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viernes, enero 14, 2022

MX-80 (Bruce Anderson RIP)/Edward Lear y el Sinsentido 

 

Apenas iniciado el año 2022 se nos fue Bruce Anderson: talentoso y único guitarrista, que desde 1974 se expresaba principalmente a través de la banda MX-80 (aka MX-80 Sound). Sonidos difíciles de clasificar, en una zona en que confluyen el noise, avant/free rock y no wave. Post punk diría que no, porque la formación  es más bien previa a la revolución de 1977.

En homenaje a Bruce los dejo con los dos albums editados a inicios de los 80 por Ralph Records, sello vinculado a los Residents, que por esos años también editó discos clásicos de Tuxedomoon.

 


Fuera del túnel (1980)


Control de multitudes (1981).


No tenía idea de que Pepitas de Calabaza había publicado unas traducciones de los “Sinsentidos” de Edward Lear.

Una vez me compré un libro suyo por la sencilla razón de que me gustó la portada (en la foto arriba) y la traducción la había hecho Leopoldo María Panero para la colección Visor de poesía, bajo el título de “Omnibús sin sentido”. Luego conseguimos con mi hijo una edición inglesa titulada “Comple Nonsense”, llena de cuentos, versos e ilustraciones (incluyendo el hueaso chileno que se ve acá abajo), que no sé cuánto tiempo tomará para que exista una edición completa en castellano, pero por de pronto están las ediciones de Visor y Pepitas para entretenerse mientras tanto.

Los dejo con la presentación de una de las traductoras de la edición Pepitas.



EDWARD LEAR, MAESTRO DEL NONSENSE

En un autorretrato dibujado a los veinte años, Edward Lear se veía a sí mismo como un joven larguirucho y desgarbado, corto de vista y con una nariz tremenda: “Tengo las rodillas torcidas, le decía a un amigo en una carta, mi cuello es singularmente largo, mi nariz, elefantina y tengo tendencia a tropezar con las cosas ya que estoy medio ciego…” Conforme fue cumpliendo años, el joven larguirucho se acabó convirtiendo en otro.

Un anciano circunférico, con piernas muy delgadas y panza redonda, que en sus autorretratos nos recuerda siempre a un pájaro con las plumas huecas o incluso a un insecto con caparazón. Parece ser que de mayor, Edward Lear seguía tropezando con el mundo.

Pero ¿Quién era Edward Lear?

El dibujante de pájaros y ruinas.

El amigo en permanente bancarrota.

El viajero incansable que buscaba climas cálidos que aliviaran los rigores de su salud maltrecha.

El “hijo adoptivo” de la Hermandad Pre-Rafaelita.

El artista que frecuentaba los salones de la aristocracia asombrando a todos con sus ocurrencias.

El bufón que lloraba a escondidas.

El corresponsal divertidísimo que en sus cartas intercalaba sus idas y venidas, sus preocupaciones económicas y sus poemas…con una retahíla de dibujos absurdos.

El Profesor de Dibujo de la reina Victoria.

El vejete simpático que dibujaba monigotes y garabateaba versos en los manteles para hacer reír a los chiquillos.

Todo eso era Edward Lear.

Y más cosas.

Curiosamente, lo que no pretendió nunca fue ser escritor.

Edward Lear nació en Londres, en 1812, el mismo año en que nació

Charles Dickens y Lord Byron publicaba los dos primeros cantos de Childe Harold's Pilgrimage.

Ann Lear, su madre, tuvo veintiún hijos. Edward fue el penúltimo.

Fue un niño solitario y enfermizo y vivió una infancia marcada por las dificultades económicas de la familia, en la que siempre echó en falta el afecto de su madre. Fue su hermana Ann, veinte años mayor que él, quien verdaderamente crió a Edward Lear y fue la muerte de Ann y no la de sus padres la que verdaderamente lo convirtió en huérfano muchos años después.

El talento de Edward Lear para el dibujo se reveló pronto y pronto empezó a ganarse la vida como ilustrador.

Fue un artista autodidacta, más dotado para la pintura paisajística que para el retrato, lo que hizo que se denominara a sí mismo, no sin cierta amargura, “artista topográfico”.

Sus primeros dibujos, sin embargo, los encontramos en Tratados de Zoología, así como en los Catálogos de aves y animales exóticos tan típicos de aquellos años, cuando aún estaba de moda entre ciertos aristócratas mantener pequeños zoológicos privados en los que convivían especies procedentes de todos los rincones del Imperio.

Gracias a sus primeros trabajos, Lear comenzó a ganarse una reputación como ilustrador.

En 1837 instaló su estudio en Roma y estableció la costumbre que, a partir de entonces, marcaría su existencia: pasar en Inglaterra la primavera y el verano e instalarse en el Mediterráneo durante los meses de otoño e invierno.

Así dieron comienzo sus años de “peregrinaje”. Lear fue un viajero incansable; cargado con sus cuadernos y sus pinceles recorrió medio mundo. Sus andanzas por Italia, Egipto, Grecia, Oriente Próximo o la India, produjeron seis lujosos libros de viajes, además de miles de acuarelas, estampas y grabados.

Fascinado por la luz y los colores del Mediterráneo, Lear disfrutaba de su vida nómada aunque en ocasiones también echaba en falta una existencia más convencional. En sus viajes en pos de nuevos paisajes con los que atraer a sus clientes, ávidos de viñetas exóticas con las que adornar sus salones, Lear nunca dejó de buscar, también, un lugar donde poder asentarse definitivamente. Lo encontró por fin en San Remo, donde pasó sus últimos años en compañía de su gato Floss y de su cocinero albanés.

Aunque nunca fue pobre, Edward Lear jamás estuvo libre de preocupaciones económicas. Esta inseguridad fue constante motivo de inquietud para él, aunque es verdad que tuvo un círculo de clientes fieles y amigos con los que siempre pudo contar.

A pesar de no formar parte de la alta sociedad, Lear, como muchos otros artistas, se movía con soltura en los ambientes aristocráticos. Era un buen conversador, un invitado ingenioso y divertido. Cuando se cansaba de los mayores, lo que sucedía a menudo, buscaba la compañía de los niños con los que siempre se entendió bien pues compartía con ellos una visión de la realidad más libre de prejuicios y ajena a las convenciones que constreñían el mundo de los adultos. Sin embargo, a pesar de su vitalidad y su sentido del humor, Lear era también un hombre propenso a la melancolía. A menudo rehuía la compañía de sus amigos y prefería la soledad de su habitación al bullicio de los salones.

Así pues, Lear, el encantador de serpientes, el viajero entusiasta, el vejete simpático que entretenía a niños y mayores con sus ocurrencias, podía ser también el hombre más triste del mundo.

Puede que sus poemas, sus Nonsense, fueran uno de sus remedios contra la melancolía, como lo eran, sin duda, su afición a la música o su afán por perseguir orugas en el jardín de su casa, acompañado por el gato Floss.

A pesar de la fama y el prestigio con los que contó entre sus contemporáneos, su nombre no hubiera sido sino uno más en los catálogos de paisajistas victorianos de no haber sido por sus poemas.

No está claro cómo el pintor e ilustrador Lear llegó al Nonsense, ni porqué empezó a escribir versos, ni porqué, años después, se decidió a publicarlosEdward Lear no “inventó” el nonsense, ni fue el primero en utilizar el limerick, pero es indudable que su contribución marcó un punto de inflexión en la literatura del absurdo.

Su primer libro de versos se publicó en 1846. Lo tituló A book of Nonsense y lo firmó con un seudónimo, como era costumbre en la época. Tuvo un éxito fulgurante. Curiosamente, o tal vez como correspondía a un autor de sin sentidos, Lear apenas obtuvo beneficios de las ventas de sus libros de poemas.

Desde su primera edición, en las páginas de A book of nonsense los versos aparecen ilustrados con dibujos del propio autor. Al observarlos uno se pregunta ¿qué fue antes: el texto o el dibujo? Es difícil de decir. Lo que sí podemos afirmar es que uno y otro se complementan.

Ambos, poemas y dibujos, nos permiten visitar el universo absurdo que Lear creó para sus viejitos, poblado por damas que tocaban el arpa con la barbilla y pescaban peces sin escamas y por atolondrados vejetes que portaban pelucas imposibles, leían a Homero a la pata coja o bailaban valses con moscardones.

En sus poemas, a los que llamaba sus Nonsense, sus Old people, Lear se ríe del mundo con el mismo entusiasmo con que se ríe de sí mismo.

En efecto, todos los autorretratos de Lear, tanto los escritos como los dibujados, son caricaturas. Y muchos de los protagonistas de sus poemas tienen narices kilométricas, piernas de grulla y barbas pobladas…y no solo tropiezan con el mundo, lo tienen definitivamente en contra.

El Nonsense no busca la carcajada, los limericks de Edward Lear son muy a menudo un catálogo de calamidades y desgracias, contadas, eso sí, en un tono ligero y saltarín, como el propio ritmo del poema. La música del limerick es esencialmente alegre y contrasta con las barbaridades que acaecen a sus protagonistas; ahí, precisamente, es donde está la gracia.

Los limericks de Lear no fueron sus únicos escritos, creó también Abecedarios, y Botánicas, cuentos y poemas largos; algunos como La historia del Búho y la Gatita son clásicos de la literatura infantil. En todos ellos descubrimos el mismo aire burlón, los mismos toques subversivos y rebeldes que caracterizaron la obra del autor, donde las convenciones y las ideas preconcebidas desaparecen para dar paso a un universo excéntrico y absurdo, en el que puede pasar cualquier cosa.

Cuando Julián (Pepitas) nos propuso la tarea de traducir sus versos nos proporcionó también la excusa perfecta para entrar de su mano en ese mundo patas arriba en el que uno podía viajar en tortuga y las magdalenas eran el mejor remedio contra las pesadillas.

La tarea de la traducción era nueva para los dos. Comenzamos avanzando despacio y un poco a tientas, más bien a gatas, y, después, nos fuimos atreviendo a saltar y a bailar y a jugar con las palabras como jugaba Lear. Poco a poco fuimos desentrañando los versos y tratando de darles forma en español y disfrutamos tanto que nos hemos quedado con ganas de más.

En los últimos meses hemos aprendido que berrendo, adjetivo, significa: Manchado de dos colores por naturaleza o por arte, nos hemos reído (mucho), hemos desesperado(un poco) y nos hemos vuelto locos buscando las palabras adecuadas, las que sonaban mejor, las que rimaban, las que entraban en la medida…

Finalmente, después de varios meses de trabajo, nos encontramos hoy aquí con este libro en las manos y no estamos descontentos. Hasta pensamos que, por usar una de las palabras inventadas de Lear, nos ha quedado una traducción bastante runcible. Esperamos que ustedes y los demás lectores estén de acuerdo y lo pasen tan bien con Edward Lear como lo hemos pasado nosotros.

Elvira Valgañón


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