lunes, mayo 04, 2015
Miserias de la industria cultural (por Cristóbal Cornejo). Publicado en Comunismo Difuso 2/3, 2012.
¿Qué podría
parecernos más bello que la
propagación e intensificación del
incendio y el
derrumbe de las condiciones actuales
de
sobrevivencia humana?
Cada cierto
tiempo nos abruman con manifestaciones de arte espectacular como La Pequeña
Gigante (Stgo. a Mil), la Trienal de Artes, el Día de la Música y otras plastas
de nuestro tiempo. Ellas quedarán en nuestra memoria como claros ejemplos de un
arte industrial y de un arte burocrático. Ambas ocurridas bajo el reinado del
espectáculo integrado. Manifestaciones culturales como vivos ejemplos de la
distinción existente entre un arte masivo y un arte elitista, entre un arte
para masas y un arte para profesionales, aunque los convocantes hagan hincapié
en el carácter “ciudadano” de dichos eventos. Y no es que creamos a priori que
los organizadores sean mercaderes declarados o ególatras, iluminados e
incomprendidos genios ocupando un merecido espacio en el debate cultural. No.
Lo que ocurre es que la cultura en general, y el arte en particular, han
devenido en cadáveres mil veces ultrajados por la necrofilia especialista. Lo
que ocurre es que, siguiendo a Marx, bajo el régimen de propiedad privada
capitalista el arte cae bajo la “ley general de la producción”, que configura
una contradicción cada vez más sofisticada en nuestros días entre arte y
capitalismo, producción mercantil y libertad de creación. No obstante, este
hecho no es nuevo y los eventos mencionados no son más que ramplonas
manifestaciones de un fenómeno históricamente constituido. Las primeras
colecciones de arte comienzan a conformarse en el siglo XVI. Se inician como
encargos de la nobleza, viajes de compra (tours, de los que deriva la palabra
turismo), pero no es sino hasta la consolidada burguesía del siglo XIX cuando
el coleccionismo masivo se hace patente y se vuelve grotesco en el siglo pasado
con el sistemático saqueo nazi y la política de compra de arte patrocinada por
el gobierno norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, el interés
que movía a unos y otros, burgueses y burócratas, “totalitarios” y “demócratas”,
era la misma: acumular capital simbólico, status, prestigio social o nacional,
incentivar el turismo cultural (que expande la tercerización del trabajo hasta
hoy).
En otras
palabras, la posesión de una mercancía de alto valor
de cambio, nulo valor de uso;
inservible, pero decorativa.
Tras la
revolución burguesa de 1789, el artista se vio arrojado al mercado, tal como el
resto de los artesanos (en progresiva proletarización); ahora con una libertad
que realizar, pero lanzado al reino de la mercancía, en el que sus antiguos
clientes cautivos (reyes, nobles, monasterios, iglesias, palacios, salones)
ahora son quienes ponen los precios. Porque la nueva mentalidad exigió un
mercado del arte, que separó a los artistas de su obra, mitificó al “genio” y
la “obra maestra”, elitizó el acceso y producción de arte, alejó
progresivamente a la clase embrutecida en largas jornadas de trabajo de las
discusiones en torno a él, alimentó las apariencias y se coronó como la más
siniestra de las mercancías hasta nuestros días.
Simplificando,
en este escenario al artista le quedaban dos caminos: convertirse en el actual
artista de becas y subvenciones del poder, la caricatura del artista “crítico”
y profesional o, en el marco de la relativa autonomía, independencia y originalidad
del desarrollo artístico, llegar a la conclusión de que es hora de cambiar la
vida, más allá de lo estrictamente estético e integrar sus investigaciones a la
lucha del proletariado por la destrucción de la sociedad de clases, es decir,
integrarse a la crítica unitaria de las condiciones de vida, transformar el
mundo, cuestionando la propia significación de la actividad artística y la de
los contemporáneos, y las condiciones de la vida, en general.
Y no es que
creamos que los/as artistas son una lacra. Es un sistema que los/as controla de
manera objetiva y subjetiva, mimándolos y disociándolos del conjunto social, el
que los hace no llevar la crítica hasta la raíz. A pesar de eso, sabemos que la
complacencia frívola y el éxito (Warhol, el trivial mercader por excelencia,
como ícono), motivan la reproducción del modelo de vida y la integración y
recuperación de los posibles “revoltosos” al engranaje.
Las
vanguardias históricas, especialmente el futurismo, dada y el surrealismo,
fueron potentes gestos negadores de la triste historia garabateada más arriba,
pero más triste resulta ver convertida hoy su lucha en una mercancía más, en
decoración de museos, en vestigios de un asalto nunca perpetrado con éxito.
¿Qué pensaría el fantasma de Breton sobrevolando la galería Sotheby's en 2008,
cuando se pagaron 3,2 millones de euros por nueve de sus manuscritos? Las
vanguardias idearon y difundieron nuevos valores subversivos, pero fueron rápidamente
trivializados por el poder dominante. La clave estuvo en lo mismo: esterilizar
los descubrimientos al separarlos de la investigación global y de la crítica
total. El mecanismo comercial y la especialización alejaron estos elementos del
proletariado, evitando así la comprensión y utilización de estos gestos
potencialmente revolucionarios por parte del movimiento obrero. Luego de esto,
la mayoría de los artistas han optado por la primera de las opciones
anteriormente enunciadas.
Las
vanguardias nos dieron la posibilidad de negarlo todo y recomenzar. Hoy los
artistas ni siquiera niegan, tan solo buscan y describen la miseria que
encuentran o entregan elementos para una evasión colorida. Una crítica que se
aísle del todo antagónico, que no entregue posibilidades, que hoy no pueden ser
sino radicales, es reaccionaria. En el actual estado de descomposición del
arte, nada mejor que enterrar el cadáver mil veces ultrajado: la crítica
radical del mismo y del mundo como la mejor obra de arte, el comienzo de la
obra de arte total.
Etiquetas: Chantiago, comunismo difuso, Cristóbal, teoría revolucionaria
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