lunes, octubre 11, 2021
Poder sin rostro (x Pasolini 1974)
EL VERDADERO FASCISMO Y POR LO TANTO
EL VERDADERO ANTI- FASCISMO*
Pier Paolo Pasolini (“Escritos
Corsarios”, 1975)
¿Qué es la cultura de una nación?
Corrientemente se cree, también por parte de las personas cultas,
que es la cultura de los científicos, de los políticos, de los
profesores, de los literatos, de los cineastas, etc.: es decir que es la cultura de
la inteligencia. En cambio no es así. Y no es siquiera la cultura de
las clases dominantes que, precisamente, a través de la lucha de clases, trata
de imponerla al menos formalmente. No es finalmente tampoco la cultura de
la clase dominada, es decir la cultura popular de los obreros
y de los campesinos. La cultura de una nación es el conjunto de todas estas
culturas de clases: es la media de ellas. Y sería por lo tanto abstracta si no
fuese reconocible -o, para decirlo mejor, visible- en lo vivido y en lo
existencial y si no tuviese en consecuencia una dimensión práctica. Durante
siglos, en Italia, estas culturas fueron distinguibles aunque estuvieran históricamente
unificadas. Hoy -casi de golpe, en una especie de Adviento- distinción y unificación
histórica han dejado lugar a una homologación que realiza casi milagrosamente el
sueño interclasista del viejo Poder. ¿A qué se debe esta homologación?
Evidentemente a un nuevo Poder.
Escribo «Poder» con P mayúscula -cosa que Maurizio Ferrara
tacha de irracionalismo en «L'Unità» (12-6-1974)- sólo porque sinceramente no sé
en qué consiste este nuevo Poder y quien lo representa. Sólo sé, simplemente,
que existe. No lo reconozco más en el Vaticano, ni en los Poderosos
democristianos, ni en las Fuerzas Armadas. No lo reconozco siquiera en la gran
industria, porque ella no está más constituida por un cieno número limitado de grandes
industriales; para mí, al menos, aparece más bien como un todo
(industrialización total) y, además, como un todo no italiano (trasnacionales).
Conozco también, porque lo veo y lo vivo, algunas características
de este nuevo Poder todavía sin rostro; por ejemplo su rechazo del viejo sanfedismo
(1) y del viejo clericalismo, su decisión de abandonar la Iglesia, su
determinación (coronada por el éxito) de transformar campesinos y
subproletarios en pequeños burgueses y, sobre todo su manía, por así decir cósmica,
de realizar hasta el final el «Desarrollo»: producir y consumir.
El identikit de este rostro del nuevo Poder todavía en blanco
atribuye vagamente a él rasgos «modernos», debido a la tolerancia y a una
ideología hedonística perfectamente autosuficiente: pero también rasgos feroces
y sustancialmente represivos. La tolerancia es, en efecto, falsa, porque en
realidad ningún hombre ha debido ser jamás tan normal y conformista como el
consumidor; y en cuanto al hedonismo, esconde evidentemente una decisión de
reordenar todo con un carácter despiadado tal que la historia no ha conocido jamás.
Por lo tanto este nuevo Poder no representado todavía por nadie y debido a una «mutación»
de la clase dominante es, en realidad -si queremos conservar la vieja terminología-
una forma fatal del fascismo. Pero este Poder ha «homologado» también culturalmente
a Italia; se trata por lo tanto de una homologación represiva, aunque obtenida mediante
la imposición del hedonismo y de la joie de vivre. La estrategia de
la tensión es una espía, aunque sustancialmente anacrónica, de todo esto.
Maurizio Ferrara, en el artículo citado (como por otra parte
Ferrarotti, en «Paese Sera», 14-6-1974) me acusa de esteticismo, y tiende con
esto a excluirme, a recluirme. Está bien: la mía puede ser la óptica de un
«artista», es decir, como quiere la buena burguesía, de un loco. Pero el hecho,
por ejemplo, de que dos representantes del viejo Poder (que sirven sin embargo
ahora, en realidad, aunque interIocutoriamente, al Poder nuevo) hayan chantajeado
recíprocamente a propósito de las financiaciones a los Partidos y del caso Montesi,
puede ser también una buena razón para enloquecer: es decir desacreditar de tal
modo una clase dirigente y una sociedad ante los ojos de un hombre, hasta
hacerla perder el sentido de la oportunidad y de los límites, arrojándolo en un
verdadero estado de «anomia».
Queda dicho además que la óptica de los locos es digna de ser
tomada en cuenta: a menos que se quiera progresar en todo salvo en el problema
de los locos, limitándose cómodamente a mantenerlos lejos.
Hay ciertos locos que miran las caras de la gente y su
conducta. Pero no porque sean epígonos del positivismo lombrosiano (como
groseramente insinúa F errara), sino porque conocen la semiología. Saben que la
cultura produce códigos; que los códigos producen la conducta; que la conducta
es un lenguaje; y que en un momento histórico en el cual el lenguaje verbal es
completamente convencional y estéril (tecnificado) el lenguaje de la conducta
(física y mímica) asume una importancia decisiva.
Para regresar así al comienzo de nuestro discurso, me parece
que tenemos buenas razones para sostener que la cultura de una nación (en este
caso Italia) está hoy expresada sobre todo a través del lenguaje de la conducta
o el lenguaje físico, más una cierta cantidad -completamente convencional y
extremadamente pobre- del lenguaje verbal.
Es a este nivel de comunicación lingüística que se
manifiestan: a) la mutación antropológica
de los italianos; b) su completa homologación con un único modelo.
Por lo tanto: decidir dejarse crecer los cabellos sobre la
espalda, o cortarse los cabellos y dejarse crecer las patillas (en una
evocación predecimonónica); decidir colocarse una venda en la cabeza o
encasquetarse un sombrerito hasta los ojos; decidir si se sueña con un Ferrari o
un Porsche; seguir atentamente los programas televisivos; conocer los títulos
de algunos bestseIIers; vestirse con pantalones y mallas prepotentemente a la
última moda; tener relaciones obsesivas con muchachas mantenidas al lado como
un adorno, pero al mismo tiempo, con la pretensión de que sean «libres», etc.,
etc., etc.: todo esto constituye actos culturales.
Ahora todos los
italianos jóvenes cumplen estos actos idénticos, tienen este mismo lenguaje físico,
son intercambiables; cosa vieja como el mundo, si es limitada a una clase
social, a una categoría: pero el hecho es que todos estos actos culturales y
este lenguaje somático son interclasistas. En una plaza llena de jóvenes, nadie
podrá distinguir, por su cuerpo, un obrero de un estudiante, un fascista de un
anti-fascista; cosa que todavía era posible en 1968.
Los problemas de un intelectual perteneciente a la inteligencia son
distintos de los de un partido y de un hombre político, aunque la ideología sea
la misma. Quisiera que mis actuales opositores de izquierda comprendiesen que
estoy en situación de darme cuenta que, en el caso de que el Desarrollo
sufriese una detención y hubiese una recesión, si los Partidos de Izquierda no
apoyasen al Poder vigente, Italia simplemente se derrumbaría; si en cambio el
desarrollo continuase como ha comenzado, sería sin duda el llamado «compromiso
histórico» el único modo de tratar de corregir aquel Desarrollo, en el sentido indicado
por Berlinguer en su informe al Comité Central del Partido Comunista (ver «L'Unità,
4-6-1974). De todas formas, como a Maurizio Perrara no le competen las «caras»,
a mí no me compete esta maniobra de práctica política. Más bien, tengo cuando
mucho, el deber de ejercitar sobre ella mi crítica, quijotescamente y quizás de
manera extrema.
¿Cuáles son por lo tanto mis problemas?
He aquí, por ejemplo, uno. En el artículo que ha Suscitado
esta polémica («Corriere della sera», 10-6-1974) decía que los responsables
reales de los atentados de Milán y de Brescia son el gobierno y la policía
italiana: porque si gobierno y policía hubiesen querido, tales atentados no
hubieran ocurrido. Es un lugar común. Y bien, en este momento puedo decir que
responsables de estos estragos somos también nosotros, progresistas,
antifascistas, hombres de izquierda. Efectivamente, en todos estos años no
hemos hecho nada:
1) porque hablar de «Atentados políticos» no se convirtiese
en un lugar común y todo se detuviese allí;
2) (y más grave) no hemos hecho nada porque los fascistas no
existieran. Los hemos condenado solamente para gratificar nuestra conciencia
con nuestra indignación; y cuanto más fuerte y petulante era la indignación más
tranquila estaba la conciencia.
En realidad nos hemos
comportado con los fascistas (hablo solamente de los jóvenes) de manera
racista: apresurada y despiadadamente hemos querido creer que ellos estaban predestinados
racialmente a ser fascistas y, frente a esta decisión de su destino, no había nada
que hacer. Y no nos engañemos: todos sabíamos, en nuestra verdadera conciencia,
que cuando uno de aquellos jóvenes decidía ser fascista, ello era puramente
casual, no era más que un gesto, inmotivado e irracional; hubiera bastado quizá
una sola palabra para que ello no sucediese. Pero ninguno de nosotros nunca
habló con ellos o a ellos. Los hemos rápidamente aceptado como representantes
inevitables del Mal. Y quizás eran adolescentes y adolescentes de dieciocho
años, que no sabían nada de nada, y que se habían arrojado de cabeza en la
horrenda aventura por simple desesperación.
Pero no podíamos
distinguirlos de los otros (no digo de los otros extremistas: sino de todos los
otros). Y esta es nuestra espantosa justificación.
El Padre Zosima (¡literatura por literatura!) supo en seguida
distinguir, entre todos aquellos que se amontonaban en sus celdas, a Dimitri
Karamazov, el parricida. Entonces se levantó de su silla y fue a prosternarse
delante de él. Y lo hizo (como diría más tarde al Karamazov más joven) porque
Dimitri estaba destinado a hacer la cosa más horrible y a soportar el mis inhumano
de los dolores.
Pensad (si tenéis el coraje) en aquel muchacho o en aquellos
muchachos que fueron a poner las bombas en la plaza de Brescia. ¿No sería
necesario levantarse e ir a prosternarse delante de ellos? Pero eran jóvenes
con los cabellos largos, o con bigotes tipo comienzos de siglo, tenían en la
cabeza venda o quizás un sombrerito encasquetado hasta los ojos, eran pálidos y
presuntuosos, su problema era vestirse a la moda, todos de igual manera, tener
Porsche o Ferrari, o motocicletas para guiarlas como pequeños arcángeles
idiotas con las muchachas ornamentales detrás, sí, pero modernas, y a favor del
divorcio, de la liberación de la mujer, y en general del desarrollo...
Eran, en suma, jóvenes
como todos los demás: nada los distinguía. Aunque hubiésemos querido no
habríamos podido prosternarnos delante de ellos. Porque el viejo fascismo,
aunque fuera a través de la degeneración retórica, distinguía: mientras que el
nuevo fascismo -que es completamente distinto- no distingue más: no es
humanísticamente retórico, es pragmático a la americana. Su fin es la reorganización
y la homologación brutalmente totalitaria del mundo.
* En el
«Corriere della Sera» con el título «El
Poder sin rostro». 24 de junio de 1974
1. Deriva de
«santa fade» y significa una tendencia reaccionaria, antiliberal y clerical,
con raíces históricas muy concretas. (Nota del Traductor.)
Etiquetas: 1968, documentos de cultura, fascist pigs, reflexión