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martes, julio 19, 2011

LA REVOLUCIÓN PROLETARIA (por Anton Pannekoek, 1938, capítulo IX de Lenin filósofo) 



LA REVOLUCIÓN PROLETARIA


La publicación del libro de Lenin, primero en alemán y después en una traducción inglesa, muestra bien que se le quería hacer jugar un papel mucho mayor que el que había tenido en la antigua controversia del partido ruso. Se lo hace leer a las jóvenes generaciones de socialistas y comunistas para influir en el movimiento obrero internacional. Entonces planteamos esta pregunta: ¿qué puede aportar este libro a los obreros de los países capitalistas? Las ideas filosóficas que se atacan en él están completamente deformadas; y la teoría del materialismo burgués nos es presentada bajo el nombre de marxismo. En ningún momento se intenta llevar al lector a una comprensión y un juicio claros e independientes sobre problemas filosóficos; este libro está destinado a enseñarle que el Partido siempre tiene razón, que debe confiar en él y seguir a sus jefes. ¿Y por qué vía quiere este jefe del partido comprometer al proletariado internacional? Para saberlo no hay más que leer la concepción de la lucha de clase en el mundo que Lenin expone al final de su libro:

"En cuarto lugar, es imposible no discernir detrás de la escolástica gnoseológica del empiriocriticismo la lucha de los partidos en filosofía, lucha que traduce en último análisis las tendencias y la ideología de las clases enemigas de la sociedad contemporánea. La filosofía moderna está tan impregnada del espíritu de partido como la de hace dos mil años. Cualesquiera que sean las nuevas etiquetas o la mediocre imparcialidad de la que hacen uso los pedantes y los charlatanes para disimular el fondo de la cuestión, el materialismo y el idealismo son sin duda partidos enfrentados. El idealismo no es más que una forma sutil y refinada del fideísmo, el cual, habiendo permanecido con toda su omnipotencia, dispone de muy vastas organizaciones y, sacando provecho de las menores vacilaciones del pensamiento filosófico, continúa incesantemente su acción sobre las masas. El papel objetivo, el papel de clase del empiriocriticismo se reduce enteramente a servir a los fideístas en su lucha contra el materialismo en general y contra el materialismo histórico en particular."[1]

Ninguna alusión aquí al inmenso poder del enemigo, la burguesía, que posee todas las riquezas del mundo y contra la cual la clase obrera no progresa sino penosamente. Ninguna alusión al poder espiritual de la burguesía sobre los obreros, que en gran medida están todavía dominados por la cultura burguesa, de la que apenas pueden despegarse en su lucha incesante por el saber. Ninguna alusión a la nueva ideología del nacionalismo y del imperialismo que amenazaba con apoderarse también de la clase obrera y a la que efectivamente poco después arrastró a la guerra mundial. Nada de todo esto: es la Iglesia, es el bastión del "fideísmo" el que para Lenin es la potencia enemiga más peligrosa. El combate del materialismo contra la fe religiosa representa para él el combate teórico que acompaña la lucha de las clases. La oposición teórica, de hecho limitada, entre la antigua clase dominante y la nueva, he ahí para él el gran combate de ideas a escala mundial, y él la pega a la lucha del proletariado, cuya esencia e ideas están bien alejadas de sus propias concepciones. Así en la filosofía de Lenin el esquema válido para Rusia es aplicado a Europa Occidental y a América, y la tendencia antirreligiosa de una burguesía ascendente es atribuida al proletariado en ascenso. De la misma manera que los reformistas alemanes de aquella época pensaban que la división debía hacerse entre "reacción" y "progreso", es decir, no según los criterios de clases sino basándose en una ideología política - manteniendo así la confusión entre los obreros - Lenin piensa que la división se hace según la ideología religiosa, entre reaccionarios y libre-pensadores. En lugar de verse invitada a consolidar su unidad de clase contra la burguesía y el Estado, y llegar así a dominar la producción, la clase proletaria occidental recibe de Lenin el consejo de librar batalla contra la religión. Si los marxistas occidentales hubiesen conocido este libro y las ideas de Lenin antes de 1918, sin ninguna duda habrían criticado mucho más vivamente su táctica para la revolución mundial.

La Tercera Internacional enfoca la revolución mundial según el modelo de la revolución rusa y con el mismo fin. El sistema económico de Rusia es el capitalismo de Estado, llamado allí socialismo de estado o incluso, a veces, comunismo, en donde la producción es dirigida por una burocracia de Estado bajo las órdenes de la dirección del Partido comunista. Esta burocracia de Estado, [los altos funcionarios,] que forman la nueva clase dirigente, dispone directamente de la producción y, por tanto, de la plusvalía, mientras que los obreros no reciben más que salarios, constituyendo así una clase explotada. De esta manera ha sido posible, en el breve tiempo de algunas décadas, transformar una Rusia primitiva y bárbara en un estado moderno cuya industria se desarrolla rápidamente, utilizando la ciencia y las técnicas más modernas. Según el Partido Comunista, es necesaria una revolución análoga en los países capitalistas avanzados, siendo la clase obrera la fuerza activa que traerá la caída de la burguesía y la organización de la producción por una burocracia de Estado. La Revolución rusa sólo pudo vencer porque las masas estaban dirigidas por un partido bolchevique unido y muy disciplinado y porque en el partido era la perspicacia infalible y la seguridad inquebrantable de Lenin y de sus amigos las que mostraban a todos el buen camino. Por tanto, en la revolución mundial se necesita que los obreros sigan al Partido Comunista, le dejen la dirección de la lucha y, tras la victoria, el gobierno; los miembros del partido deben obedecer a sus jefes con la más estricta de las disciplinas. Todo depende, pues, de estos jefes del partido capaces y cualificados, de estos revolucionarios eminentes y experimentados; es absolutamente indispensable que las masas crean que el partido y sus jefes tienen siempre razón.

En realidad, para los obreros de los países capitalistas desarrollados, de Europa Occidental y de América, el problema es completamente diferente. Su tarea no es derrocar una monarquía absoluta y atrasada, sino vencer a una clase que dispone de la potencia moral y espiritual más gigantesca que jamás haya conocido el mundo. La clase obrera no apunta de ninguna manera a reemplazar el reino de los especuladores y de los monopolizadores sobre una producción desordenada por el de altos funcionarios sobre una producción regulada por arriba. Su objetivo es administrar ella misma la producción y organizar ella misma el trabajo, base de la existencia. Entonces, pero sólo entonces, el capitalismo habrá sido aniquilado. Sin embargo, un objetivo semejante no puede ser alcanzado por una masa ignorante y los militantes convencidos de un partido que se presenta bajo el aspecto de una dirección especializada. Para esto es necesario que los obreros mismos, la clase entera, comprendan las condiciones, las vías y los medios de su combate, que cada uno de ellos sepa por sí mismo lo que tiene que hacer. Es necesario que los obreros mismos, colectiva e individualmente, actúen y decidan y, por tanto, se formen una opinión propia. Esa es la única manera de edificar desde abajo una verdadera organización de clase, cuya forma se parece al consejo obrero. Que los obreros estén persuadidos de tener jefes verdaderamente a la altura, ases en materia de discusión teórica, ¿para qué sirve esto? ¿No es fácil estar convencido cuando cada cual sólo conoce la literatura de su partido y sólo de él? En realidad, sólo la controversia, el choque de los argumentos, puede permitir adquirir ideas claras. No hay verdad acabada que bastaría absorber tal cual; frente a una situación nueva, no se encuentra el buen camino más que ejercitando uno mismo sus capacidades intelectuales.

Por supuesto, esto no significa que todo obrero debería juzgar sobre el valor de argumentos científicos en dominios que exigen conocimientos especializados. Esto quiere decir, en primer lugar, que todos los obreros deberían interesarse no sólo por sus condiciones de trabajo y de existencia inmediatas, sino también en las grandes cuestiones sociales ligadas a la lucha de clase y a la organización, y encontrarse en situación de tomar decisiones a este respecto. Pero, en segundo lugar, esto implica un cierto nivel en la discusión y los enfrentamientos políticos. Cuando se deforman las ideas del adversario porque no se las quiere comprender o porque se es incapaz de ello, hay muchas posibilidades de ganar ante los ojos de los militantes fieles; pero el único resultado- el que se busca en las querellas de partido - es ligar estos últimos al partido con un fanatismo acrecentado. Sin embargo, lo que cuenta para los obreros no es ver aumentar el poder de un partido cualquiera, sino la capacidad propia para tomar el poder e instaurar su dominación sobre la sociedad. Sólo a través de la discusión, sin pretender a toda costa rebajar al adversario, cuando se han comprendido los diversos puntos de vista serios a partir de las relaciones de clases y comparando los argumentos entre sí, es entonces cuando el auditorio participante en el debate podrá adquirir esa lucidez a toda prueba, de la cual la clase obrera no puede prescindir para asentar definitivamente su libertad.

La clase obrera necesita el marxismo para emanciparse. De la misma manera que el conocimiento de las ciencias de la naturaleza es indispensable para la realización técnica del capitalismo, de igual modo el conocimiento de las ciencias sociales es indispensable para la puesta en obra organizativa del comunismo. Aquello de lo que hubo necesidad muy en primer lugar, fue de la economía política, esa parte del marxismo que pone al desnudo la estructura del capitalismo, la naturaleza de la explotación, los antagonismos de clase, las tendencias del desarrollo económico. Suministró inmediatamente una base sólida a la lucha espontánea de los obreros contra sus amos capitalistas. Después, en una etapa posterior de la lucha, la teoría marxista del desarrollo social, desde la economía primitiva al comunismo pasando por el capitalismo, suscitó la confianza y el entusiasmo gracias a las perspectivas de victoria y de libertad que abría. En la época en que los obreros, no muy numerosos todavía, entablaron su lucha ardua y en que había que sacudir la apatía de las masas, estas perspectivas se revelaron de primera necesidad.

Cuando la clase obrera se ha hecho grande en número y en potencia, cuando la lucha de clase ocupa un lugar esencial en la vida social, otra parte del marxismo debe venir al primer plano. En efecto, el gran problema para los obreros ya no es saber que son explotados y deben defenderse; les hace falta saber cómo luchar, cómo superar su debilidad, cómo adquirir vigor y unidad. Su situación económica es tan fácil de comprender, su explotación tan evidente, que la unidad en la lucha, la voluntad colectiva de tomar la producción en sus manos deberían a primera vista deducirse de ello al instante. Lo que les nubla la vista y se lo impide es, ante todo, el poder de las ideas heredadas e inyectadas, el formidable poder espiritual del mundo burgués, que ahoga su pensamiento en una espesa capa de creencias y de ideologías, los divide, los hace timoratos y les turba el espíritu. Disipar de una vez por todas estas espesas nubes, liquidar este mundo de las viejas ideas, este proceso de elucidación forma parte integrante de la organización del poder obrero, ella misma proceso; ese proceso está ligado a la marcha de la revolución. En este plano, la parte del marxismo a poner de relieve es la que hemos llamado su filosofía, la relación de las ideas con la realidad.

De todas estas ideologías, la menos importante es la religión. Como ésta representa la corteza desecada de un sistema de ideas que refleja las condiciones de un pasado lejano, sólo tiene una apariencia de poder al abrigo del cual se refugian todos los que están aterrorizados por el desarrollo capitalista. Su base ha sido minada continuamente por el capitalismo mismo. Después, la filosofía burguesa la ha reemplazado por la creencia en esos pequeños ídolos, esas abstracciones divinizadas como materia, fuerza, causalidad, libertad y progreso sociales. Pero en la sociedad burguesa moderna estos ídolos olvidados han sido abandonados y reemplazados por otros más modernos y venerables: el estado y la nación. En la lucha por la dominación mundial entre las viejas y las nuevas burguesías, el nacionalismo, ideología indispensable de esta lucha, ha llegado a ser tan poderoso que ha logrado arrastrar tras de sí a una gran masa de trabajadores. Pero más importantes todavía son esas potencias espirituales como la democracia, la organización, el sindicato, el partido, porque todas estas concepciones tienen sus raíces en la clase obrera misma y han nacido de su vida práctica y de su propia lucha. Estas concepciones están siempre más o menos ligadas al recuerdo de esfuerzos apasionados, de sacrificios entregados, de una ansiedad febril en cuanto al desenlace del combate, y su valor, que sólo fue momentáneo y función de las circunstancias particulares en que se desarrollaron, cede el lugar a una creencia en su eficacia absoluta e ilimitada. Es lo que hace difícil la transición hacia nuevas formas de lucha adaptadas a las nuevas condiciones de vida y de trabajo. Las condiciones de existencia constriñen con frecuencia a los obreros a elaborar nuevas formas de lucha, pero las viejas tradiciones pueden estorbarlos y retrasarlos considerablemente en esta tarea. En la lucha incesante entre la herencia ideológica del pasado y las nuevas necesidades prácticas, es indispensable que los obreros comprendan que sus ideas no son verdades absolutas sino generalizaciones sacadas de experiencias y de necesidades prácticas anteriores; deben comprender también que el espíritu humano tiene siempre tendencia a asignar una validez absoluta a tales o cuales ideas, a considerarlas como buenas o malas de un modo absoluto, como objetos de veneración o de odio, haciendo así a la clase obrera esclava de supersticiones. Pero deben darse cuenta de sus límites y de la influencia de las condiciones históricas y prácticas para vencer estas supersticiones y liberar así su pensamiento. Inversamente, deben guardar incesantemente en su espíritu lo que consideran como su interés primordial, como la base principal de la lucha de la clase obrera, como la gran línea directriz de todas sus acciones, pero sin hacer de ello un objeto de adoración. Ése es el sentido de la filosofía marxista, que - además de su facultad para explicar las experiencias cotidianas y la lucha de clases - permite analizar las relaciones entre el mundo y el espíritu humano, en la vía indicada por Marx, Engels y Dietzgen; he ahí lo que da a la clase obrera la fuerza necesaria para realizar la gran obra de su auto-emancipación.

Muy al contrario, el libro de Lenin tiene como meta imponer a los lectores las creencias del autor en una realidad de las nociones abstractas. Por tanto, no puede ser de ninguna utilidad para los obreros. Y de hecho, no es para ayudarlos por lo que ha sido publicado en Europa occidental. Los obreros que quieren la liberación de su clase por sí misma, han superado ampliamente el horizonte del Partido Comunista. El Partido Comunista, por su parte, no ve más que a su adversario, el partido rival, la Segunda Internacional, intentando conservar la dirección de la clase obrera. Como dice Deborin en el prefacio de la edición alemana, la obra de Lenin tenía como fin recuperar para el materialismo a la socialdemocracia corrompida por la filosofía idealista burguesa, o intimidarla con la terminología más radical y violenta del materialismo, y aportar de esa manera una contribución teórica a la formación del "Frente Rojo". Para el movimiento obrero en desarrollo, poco importa saber cuál de estas tendencias ideológicas no-marxistas podrá más que la otra.

Pero, por otro lado, la filosofía de Lenin puede tener cierta importancia para la lucha de los obreros. El fin del Partido Comunista - lo que él llama la revolución mundial - es llevar al poder, utilizando a los obreros como fuerza de combate, una categoría de jefes que después podrán poner en marcha, por medio del poder del Estado, una producción planificada; este fin, en su esencia, coincide con la meta final de la social-democracia. Apenas difiere tampoco de las ideas sociales que maduran en el seno de la clase intelectual, ahora que se da cuenta de su importancia cada vez mayor en el proceso de producción y cuya trama es una organización racional de la producción que gira bajo la dirección de cuadros técnicos y científicos. Por eso el P. C. ve en esta clase un aliado natural e intenta atraerla a su campo. Se esfuerza, pues, con ayuda de una propaganda teórica apropiada, en sustraer la intelectualidad a las influencias espirituales de la burguesía y del capitalismo privado en declive, y convencerla para que se adhiera a una revolución destinada a darle su lugar verdadero de nueva clase dominante. En el ámbito de la filosofía, esto quiere decir ganarla para el materialismo. Una revolución no se acomoda a la ideología dulzona y conciliante de un sistema idealista, necesita el radicalismo exaltante y audaz del materialismo. El libro de Lenin suministra la base para esta acción. Sobre esta base ya han sido publicados un gran número de artículos, de revistas y de libros, primero en alemán y, en mucho mayor número, en inglés, tanto en Europa como en América, con la colaboración de universitarios rusos y sabios occidentales célebres, simpatizantes del Partido Comunista. Se observa enseguida, nada menos que en el contenido de estos escritos, que no van destinados a la clase obrera sino a los intelectuales de los países occidentales. Se les expone el Leninismo - con el nombre de marxismo o de "dialéctica" - y se les dice que es la teoría general y fundamental del mundo y que todas las ciencias particulares sólo son partes que se derivan de él. Está claro que con el verdadero marxismo, es decir, la teoría de la verdadera revolución proletaria, tal propaganda no tendría ninguna posibilidad de éxito; pero con el Leninismo, teoría de una revolución burguesa que instala en el poder a una nueva clase dirigente, ha podido y puede tener éxito. Sólo hay una pega: la clase intelectual no es bastante numerosa, ocupa posiciones demasiado heterogéneas desde el punto de vista social y, por consiguiente, es demasiado débil para ser capaz por sí sola para amenazar verdaderamente la dominación capitalista. Tanto los jefes de la IIª como de la IIIª Internacional, por su parte, tampoco son una fuerza como para disputar el poder a la burguesía, incluso si lograsen afirmarse gracias a una política firme y clara en lugar de estar podridos por el oportunismo. Pero si el capitalismo se encontrase alguna vez a punto de caer en una crisis grave, económica o política, de suerte que hiciese salir a las masas de su apatía, y si la clase obrera reanudase el combate y lograse, con una primera victoria, estremecer el capitalismo - entonces habrá llegado su hora. Intervendrán y se pondrán en primera fila, jugarán a jefes de la revolución, supuestamente para participar en la lucha, de hecho para desviar la acción en dirección de los fines de su partido. Que la burguesía vencida se una a ellos o no, con el fin de salvar del capitalismo lo que pueda ser salvado, es una cuestión secundaria; de todas maneras, su intervención se reduce a engañar a los obreros, a hacerles abandonar la vía de la libertad. Y aquí vemos la importancia que puede tener el libro de Lenin para el movimiento obrero futuro. El Partido Comunista, aunque pueda perder terreno entre los obreros, intenta formar con los socialistas y los intelectuales un frente unido, listo, a la primera crisis importante del capitalismo, para tomar el poder sobre los obreros y contra ellos. El leninismo y su manual filosófico servirá entonces, con el nombre de marxismo, para intimidar a los obreros y para imponerse a los intelectuales como un sistema de pensamiento capaz de aplastar las potencias espirituales reaccionarias. Así la clase obrera en lucha, apoyándose en el marxismo, encontrará en su camino este obstáculo: la filosofía leninista, teoría de una clase que intenta perpetuar la esclavitud y la explotación de los obreros.

A. Pannekoek
Ámsterdam, julio de 1938.

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