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lunes, agosto 23, 2021

Cerdos fascistas (una introducción) 

 


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¿Cerdo fascista, yo?

En una legendaria presentación de madrugada del cantante Leonard Cohen en el multitudinario y caótico festival de la isla de Wight en 1970, justo después de tres mini poemas y antes de empezar una canción se escuchan gritos poco entendibles desde el público de medio millón de personas, que poco antes habían efectuado disparos y prendido fuego al escenario mientras tocaba Jimi Hendrix. La respuesta de un calmadísimo Cohen al micrófono es esta:

-What was that? Are you calling me a fascist pig again?

“¿Qué fue eso? ¿Me están diciendo ‘cerdo fascista’ de nuevo?”. No deja de ser gracioso: un cantante judío canadiense, que dentro del repertorio de esa misma noche interpreta “El partisano” -un himno de la resistencia antinazi-, desactiva el insulto recibido por la vía de “aceptarlo”: estamos claros de que soy un “cerdo fascista”, ¿y qué?, ahora voy a seguir cantando. Y arremete con una de las más bellas canciones de su primera colección de canciones, “Uno de nosotros no puede estar equivocado”, no sin antes comentar que la compuso en el Hotel Chelsea, antes de ser rico y famoso, mientras se disipaba el efecto de las anfetaminas mirando fascinado a  una mujer rubia en un poster nazi. ¿Fascinante fascismo?

Probablemente “fascista” o “cerdo fascista” debe haber sido una de las expresiones más en boga después de 1968, cuando los ataques -no sólo verbales- a los “artistas” más respetables del momento eran pan de cada día. A Frank Zappa y sus Mothers of Invention en Berlín por esos mismos años los rebautizaron como las “Madres de la Reacción” por no adherir a peticiones de los estudiantes radicales de izquierda, calificados por el bueno de Jürgen Habermas como “fascistas de izquierda” en un debate con Rudi Dutschke, por su “ideología voluntarista” y “desafío masoquista a la violencia institucionalizada” (si no me creen, vean la parte final del libro de Rolf Wiggershaus sobre la Escuela de Fráncfort).

En 1983 Suicidal Tendencies proclamaba “I want to be a fascist pig” (quiero ser un cerdo fascista); ambiguo mensaje considerando los variados “microfascismos” (o si quieren, fascismos a nivel molecular) que habitaban la escena hardcore punk, pero entiendo que la canción intentaba retratar a la policía antidisturbios de esos tiempos. Como sea, pareciera que la ambigüedad suele ser el campo de juegos favorito del fascismo.

Ya en 1944 Benedetto Croce constataba que “en las polémicas diarias, la calificación de ‘fascista’ se lanza y se vuelve a lanzar por parte de un adversario contra otro”, pero la palabra, “de las maneras en que se emplea, corre el riesgo de convertirse en un dicho simple y general de ultraje, que vale para todos los casos, si no se determina y no se mantiene firme su propio significado histórico y lógico”.

80 años después, la banalización del concepto “fascista” ha llegado a extremos tan elásticos que en muchos casos el sentido original se ha perdido absolutamente. Ya no hablamos tan sólo de una amplia profusión de personas que son fascistas o “fascistoides” (el valioso y muy preciso calificativo de “momio” parece casi haberse extinguido en Chile), sino que de “actitudes fascistas”, como en los afiches de tocatas que anuncian que tales actitudes no serán toleradas, o en los últimos comunicados anónimos de facciones en pugna de la autodenominada Lista del Pueblo, que atribuyen tales actitudes y métodos a sus adversarios dentro del curioso “antipartido”.

Y así, si ya conocíamos a los “nazi punks”, (concepto surgido contraculturalmente, entendemos que ya antes de que los Dead Kennedys le dedicaran un tema en su disco “In god we trust, Inc.”, de 1981), los antifeministas de hoy tratan a las feministas radicales de “feminazis”, y a su vez grupos “antifascistas” denuncian como efectiva y no sólo metafóricamente fascistas a las TERF (tendencia del feminismo radical que excluye a las personas transexuales), y “antivacunas” de extrema derecha y extrema izquierda denuncian el “biofascismo” que implica la existencia de “permisos de circulación”. Kast es fascista, Piñera es fascista, también Ricardo Lagos, y hay hasta quienes sostienen que Boric lo es, y no precisamente por considerarlo como un “fascista de izquierda”…viejo concepto/insulto que recientemente Pablo Ortúzar, bullicioso “intelectual” de la nueva derecha, ha actualizado hablando incluso de un “pinochetismo de izquierda” a cuya cabeza ubica nada menos que al jurista Atria.

El argumento acá -al menos como fue expresado en un conversatorio del programa Rio Revuelta en mayo de este año-, era que dado que fascismo es “imponer tu voluntad a otros”, y dado que Boric fue el 15 de noviembre de 2019 a sentarse a la mesa donde se nos impuso el acuerdo por la paz y la nueva constitución, entonces cabe concluir que Boric es un fascista. Es de destacar que ya nadie habla de “cerdos fascistas”, pues se trata de una expresión “especista”, y bien sabemos que en estos tiempos el “especismo” también es entendido como una forma de fascismo. Por otra parte, la definición de fascismo como cualquier imposición de voluntad coincide con la definición de poder que da Max Weber en su “Sociología de la dominación”, como “posibilidad de poder imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena”. Y si -como cantaba La Polla Records- “poder es fascismo/fascismo es poder”, entonces es cierto que para este forma de ver las cosas el fascismo no es un fenómeno sociopolítico del siglo XX sino una constante transhistórica que acompaña toda la historia natural y social, animal y humana.

Fascismo y literatura

En las vitrinas de las librerías de Santiago se apilan y exhiben cada vez más libros sobre el tema, incluyendo aportes como el libro de la ex secretaría de Estado norteamericana Madeleine Albright titulado “Fascismo: una advertencia” (2018), en cuya dedicatoria se refiere incluso a todos quienes “combaten el fascismo dentro de sí mismos”. Libros más interesantes y “críticos” como el de Lucy Oporto (“Los perros andan sueltos”) o Sergio Villalobos-Ruminott (“Asedios al fascismo”) pululan también en el ciberespacio, y es en este panorama en que un libro como “¿Patria o caos?” viene a instalarse.

La pregunta clave que trato de responder es esta: Donde todo o casi todo puede ser tratado de fascista, ¿qué queda del significado original de este término originalmente asociado a un movimiento político y social surgido entre las dos guerras mundiales del siglo pasado y que a nadie se le hubiera ocurrido usar para designar, por ejemplo, a Caín por matar a Abel, a Dios por enviar un diluvio, al Imperio de los incas por su organización totalitaria o a Atila al mando de los hunos por su violencia?     

Como advierte Emilio Gentile en “¿Quién es fascista?” (2019), que por cierto era el mismo título del artículo de Croce en 1944, esta evidente tendencia a la “banalización del fascismo”, en que incluso se ha llegado al extremo de concebirlo como una especie de movimiento transhistórico, el “fascismo eterno”, con cierta base antropológica (hay pistas de eso en Pasolini, y todo un discurso en Umberto Eco), sólo es posible a costa de “desfascistizar” el concepto, haciéndolo aplicable a una infinidad de fenómenos que ya poco o nada tienen que ver con el sentido histórico original y “lógico”.

De este modo, coincido con Gentile en que sólo identificando seriamente al “fascismo histórico” sería posible entender en qué medida estamos hoy en día ante el riesgo de aparición de expresiones equivalentes en nuestro tiempo, y bajo qué nuevas formas. 

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