viernes, julio 19, 2019
Escisión de la naturaleza/Los dos metabolismos (x Barbaria)
Una lectura esencial: “El decrecimiento
y la gestión de la miseria”, por el grupo Barbaria. Los dejo con los dos
primeros capítulos:
1. La escisión de la
naturaleza
Quizá nunca como hoy la
catástrofe capitalista ha sido tan evidente. La imposibilidad material, física,
de este sistema se afirma en la televisión, en las universidades y en los
parlamentos. Con el mayor cinismo, muchos de los que aportan su pequeño grano de
arena a la perpetuación de la masacre capitalista entienden que estamos en un
tren que va directo contra el muro, y así lo dicen. Lo dicen y hablan, hablan y
hablan. Hablan de concienciación, de energías renovables, de economía circular
y hablan ―cada vez más― del término de moda: green new deal.
La socialdemocracia es cada vez
más verde, y tampoco le queda más remedio. El desequilibrio climático, la
erosión del suelo, la contaminación del agua, la pérdida ―brutal― de
biodiversidad, son una demostración permanente de la radical oposición entre el
capital y la vida en el planeta, incluida la de nuestra especie. Esta oposición
es tan flagrante que la socialdemocracia sólo puede admitirla y proponer, como
ha hecho toda la vida, algunos parches que no sólo no resuelven, sino que
profundizan y agravan muchas veces el problema, y siempre lo perpetúan. La
corriente ecologista, en tanto que movimiento parcial que separa el problema
medioambiental de las relaciones sociales que destrozan el ecosistema, es uno
de los baluartes más apreciados de la socialdemocracia. Y, dentro de ella, el
decrecentismo como una de sus alas más radicales, ampliamente acogida por los
medios militantes y activistas, ayuda a recuperar a quienes sienten asco por
las conclusiones reformistas y estatales a las que desemboca el ecologismo. En
este texto intentaremos dar cuenta en algunos trazos de la crítica al
ecologismo y nos centraremos en señalar los presupuestos teóricos,
inherentemente burgueses, del decrecentismo.
El postmodernismo y el ecologismo
son las dos caras de una misma época. Ambos parten de una separación entre
naturaleza y cultura que, de todas formas, proviene del mismo nacimiento del
pensamiento burgués. Dada esta separación, el postmodernismo tiende a convertir
todo en un hecho cultural, nominal, subjetivo, mientras que el ecologismo parte
de una visión que tiende a reducir la realidad social a las bases físicas,
objetivas, extrahumanas de la naturaleza.
Si bien siempre hay antecedentes,
nunca como en el capitalismo se ha pensado una oposición, una separación tan
grande entre la naturaleza y la cultura. Esto tiene sus bases materiales. En
las comunidades primitivas el lazo con el ecosistema se daba de forma directa e
integrada en su propia lógica social. Más adelante, en las sociedades
precapitalistas las clases dominadas siempre estuvieron, de una manera u otra,
vinculadas a la tierra. Los esclavos en la Antigüedad eran fundamentalmente
utilizados para el cultivo del campo. Cuando un noble se convertía en el señor
feudal de una región, lo que obtenía no era tanto la propiedad de la tierra
como el derecho al diezmo de los siervos atados a la misma. Para poder nacer,
por el contrario, el capitalismo necesita desgarrar esta unidad ―alienada y
opresiva, sin duda― entre el ser humano y la naturaleza. Para poder
instaurarse, el capitalismo necesita liberar a los siervos y
crear proletarios. El proletariado será una clase que vive sostenida en el
aire, una clase separada de todo medio de producción, separada de su entorno
natural y de su propia naturaleza.
No es casual que este momento
fundacional ―la expropiación del campesinado y la consiguiente formación del
proletariado― haga parte de un mismo proceso histórico en el que se profundiza
la brecha entre el campo y la ciudad, a tal punto que su relación se invierte
por primera vez en la historia: a partir de ahora, el campo no será más que un
apéndice de la ciudad, y la ciudad sólo el nombre de una máquina que devora
personas y recursos naturales para producir más valor, más mercancías, más
dinero, más valor.
Tampoco es casual que las
ciencias naturales se desarrollen en este proceso. Cuando la producción se
destina ya no a la satisfacción de las necesidades sociales sino a la
valorización, cuando la producción es producción de mercancías, la naturaleza
se convierte en un factor de producción tan abstracto, tan cuantificable, tan
ajeno a sí mismo como lo es el propio trabajador reducido a capital variable.
Cuando no es materia prima, energía o el suelo mismo en que se desarrolla la
producción de valor, la naturaleza se convierte en un objeto externo examinado
por el sujeto racional, ajeno por completo a ella, en la cual, incluso a la
hora de mirarse a sí mismo, sólo ve un soporte físico ―el cuerpo― de la razón
científica.
El pensamiento burgués convertirá
esta separación material, efectiva, que establece el
capitalismo entre la naturaleza y el ser humano, en una separación eterna y
universal, y pensará todo a partir de ella. Así, se verá dividido por una falsa
polarización entre dos corrientes: un idealismo subjetivista, que afirma que la
razón es el fundamento último de toda existencia material, y un idealismo
objetivista o «materialismo» vulgar, que convierte una naturaleza extrahumana
―incluyendo en ella el cuerpo humano― en la explicación última de todo proceso
social. Es importante señalar que ambas corrientes son funcionales a la
justificación y naturalización del capitalismo. Así, la visión de un sujeto
racional como un yo ilimitado que configura su propia realidad a través de la
conciencia es complementaria a la que abstrae el conjunto de la realidad
material a cuerpos matematizados, cuantificables, en la que se incluyen las
sociedades humanas como una parte más de la máquina[1].
Si la primera legitima la razón
capitalista como organizadora de todo lo vivo a través de la ciencia y la
tecnología, la segunda priva de todo papel a las relaciones sociales,
estableciendo que, en el fondo, no hay una gran diferencia entre la sociedad
capitalista y las sociedades que la precedieron, como tampoco tiene sentido
plantear un futuro después de ella: a fin de cuentas, como se diría
actualmente, todo es termodinámica[2]. No es casual que bajo estas dos
corrientes emerja el pensamiento moderno y, con él, los pilares ideológicos de
la sociedad capitalista: de Descartes a Hobbes, de Locke a Kant, todos ellos se
esforzarán por sentar los cimientos del capitalismo como una sociedad eterna,
universal, que sólo tenía que esperar a poder desarrollarse con el progreso
tecnológico y el incremento de la complejidad social. Hoy en día y al contrario
de lo que se nos dice, no existe tal ruptura con la modernidad, sino
simplemente una adaptación a un capitalismo cada vez más acendrado y, por ello,
cada vez más catastrófico. Si hoy en día el postmodernismo responde plenamente
a la primera corriente, el ecologismo y en particular la corriente
decrecentista se sitúa en la segunda.
Y es que el ecologismo se funda
en un antagonismo radical entre el ser humano y la naturaleza. En realidad,
como toda corriente socialdemócrata, lo que hace es tomar un hecho real del
capitalismo ―el ser humano y la naturaleza están enfrentados, como el
trabajador a su propia actividad― para elevarlo por encima de la historia y
declarar que siempre ha sido así. Si no, ¡fijaos en la isla de Pascua! Una
civilización que se autodestruye porque decide construir esculturas inmensas a
costa de sus propios recursos[3]. ¿Es que no lo veis? La potencia
destructiva del ser humano es inagotable. Necesitamos mecanismos de autocontrol
para ajustarnos a las bases materiales que nos brinda la naturaleza. ¡Malthus
tenía razón!
De la misma manera que el
pensamiento burgués se funda en la idea de que el hombre es un lobo para el
hombre, también tiene como uno de sus pilares básicos la idea de que el hombre
es un lobo para su entorno natural. Si Malthus tenía razón, Hobbes también.
Esta antropología negativa siempre exige, en última instancia, un Leviatán. Por
ello el ecologismo siempre conduce a la necesidad del Estado, aunque lo plantee
como una confederación democrática de comunas ecosociales autogestionadas.
Se nos dirá que hay muchos
ecologismos. Por supuesto, el ecologismo explícitamente capitalista ―el
«capitalismo verde»― argumentará no sólo lo que acabamos de reproducir, sino
que añadirá que con las normas adecuadas el sistema puede favorecer un
desarrollo sostenible donde incluso el propio cuidado de la naturaleza genere
riqueza al convertirse en una mercancía, como ocurre con el mercado de
emisiones de CO2. Pero está también la corriente decrecentista, que
apuesta firmemente por una restauración del vínculo entre el ser humano y la
naturaleza, el fin del capitalismo y el regreso a un «modo de vida mucho más
simple y autogestionario»[4]. ¿Cómo puede ser capitalista y estatal
una corriente que consiste en señalar los límites físicos del propio
capitalismo y la necesidad de un cambio de sistema?
Para contestar a esta pregunta
necesitamos volver atrás, a la comprensión burguesa del lazo entre el ser
humano y la naturaleza, así como a la ruptura que Marx realiza al afirmar el
materialismo histórico.
Marx parte del materialismo
sensual de Feuerbach para superar el idealismo hegeliano. Sin embargo, también
rompe con éste en un punto esencial: si Feuerbach opone a Hegel el hecho de que
el ser humano es materia antes que razón y que lo que permite toda elaboración
racional es el mundo físico que percibimos a través de los sentidos, Marx
criticará a Feuerbach por mantener una idea de la naturaleza como algo que
sigue siendo exterior al ser humano y a su historia. Ambos coinciden en la
necesidad de explicar la naturaleza a partir de sí misma, sin acudir a
instancias externas, ya sea un Dios todopoderoso o la Razón deificada. Sin
embargo, para hacer esto, para no crear falsas instancias, Marx señala que
también hay que comprender la actividad humana como una fuerza natural,
un factor más en el metabolismo natural del planeta.
Aquí el término metabolismo nos
es útil[5]. Hace referencia a la relación entre la
célula y el conjunto del organismo: la célula transforma lo inorgánico, tomado
de su entorno natural, en vida orgánica. La vida natural se organiza en torno a
permanentes transformaciones del propio entorno. Pero si el ser humano es parte
inseparable del metabolismo natural, también la naturaleza es parte inseparable
del metabolismo social y la manera en que este se organiza. La naturaleza
constituye no sólo los medios de subsistencia del ser humano, sino también la
materia misma con la que y sobre la que reflexiona y actúa[6]. La capacidad del ser humano para
modificar su entorno constituye la propia naturaleza humana,
que por ello es inseparablemente natural y cultural. La actividad humana se
desarrolla a través de un proceso en el que el ser humano transforma la
naturaleza y, al hacerlo, también se transforma a sí mismo: la cultura no es
sino la memoria colectiva de esta transformación, de este proceso metabólico.
Pero aquí no estamos hablando de
un individuo aislado. El ser humano es naturalmente social.
Como no podía ser de otra manera, son sus relaciones sociales concretas,
históricas, las que configuran al mismo tiempo el papel del ser humano en el
metabolismo natural y el de la naturaleza en el metabolismo social. De esta
forma, la ruptura de Marx con Feuerbach, así como con el pensamiento
materialista previo, consiste en su comprensión dinámica de la relación entre
las comunidades y su entorno natural. Al señalar no sólo que las relaciones
sociales son inseparables del metabolismo natural del planeta, sino que la
transformación del entorno es inherente al desarrollo de todo metabolismo
social y está determinada por el carácter de esas relaciones sociales, Marx
introduce la historia en la naturaleza, de la misma forma en que antes, de la
mano de Feuerbach, había naturalizado al propio ser humano.
Ahora bien, si no es el ser
humano abstracto, sino que son las diferentes sociedades históricas las que
intervienen en este proceso, entonces el modo en que se organizan estas
sociedades será esencial. No es el ser humano abstracto el que es antagónico a
la naturaleza, sino una forma concreta de relación social. Permanecer en la
primera afirmación, la de que el ser humano hace parte del metabolismo natural,
nos impide comprender el desarrollo de la historia y la manera concreta en que
los diferentes metabolismos sociales, los diferentes modos de producción, han
asumido su relación con el ecosistema.
Antes señalábamos que el
capitalismo había provocado una separación efectiva del ser humano y la
naturaleza al separar al campesinado de la tierra y arrojarlo como mano de obra
desnuda a las ciudades. Sin embargo, no es la separación física la
que será central en esta ruptura. De hecho, las relaciones sociales
capitalistas comienzan a desarrollarse en primer lugar en el campo. Lo
determinante aquí es que la producción social se convertirá en producción de
mercancías, en producción de valor. Así, el proceso de producción y
reproducción social se escinde en un plano material, físico, de valores de uso,
y un plano social y fetichizado de valor. Esto quiere decir que al producir
mercancías, se está produciendo un objeto concreto y material que sin embargo
no importa como tal, sino sólo como una mercancía que permitirá obtener dinero
para volver a producir más mercancías para obtener aún más dinero. El vínculo
con la tierra se rompe porque ésta ya no cumple una función directa en el
metabolismo social ―como fuente de medios de subsistencia, como medio y objeto
de reflexión y acción humanas―, sino indirecta, como un mero instrumento para
producir valor[7].
La naturaleza no importa por ella
misma, al igual que el ser humano no importa por sí mismo, sino que son meros
instrumentos de una lógica automática e impersonal de producción de valor.
Tanto el entorno natural como el ser humano son simplemente un mal menor que el
capitalista tiene que soportar para poder producir mercancías con las que
obtener plusvalor, siempre de manera creciente, ampliada: D-M-D’. En la medida
en que pueda, el capital tenderá a desprenderse de todo lo biológico, de todo
lo natural, porque impone límites a la velocidad e intensidad de su
reproducción. Esto conlleva una dinámica social que provoca profundas rupturas
en el metabolismo natural, ya no sólo del ecosistema, sino de la propia
naturaleza humana. Al mismo tiempo que la explotación capitalista destroza la
biodiversidad, agota los recursos naturales y genera graves desequilibrios
climáticos, también corroe los lazos comunitarios y provoca un proceso de
atomización social que priva al ser humano de lo más básico, que es su esencia
social, su vínculo con los otros. Además el propio ser humano se encuentra cada
vez más ajeno a su propia corporalidad, y es ya un hecho asumido socialmente la
idea de un individuo que puede y debe superar sus limitaciones físicas gracias
a fármacos y otras tecnologías, con todos los daños a la salud física y
psicológica que ello genera.
Ahora bien, esta ruptura del
metabolismo natural no impide que el metabolismo social del capitalismo siga
funcionando, aunque sea de manera cada vez más catastrófica.
Recordemos lo dicho
anteriormente: al imponerse la producción de mercancías, la actividad humana se
escinde en dos planos. El proceso de producción se desdobla en un aspecto
concreto, material, de producción de valores de uso, y en un aspecto abstracto,
social, de producción de valor. Sin embargo, esto no quiere decir que ambos
aspectos tengan el mismo peso. El valor de uso es el soporte del valor, pero
nada más. El valor presupone el valor de uso, es decir,
necesita de un objeto material o de un servicio concreto que lo contenga, pero
no se regula conforme al valor de uso sino que funciona por sus propias leyes,
por sus propias categorías sociales: tiempo de trabajo socialmente necesario,
intercambio de equivalentes, tasa de plusvalor, composición orgánica, ley de la
ganancia. Estas categorías, pese a ser sociales, son absolutamente impersonales:
el metabolismo social del valor las impone independientemente de la voluntad de
sus agentes y de manera automática.
Por supuesto que las leyes de la
naturaleza siguen operando. La gravedad sigue manteniéndonos pegados al suelo y
las leyes de la termodinámica siguen explicando el comportamiento de los flujos
de energía. Sin embargo, en la medida en que el capitalismo es una relación
social automática, ajena a la voluntad de sus miembros, estos hechos físicos
son interpretados en los términos del valor, que rige el modo en que actúa el
ser humano sobre ellos. Esto quiere decir que el ser humano interviene en el
ecosistema conforme a unas categorías sociales históricas en las que la
naturaleza, como el propio ser humano, no sirve en sí para nada. Sólo entra en
el metabolismo social y por tanto sólo existe socialmente en la medida en que
puede servir como instrumento para la producción de valor. Por dar un
ejemplo, que una reserva de petróleo sea o no explotada no depende de una
medida física como su TRE[8], sino de una medida social como la
plusganancia que puede obtenerse al vender el petróleo en el mercado. Dado que
la peor reserva de petróleo es la que determina el precio, la que más trabajo
―y por tanto energía― requiere para ser extraída, toda reserva un poco mejor
obtendrá una plusganancia que haga meritoria su explotación. Así, nos podemos
encontrar en el absurdo de que se exploten reservas de un TRE cercano a uno, es
decir, de las que se extrae casi tanta energía como la utilizada para su
extracción, porque siguen siendo rentables para el terrateniente y el
capitalista.
NOTAS:
[1] No es casual que este gesto sea el
primer paso de Hobbes para justificar la necesidad del Estado absolutista, como
afirma Jorge Herrero en Hobbes: una antropología del miedo
[2] La empresa de servicios financieros
Tullet Prebon afirma así en un informe de 2013 sobre el peak oil [pico
del petróleo]: «El dinero es sólo el lenguaje, más que la sustancia de la
economía real. En última instancia, la economía es ―y siempre ha sido― una
ecuación de excedentes de energía, gobernada por las leyes de la termodinámica
y no por las del mercado». Esta cita es recogida
favorablemente por Antonio Turiel, un reconocido decrecentista próximo
a figuras como Yayo Herrero o Carlos Taibo
[5] Y útil resulta también el texto de John
Bellamy Foster: La ecología de Marx, para rescatar las raíces
históricas de este concepto y la emergencia de un pensamiento materialista en
el que se encuadra Marx y donde se lucha por romper con la separación
conceptual entre lo natural y lo cultural, entre el ser humano y la naturaleza
[6] «La universalidad del hombre aparece en
la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su
cuerpo inorgánico, tanto por ser (1) un medio de subsistencia inmediato, como
por ser (2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La
naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella
misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir
que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso
continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada
con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada
consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza», Karl Marx: Manuscritos
de 1844, primer manuscrito, «El trabajo enajenado»
[7] La tierra no es para el hacendado más
que «una máquina de fundir moneda. La renta ha separado tan perfectamente al
terrateniente del suelo, de la naturaleza, que ni siquiera tiene necesidad de
conocer sus tierras, como ocurre en Inglaterra. En cuanto al arrendatario, al
capitalista industrial y al obrero agrícola, éstos no están más adheridos a la
tierra que explotan que el empresario y el obrero de las manufacturas al
algodón o a la lana que fabrican; sólo sienten inclinación por el precio de su
explotación, por el producto monetario», Karl Marx: Miseria de la
filosofía, ed. Júcar, págs. 239-240
Etiquetas: 2019 fin del mundo tal cual lo conocemos, comunismo, nada mas práctico que una buena teoría
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