miércoles, marzo 09, 2022
El Rasputín de Putin, o ¿Quién cresta es Dugin? Parte 1: La ultraderecha como política de Estado
Tomado de: Francisco Veiga y otros, “Patriotas indignados.
Sobre la nueva ultraderecha en la Posguerra Fría. Neofascismo, postfascismo y
nazbols”, Alianza, 2019. Foto: Dugin en Argentina.
Queda ahora por abordar otro aspecto fundamental sobre la
figura y significado de Aleksandr Dugin en la Rusia postsoviética: su ascenso a
los círculos del poder hasta convertirse en una de las personalidades de mayor
influencia en el Kremlin como inspirador de la nueva política exterior rusa.
A menudo, los medios de comunicación occidentales han
sugerido paralelismos caricaturescos entre Rasputín y Dugin, basándose más en
lejanos parecidos entre barbas y melenas o en supuestas oscuras influencias que
en comparaciones documentadas. Rasputín nunca fue un asesor del zar Nicolás II
en política exterior, comenzando porque su influencia en la corte la ejercía a
partir de la zarina y sus tendencias pacifistas no tuvieron la suficiente
influencia, de lo cual es buena prueba la participación rusa en la Primera
Guerra Mundial.
Por contraste, Dugin no era el casi analfabeto monje
siberiano con estrafalarias ideas místicas sobre el poder, sino un documentado influencer,
versado en ciencia política y relaciones internacionales, capaz de expresarse
con notable fluidez en varias lenguas extranjeras. La razón básica que explica
la influencia de Dugin sobre Putin es bien lógica: su éxito en homegeneizar y
modernizar las ideas de la ultraderecha rusa hasta darle cierto aspecto de
doctrina nacional «dura». Por otra parte, presentadas como genuinamente rusas
(o más bien «eurasiáticas») sus ideas no estaban en contradicción con las de la
nueva ultraderecha europea de la cual, como se ha visto, bebían generosamente.
Pero todo ello tenía unas claras limitaciones. El programa de
Dugin en su conjunto resultaba demasiado radical y esotérico para un estadista
como Putin cuyo mandato se movía entre el nacionalismo y el pragmatismo. Cierto
era que al presidente le venían bien las propuestas de Dugin como solucionador
de cuadraturas del círculo y sugeridor de ideas y bazas políticas que podían
dar juego en las nuevas estrategias o para justificar algunas ocasionales
acciones políticas internacionales más ambiciosas o belicosas con Occidente.
Pero en 2014, la gestualización extremista de Dugin durante
la crisis del Donbass —quizá intentando desempeñar el papel de un Ilya
Ehrenburg durante la Segunda Guerra Mundial— incitando a los rusos a matar
ucranianos e incluso ir a la guerra contra Estados Unidos, le costó su preciado
puesto en el Departamento de Sociología de la Universidad Estatal de Moscú. Fue
un golpe duro, tras años de labrarse una respetable imagen como académico de
prestigio. Pero fue también una palpable demostración de que el Kremlin era muy
capaz de determinar qué era y qué no era aceptable en términos de narrativa
nacionalista
Previamente a todo ello, cabe recordar que Dugin se reveló
como hombre influyente durante la etapa final del presidente Yeltsin, ya desde
antes de la llegada de Putin al poder. Ocurrió en 1997, con la publicación de
su obra Fundamentos de geopolítica: el futuro geopolítico de Rusia, que
se convirtió en un gran éxito con cuatro ediciones agotadas en poco tiempo.
Pero sobre todo, fue uno de los caballos de batalla políticos de la generación
de halcones militares que intentaban reconstruir la capacidad estratégica rusa
tras los desastres de la era Yeltsin.
Ello explica correctamente el ascenso político de Dugin en
los círculos de poder de la nueva Rusia postsoviética y nacionalista: no como
un oscuro monje místico al estilo de Rasputín y en el entorno de Putin. La
carrera del ideólogo de la nueva ultraderecha rusa se sitúa en el impulso de
los sectores militaristas y ultranacionalistas que se organizaban por su cuenta
ya en época de Yeltsin y como reacción a sus fracasos políticos. Y que, por
supuesto, terminaron llevando a Putin al poder, pero también a Dugin.
Eran personajes como, por ejemplo, Igor Rodionov, ministro de
Defensa en 1996 y 1997, que previamente había sido director de la Academia de
Estado Mayor (1989- 1996);
situado al frente de algunas de las unidades militares soviéticas más duras y
elitistas, así como en las regiones más comprometidas. Todo ello para concluir
como diputado en la Duma Estatal entre 2000 y 2007 en el bloque electoral
Patria, reconvertido en el partido Rusia Justa que en su momento apoyó el
ascenso de Vladímir Putin a la presidencia. En la redacción del texto había
colaborado el coronel-general Leonid Ivashov, jefe del Departamento de Asuntos
Internacionales del Ministerio de Defensa y uno de los cerebros más activos de
la doctrina geoestratégica rusa. Además de ser también un halcón en tiempos de
Yeltsin: fue él quien diseñó y organizó la marcha de los paracaidistas rusos
sobre el aeropuerto de Pristina, en junio 1999, que puso en un brete a las
victoriosas fuerzas de la OTAN que entraban por entonces en Kosovo tras haber
puesto de rodillas a Serbia con una campaña de bombardeo de setenta y ocho
días.
Y Dugin conectaba y se movía por ese mundo con total
naturalidad a partir del hecho de que, como ya se ha mencionado, su padre,
Geliy Alexandrovich Dugin, era coronel-general en el GRU, el servicio de
inteligencia militar; y no fue el único miembro de su familia en pertenecer a
esos círculos.
Al margen de su encaje social e institucional, resulta
evidente que el ensayo de Dugin fue providencial para su tiempo. Gustó en las
Fuerzas Armadas hasta el punto de que se convirtió en libro de texto en la
Academia de Estado Mayor. Y realmente marcó un momento estelar en la recuperación
de las ambiciones rusas de volver a desempeñarse como gran potencia, tendiendo
un puente entre la nostalgia de la era soviética y las ilusiones de la nueva
Rusia nacionalista y eurasiática. Pero sobre todo, él mismo devino una figura
intelectual única, al margen de las ideas que defendía. Lleva razón Vadim
Rossman al escribir que «comparado con los mediocres antiguos ideólogos
soviéticos, Dugin parece un gigante intelectual. Su capacidad para cruzar los
límites interdisciplinarios, para acuñar e introducir términos y nuevas
categorías, y para presentar sus posiciones ideológicas como descubrimientos y
conclusiones a partir de conceptos avanzados de ciencias sociales, resulta
especialmente alarmante e inquietante en la atmósfera actual de una caza de brujas
antiliberal».
Por el camino, su libro Fundamentos de geopolítica se
convirtió en la respuesta a la por entonces celebrada obra del geoestratega
estadounidense Zbigniew Brzezinski: El gran tablero mundial. La
supremacía estadounidense y sus imperios geoestratégicos, que había sido
publicada precisamente en 1997.
Por entonces, Estados Unidos era la única superpotencia con
una capacidad militar y económica a escala global, y en su libro, el antiguo
Consejero de Seguridad del expresidente Jimmy Carter explicaba cuál debería ser
la estrategia global que permitiera mantener su predominancia planetaria. Y,
precisamente, el gran tablero de ajedrez en el cual se debería jugar la gran
partida era el continente eurasiático a caballo de Asia, Europa y Oriente Próximo,
donde Washington debería evitar a toda costa el resurgimiento de una gran
superpotencia rival, fuera esta Rusia o China. Paradójicamente, un año antes de
fallecer, Brzezinski hacía un llamamiento a revisar la estrategia que él mismo
había propuesto veinte años antes. Estados Unidos seguía siendo la mayor
potencia global, pero a causa de los cambios geopolíticos complejos en los
equilibrios regionales, ya no era el poder imperial mundial que buscaba ser en
1997. Influían en ello el surgimiento de Rusia y China como grandes potencias y
la debilidad de Europa. El mundo musulmán, por su parte, también experimentaba
un despertar violento, pero en términos de un proceso poscolonial y de agravios
históricos.
Por lo tanto, en cierto modo, el ruso Dugin le había ganado
la partida al polaco Brzezinski. Sus Fundamentos de geopolítica fue un
libro mucho menos conocido y distribuido que El gran tablero de ajedrez
mundial, pero, a la larga, una parte de sus recomendaciones se fueron
imponiendo.
A toda la insistencia que ponía Brzezinski en anular el poder
de Rusia, le oponía Dugin la crítica al triunfante liberalismo americano. El
enemigo común de Rusia y sus aliados debería ser el atlantismo, los valores
liberales y el control estratégico de Estados Unidos. Para ello, Rusia debería
tender dos ejes: el de Moscú-Berlín, incluyendo también París; y el de
Moscú-Teherán, siendo Irán definido como un aliado clave. El Cáucaso sería
reorganizado en sus fronteras y reintegrado a control ruso, así como Ucrania.
El eje con Berlín y París se justificaría por el hecho de que ambos países eran
de «firme tradición antiatlántica». El Reino Unido debería mantenerse al margen
de Europa continental, y la estabilidad sociopolítica interna de Estados Unidos
habría de ser minada fomentando el separatismo, los conflictos étnicos,
sociales y raciales.
Es interesante considerar que para Dugin no debería
recurrirse a la fuerza militar a menudo, sino a la presión a partir de los
suministros rusos de gas y petróleo —u otros recursos naturales— a terceros
países, así como a la acción conspirativa y hasta subversiva a partir de los
servicios especiales. Explicado así, puede dar la impresión de que Dugin fue el
diseñador en exclusiva de la nueva estrategia rusa hegemonista de la era Putin,
hasta extremos que dejan al presidente poco menos que en el papel de una mera
marioneta, muy en la imagen —tan querida por periodistas y detractores de Putin
en general— de Rasputín manipulando a Nicolás II.
En realidad, Dugin no era el único personaje de ideas
ultranacionalistas que durante el periodo Yeltsin pululaba en torno a la
oposición de línea dura que terminaría llevándolo al retiro. Sergey Kurginyan,
Sergey Naryshkin, Gennadiy Seleznyov —siendo el mismo Dugin asesor de estos
últimos— formaban parte de un extenso panteón de ideológicos y estrategas que
irían a integrarse en Rusia Unida u orbitarían en torno a la ultraderecha y que
de una forma u otra aconsejaban y trazaban planes buscando una salida —«su»
salida— a la deriva del experimento neoliberal de Yelstin. Sin embargo, en 1997
ni siquiera había acontecido el desastre: la victoria de la OTAN en la guerra
de Kosovo —con la consiguiente humillación de la diplomacia rusa— y el colapso
del rublo en la crisis de 1998. En esos años Rusia todavía no había tocado
fondo y las elucubraciones y propuestas de Dugin y otros como él no eran sino
brindis al sol.
Especular con un solo inspirador de la nueva política ultra
rusa resulta bastante insuficiente, y cuando algún autor insiste en ello suele
ser para resaltar la imagen de fanatismo oscurantista de Putin. Timothy Snyder,
por ejemplo, escoge al aristócrata emigrado blanco Ivan Ilyin, filósofo y
teórico de la Unión Militar Rusa (ROVS, por sus siglas en ruso) como inspirador
del nuevo fascismo ruso en el entorno de Putin. Aunque, en efecto, Ilyin fue
uno de los teóricos de los rusos blancos en el exilio, ello no es decir mucho
para la época, dado que fue un movimiento crónicamente débil y disperso. Por lo
demás, continuó militando como monárquico convencido —opción que tras la
abdicación de Nicolás II nunca volvió a tener apoyo entre la gran mayoría de
los rusos— y si bien son innegables sus simpatías hacia el fascismo italiano,
no está claro que las tuviera hacia el nazismo alemán, demasiado biologista y
plebeyo para un filósofo y teólogo aristócrata.
Etiquetas: capitalismo y catástrofe, carácter cíclico del capitalismo, fascist pigs, tercer asalto proletario contra la sociedad de clases