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martes, octubre 27, 2020

Deja vu 1988/Acéfalo 

"Para vencer a la hidra hay que atacar no sólo una cabeza sino todas" (Jérome Baschet)

“Todo lo que puede ser dicho acerca del sufragio puede ser resumido en una frase: Votar significa entregar tu propio poder” (Eliseo Reclus)



Documentos de cultura y de barbarie:

1.-

"En ese sentido, quienes apostaron por un acuerdo que diera una salida institucional a la crisis social a la que estaba sometido el país y los que supieron leer la necesidad de un cambio constitucional quedaron en el lado ganador de la historia, mientras que los sectores que se apartaron o expresaron su rechazo, debieran reconocer una derrota.

El éxito de los comicios de ayer significa además un contundente golpe a los grupos anarquistas o inorgánicos que han aprovechado el estallido para generar violencia. De acuerdo con los analistas, el amplio respaldo popular evidenciado en el Plebiscito debiera terminar por aislar a quienes aún apuestan por esa vía.

Según Tironi, "es muy lindo lo del lápiz, porque hay una especie de nexo con lo que fue el Plebiscito del '88, que con un lápiz y un papel logramos derrotar a Pinochet y hoy nuevamente, ahora con un lápiz Bic, hemos logrado rencausar esta energía y dirigirla en un sentido constructivo". "En el fondo, es el lápiz el que le devuelve el poder al pueblo, porque las marchas por masivas que sean son siempre minoritarias y si adquieren un carácter violento, son aún más minoritarias”, subrayó. Finalmente, Valdivieso coincidió en que "lo del lápiz tiene una potencialidad muy grande en términos simbólicos. Si el proceso constituyente y los eleccionarios que vienen logran instalar la idea de que el lápiz es claramente la mejor solución incluso antes que la protesta y la violencia para hacerse escuchar, pucha que vamos a valorar el lápiz en 10 o 20 años, porque fue capaz de rearticular un cierto ánimo y una credibilidad en el proceso participativo y la democracia"".

Fuente: Emol.com - https://www.emol.com/noticias/Nacional/2020/10/26/1001894/Analisis-Plebiscito-Expertos.html

2.-

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Los acontecimientos que ocurrieron en octubre del año pasado en Chile, aquél cúmulo de sucesos, hasta cierto punto ilegibles, que los medios de comunicación han insistido en llamar “estallido social”, conforman probablemente el proceso insurreccional más fuerte y extendido que se haya conocido en esta parte del mundo. El carácter destituyente de la revuelta de octubre se advierte en sus innumerables efectos: en las vidas que transformó, en las fugas y evasiones colectivas que incitó, en los encuentros, en la afirmación de una sensibilidad común que hizo trizas la legitimidad del orden neoliberal chileno. Y también, en su condición acéfala: la falta de unidad, dirección o liderazgo, la falta de programa y organizaciones centralizadas; todo eso que en otros tiempos hubiese sido interpretado como una carencia, esa vez se manifestó como condición de su potencia. La ausencia de cabecillas no fue espontánea, como se suele plantear, sino una elaboración activa, múltiple y sostenida de la evasión ante las diversas formas organizadoras que pretendían representar y totalizar lo que sucedía en las calles, donde la imaginación popular superaba cualquier estrategia política e intento de apropiación intelectual. Para decepción tanto de aquellos que siempre sueñan con una conducción, como de aquellos que fantaseaban con conspiraciones extranjeras, la multitud acéfala evadía cualquier forma de representación y dirección, dejando las preguntas del poder sin respuesta.

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Lo que ocurrió no fue un proceso de unificación ni de centralización, sino la producción de una constelación acéfala entre distintas afinidades, sentidos y luchas; no bajo la unidad de un programa, ni una bandera, y ni siquiera de una lucha común, sino a través de una constelación como la que comenzó a densificarse rápidamente entre asambleas territoriales, redes de apoyo mutuo, cooperativas, colectivas feministas, brigadas de salud, centros de acopio u ollas comunes, que siguen aun hoy multiplicándose por fuera de los focos mediáticos y lejos del interés de los “expertos”.

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Fue tal la magnitud de la insurrección destituyente de octubre, que ni el más brutal despliegue represivo pudo sofocarla. El encarcelamiento masivo de miles de personas y la mutilación de cientos de ojos son parte de una verdadera cacería humana que se llevó a cabo para aplacar la protesta, una cacería contra aquellxs que «perdieron la cabeza» y se rebelaron contra el orden dominante. A través de montajes, torturas y diversas prácticas de violencia institucional, la policía, en conjunto con el aparato judicial y los grandes medios de comunicación, extendieron todas sus redes para capturar y sofocar la revuelta en curso. Cuando esto aun no se conseguía en las calles, tras casi un mes de levantamientos en todo el país, la vía del Derecho aparecería como la vía más adecuada para neutralizar la insurrección y salvar la cabeza de un presidente arruinado políticamente. Los partidos del orden firman entonces un acuerdo para intentar darle una salida institucional a su propia crisis política, recogiendo en parte la demanda social de cambiar la Constitución militar, pero imponiendo las condiciones para que el proceso constituyente sea una nueva oportunidad para capitalizar la potencia colectiva, y volver a ponerse a la cabeza, resguardando su propio oasis en medio del desierto neoliberal chileno.

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Es mediante la ficción del poder constituyente que las cabezas han conseguido, desde la Revolución francesa en adelante, sustentar la legitimidad de su autoridad. Esta ficción va a servir justamente para ocultar el golpe de fuerza o la violencia mediante la cual un poder se instituye en el mundo. De esa manera, la cabeza siempre busca proyectar la fuente de su autoridad sobre el cuerpo social que pretende comandar. Luego de lo cual ya puede hablar en su nombre y representarlo. “En nombre del pueblo” es la consigna política a partir de la cual históricamente se ha organizado la ausencia del pueblo, el despojo metódico de su potencia colectiva, reduciendo a la unidad todo lo que en ella hay de heterogéneo y disperso, es decir, de ingobernable. En ese sentido, si la teoría del poder constituyente quiere aquello imposible –fundar la cabeza en la razón, dotarla de un fundamento y una legitimidad incuestionable- es precisamente porque, enraizando su existencia en un plano trascendente, lo que es una entidad contigente y localizada, logra elevarse hasta una dimensión abstracta y universal, donde nos parece inalcanzable.

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Desde el punto de vista de los cuerpos acéfalos, el problema del proceso constituyente no se reduce solo a las condiciones impuestas sobre el mismo proceso -el amarre de los quórums, el sistema de elección de constituyentes, la subordinación a los tratados de libre comercio y al capital transnacional, es decir, todo aquello que le niega precisamente su carácter constituyente-. El problema no es que no se trate de la verdadera, pura y soberana Asamblea Constituyente, que representaría y traduciría por fin la voluntad del pueblo de forma transparente, como dándole al cuerpo la cabeza que éste necesita para poder hablar. El problema es otro: es que la idea del poder constituyente ha funcionado históricamente para justificar a un nuevo poder constituido, engrasando la vieja maquinaria (contra)revolucionaria que pretende destruir la cabeza para volver a restaurarla, parte por parte. Se destruye el derecho para, en un siguiente movimiento, volver a instaurarlo. Por eso, cuando ya solo se puede pensar en un cambio constitucional, significa que cualquier posibilidad de transformación radical de las condiciones de vida ha quedado enterrada bajo tierra, y las estructuras básicas no se modificarán sustancialmente. Si el cambio de Constitución excita tantas voluntades es justamente porque satisface, a la vez, el deseo de cambiarlo todo tanto como el de no cambiar nada.

La insurrección de los cuerpos sin cabeza (Giordano Muzio)

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