancia. La segunda es aún más sutil, y por tal razón prefiero citarla en su totalidad: “Se debe saber que la servidumbre quiere ser en adelante amada verdaderamente por sí misma; y ya no porque pudiese aportar alguna ventaja extrínseca. Antes podía pasar por ser una protección; pero ya no protege de nada. La servidumbre no trata ahora de justificarse pretendiendo haber conservado, donde quiera que sea, un consentimiento distinto del simple placer de conocerla”. He aquí, a mi parecer, el epígrafe que domina nuestra época.

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