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sábado, mayo 12, 2018

La reproducción social, x Maya G. et al 


 Leyendo textos sobre la comunización y la lógica del género, y escuchando en el ambiente idioteces del tipo de las de Rafael Gumucio, cantos sobre "anarcos, jipis, marxistas, todos machistas y la misma mierda", y a varias ex-concertacionistas oficiando de voceras del movimiento de la "toma feminista", me acordé de Maya González, una feminista revolucionaria que sin medias tintas se define como comunista, y me preguntaba si hay textos suyos en español dando vueltas por ahí, y no hay mucho pero por lo menos me encontré con esta entrevista que junto a CM le hicieron a Silvia Federici el 2011, acerca de las mujeres y las luchas contra la mercantilización de la universidad.



Maya González y Caitlin Manning: Has escrito acerca de las luchas universitarias en el contexto de la reestructuración neoliberal. Estas luchas se consideraron una respuesta al intento de privatizar y cercar saberes y conocimientos  comunes ¿Crees que se trata de una continuación de luchas anteriores o de algo nuevo? ¿Ha alterado de manera decisiva la crisis económica el contexto de estas demandas?

Silvia Federici: Yo veo las movilizaciones que están teniendo lugar en los campus estadounidenses, señaladamente en California, como parte de un largo ciclo de luchas contra la reestructuración neoliberal de la economía global y contra el desmantelamiento de la educación pública. Este proceso comenzó en los años 80 en África y América Latina, y ahora mismo se está expandiendo por Europa, como bien muestra la reciente revuelta estudiantil en Londres. Lo que está en juego, en ambos casos, es algo más que una resistencia al “cercamiento del conocimiento”. Las luchas estudiantiles africanas en los 80’ y en los 90’ fueron particularmente intensas porque los estudiantes eran conscientes de que los drásticos ajustes propugnados por el Banco Mundial suponían liquidar el “contrato social” que había conformado su relación con el estado en el período posterior a la independencia, convirtiendo a la educación en pieza clave del avance social y de una ciudadanía participativa. Y también porque, al oír al Banco Mundial decir que “África no necesita universidades”, se dieron cuenta de que los recortes sociales encerraban una nueva división internacional del trabajo que pretendía recolonizar las economías africanas y degradar las condiciones laborales de sus trabajadores.

La historia es similar en los Estados Unidos. El vaciamiento de la educación pública superior a lo largo de la última década debe colocarse en un contexto social en el que, a resultas de la globalización, las empresas pueden desplazar a sus trabajadores por todo el mundo, haciendo de la precariedad una condición permanente del trabajo y forzando constantes re-cualificaciones. La crisis financiera y la crisis universitaria se complementan e imprimen sentido económico a un proceso de acumulación y de organización del trabajo que sólo ofrece a los estudiantes la perspectiva de un futuro de permanente subordinación y de continua destrucción del conocimiento adquirido. En este sentido, las luchas estudiantiles actuales, más que dirigidas a la defensa de la educación pública, se proponen modificar las relaciones de poder con el capital y el estado para recuperar así el control sobre la propia vida.

En este punto, se podría trazar un paralelo con la revuelta de los trabajadores y de los jóvenes franceses contra la decisión del gobierno de Sarkozy de ampliar dos años más la vida laborable. Si sólo nos fijáramos en el período de tiempo que los trabajadores tienen que esperar para jubilarse, no se entendería la vehemente oposición que está teniendo lugar. En realidad, lo que lanzó a millones de personas a la calle y a muchos jóvenes a las barricadas fue la percepción de que esta reforma suponía una pérdida absoluta de esperanza de cara al futuro.

Es esta lectura de los hechos la que singulariza el actual ciclo de luchas universitarias y le otorga una dimensión anti-capitalista más o menos abierta. Una buena prueba de ello es la importancia y el peso que nociones como la de bienes comunes han ido adquiriendo en el discurso estudiantil internacional. El llamado a favor de “saberes y conocimientos comunes” no solo refleja una resistencia a la privatización y  a la comercialización del saber. También refleja la creciente conciencia de que hace falta construir una alternativa al capitalismo y al mercado a partir del presente. Y de que el compromiso colectivo en un proyecto de este tipo no es posible en el entorno académico actual. Matrículas disparatadas, cursos rígidamente ahormados a estrechos objetivos economicistas, clases superpobladas con profesores precarios, mal pagados y cargados de trabajo. Todas estas condiciones contribuyen a devaluar el conocimiento que se produce en las universidades y demandan formas alternativas de educación, así como espacios en los que ésta pueda plantearse. Es a partir de aquí, creo, como deberíamos pensar las “políticas de ocupación de espacios”: como medios de acceso a los lugares que la creación de nuevos bienes y saberes comunes exige.

Maya González y Caitlin Manning: También has descrito la lucha estudiantil y las resistencias globales contra las medidas de austeridad como luchas en torno a dispositivos institucionales de reproducción social, más que de producción ¿Qué aporta esta concepción de las luchas educativas como parte de un conjunto más amplio de disputas en torno a dispositivos de reproducción social? ¿Qué tipo de desigualdades sociales y de explotación laboral perdurarían más allá de este tipo de enfoque?

Silvia Federici: Creo que cabría señalar, ante todo, que el paso de la producción a la reproducción en el  análisis de las relaciones de clase ha sido el producto de una transformación que, de diferentes maneras, ha atravesado los análisis teóricos a partir de los años 70’. Este paso ha sido especialmente visible en algunas aproximaciones críticas tanto pos-estructuralistas como neoliberales, de Foucault a Becker. El principal impulso en esta dirección provino, de hecho, de la propuesta feminista consistente en repensar el trabajo y en redefinir el trabajo reproductivo como la “parte oculta del iceberg” (en palabras de María Mies) sobre el que se basa la acumulación capitalista. Este cambio de perspectiva ha arrojado nueva luz sobre viejos problemas. Nos ha permitido, por ejemplo, pensar conjuntamente una serie de actividades –los trabajos domésticos, la agricultura de subsistencia, el trabajo sexual y de cuidado, la educación formal e informal- reconociéndolos como momentos de la (re)producción social de la fuerza de trabajo.

Esta perspectiva también nos ayuda a leer políticamente los cambios que han tenido lugar en las universidades. El aumento del precio de las matrículas y la mercantilización de la educación pueden verse como parte de un proceso más amplio de desinversión en la reproducción de la fuerza de trabajo, dirigido a disciplinarla. Este proceso comenzó en los años 70’ con la eliminación del ingreso irrestricto y fue una respuesta a las revueltas y a la insubordinación en los campus que tuvo como protagonistas a los jóvenes.

Hacer de la reproducción social el lente a través del cual se analiza la relación capital-trabajo no debería verse, sin embargo, como una operación totalizadora. La reproducción (de individuos, de fuerza de trabajo) no debería concebirse aislada del resto de la “fábrica” capitalista. Recientemente, hemos asistido a algunos desarrollos teóricos (como por ejemplo, el concepto de “producción bio-política” utilizado por Negri y Hardt) que impiden una síntesis adecuada de las relaciones capitalistas, ya que asumen que toda la producción puede ser reducida a la producción de subjetividades, estilos de vida, lenguajes, códigos e información. En este tipo de lecturas, la inmensa lucha que está teniendo lugar a lo largo del planeta, en campos, minas y fábricas, sencillamente desaparece. Y lo hace, irónicamente, en un momento en el que estamos asistiendo al ciclo internacional más agudo de conflictos industriales (en China y en buena parte del sudeste asiático) desde los años 70’

(...)

Maya González y Caitlin Manning: El año pasado, las ocupaciones de edificios y otras formas de acción directa fueron criticadas como estrategias de privilegiados ¿Cómo puede haber acción directa de masas en un país como Estados Unidos donde el aparato carcelario está sobrefinanciado y donde la represión policial continúa recayendo, sobre todo, en la población social y racialmente más vulnerable?

Silvia Federici: Sobre las situaciones que se produjeron en algunos campus de la Universidad de California y sobre la oportunidad de ocupar los edificios no puedo pronunciarme. No participé en aquellas actuaciones y las elecciones tácticas dependen tanto de los equilibrios de poder que cualquier comentario por mi parte resultaría inapropiado. Lo que sí puedo decir es que la acción directa de masas tiene una larga historia en los Estados Unidos -bien ejemplificada por el Movimiento por los Derechos Civiles- a pesar de la existencia de una maquinaria represiva institucional que ha operado con fuerza en diferentes niveles: policía, tribunales, cárceles, pena de muerte. El Movimiento por los Derechos Civiles, primero, y el Movimiento por el Poder Negro, luego, enfrentaron a la policía con sus carros hidrantes y sus perros, enfrentaron al Klu Klux Klan y a la reaccionaria John Birch Society. La propia pregunta que formulan sugiere que no todas las personas de color objetaron la utilización de tácticas más militantes. En todo caso, es cierto que las diferencias de poder entre los estudiantes que se enfrentan a la policía y a las autoridades universitarias deben plantearse abiertamente y discutirse en términos políticos. Y todo ello con independencia de que los edificios se ocupen o no. Por otro lado, además de la mayor vulnerabilidad de los estudiantes pertenecientes a comunidades de color, también hay que tener en cuenta la situación de todos aquellos que no pueden arriesgarse a una detención policial porque tienen niños, o porque tienen familias o porque padecen ciertas enfermedades o discapacidades que les impiden participar en según qué tipo de acciones. Estas son cuestiones de una importancia medular para el movimiento, y conciernen a todos los estudiantes. La predisposición para proteger a quienes están expuestos a consecuencias más duras y para adecuarse a diferentes tipos de iniciativas permite calibrar la fuerza y la seriedad de un movimiento. Sin obviar, claro está, el hecho de que las situaciones de lucha suelen ser muy fluidas y experimentan constantes transformaciones, de manera que quienes no han podido participar ayer pueden ser los primeros en ocupar mañana.

Maya González y Caitlin Manning: De California a Nueva York, las mujeres se han quejado de serios problemas de género al interior del movimiento estudiantil. A pesar de su compromiso activo, muchas se sienten marginadas, desconfían de ciertas dinámicas de grupo y se sienten condicionadas a la hora de expresarse. En algunos casos, incluso, se sienten alienadas por cierto tipo de discurso sexista o machista (como el utilizado en “La acción directa como práctica feminista” [4]). Como mujeres, todo esto nos ha tomado por sorpresa. Tras décadas de luchas feministas de diversa índole, todavía sentimos la necesidad de crear grupos feministas y de encontrar vías colectivas para oponernos al patriarcado. Nos encontramos luchando por abrir espacios que no esperábamos que fueran tan restrictivos ¿En qué medida esta experiencia nuestra difiere o resulta similar a la tuya en los 70’? ¿Qué puede nuestra experiencia actual aprender de las pasadas y viceversa?    

Silvia Federici: La configuración actual de las relaciones de género en el movimiento estudiantil difiere mucho de lo que había en los 60’ o en los 70’. Las estudiantes tienen hoy mucho más poder que las mujeres de mi generación. Son mayoría en casi todas las clases y están preparadas para llevar adelante una vida basada en la autoestima y en la autonomía. Como mínimo de los hombres, aunque no del capital. Lo que ocurre es que las relaciones con los hombres siguen siendo ambiguas y confusas. El aumento de la igualdad oculta el hecho de que muchos de los temas planteados por el movimiento de mujeres continúan sin respuesta, sobre todo en relación con la reproducción. Oculta el hecho de que no hemos conseguido, como mujeres, implicarnos colectivamente en un proyecto de transformación social, y de que con el neoliberalismo lo que ha habido es una re-masculinización de la sociedad. El lenguaje truculento, hiper-masculino, de textos como We are the Crisis, o del artículo que abre After the Fall es un ejemplo acabado de lo que digo. Entiendo perfectamente que haya mujeres que se sientan amenazadas más que reforzadas por este tipo de lenguaje.

El declive del feminismo como movimiento social también ha supuesto que la experiencia de la organización colectiva en torno a cuestiones de las mujeres resulte desconocida para muchas estudiantes jóvenes, con todo lo que ello supone de despolitización de la vida cotidiana. Cómo conciliar el trabajo remunerado con la reproducción de nuestras familias –aprendiendo de la experiencia de las mujeres negras- cómo conservar algo de nosotras para darlo a los nuestros, cómo amar y vivir nuestra sexualidad. Todas estas son cuestiones a las que las estudiantes más jóvenes tienen que responder de manera individual, fuera de un marco político, lo cual es una fuente de debilidad en su relación con los hombres. A esto hay que sumarle que la vida académica, especialmente en el grado, genera un entorno sumamente competitivo, que margina a quienes tienen menos tiempo para dedicarse al trabajo intelectual. Y que la elocuencia y la sofisticación teórica a menudo consideradas, erróneamente, como medida del compromiso político.

Una lección crucial que se puede extraer del pasado es la necesidad, frente a las desigualdades de poder, de que las mujeres se organicen de manera autónoma. Para poder describir por sí mismas los problemas que afrontan y para ganar fuerza a la hora plantear sus descontentos y sus deseos. En los años 70’, nosotros veíamos muy claramente que no podíamos hablar de temas que nos concernían en presencia de los hombres. No hace falta, como denuncian las autoras de “La acción directa como práctica feminista”, que te “silencien”. Las propias relaciones de poder que nos roban la voz también nos expropian la capacidad de describir la manera de operar de dicho poder.

La autonomía, ciertamente, se puede alcanzar de diversas maneras. No tenemos por qué pensar en la autonomía en términos de estructuras permanentemente separadas. Hoy vemos que podemos crear movimientos dentro de los movimientos y luchas dentro de las luchas. Responder, en cambio, a los conflictos que puedan surgir en nuestras organizaciones convocando a la unidad puede ser políticamente desastroso. Otra lección del pasado es que la construcción de espacios feministas autónomos temporales nos puede ayudar a romper con la dependencia psicológica de los hombres, a valorar nuestra experiencia, a construir un contra-discurso y a plantear nuevas normas, como la necesidad de democratizar el lenguaje y evitar convertirlo en un medio de exclusión.
Estoy convencida de que nuestra unión como mujeres y como feministas es un paso positivo, una precondición incluso para superar la marginación. Las mujeres del movimiento estudiantil no deberían dejar intimidarse por la acusación de “divisionismo”. Más que dividir, la creación de espacios autónomos es necesaria, por un lado, para sacar a la luz un amplio listado de relaciones de explotación que nos impiden actuar, y por otro, para exponer ciertas relaciones de poder que, si no se cuestionan, sólo acabarían por propiciar el fracaso del movimiento.


(EXPOSICIÓN DE MAYA GONZÁLEZ SOBRE REPRODUCCIÓN SOCIAL, TRABAJO DOMÉSTICO Y SEXUALIDAD. en inglés).

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