viernes, agosto 31, 2018
Conmemoración Claudia López/Lanzamiento Cuadernos de Negación/Desclasados (según César Vallejo)
-Aún recuerdo a la chica Claudia, 20 años atrás, sentada en el interior de la Escuela de Derecho de la Chile, en la parte que llamaban "Matto Grosso", junto a un grupo de conocidos que venían de Macul con Grecia, a apoyar las barricadas que la pequeña pero significativa "ultra" de esa casa de estudios había organizado para ese día en el Puente.
Yo ya había egresado y estaba trabajando, pero me tocaba ir a veces a la Escuela, y esa vez no me quise perder a lo menos el inicio del rocanrol, aunque el andar "terneado" me dejara relegado a la retaguardia (¿la vanguardia de la retaguardia, o la retaguardia de la vanguardia?).
Yo ya había egresado y estaba trabajando, pero me tocaba ir a veces a la Escuela, y esa vez no me quise perder a lo menos el inicio del rocanrol, aunque el andar "terneado" me dejara relegado a la retaguardia (¿la vanguardia de la retaguardia, o la retaguardia de la vanguardia?).
Nos saludamos sólo con la vista. No eramos amigos, pero la ubicaba perfectamente puesto que en mis años finales de estudios pasaba mucho más tiempo en los amplios y libres pastos del Peda que en la pesada y fea estructura de Pio Nono.
Un par de días después supe que Claudia, o "la chica Claudia" como todos le decían, había muerto por balas policiales en las barricadas de La Pincoya.
La sensación de asombro, pena y rabia nunca se me pasó.
Pero en la fría noche (B. Brecht)
Pero ya sólo el hielo, en la fría noche, agrupaba
los cuerpos blanquecinos en el bosque de alisos.
Semidespiertos, escuchaban de noche, no susurros de amor
sino, aislados y pálidos, el aullar de los perros helados.
Ella se apartó por la noche el pelo de la frente, y se esforzó
por sonreír,
él miró, respirando hondo, mudo, hacia el deslucido cielo.
Y por las noches miraban al suelo cuando sobre ellos
infinitos pájaros de gran tamaño en bandadas procedentes
del Sur se arremolinaban, excitado bullicio.
Sobre ellos cayó una lluvia negra.
Pero ya sólo el hielo, en la fría noche, agrupaba
los cuerpos blanquecinos en el bosque de alisos.
Semidespiertos, escuchaban de noche, no susurros de amor
sino, aislados y pálidos, el aullar de los perros helados.
Ella se apartó por la noche el pelo de la frente, y se esforzó
por sonreír,
él miró, respirando hondo, mudo, hacia el deslucido cielo.
Y por las noches miraban al suelo cuando sobre ellos
infinitos pájaros de gran tamaño en bandadas procedentes
del Sur se arremolinaban, excitado bullicio.
Sobre ellos cayó una lluvia negra.
-Lanzamiento del Cuaderno N° 11. Buena ocasión para ir con los materiales de distribución señalados en la entrada anterior. Si es que quedan...
-Desclasamiento.
Dado que hay dos clases principales (burguesía y proletariado), los desclasamientos
pueden darse en cualquiera de las dos direcciones: burgueses que se “proletarizan”,
y proletarios que se “aburguesan”.
En la novela “El tungsteno” de César Vallejo se describen dos ejemplos
paradigmáticos de desclasamiento, uno en cada sentido: los Hermanos Marino
(proletarios convertidos en explotadores), y el caso de Leonidas Benites
(profesional “degradado” que intenta ser de utilidad para los proletarios,
conversando con el herrero comunista Servando Huanca).
Esta “novela social” de quien es conocido principalmente por su labor de
poeta (“Los Heraldos Negros” y “Trilce” deben estar en la cima de la poesía no
sólo latinoamericana sino que mundial) describe el ambiente de las
explotaciones mineras en el Perú de hace 100 años, en un complejo entramado de
empresas capitalistas norteamericanas que emplean los servicios locales de policía/política
y ejército, además de la Iglesia, para poder explotar en régimen de semi-esclavitud
a los indios del lugar.
Leyéndola recordaba la impresionante novela “La rebelión de los
colgados” (aún circulan copias de la masiva edición de Quimantú hace 4 décadas,
de nuestro misterioso Ret Marut/B. Traven, que describe un régimen similar de
explotación también a inicios del siglo XX, pero un poco más al norte, en la
selva mexicana). Vale la pena leer ambos clásicos.
Acá van los dos extractos.
I.-
Los hermanos Marino eran
originarios de Moliendo. Hacía unos doce años que fueron a establecerse a la
sierra, empezando a trabajar en Colca, en una tienducha, situada en la calle
del Comercio, donde ambos vivían y vendían unos cuantos artículos de primera
necesidad: azúcar, jabón, fósforos, kerosene, sal, ají, chancaca, arroz, velas,
fideos, té, chocolate y ron. ¿Con qué dinero empezaron a trabajar? Nadie, en
verdad, lo sabía a ciencia cierta. Se decía solamente que en Moliendo
trabajaron como cargadores en la estación del ferrocarril y que allí reunieron
cuatrocientos soles, que fue todo el capital que llevaron a la sierra.
¿Cómo y cuándo pasaron de la
conducta o contextura moral de proletarios, a la de comerciantes o burgueses?
¿Siguieron, acaso -una vez de propietarios de la tienda de Colca-, siendo en
los basamentos sociales de su espíritu, los antiguos obreros de Moliendo? Los
hermanos Marino saltaron de clase social una noche de junio de 1909. La
metamorfosis fue patética. El brinco de la historia fue cruento, coloreado y
casi geométrico, a semejanza de ciertos números de fondo de los circos.
Era el santo del alcalde de Colca
y los Marino fueron invitados, entre otros personajes, a comer con el alcalde.
Era la primera vez que se veían solicitados para alternar con la buena sociedad
de Colca. La invitación les cayó tan de lo alto y en forma tan inesperada, que
los Marino, en el primer momento, reían en un éxtasis medio animal y dramático,
a la vez. Porque era el caso que ni uno ni otro tenía el valor de hacer frente
a tamaña empresa. Ni José ni Mateo querían ir al banquete, de vergüenza de
sentirse en medio de aristócratas. Sus pulmones proletarios no soportarían un
aire semejante. Y tuvieron, a causa de esto, una disputa. José le decía a Mateo
que fuese él a la fiesta, y viceversa. Lo decidieron por medio de la suerte en
un centavo: cruz o cara. Mateo fue a la comida del alcalde. Se puso su vestido
de casimir, su sombrero de paño, camisa con cuello y puños de celuloide,
corbata y zapatos nuevos de charol.
Mateo se sintió elegante y aun
estuvo a punto de sentirse ya burgués, de no empezar a ajustarle y dolerle
mucho los zapatos. Primera vez que se los ponía y no tenía otro par digno de
aquella noche. Mateo dijo entonces, sentándose y con una terrible mueca de
dolor:
—Yo no voy. Me duelen mucho. No
puedo casi dar paso... José le rogó:
—¡Pero fíjate que es el alcalde!
¡Fíjate el honor que vas a tener de comer con su familia y el subprefecto, los
doctores y lo mejor de Colca! ¡Anda! ¡No seas zonzo! Ya verás que si vas al
banquete, nos van a invitar siempre, a todas partes, el juez, el médico y hasta
el diputado, cuando venga. Y seremos nosotros también considerados después como
personas decentes de Colca. De esta noche depende todo. Y vas a ver. Todo está
en entrar en la sociedad, y el resto ya vendrá: la fortuna, los honores. Con
buenas relaciones, conseguiremos todo. ¿Hasta cuándo vamos a ser obreros y mal considerados?...
Ya se hacía tarde y se acercaba
la hora del banquete. Tras de muchos ruegos de José, Mateo, sobreponiéndose al
dolor de sus zapatos, afrontó el heroísmo de ir a la fiesta. Mateo sufría lo
indecible. Iba cojeando, sin poderlo evitar. Al entrar a los salones del
alcalde, entre la multitud de curiosos del pueblo, con algo tropezó el pie que
más le apretaba y le dolía. Casi da un salto de dolor, en el preciso instante
en que la mujer del alcalde aparecía a recibirle a la puerta.
Mateo Marino transformó entonces
y sin darse cuenta cómo, su salto de dolor, en una genuflexión mundana,
improvisada e irreprochable. Mateo Marino saludó con perfecta corrección:
—¡Señora, tanto honor!...
Estrechó la mano de la alcaldesa
y fue a tomar asiento, con paso firme, desenvuelto y casi flexible. El puente
de la historia, el arco entre clase y clase, había sido salvado. La mujer del
alcalde le decía, días después, a su marido:
—¡Pero resulta que Marino es un
encanto! Hay que invitarle siempre.
En Colca no tenían los Marino más
familia que Cucho, hijo de Mateo y de una chichera que huyó a la costa con otro
amante.
Mateo vivía ahora en una gran
casa, que comunicaba con el bazar, ambos -casa y establecimiento- de propiedad
de la firma "Marino Hermanos". Allí, en una de las habitaciones de
esa casa, estaban ahora conferenciando acerca de sus negocios y proyectos.
II.-
—¡Sí! ¡Sí! -dijo Servando
Huanca-. Los obreros no debemos confiarnos de nadie, porque nos traicionan. Ni
de doctores, ni de ingenieros, ni menos de curas. Los obreros estamos solos
contra los yanquis, contra los millonarios y gamonales del país, y contra el
Gobierno, y contra los comerciantes, y contra todos ustedes, los
intelectuales...
Leónidas Benites se sintió
profundamente herido por estas palabras del herrero. Herido, humillado y hasta
triste. Aunque rechazaba la mayor parte de las ideas de Huanca, una misteriosa
e irrefrenable simpatía sentía crecer en su espíritu, por la causa en globo de
los pobres jornaleros de las minas. Benites había también visto muchos
atropellos, robos, crímenes e ignominias practicados contra los indios por los
yanquis, las autoridades y los grandes hacendados del Cusco, de Colca, de
Accoya, de Lima y de Arequipa. Sí. Ahora los recordaba Benites. Una vez, en una
hacienda de azúcar de los valles de Lima, Leónidas Benites se hallaba de paseo,
invitado por un colega universitario, hijo del propietario de ese fundo, senador
de la República este y profesor de la Facultad de Derecho en la Universidad
Nacional. Este hombre, célebre en la región por su despotismo sanguinario con
los trabajadores, solía levantarse de madrugada para vigilar y sorprender en
falta a los obreros. En una de sus incursiones nocturnas a la fábrica, le
acompañaron su hijo y Leónidas Benites. La fábrica estaba en plena molienda y
eran las dos de la mañana. El patrón y sus acompañantes se deslizaron con gran
sigilo junto al trapiche y a las turbinas, dieron la vuelta por las máquinas wrae
y descendieron por una angosta escalera a la sección de las centrifugas. En
un ángulo del local, se detuvieron a observar, sin ser vistos, a los obreros.
Benites vio entonces una multitud de hombres totalmente desnudos, con un
pequeño taparrabo por toda vestimenta, agitarse febrilmente y en diversas
direcciones delante de enormes cilindros que despedían estampidos isócronos y ensordecedores.
Los cuerpos de los obreros estaban, a causa del sofocante calor, bañados de
sudor, y sus ojos y sus caras tenían una expresión angustiosa y lívida de
pesadilla.
—¿Qué temperatura hace aquí?
-preguntó Benites.
—Unos 48 a 50 grados -dijo el
patrón.
—¿Y cuántas horas seguidas trabajan
estos hombres?
—De seis de la tarde a seis de la
mañana. Pero ganan una prima.
El patrón dijo esto y añadió,
alejándose en puntillas en dirección a los obreros desnudos, pero sin que estos
pudiesen verlo:
—Un momento. Espéreme aquí. Un
momento...
El patrón avanzó a paso rápido,
agarró un balde que encontró en su camino y lo llenó de agua fría en una bomba.
¿Qué iba a hacer ese hombre? Uno de los obreros, desnudos y sudorosos, estaba
sentado, un poco lejos, en el borde del rectángulo de acero. Acodado en sus
rodillas, apoyaba en sus manos la cabeza inundada de sudor. Dormía. Algunos de
los otros obreros advirtieron al patrón y, como de ordinario, temblaron de
miedo. Y fue entonces que
Leónidas Benites vio con sus
propios ojos estupefactos una escena salvaje, diabólica, increíble. El patrón
se acercó en puntillas al obrero dormido y le vació de golpe el balde de agua
fría en la cabeza.
—¡Animal! -vociferó el patrón,
haciendo esto-. ¡Haragán! ¡Sinvergüenza! ¡Ladrón! ¡Robándome el tiempo!... ¡A
trabajar! ¡A trabajar!...
El cuerpo del obrero dio un salto
y se contrajo luego por el suelo, en un temblor largo y convulsivo, como un
pollo en agonía. Después se incorporó de golpe, lanzando una mirada larga, fija
y sanguinolenta en el vacío. Vuelto en sí, y aún atontado un poco, reanudó su
trabajo.
Aquella misma madrugada murió el
obrero.
Benites recordó esta escena, como
en un relámpago, mientras Servando
Huanca le decía a él y al
apuntador:
—Hay una sola manera de que
ustedes, los intelectuales, hagan algo por los pobres peones, si es que
quieren, en verdad, probarnos que no son ya nuestros enemigos, sino nuestros
compañeros. Lo único que pueden hacer ustedes por nosotros es hacer lo que
nosotros les digamos y oírnos y ponerse a nuestras órdenes y al servicio de
nuestros intereses. Nada más. Hoy por hoy, esta es la única manera como podemos
entendernos. Más tarde, ya veremos. Allí trabajaremos, más tarde, juntos y en
armonía, como verdaderos hermanos...
¡Escoja usted, señor Benites!...
¡Escoja usted!...
Etiquetas: Chantiago, lucha de clases, tampoco los muertos estarán seguros cuando el enemigo venza
Comments:
Publicar un comentario