jueves, julio 03, 2014
La violencia del derecho (y el derecho a la violencia)
Legitimación jurídica del poder: la violencia del derecho
(y el derecho a la violencia)
El carácter
terrorista del tipo de poder político y represivo asignado a las funciones
clásicas y principales del Estado, a su poder criminalizador, es reconocido de
manera bastante lúcida y transparente en las descripciones de teóricos tanto
del contrato social como de los fundamentos político del ius puniendi. El garantista Marqués de Beccaria afirma abiertamente
en el tratado De los delitos y las penas que el “fin político” de estas últimas
es “el terror de los otros hombres”[1].
Por su parte, Hobbes recomienda derechamente en el Leviatán un derecho penal
que parta de la base de que “los actos de hostilidad contra el estado actual de
la república son crímenes mayores que esos mismos actos perpetrados contra
hombres particulares”[2].
El poder del Estado, en esta versión, emana del poder patriarcal, “porque el
padre debe tener el honor de un soberano (aunque haya rendido su poder a la ley
civil), pues lo tuvo originalmente por naturaleza”[3].
Y cuando se profundiza en la veta abiertamente anti-estatal de los delitos, las
infracciones cometidas por quienes “renuncian al sometimiento”, Hobbes le
reserva al Leviatán un poder aún mayor (y por tanto más “terrorista”) que el
del derecho penal: el derecho de guerra. Porque la rebelión constituye para él
una “recaída en el estado de guerra”, es
que entonces “el daño causado a súbditos rebelados se hace por derechos de guerra,
no a modo de pena”[4], y
respecto de estos enemigos, “súbditos que niegan deliberadamente la autoridad
establecida de la república, la venganza se extiende legítimamente no sólo a
los padres sino también a la tercera y cuarta generación futura, inocentes
respecto del hecho que los aflige”[5].
He aquí entonces,
desde el inicio, la fundamentación no tan sólo del “derecho penal del enemigo”
sino que de una maquinaria de guerra presente siempre en las entrañas del
Estado, y en tanto “sistema penal subterráneo” no necesita ni siquiera dejarse
encorsetar en la camisa de fuerza del Estado de derecho. No en vano decía
Walter Benjamin respecto de la “irrupción inconcebible, generalizada y
monstruosa” de la institución policial, que “no se funda en nada sustancial”, que
el “derecho de policía” ilustra en las democracias “la máxima degeneración de
la violencia”[6].
Como esa violencia, para lograr conservar un cierto
orden, no puede mostrarse desnuda, la institución estatal se encarga no sólo de
justificarla y esconder en sus manifestaciones más obscenas, sino que mediante
un hábil uso de los mecanismos de legitimación y formación del carácter
individual y de masas, llega a incrustarla en el inconsciente colectivo como un
componente normal y natural del funcionamiento de toda sociedad.
El que esto sea así, en gran medida es posibilitado
por el proceso posterior a los primeros tiempos de la acumulación originaria,
cuando es posible para el Estado capitalista ya consolidado asegurarse mediante
procesos de codificación el monopolio casi exclusivo de la producción de
normas, modificando incluso el sentido del derecho hasta hacerlo propio. Así,
tal como señala Paolo Grossi, existe un mundo de diferencia entre el carácter
plural y sapiencial de la cultura jurídica medieval, y la naturaleza
autoritaria y estatalista del orden jurídico moderno. La “reducción del derecho
a la ley, y su consecuente identificación con un aparato autoritario”, desde su
óptica de historiador del derecho, “es fruto de una elección política próxima a
nosotros”. La diferencia en la comprensión del fenómeno jurídico es tan grande
que para Grossi se trataría verdaderamente de dos civilizaciones jurídicas
distintas. El derecho medieval surge de la comunidad y de la naturaleza de las
cosas, y se concibe “sobre todo como interpretación, es decir, consiste sobre
todo en el trabajo de una comunidad de juristas que, sobre la base de textos
autorizados (romanos y canónicos), lee los signos de los tiempos y construye un
derecho auténticamente medieval”. A diferencia del derecho moderno, “no es la
voz del poder, no lleva su sello”[7].
Lentamente, por sobre ese “universo jurídico abierto” (por usar una expresión
de Alejandro Nieto), “comienza un largo camino que llevará al Príncipe a
enfrentarse con toda forma de pluralismo social y jurídico”[8].
Si en el análisis marxiano que hemos usado más arriba el laboratorio del
profundo proceso de transformaciones sociales conocido como “acumulación
originaria del capital” fue Inglaterra, Grossi indica que el reino de Francia
es “para el politólogo y para el jurista, el extraordinario laboratorio
histórico en el que lo ‘moderno’ mostró por vez primera su rostro más propio y
paulatinamente fue completando sus rasgos”. Así, es en la monarquía francesa de
los siglos XIII al XVIII donde se produce el fortalecimiento del poder del
Príncipe y “su percepción cada vez más precisa de la importancia del derecho en
el proyecto estatal, de la exigencia cada vez más sentida de manifestarse como
legislador”. A diferencia del ideal medieval, donde el Príncipe cumplía más
bien funciones de juez supremo, “ahora se toma la producción de normas
autoritarias como emblema y nervio de la realeza y de la soberanía”[9].
De
acuerdo a Alejandro Nieto, es en el siglo XIX cuando se habría consolidado el
monopolio de la producción de normas jurídicas por parte del Estado, hasta
llegar a una especie de “secuestro del derecho por el Estado” (Wieacker), que
se grafica muy claramente en la primacía del llamado “Estado de Derecho”. Desde
un escenario que estaba a disposición “de cuantos quisieran (y pudieran) actuar
en él”, donde “convivían el pueblo con sus estatutos particulares, la Iglesia
con sus cánones, los jueces con su jurisprudencia, los juristas con sus
doctrinas y, por supuesto, el monarca con su Derecho regio”[10],
y donde sólo este último agredía a los demás tratando de desplazarlos o
subordinarlos a su primacía, se pasó gracias al constitucionalismo liberal a
una situación donde el Estado tiene el monopolio de la creación, aplicación y
ejecución del Derecho. Como consecuencia de esto, el Estado y el derecho se
legitiman recíprocamente, pues “el Derecho, si quiere serlo, ha de ser estatal;
y el Estado por su parte, ha de ser jurídico en el sentido de que ha de actuar
siempre con arreglo a Derecho”[11].
Entre
las antiguas y las modernas formas de legitimación del Estado, la racionalidad
ilustrada no llega reemplazar ni desdeñar del todo el componente más “místico”
de los mecanismos anteriores. En ese sentido es que Grossi habla de una
verdadera “mitología jurídica” propia de la modernidad. Para el caso
norteamericano Duncan Kennedy ha hablado de una verdadera “religión civil” en
base al constitucionalismo. Creemos que la descripción es aplicable al culto a
la religión legal de Estado en general: “las personas ‘reverencian’ la
Constitución (…) atribuyen gran poder al derecho, como una especie de
equivalente del Espíritu Santo, una emanación de la divinidad; que hay un aura
de espiritualidad en las discusiones del documento y de los derechos que supuestamente
garantiza; que los Constituyentes son como profetas; y que el documento recibe
una exégesis de espíritu similar al de la exégesis bíblica”[12].
Es
este tipo de sentimiento “cívico” asociado a la producción de leyes por los
órganos del Estado el que se encuentra a la base de la concepción dominante
acerca de lo que el Derecho penal define. Nada más claro que las palabras de
Federico Errázuriz y José María Barceló en el Mensaje del Código Penal fechado
en 1873, cuando en el primer párrafo afirman que sus preceptos vienen a fijar
“las reglas supremas de lo lícito y lo ilícito”.
[1] César Beccaria, De los delitos y
las penas. Facsimilar de la edición príncipe en italiano de 1764, seguida de la
traducción de Juan Antonio de las Casas de 1774, México, FCE, 2000, pág. 247.
[6] Walter Benjamin, Para una crítica de la
violencia (1921), en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos,
Iluminaciones IV, Introducción y selección de Eduardo Subirats, Traducción de
Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1991, pág. 32.
[7] Paolo Grossi, Mitología jurídica
de la modernidad, Madrid, Trotta, 2003, págs. 26 y 27.
[8] Ibid., pág. 31.
[9] Ibid.
[10] Alejandro Nieto, Crítica de la
razón jurídica, Madrid, Trotta, 2007, pág. 127.
[11] Ibíd., pág. 130.
[12] Duncan Kennedy, El constitucionalismo
norteamericano como religión civil. Notas de un ateo, en: Izquierda y derecho. Ensayos de teoría jurídica
crítica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2010, pág. 127.
Etiquetas: aparatos ideológicos de estado, contra-represión, reflexión, represión
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