viernes, junio 16, 2017
El fetichismo de la mercancía. ¿Podremos alguna vez librarnos de él?
DE LO QUE ES EL FETICHISMO DE LA MERCANCÍA Y SOBRE SI
PODEMOS LIBRARNOS DE ÉL
Anselm Jappe
(Prólogo a El fetichismo de la mercancía (y su secreto), edición de Pepitas de Calabaza, 2016. Tomado de kmarx.wordpress).
Si bien las referencias al «fetichismo
de la mercancía» se han hecho más frecuentes en los últimos años, estas no
siempre se han visto acompañadas por una profundización en el concepto. Un poco
como ocurre con el término «sociedad del espectáculo», el de «fetichismo
de la mercancía» parece resumir sin mucho esfuerzo las características de
un capitalismo posmoderno que se supone ha virado esencialmente hacia el
consumo, la publicidad y la manipulación de los deseos. Según cierto uso
popular de la palabra, influido además por su empleo en el psicoanálisis, el fetichismo
no sería más que un amor excesivo a las mercancías y la adhesión a los valores
que estas representan (velocidad, éxito, belleza, etc.).
Desde luego los intelectuales
marxistas no incurren en semejante error. Pero casi todos ellos comparten una
concepción del fetichismo de la mercancía que resulta igualmente reductora.
Conforme a la opinión predominante, con dicho término Marx designaría
una «ideología espontánea» que tendría esencialmente como objetivo
velar el hecho de que la plusvalía tiene su origen exclusivo en el trabajo no
pagado al obrero. De este modo, el fetichismo constituiría una engañifa o una
mistificación y contribuiría a la autojustificación de la sociedad capitalista. 1
Efectivamente, en ocasiones Marx utiliza
el término fetichismo en este sentido. Tal es el caso sin duda en un fragmento
sobre la «fórmula trinitaria» que Friedrich Engels, al
reunir el material dejado por Marx, situó en la parte final del
Libro III de El Capital. Allí Marx habla de la «personificación
de las fuerzas productivas» y del «mundo encantado» por el que se
pasean «Monsieur le Capital et Madame la Terre». 2 Lo
cierto, sin embargo, es que este no es el mismo fetichismo que es analizado en
el primer capítulo de El Capital. Mejor dicho, se trata de dos
niveles diferentes de análisis que no se contradicen entre sí. El camino
seguido en El Capital va de la esencia a la apariencia, de la
crítica categorial al análisis de la superficie empírica, de las categorías
puras a las formas concretas que dichas categorías asumían en su época. El caso
paradigmático es el recorrido que lleva desde el «valor» —categoría no
empírica—, a través de numerosas etapas intermedias, hasta llegar a los precios
de mercado —el único nivel inmediatamente perceptible para los actores
económicos, y que constituye el objeto casi exclusivo de la ciencia económica
burguesa—. De igual modo, las dos exposiciones más importantes del tema del
fetichismo 3 en Marx corresponden, por un
lado, a la esencia y, por el otro, a la forma fenoménica. Tras la larga y
meticulosa descripción de las relaciones que mantienen entre sí la tela y el
traje, el café y el oro —y que contienen ya en germen, como el propio Marxdice,
toda la crítica del capitalismo—, y antes de introducir, al comienzo del
segundo capítulo, a los seres humanos en cuanto «guardianes» de las
mercancías, que «no pueden ir solas al mercado», 4 Marx intercala,
en una aparente digresión, el capítulo sobre el carácter fetichista de las
mercancías. Pero el preciso lugar que ocupa en la erudita arquitectura de la
obra de Marx sugiere que este capítulo se encuentra en el
centro mismo de toda su crítica del capital: si el análisis de la doble
naturaleza de la mercancía y de la doble naturaleza del trabajo constituye, por
expresarlo con los términos de Marx, el «pivote» (Springpunkt)
de su análisis, 5 sin duda el capítulo sobre el fetichismo
forma parte de dicho núcleo. El fetichismo no es un fenómeno perteneciente a la
simple esfera de la conciencia, no se limita a la idea que los actores sociales
se hacen de sus propias acciones; en esta fase inicial de su análisis, de hecho Marx no
se preocupa de saber cómo los sujetos perciben las categorías básicas y cómo
reaccionan ante ellas. El fetichismo forma parte, pues, de la realidad
fundamental del capitalismo y es la consecuencia directa e inevitable de la
existencia de la mercancía y del valor, del trabajo abstracto y del dinero.
La
teoría del fetichismo de Marx es idéntica a su teoría del
valor, porque el valor, así como la mercacía, el trabajo abstracto y el
dinero, son ellos mismos categorías fetichistas. El fetichismo de la mercancía
existe dondequiera que exista una doble naturaleza de la mercancía y
dondequiera que el valor mercantil, que es creado por la faceta abstracta del
trabajo y representada por el dinero, forme el vínculo social y decida, por
consiguiente, el destino de los productos y de los hombres, mientras que la
producción de valores de uso no es más que una especie de consecuencia
secundaria, casi un mal necesario. 6 Dicho fetichismo se
constituye «a espaldas» de los participantes, de manera inconsciente y
colectiva, y adquiere toda la apariencia de un hecho natural y transhistórico.
En esta fase de la demostración
—es decir, en el análisis de la forma del valor— no se trata todavía ni del
capital ni del salario, de la fuerza de trabajo o de la propiedad de los medios
de producción. Aunque se suponga implícitamente su existencia (porque el orden
lógico de la exposición no coincide con el orden histórico y la mercancía, por
más que sea la «célula germinal» del capital, no existe de forma
completa más que en un régimen capitalista), Marx los deduce,
en el plano lógico, de las categorías anónimas de mercancía, trabajo abstracto,
valor y dinero. En su nivel más profundo, el capitalismo no es el dominio de
una clase sobre otra, sino el hecho de que la sociedad entera está dominada por
abstracciones reales y anónimas. Desde luego hay grupos sociales que gestionan
ese proceso y obtienen beneficios de él, pero llamarles «clases dominantes»
significaría tomar las apariencias por realidades. Marx no dice otra cosa
cuando llama al valor el «sujeto automático» 7 del
capitalismo. Son la valorización del valor, en cuanto trabajo muerto, a través
de la absorción del trabajo vivo, y su acumulación en forma de capital las que
gobiernan la sociedad capitalista, reduciendo a los actores sociales a simples
engranajes de ese mecanismo. SegúnMarx, los propios capitalistas no son
más que «suboficiales del capital». La propiedad privada de los medios
de producción y la explotación de los asalariados, el dominio de un grupo
social sobre otro y la lucha de clases, aunque son sin duda reales, no son sino
las formas concretas, los fenómenos visibles en la superficie, de ese proceso
más profundo que es la reducción de la vida social a la creación de valor
mercantil.
Allí donde los individuos no se
encuentran más que como productores separados que deben reducir* sus productos
a una medida común —que los priva de toda cualidad intrínseca— para poder
intercambiarlos y para poder formar una sociedad, el valor, el trabajo humano
abstracto y el trabajo «universalmente humano» (es decir, no
específico, no social, el puro gasto de energía sin consideración a los
contenidos y a las consecuencias) se imponen al valor de uso, el trabajo
concreto y el trabajo privado. Aunque sigan ejecutando trabajos concretos y
privados, los hombres deben constatar que la otra «naturaleza» de esos
mismos trabajos, su faceta abstracta, es la única que cuenta desde el momento
en que quieren intercambiarlos por otra cosa distinta. Así, por poner un
ejemplo, el campesino que ha trabajado durante toda la jornada para cosechar su
trigo, como siempre ha hecho, podría constatar en el mercado que su jornada de
trabajo concreto y privado de repente no «vale» más que dos horas de
trabajo porque la importación de trigo proveniente de países en el que ese tipo
de trabajo resulta más «productivo» ha establecido un nuevo estándar. De
este modo, la faceta «abstracta» se convierte en algo terriblemente real
que lleva a nuestro campesino a la ruina.
En lugar de limitarse a poner en
cuestión el ocultamiento de las «verdaderas» relaciones de producción,
el concepto de fetichismo de la mercancía analiza las relaciones sociales que
se crean efectivamente en la sociedad capitalista. El fetichismo no es una «representación»
que acompañe a la realidad del trabajo abstracto. Para comprender que se trata
de una «inversión real», en primer lugar hay que darse cuenta de que el
trabajo abstracto no es una abstracción nominal, ni una convención que nazca
(aunque fuera inconscientemente) en el intercambio: es la reducción efectiva de
toda actividad a un simple gasto de energía.
Esta reducción es «efectiva»
en el sentido de que las actividades particulares —y de igual manera, los
individuos que las realizan— solo se vuelven sociales en cuanto quedan
reducidas a dicha abstracción. Si la consideración del fetichismo ha conocido
algunos avances en estos últimos años, la temática del trabajo abstracto —el «corazón
de las tinieblas» del modo de producción capitalista— y la crítica de la
ontologización del trabajo siguen siendo, por el contrario, un continente por
descubrir. Cuando la categoría del fetichismo se entiende solo como
mistificación de las «relaciones reales» de explotación, es posible
incluso que, de forma grotesca, se exprese una (pseudo)crítica del fetichismo
en nombre del «trabajo» que el fetichismo «ocultaría».
En
realidad, no es posible superación, alguna del fetichismo sin abolir
prácticamente el trabajo como principio de síntesis social.
¿Por qué es real el fetichismo?
La sociedad en la que los productos del trabajo asumen la forma mercantil es «una
formación social en que el proceso de producción domina a los hombres y el
hombre aún no domina al proceso de producción».8 Como acabamos
de decir, el subepígrafe sobre el fetichismo no es un simple añadido. En él, Marx extrae
las conclusiones de su análisis precedente sobre la forma del valor. Las
categorías básicas ya están descritas ahí como fetiches, por más que no
aparezca el término «fetichismo». Hay que tenerlo siempre en mente: Marx no
«define» tales categorías como presupuestos neutros, como hacían los
economistas clásicos del estilo de David Ricardo y como harían
los marxistas posteriores.9 En realidad, denuncia desde el
comienzo del análisis su carácter negativo y destructor. Pero no añadiendo un
juicio «moral» a un desarrollo científico, sino haciendo que la
negatividad emerja en el análisis mismo. Marxpone de relieve una
inversión constante entre lo que debería ser el elemento primario y lo que
debería ser el elemento derivado, entre lo abstracto y lo concreto. La primera
particularidad de la forma de equivalente, en apariencia tan inocente («veinte
varas de tela = un traje»): el valor de uso se convierte en la «forma
fenoménica» de su contrario, el valor. El mismo discurso vale a
continuación para el trabajo: «una segunda particularidad de la forma de
equivalente estriba en que el trabajo concreto se convierte en forma fenoménica
de su opuesto, trabajo humano abstracto».10 Y finalmente, «una
tercera particularidad de la forma de equivalente consiste en que el trabajo
privado devenga la forma de su opuesto, trabajo en forma social directa».11 A
lo que hay que añadir que la forma general del valor «revela de esta suerte
que, dentro de este mundo [de las mercancías], el carácter generalmente humano
del trabajo constituye su carácter específicamente social».12 Estas
tres «inversiones» son inversiones entre lo concreto y lo abstracto. El
que debería ser el elemento primario, lo concreto, se convierte en un derivado
de lo que debería ser el derivado de lo concreto: lo abstracto. En términos
filosóficos, se podría hablar de una inversión entre la sustancia y el
accidente.
Si el fetichismo consiste en esa
inversión real, entonces resulta que no es tan diferente de la alienación de
la que Marx hablaba en sus primeros textos. No hay un «corte
epistemológico» entre un joven Marx, filósofo humanista, y un Marx maduro
al que se supone convertido a la ciencia, ni entre el concepto de fetichismo y
la crítica de la religión del joven Marx. Ya el origen del término
«fetichismo», así como su presencia en las primeras publicaciones de Marx, 13 dan
testimonio de dicha continuidad. Atribuir un «valor» a la mercancía, es
decir, tratarla según el trabajo que ha sido necesario para su producción —pero
un trabajo ya pasado, que ya no está ahí— y, lo que es más, tratarla no en
consideración al trabajo que se ha gastado real e individualmente, sino en
cuanto parte del trabajo social global (el trabajo socialmente necesario para
su producción): he aquí una «proyección» que no lo es en menor medida que la
que tiene lugar en la religión. El producto solo se convierte en mercancía
porque en él se representa una relación social, y dicha relación social es tan
«fantasmagórica» (en el sentido de que no forma parte de la naturaleza
de las cosas) como un hecho religioso.
Naturalmente, la mercancía no
ocupa exactamente el mismo lugar en la vida social que Dios. Pero Marxsugiere
que el fetichismo de la mercancía es la continuación de otras formas de
fetichismo social como el fetichismo religioso. Lo cierto es que ni el «desencantamiento
del mundo» ni la «secularización» tuvieron lugar: la metafísica no
desapareció con la Ilustración, sino que bajó del cielo y se mezcló con la
realidad terrestre. Es lo que quiere decir Marx cuando llama
a la mercancía un «objeto sensiblemente suprasensible». La descripción
de la alienación que Marx ofrece en los Manuscritos de
1844 no se presenta, pues, como una aproximación fundamentalmente
diferente de la conceptualización del fetichismo, sino como un primer
acercamiento, como una aproximación todavía insuficiente, que ya decía
implícitamente, sin embargo, lo esencial: la desposesión del hombre por el
trabajo que se ha convertido en el principio de síntesis social.
El concepto de fetichismo de la
mercancía se mantuvo durante mucho tiempo en el mismo estado que la Bella
Durmiente, y solo mereció una atención renovada a partir de los años sesenta. A
continuación se convirtió en la pieza central de la «crítica del valor»,
tal como se desarrolló a partir de 1987 en las revistas alemanasKrisis y Exit! y
en los trabajos de su autor principal, Robert Kurz, y de una manera
en parte diferente en los de Moishe Postone en los Estados
Unidos.14 Conforme a este enfoque, la mayor parte de los
antagonismos dentro del capitalismo no afectan a la existencia misma de las
categorías fetichistas básicas. Ya en el siglo xix, el movimiento obrero se
habría limitado, tras algunas resistencias iniciales, a demandar un reparto
distinto del valor y del dinero entre aquellos que contribuyen a la creación de
valor a través del trabajo abstracto. Casi ninguno de los movimientos que
ponían en cuestión al capitalismo —«la izquierda»— consideraba ya el
valor y el dinero, la mercancía y el trabajo abstracto, como datos negativos y
destructores, típicos solo del capitalismo, que en consecuencia debían ser
abolidos en una sociedad postcapitalista.
Sencillamente deseaban
redistribuirlos según criterios de una mayor justicia social. En los países del
socialismo real se pretendía, por añadidura, que era posible «planificar»
de una manera consciente dichas categorías, aunque por su propia esencia sean
fetichistas e inconscientes. Una vez que la «lucha de clases» se
convirtió en la práctica —si dejamos a un lado cierta retórica— en un combate
por la integración de los obreros en la sociedad mercantil, y más adelante por
la integración o el «reconocimiento» de otros grupos sociales, empezó a
combatirse solo para ajustar determinados detalles. Por otro lado, este tipo de
luchas a menudo ha contribuido, sin que los actores se dieran cuenta de ello, a
que el capital alcanzase su siguiente fase en contra de la voluntad de la
parte más corta de luces de los propietarios del capital. Así, el consumo de
masas en la época fordista y el Estado social, lejos de ser solo «conquistas»
de los sindicatos, permitieron al capitalismo una expansión externa e interna
que contribuyó a compensar la caída continua de la masa de beneficios.
En efecto, la contradicción
fundamental del capitalismo no es el conflicto entre el capital y el trabajo
asalariado: desde el punto de vista del funcionamiento del capital, el
conflicto entre capitalistas y asalariados es un conflicto entre los portadores
vivos del capital fijo y los portadores vivos del capital variable; en consecuencia,
un conflicto inmanente al sistema mismo. La contradicción fundamental reside
más bien en el hecho de que la acumulación de capital socava inevitablemente
sus propias bases: solo el trabajo vivo crea valor. Las máquinas no añaden
nuevo valor. La competencia, sin embargo, empuja a cada propietario de capital
a utilizar la mayor cantidad de tecnología posible para producir (y, en
consecuencia, para vender) cada vez más barato. Al mismo tiempo que de momento
incrementa su propio beneficio, cada capitalista contribuye, sin quererlo, sin
saberlo y sin poder impedirlo, a disminuir la masa global de valor y, en
consecuencia, de plusvalía, y por consiguiente, de beneficio. Durante mucho
tiempo, la expansión interna y externa del capital pudo compensar la disminución
del valor de cada mercancía particular. Pero con la revolución microelectrónica
—es decir, a partir de los años setenta— la disminución del valor ha
continuado a tal ritmo que nada ha podido frenarla. La acumulación de capital
sobrevive desde entonces esencialmente bajo la forma de la simulación: crédito
y especulación, es decir, capital ficticio (en consecuencia, dinero que no es
el resultado de una valorización lograda a través de la utilización de la
fuerza de trabajo). Hoy está de moda atribuir toda la culpa de la crisis y de
sus consecuencias a la especulación financiera, pero sin ella la crisis habría
llegado mucho antes. La sociedad mercantil trabaja en su propio derrumbe. Lo
que la condena no es el simple hecho de ser mala, pues las sociedades
precedentes también lo eran. Es su propia dinámica la que la pone contra las
cuerdas.
Una gran parte del pensamiento
que hoy en día se pretende anticapitalista o emancipador rehusa obstinadamente
hacerse cargo de esta nueva situación. Las «luchas de clases» en sentido
tradicional, y aquellas que las sustituyeron a lo largo del siglo xx (las
luchas de los «subalternos» de todo tipo: las mujeres, las poblaciones
colonizadas, los trabajadores precarios, etc.), son más bien conflictos «inmanentes»,
que no van más allá de la lógica del valor. En el momento en el que el
desarrollo del capitalismo parece haber alcanzado sus límites históricos, esas
luchas corren a menudo el riesgo de limitarse a la defensa del statu quo y a la
búsqueda de unas mejores condiciones de supervivencia para uno mismo en medio
de la crisis. Esto resulta perfectamente legítimo, pero defender nuestro
salario o nuestra jubilación en absoluto conduce por sí mismo a superar una
lógica fetichista en la que todo está sometido al principio de «rentabilidad»,
en la que el dinero constituye la mediación social universal y en la que la
producción misma de las cosas más importantes puede ser abandonada si no se
traduce en una cantidad suficiente de «valor» (y, en consecuencia, de
beneficio). Ahora resulta menos sensato que nunca exigir «medidas para el
empleo» o defender a los «trabajadores» por la simple razón de que «crean
valor». Es preciso, por el contrario, defender el derecho de cada uno a
vivir y a participar de los beneficios de la sociedad, incluso si él o ella no
han logrado vender su fuerza de trabajo.
De lo que habría que emanciparse
es de las categorías fetichistas del dinero y de la mercancía, del trabajo y
del valor, del capital y del Estado en cuanto, tales. No podemos activar uno de
esos factores contra el otro, considerándolo el polo positivo: ni el Estado
contra el capital, ni el trabajo abstracto en su fase muerta (capital) contra
el mismo trabajo en su fase viva (fuerza de trabajo y, por consiguiente,
salario). Parece difícil, en consecuencia, atribuir la tarea de superar el
sistema fetichista a grupos sociales que se constituyeron mediante el
desarrollo de la propia mercancía y que se definen por su papel en la
producción de valor.
En los años sesenta y setenta,
los movimientos de protesta a menudo se dirigían contra el éxito del
capitalismo, contra la «abundancia mercantil», y se expresaban en nombre
de una concepción distinta de la vida. Por el contrario, las luchas sociales y
económicas de hoy se caracterizan a menudo por el deseo de que el capitalismo
respete al menos sus propias promesas. En lugar de un anti-capitalismo, se
trata pues de un alter-capitalismo.
El «capitalismo» no son solo los «capitalistas»,
los banqueros y los ricos, mientras que «nosotros», el pueblo, seríamos
los «buenos». El capitalismo es un sistema que nos incluye a todos; nadie
puede pretender estar fuera. El eslogan «somos el 99%» es sin duda el
más demagógico y el más estúpido que se haya escuchado en mucho tiempo, e
incluso resulta potencialmente muy peligroso.
Uno tiene a menudo la impresión
de que, en realidad, más o menos todo el mundo desea la continuidad de este
sistema, y no solamente los «ganadores». Ser expoliado se convierte
casi en un privilegio (que los restos del viejo proletariado fabril defienden,
efectivamente, con uñas y dientes en toda Europa) cuando el capitalismo
transforma a cada vez más personas en «hombres superfluos», en «residuos».
Pero el choque conjunto de la crisis económica, de la crisis ecológica y de la
crisis energética obligará muy pronto a tomar decisiones drásticas. Nadie
garantiza, sin embargo, que estas serán las decisiones acertadas. La crisis ya
no es, ni mucho menos, sinónimo de emancipación. Saber lo que está en juego se
convierte en algo fundamental y disponer de una visión global, en algo vital.
Por eso, una teoría social centrada en la crítica de las categorías básicas de
la sociedad mercantil no es un lujo teórico que esté alejado de las preocupaciones
reales y prácticas de los seres humanos en lucha, sino que constituye una
condición necesaria para cualquier proyecto de emancipación. De ahí que la obra
de Marx —y muy en particular, el primer capítulo de El
Capital— siga siendo indispensable para comprender lo que nos ocurre
cotidianamente. Esperemos que un día se estudie solamente para disfrutar de su
brillantez intelectual.
NOTAS
1 Incluso entre los autores pertenecientes al marxismo crítico,
el concepto de fetichismo se empleaba en raras ocasiones antes de la década de
los setenta. En las mil páginas de la Marx’s Theory of Alienation del
lukacsiano István Mészáros, publicada en 1970, aunque todavía hoy
se considera un clásico sobre el tema, la palabra «fetichismo» prácticamente
no aparece. El subepígrafe sobre «El carácter fetichista de la mercancía y
su secreto», que cierra el primer capítulo de El capital, se
consideraba entonces a menudo como una digresión tan incomprensible como
inútil, una recaída en el hegelianismo, un capricho metafísico. Conviene tener
presente que, en 1969, Louis Althusser quería prohibir a los
lectores de El capital que comenzaran por el primer capítulo,
al que juzgaba demasiado difícil. Los lectores debían percibir el conflicto
visible entre el trabajo vivo y el trabajo muerto como el punto de partida y el
«pivote» de la crítica mandana y considerar el análisis de la forma del valor
únicamente como una precisión suplementaria, en la que habría que profundizar
en un segundo momento. El gran Dictionnaire critique du marxisme,
publicado en Francia en 1982, no consagra al fetichismo más que un espacio muy
exiguo. Incluso los marxistas más críticos y más dialécticos de este periodo
seguían presos de una ontología del trabajo y, en consecuencia, no les
resultaba posible acotar de forma más clara las categorías del fetichismo y de
la alienación. Fue necesario esperar hasta la crisis real y visible de la sociedad
del trabajo, una crisis que se instaló indefinidamente a partir de los años
setenta, para llegar a la comprensión teórica del trabajo abstracto y, de este
modo y en último análisis, del fetichismo de la mercancía.
2 Karl Marx, El capital. Crítica de la economía
política, Libro III, Tomo III, Akal Ediciones, Madrid, 2000, p. 265 y ss.
Traducción de Vicente Romano García.
3 A las cuales hay que añadir otras ocurrencias de la
palabra fetichismo en casi todas las obras de crítica de la economía política de Marx,
sin contar los pasajes en los que habla de él sin que el término aparezca
explícitamente. Hemos de admitir que todas las consideraciones de Marx en
torno al fetichismo son fragmentarias y difíciles de comprender, tanto porque
recurre a metáforas como por la dificultad efectiva de describir un fenómeno
que nadie antes que Marx se había aventurado a explorar.
4 Karl Marx, El capital, ed. cit., p. 119 [p. 55
de la presente edición]. Se podría decir que toda la problemática del fetichismo
se encuentra en esta frase irónica sobre los hombres, que no entran en escena
más que para servir a las mercancías, los auténticos actores del proceso.
5 Marx, El Capital, ed. cit., p. 63: «Esta
naturaleza doble del trabajo contenido en la mercancía la he demostrado yo por
primera vez de un modo crítico. Como este es el punto en torno al cual gira la
comprensión de la economía política, debemos examinarlo más de cerca».
6 Es mejor hablar de la «faceta abstracta del trabajo»;
resulta más claro que «trabajo abstracto». En efecto, en un régimen capitalista
todo trabajo posee una faceta abstracta y una faceta concreta. No se trata de
dos géneros distintos de trabajo.
7 Marx, El capital, ed. cit., p. 208. En los Grundrisse, Marx afirma:
«El valor entra en escena como sujeto». (Karl Marx, Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse)
1857-1858 (I), México DF, Siglo Veintiuno Editores, p. 251. Traducción de José
Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron).
9 Marx, El capital, ed. cit., p. 114 [p. 50 de la presente
edición].
10 A menudo y con razón, se les califica de «socialistas
ricar-dianos», pues aceptan la concepción ricardiana del «valor-trabajo» y de
una eterna «ley del valor», que sencillamente se trataría de «aplicar» conforme
a los principios de la justicia social.
10 Marx, El capital, ed. cit., p. 85.
11 Marx, El capital, ed. cit., p. 86.
11 Marx, El capital, ed. cit., p. 86.
12 Marx, El capital, ed. cit., p. 97.
13 Karl Marx, Actas de la Sexta Asamblea de la Provincia
Renana. Tercer artículo. Debates sobre la Ley de Robos de Madera, en Los
debates de la dieta renana, Editorial Gedisa, Barcelona, 2007. Traducción
de Juan Luis Vermal y Antonio García.
14 Véase Moishe Postone, Tiempo, trabajo
y dominación social. Una reinterpretación de la teoría crítica de Marx,
Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2006. Traducción de María Serrano [Publicado
originalmente en 1993].
15 Anselm Jappe, Crédito a muerte.
La descomposición del capitalismo y sus críticos, Pepitas de Calabaza,
Logroño, 2011.
Etiquetas: a desalienar, Chantiago, teoría revolucionaria
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