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martes, octubre 18, 2022

A 3 AÑOS DEL ESTALLIDO. PARTE 3 Y 1/2 (x Julio Cortés Morales) 

“Cada revolución produce sus propios decepcionados. Lo que en un momento pudo encender el corazón y el cerebro, lo que pareció ser el gran acontecimiento trasmutador de la existencia individual y colectiva, lo que se soñó el retorno de grandes tiempos, a la postre –a veces no al cabo de mucho tiempo- se revela trivial y vulgar. Caen las máscaras que tal vez nuestro propio entusiasmo había puesto en los personajes; el velo de la ilusión se levanta, el corazón se siente traicionado” (Erwin Robertson).


De octubre a noviembre: la revuelta desde abajo activa una contrarrevolución desde arriba

Tal vez uno de los elementos más determinantes para juzgar si estamos en presencia de revueltas/revoluciones es la existencia de la contrarrevolución.

Para el caso de Francia en 1968, los situacionistas concluían que “finalmente, en conjunto, las pruebas retrospectivas del carácter revolucionario del movimiento de las ocupaciones son tan incuestionables como lo que arrojó al rostro del mundo existiendo: la prueba de que llegó a esbozar una legitimidad nueva es que el régimen restablecido en junio nunca osó perseguir, para lograr la seguridad interior del Estado, a los responsables de acciones manifiestamente ilegales que le habían despojado parcialmente de su autoridad, o sea de sus edificios. Pero lo más evidente, para aquellos que conocen la historia de nuestro siglo, es esto: todo lo que los estalinianos hicieron por combatir sin descanso el movimiento demuestra que la revolución estaba allí”.

Joseph De Maistre, uno de los primeros pensadores reaccionarios conscientes, dijo en sus Consideraciones sobre Francia (1796) que “se acostumbra dar el nombre de contrarrevolución al movimiento, cualquiera que sea, que ha de dar muerte a la Revolución; y, puesto que este movimiento será contrario al otro, habrá que esperar consecuencias opuestas”. Él entendía que “el restablecimiento de la Monarquía, que llaman contrarrevolución, no será una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución”. Discrepando de esa definición, parece más certera una cita aparentemente falsa que con su curioso sentido del humor Louis Althusser atribuye a Maquiavelo y/o Mao: “no se ha insistido lo suficiente en que una contrarrevolución también es una revolución”.

En un sentido similar, Paolo Virno ha dicho que la contra-revolución “no debe entenderse solamente una represión violenta —aunque, ciertamente, la represión nunca falte. No se trata de una simple restauración del ancien régime, es decir del restablecimiento del orden social resquebrajado por conflictos y revueltas. La ‘contrarrevolución’ es, literalmente, una revolución a la inversa”, que “al igual que su opuesto simétrico, no deja nada intacto”  (1).  La contrarrevolución “construye activamente su peculiar ‘nuevo orden’. Forja mentalidades, actitudes culturales, gustos, usos y costumbres, en suma, un inédito common sense. Va a la raíz de las cosas y trabaja con método. Pero hay más: la ‘contrarrevolución’ se sirve de los mismos presupuestos y de las mismas tendencias —económicas, sociales y culturales— sobre las que podría acoplarse la ‘revolución’, ocupa y coloniza el territorio del adversario y da otras respuestas a las mismas preguntas” (Virno).

Cada revuelta o revolución produce su propia contrarrevolución, no necesariamente sangrienta, y en los momentos álgidos de la lucha de clases la revolución y la contrarrevolución se desarrollan contradictoria y simultáneamente, interactuando y modificándose una a otra. En su combate se entrelazan estrechamente, como Trengtreng FiluKaykay Filu, las serpientes mitológicas de tierra y agua de acuerdo a los mitos y leyendas de los mapuche y el archipiélago de Chilwe.

¿Cómo se expresó esta lucha en el 2019?

18 de octubre

Como ya dijimos, previo al 18 de octubre la revuelta se expresaba con cada vez más fuerza en las calles al menos desde el lunes 14. El viernes 18 ocurrió una poderosa insurrección, en toda la Región Metropolitana, que durante el fin de semana se extendió al resto del país. La violencia de esta irrupción reconstituyó al pueblo como sujeto colectivo, que de inmediato logró interrumpir el tiempo lineal de la dominación, y junto con alzarse contra el gobierno atacó todos los símbolos del poder económico, político y militar: bancos, farmacias, Isapres, AFPs, centros comerciales, recintos policiales. La revuelta era destituyente: las consignas que se gritaban en las calles eran por un lado la afirmación de la unidad y consciencia del pueblo (“El pueblo unido jamás será vencido”, “Chile despertó”) y una crítica radical contra el sistema político y social del capitalismo en su versión chilena o “neoliberal” (“No más abusos”, “No más AFP”, “No son 30 pesos, son 30 años”, “No era depresión, era capitalismo”).

No se vio en esos días iniciales de insurrección mucha preocupación por los temas institucionales/constituyentes, pues en ese instante de peligro parecía ser más central el hecho mismo de poder estar en la calle, en contra de los ejércitos de los dueños de Chile, lo cual planteaba una serie de tareas concretas y logísticas a un nivel nunca antes visto. De hecho, recuerdo haber visto el domingo 20 en las inmediaciones del Parque Bustamante un grafiti muy destacado que sencillamente decía: “ASAMBLEA CONSTITUYENTE: HERRAMIENTA DE LA BURGUESÍA”. Toda la razón.

Pero a mitad de semana, en la primera Asamblea Territorial que se llevó a cabo en la Villa Olímpica pude escuchar a conocidos militantes del principal partido de la izquierda autoritaria tradicional señalando que la revuelta había sido “un estallido de democracia” y había generado el escenario y el momento ideal para luchar por una Nueva Constitución. Ahí entendí por donde iba la apuesta del sector izquierdo del partido del orden.



25 de octubre

Y así llegamos al famoso viernes 25, con la concentración de más de un millón de personas en el centro de Santiago, y marchas y eventos simultáneos en todas las ciudades del país. En esas jornadas revolucionarias se pudieron ver hermosas marchas en que los habitantes de ciudades vecinas (Viña del Mar y Valparaíso, Coquimbo y La Serena) se encontraban entremedio de ellas y se abrazaban emocionados hasta las lágrimas. En la calle no se producían confrontaciones internas, más allá del intento inicial por evitar enfrentamientos con la policía a que se dedicaron algunos grupos de pacifistas, así que la impresión que quedaba era la de un enfrentamiento abierto entre la sociedad y el Estado. La revuelta era una fiesta, pero aún no se había carnavalizado ni monumentalizado, y de hecho el 25 de noviembre no hubo escenarios ni oradores ni artistas invitados.

La manifestación enorme, alegre y también combativa, mostraba por una parte el apoyo a todo el ciclo de protestas, a las evasiones en el metro y a la insurrección del viernes previo, además de la oposición frontal contra un gobierno inepto y represivo que en una semana ya tenía las manos bien manchadas de sangre.  

Pero al mismo tiempo el 25 de octubre dejó en claro el carácter inter o multiclasista de la movilización, además del inicio de un creciente protagonismo de la pequeña burguesía progresista, que ponía en primer plano la demanda constitucional y que, más que por sumarse a la insurrección, destacó por su tendencia a pacificar, ciudadanizar y darle un carácter “artístico-cultural” a la presencia en el espacio público, como si no fuera la insurrección misma la mayor obra de arte en que hayamos tenido ocasión de participar todos juntos. Por otra parte, es de destacar que la “clase obrera” en tanto representación colectiva y burocratizada (sindicatos, partidos) no tuvo prácticamente ningún protagonismo en todo este proceso. Lo cual no quita que miles sino millones de proletarios hayan participado en la revuelta, pero desde sus territorios, no en los lugares de trabajo. De hecho, pertenecían al proletariado y precariado urbano la gran mayoría de quienes perdieron la vida por la represión de la revuelta: Alex Nuñez, Romario Veloz, Kevin Gómez, Abel Acuña, Mauricio Fredes, Cristián Valdebenito…

Tras 10 días con presencia militar en las calles, que sólo en la Región de Coquimbo mató a dos personas en un día (Romario Veloz y Kevin Gómez, asesinados a tiros durante protestas y saqueos el 20 de octubre), el estado de excepción constitucional llegó a su fin, a pesar de que la protesta en las calles se mantuvo en alza al menos hasta mediados de noviembre. Se estaba en el punto exacto en que la revuelta se profundizaba o empezaba a retroceder. La burguesía estaba muda o delirante (la primera dama calificó el evento como una “invasión alienígena”, mientras el nefasto especialista en educación Mario Waissbluth veía por todas partes hordas de “anarco/narcos”). La policía estaba colapsada y acudía a la mutilación masiva y el trauma ocular como técnicas favoritas para el control del orden público (2). El gobierno estaba realmente a punto de caer: tuvo que sacrificar a algunos de sus ministros más odiados y cancelar las cumbres COP 25 y APEC que estaban agendadas para fin de año.

La revuelta avanzaba sin parar, “se dirigía hacia todos lados y en todas direcciones, se enfrentaba al orden imperante y a todo lo que representa alguna forma de opresión, mostrando claramente la heterogeneidad de sus participantes y de sus motivaciones” (3).

Entrados ya al penúltimo mes del año, todas las ciudades ardían en masivas protestas día y noche. Surgía la “primera línea” para asumir la necesidad de autodefensa frente al terrorismo policial. El pueblo anárquico desplegaba su creatividad por donde podía y surgían curiosos símbolos de la revuelta como el “Negro matapacos”, homenaje colectivo a un combativo quiltro que había acompañado a los revoltosos en las calles de Santiago por muchos años.

El hecho de que el “líder” de la revuelta operara sólo como un símbolo unificador, que por lo demás ya estaba físicamente muerto y era un animal no humano, dice bastante sobre la ausencia de “conducción” por parte de partidos o aparatos organizados. Esto le quedaba claro a un burócrata de la Fundación Jaime Guzmán cuando señalaba que “’Matapacos’ se ha convertido en un signo que refleja un lugar vacío. El vacío que declara es de autoridad y liderazgo, se deroga la conducción y los otros símbolos sobre los cuales hemos construido nuestra historia institucional (héroes, sistema político, valoraciones, etc.)” (4).

También un columnista de Bloomberg destacaba este factor, intentando sacar lecciones para América Latina: “En Chile, donde la política convencional carece de un partido o una personalidad para canalizar sus quejas, los manifestantes han recurrido al vandalismo autodestructivo. Es decir, mientras que los carismáticos populistas latinoamericanos tienden a poner nerviosos –con justa razón– a los líderes occidentales, Chile demuestra que pueden desempeñar una función vital" (5).

Además, en esas semanas de una euforia colectiva que se producía al reconstituirse la comunidad humana, la Historiografía oficial fue cuestionada derribando una gran cantidad de estatuas y monumentos a los dominadores coloniales y republicanos, civiles y militares.

 Estas acciones de “des-monumentalización” no son nuevas: en cada brote de revuelta y revolución social se han apreciado, desde 1789 a 1871, y después del estallido chileno y la revuelta norteamericana del 2020 ante el asesinato policial de George Floyd se esparcieron por varios países más, provocando incluso que gobiernos locales progresistas prefirieran retirar las estatuas más ofensivas de esclavistas y genocidas. 

El 29 de octubre en Temuco es derribado masivamente un busto de Pedro de Valdivia, para ser luego arrastrado con una cuerda y “empalado” a los pies de una estatua de Lautaro.  En La Serena el 20 de octubre fue derribado e incendiado un monumento a Francisco de Aguirre, cruel exterminador del pueblo diaguita, y en su reemplazo se instala a Milanka (mujer diaguita). El 4 de noviembre en Punta Arenas es derribado el monumento al exitoso emprendedor y exterminador de fueguinos José Menéndez, para ser depositado a los pies de la estatua del indio patagón en la Plaza de Armas y reemplazado por un homenaje al pueblo selk´nam (6).

La cresta de la ola del proceso vivido en la primavera del 2019 parece haberse producido entre el martes 12 y el viernes 15 de noviembre: lo que Vienet analizando el 68 llamó “el punto culminante”, justo antes de dar paso al “restablecimiento del Estado”. Muchos de los detalles de lo que pasó y se decidió en esos días no los vamos a conocer jamás.



12 de noviembre

Coincidiendo con el día de los enamorados, la historiadora de derechas Lucía Santa Cruz, consejera del Instituto Libertad y Desarrollo, compartió en El Mercurio una columna en que refería la existencia de un interesante “juego de historiadores” consistente en decidir qué acontecimientos del presente iban a ser vistos a futuro como grandes hitos o puntos de inflexión.

“¿Cuáles serán los eventos que marcarán la interpretación historiográfica de la crisis actual, esa que yo me resisto a llamar 'estallido social' y reconozco mejor en el concepto de insurrección?”, se preguntaba doña Lucía aplicando el ejercicio al presente.

Tras referir al ambiente previo que señala como de “legitimación de la violencia”,  y señalar que “los atentados terroristas al metro del 18 de octubre, y la marcha de protesta del 25, aparecerán como datos importantes" (7), la historiadora concluía que: “el evento más importante, más radical y sustantivo de la crisis, aunque indebidamente, ha pasado desapercibido y ocurrió el 12 de noviembre, el día más violento hasta hoy, cuando estuvimos al borde del abismo, hasta que el Presidente Piñera optó por intentar una salida pacífica, por medio de un acuerdo político”  (8).

Coincido con esta señora en que el 12 de noviembre fue el momento más intenso de toda la revuelta chilena.

El 18 de octubre ya había mostrado la fuerza de un cataclismo social, y sólo ocurrió en la Región Metropolitana. La huelga general del lunes 21 de octubre, en que los niveles de represión y la resistencia fueron tan impresionantes que dieron para hablar de “La Batalla de Santiago” (9): el mismo nombre que se le dio al 2 de abril de 1957. Para la huelga general convocada para el 12 de noviembre ya todo el pueblo insurrecto en todo el país tenía instintivamente claro qué hacer y en tres semanas había aprendido a coordinarse y usar las mejores tácticas, atreviéndose incluso a atacar no sólo comisarías sino que recintos militares. Los militares ya no estaban en la calle, y la policía había generado el más alto e intenso nivel de odio tras matar a palos y patadas a Alex Nuñez en la Estación Del Sol, y haber causado centenares de lesiones irreversibles, como el cegamiento de Gustavo Gatica el viernes previo. Superando con creces cuantitativa y cualitativamente la detonación inicial, creo que el estallido llegó en ese momento a su punto más alto. 

Durante el día se había anunciado una cadena nacional de Piñera para las nueve de la tarde. Tres semanas de intensa represión ya estaban generando un efecto en la psiquis colectiva: la reaparición del temor a un golpe de Estado. Este elemento es clave en la cultura popular y de izquierda en Chile, y fue clave a mi juicio en movilizar el voto “antifascista” contra Kast y darle finalmente el triunfo a Boric en diciembre de 2021. En noviembre del 2019 este temor colectivo funcionó como una especie de lastre en relación al empuje mostrado por la multitud, que ya había desafiado a las tanquetas permaneciendo en la calle “¡sin miedo!”.

El presidente Piñera demoró casi dos horas en salir a hablar desde La Moneda, y cuando finalmente lo hizo su alocución resultaba bastante poco comprensible. Tras hacer ver que la violencia había alcanzado un punto nunca antes visto, y reconocer que las dos policías (Carabineros e Investigaciones) estaban totalmente sobrepasadas…anunció que iban a llamar a los “reservistas” de ambas instituciones para colaborar con sus labores. Finalmente, señaló que “todas las fuerzas políticas, todas las organizaciones sociales, todas las chilenas y chilenos de buena voluntad tenemos que hoy día unirnos en torno a tres grandes, urgentes y necesarios acuerdos nacionales:

Primero, un acuerdo por la paz y contra la violencia que nos permita condenar en forma categórica y sin ninguna duda una violencia que nos ha causado tanto daño, y que también condene con la misma fuerza a todos quienes directa o indirectamente la impulsan, la avalan o la toleran.

Segundo, un acuerdo para la justicia, para poder impulsar todos juntos una robusta agenda social que nos permita avanzar rápidamente hacia un Chile más justo, un Chile con más equidad y con menos abusos, un Chile con mayor igualdad de oportunidades y con menos privilegios.

Y tercero, un acuerdo por una nueva constitución dentro del marco de nuestra institucionalidad democrática, pero con una clara y efectiva participación ciudadana, con un plebiscito ratificatorio para que los ciudadanos participen no solamente en la elaboración de esta nueva constitución, sino que también tengan la última palabra en su aprobación y en la construcción del nuevo pacto social que Chile necesita”.

Lo que en verdad se sabe de lo que ocurrió ese día en La Moneda es que se había decidido declarar otro estado de excepción y sacar nuevamente los militares a la calle.  Los ministros Blumel, Rubilar y Espina no estaban de acuerdo. A las 21 horas Piñera conversó telefónicamente con el general Martínez, comandante en jefe del Ejército. A nombre de los militares Martínez manifestó no estar disponibles para sacar las castañas del fuego sin garantías de que no serían perseguidos por eventuales violaciones de derechos humanos.  Como destacan Landaeta y Herrero: “los abogados del Ejército se habían dado cuenta de que, en medio del apuro y el caos de la noche del viernes 18 de octubre, los papeles legales dejaban como principal responsable de cualquier delito a los jefes de la Defensa Nacional y no al presidente de la república. Como no había memoria reciente de un procedimiento de esa naturaleza en Santiago desde septiembre de 1986 —después del fallido atentado a Pinochet—, la comandancia en jefe mandó a desempolvar los archivos de esa época. Y, en efecto, los documentos legales estipulaban que el responsable final de cualquier acto imputable durante el estado de emergencia era el presidente. En palabras simples, si se les pedía salir nuevamente a las calles, los documentos debían decir de manera clara que el responsable legal era Sebastián Piñera” (10) . Los abogados del gobierno respondieron que algo así resultaba imposible. De ahí habría surgido la disyuntiva: “¿sacamos de nuevo a los militares o entregamos la constitución?”

Luego de la conservación con Martínez el presidente reflexionó y finalmente se decidió.  En rigor, las opciones que tenía eran tres: sacar los militares a la calle, llegar a un acuerdo con la oposición, o renunciar. La primera fue descartada puesto que los militares no querían asumir ellos el costo de controlar el orden público, y la egolatría soberbia que caracterizaba al mandatario nunca le llevó a considerar en serio la tercera.  Gran parte de la derecha presionaba por la solución militar, pues como expresaba un asesor de confianza del presidente “Mira, si tienen que morir cincuenta, cien o doscientos sería terrible, pero si ese es el costo por pacificar el país, habrá que hacerlo. ¡Si esto no puede seguir así!” (11)

Mientras elaboraba el extraño discurso que pronunció esa noche, mandató al ministro Blumel (sucesor del caído Chadwick) a tomar contacto con los partidos de oposición. Al llegar el ministro a su casa, donde lo esperaban los senadores Harboe y Quintana (del Partido por la Democracia), les dijo: “Hoy para todos los efectos es 10 de septiembre de 1973 y de nosotros depende que mañana no sea 11 de septiembre” (12).

Entre el 13 y el 14 de noviembre sectores de izquierda llamaron a “evitar provocaciones”, dado que el 14 se cumplía un año desde el asesinato policial de Camilo Catrillanca en el Wallmapu.

El jueves 14 estaba anunciada una visita de diputados del Frente Amplio al profesor Roberto Campos, primer caso emblemático de prisión política, al ser encadenado por Ley de Seguridad del Estado al haber sido captado por cámaras pateando un torniquete el 18 de octubre. Ese mismo día se supo que el diputado Boric finalmente no iría a verlo en la Cárcel de Alta Seguridad, porque según declaró a 24 horas: “Yo no voy a asistir en este momento a una reunión de esas características porque estoy dedicado, a tiempo completo, a colaborar en encontrar acuerdos para el momento que estamos viviendo”. Además aprovechó de aclarar que “aplicarle la Ley de Seguridad Interior del Estado nos parece que es una medida desproporcionada, sin perjuicio del error que él ha cometido” (13).

El “error” era en realidad uno más de los millones de gestos individuales y colectivos que dieron origen a la revuelta. Como declaró luego Campos: “Sentía rabia por las injusticias sociales, porque ser profesor no es fácil (…) No tengo cubiertos mis derechos sociales básicos, la salud, por ejemplo. Y todo lo que ha sucedido a lo largo de la historia con los profesores, la deuda histórica, que posiblemente cuando jubile voy a ganar el sueldo mínimo y fueron todas esas injusticias que en ese momento me obnubilaron y le pegué al metro, le pegué al torniquete” (14). De haber un error en esta acción, seguramente fue el no haberse preocupado de ocultar su rostro, lo cual no sólo sirve para evadir la acción policial (pues hasta el Derecho Penal burgués reconoce el derecho a no auto incriminarse), sino que además porque -como dijo una vez el joven filósofo Antonio Negri- al ponerse la capucha uno se desindividualiza y pasa a fundirse con la comunidad humana proletaria.  

No necesitamos explayarnos acerca de la importancia de gestos como el de Boric para el espectáculo de la realpolitik. Lo que está claro es que para el entonces diputado la alternativa se planteaba en términos absolutos: o estaba con la revuelta visitando a sus presos, o con el Gobierno y el Congreso jugándoselas por salvar al Estado y evitar que el pueblo genere una ruptura institucional haciendo caer al presidente, lo que para todos los concertacionistas y frenteamplistas implicaba “dañar la democracia”. Nunca fue una opción para él vincular una cosa a otra, poniendo como un punto base de las negociaciones la libertad de los presos de la revuelta y la sanción de las graves violaciones de derechos humanos cometidas por agentes del Estado.

La elección de Boric no fue un “error” ni nada de eso sino una demostración más de que, tal como dijo Karl Marx, “para el Estado no existe más que una ley única e inviolable: la supervivencia del Estado”. El partido del orden contra el partido de la anarquía.



15 de noviembre: Acuerdo por la Paz Social. La canalización institucional de la revuelta y el restablecimiento del Estado

“El descontento social que se expresó durante los últimos meses sigue presente, no se puede esconder debajo de la alfombra, y tenemos que canalizarlo institucionalmente” (diputado Gabriel Boric, 2020).

En este punto es que parece claro en retrospectiva que mientras el sector más conservador del partido del orden clamaba por sacar una vez más pero ahora sí en serio a los militares a la calle en una especie de autogolpe defensivo, fue una vez más la versión actual de la socialdemocracia progresista la que movió todos los hilos necesarios para rearticular al mando político del Estado y propiciar una auténtica salida contrarrevolucionaria que, sin romper con las reglas de la democracia formal, lograra desviar la potencia de la revuelta hacia los cauces institucionales, apagándola lenta pero inexorablemente mientras se regresaba a una “nueva normalidad” que cuatro meses después implicaba nuevos estados de excepción constitucional e intensas medidas restrictivas de derechos a causa de la pandemia de coronavirus.

Varios detalles de lo que pasó entre el 13 y el 15 de noviembre fueron señalados dos años después en un reportaje de The Clinic titulado “’De acá no se mueve nadie hasta que lleguemos a acuerdo’: 14 protagonistas del 15N revelan episodios de ese día histórico” (15). Significativo resulta lo que dice Jaime Quintana (PPD, en ese entonces presidente del Senado): “Así como se había producido el momento de la sociedad el 25 de octubre, con la marcha más grande que nadie podía sacar de su retina y su mente, éste fue el momento de la política. Algunos críticos dicen: ‘esto debió haber sido en la calle, en una asamblea’… ¡Por favor! La política fue un instrumento que, en ese momento, funcionó bien”. Nótese que Quintana omite referir el 18 de octubre: el “momento insurreccional” que accionó el “momento social”.

Mario Desbordes (ex carabinero y presidente de Renovación nacional en ese momento) lo plantea así: “Fue un día bisagra para el chileno, donde pudieron haber caído todas las instituciones y haber tenido una anarquía o una guerra civil, y lo que se logró fue encausar esto por una vía democrática”.

El senador Alfonso de Urresti (PS) señala entre las cosas anecdóticas de esa jornada “la solicitud de cambio de nombre, de Asamblea Constituyente a Convención Constitucional, que planteaba la derecha porque claramente era una derrota completa para ellos y al menos querían salvar el nombre”.

Tal vez lo más revelador son los recuerdos del senador Harboe (luego elegido convencional constituyente): “un momento inolvidable fue cuando se bajó Convergencia Social, después de que Gabriel Boric estuvo todo el día negociando. Entonces él dijo ‘estoy en dudas de qué hacer’ y yo tuve una conversación larga y franca con él. Y él tomó la decisión valiente y responsable de perseverar en el acuerdo a pesar de que su partido se había bajado y eso era muy importante para que el acuerdo no se viera como de la Concertación. Eso me emocionó mucho”.

Con justa razón: sin Boric el acuerdo al que llamó el gobierno de Piñera no habría funcionado como factor clave para desmovilizar a las masas que hasta ese día tenían el país paralizado y alzado. Lo cierto es que Boric fue el único que firmó el Acuerdo Nacional a título personal. El Partido Comunista de Chile no se decidía, pero ahí estaba, y aunque finalmente no firmaron, de todos modos Quintana recuerda que en el edificio del Congreso en Santiago “estaban los principales actores sociales del momento, léase Bárbara Figueroa de la CUT, el Presidente del Colegio de Profesores, el de No más AFP, varios otros dirigentes”. Es decir, tal como en 1968, el estalinismo político y social estaba ahí en pleno, pues como dijo Debord en 1979, “la cabra siempre tira para el monte y un estalinista se encontrará siempre en su elemento en donde sea que se respira un olor a crimen oculto de Estado” (16).

No vale la pena explayarse mucho sobre lo que ocurrió posteriormente con el plebiscito de entrada y el proceso constituyente, pues eso sí ha estado en la tribuna noticiosa al punto que se ha ido olvidando el origen de este itinerario de posible transformación institucional.

Las manifestaciones siguieron luego del anuncio del acuerdo que se produjo casi a las 3 de la madrugada. Ese mismo viernes la represión intensa mediante perdigones y lacrimógenas causó la muerte por infarto cardíaco de Abel Acuña, uno de los miles que estaban en la Plaza Dignidad manteniendo viva la protesta a pesar de las negociaciones.

Pero poco a poco, entre el verano, la pandemia y las elecciones, la revuelta fue agotándose y se mantuvo sólo esporádicamente en las protestas del hambre y por ayudas económicas durante el encierro pandémico, y cada viernes en la Plaza Dignidad, exigiendo la libertad de los presos de la revuelta.

Tras triunfar por casi un 80% la opción Apruebo en el plebiscito de entrada, rechazando por la misma diferencia la posibilidad de una “Convención Mixta” entre delegados elegidos directamente y representantes del Congreso, las posteriores elecciones de delegados para Convención Constitucional dejaron a la derecha con menos de 1/3, con lo cual se le complicaba al menos formalmente su labor de defensa del orden previo, puesto que parte del acuerdo del 15-N consistió en establecer un quórum de 2/3 para modificar las regulaciones constitucionales actuales. No deja de ser tragicómico que un año después de la instalación de la Convención, antes de poner fin a su misión y plebiscitar su propuesta de Nueva Constitución, ya quedó establecido un mecanismo inédito mediante el cual es el Congreso quien tendrá a su cargo implementarla en caso de que sea aprobada, con un quorum de 4/7 para modificar su contenido, con lo cual -en palabras de un connotado experto- “sigue dejando a los partidos herederos de la dictadura con la llave de cualquier cambio constitucional” (17). Es el mismo Congreso que un 80% de los electores en octubre del 2020 exigió que no metiera sus manos en la Nueva Constitución. El mismo Congreso que ha seguido gobernando desde octubre del 2019 hasta ahora en base a estados de excepción, que en febrero del 2020 aprobó la “Ley antibarricadas” (algo que ni la dictadura hizo) y el mismo Congreso que nunca aprobó el proyecto de indulto general para los presos del estallido presentado por algunos senadores en diciembre de 2020.

En un texto en que analizaba esa propuesta legal me referí a la declaración aprobada por la Convención Constitucional en su tercera sesión, donde señalaba que “la violencia que acompañó los hechos de Octubre fue consecuencia de que los poderes constituidos fueron incapaces de abrirnos una oportunidad para crear una Nueva Constitución y hoy que estamos comenzando el trabajo de la Convención deben hacerse cargo de aquello” (18). Si con ese acto inaugural la amplia mayoría de los constituyentes estaban evitando ser parte del “espectáculo penoso” que hace un siglo Benjamin denunciaba en “los parlamentos” que “no guardan en su conciencia las fuerzas revolucionarias a las que deben su existencia” (19), hay que destacar que pocas semanas después varios de los firmantes -así como los nuevos gobernantes asumidos en marzo del 2022- negaban la existencia de presos políticos  e invitaban a tratar las protestas de los viernes como una mera cuestión de orden público.

La socialdemocracia en su versión actual (cuyas expresiones abarcan desde el estalinismo renovado del PC, al neoliberalismo progresista del PS y la generación de recambio neo concertacionista identitaria, paritaria y “decolonial” expresada en el Frente Amplio) logró canalizar exitosamente una insurrección de una magnitud y forma inusitada, evitando que el momento negativo de la revuelta se expresara en una verdadera revolución política. Para ello se necesitaba derrocar el antiguo régimen, y a partir de ahí reconstruir las relaciones sociales e inventar otra forma de convivencia colectiva entre los pueblos. No llegamos a ese momento porque la energía fue desviada en el momento justo, y el pueblo anárquico que hizo la revuelta fue disuelto y la colectividad fue atomizada nuevamente en un gran conjunto de estadísticas y electores individuales: el pueblo que en pocas horas hizo lo que por décadas parecía imposible ha quedado degradado por el “boricismo” a algo así como un club de fans.

Finalmente, antes de que se cumplen tres años del gran acontecimiento, el borrador de Nueva Constitución entregado a las autoridades y la ciudadanía el 4 de julio de 2022 ya logró la proeza de eliminar de su texto toda referencia al “estallido social”. Frente a la magnitud y clarividencia de esta jugada maestra de la burguesía chilena, el que finalmente gane el apruebo o el rechazo en el plebiscito de salida son variaciones menores respecto al resultado general asegurado: el restablecimiento de la esencia del amor al orden propio del partido portaliano, caracterizado desde los inicios de la República de Chile por “la idea de que los pueblos no tienen capacidad alguna de gobernarse, de plantear sus leyes porque, según esta mirada, carecerían de cualquier virtud cívica” (20). 

En gran medida lo que ocurrió a partir del 15-N hasta hoy fue la crónica de un desangramiento anunciado, pues al parecer la convocatoria a procesos constituyentes es a estas alturas una ya clásica maniobra de la clase dominante en el momento en que estalla una revolución negativa (la revuelta) y necesita evitar que se transforme en revolución positiva (la reconfiguración de un nuevo orden). Por eso es que, en nuestra época -como ha dicho el Comité Invisible- las insurrecciones finalmente llegaron, pero se estrangulan en la fase del motín.


NOTAS al pie:

[1] Paolo Virno, “Do you remember counter-revolution?” Apéndice a Virtuosismo y revolución, Madrid, Traficantes de Sueños, 2003.

[2] No me he topado con muchos análisis sobre esta modalidad específica que adoptó la represión en ese momento. Yo mismo redacté el texto “Violencia sexual y mutilación masiva como política represiva” (El Desconcierto, 29 de noviembre de 2019. Incluido en Julio Cortés Morales, La violencia venga de donde venga. Escritos e intervenciones de antes y durante la revolución de octubre, Vamos hacia la vida, 2020), y también existe el texto de Cristóbal Durán y Silvana Vetö titulado “La ‘rostridad’ en el estallido social chileno de 2019: acerca de la estrategia político-policial de mutilación ocular”, en Logos: Revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, 31(1), 2021, págs. 202-217.

[3] Equipo de Investigaciones de editorial Tempestades, Preámbulo a Rabia dulce de furiosos corazones. Símbolos, íconos, rayados y otros elementos de la revuelta chilena (2020).

[4] Claudio Arqueros, “Matapacos”, El Líbero, 30 de enero de 2020. Incluido en: La insurrección chilena desde la mirada de la Fundación Jaime Guzmán (2020), pág. 32.

[6] Los actos de desmonumentalización popular ocurridos desde fines del año pasado han sido documentados en una publicación irregular llamada “La Descolonizadora” (Año 0, Día 90), en cuya presentación se dice que “desmonumentalizar es una de las múltiples expresiones del movimiento social que remeció los órdenes establecidos de forma salvaje a partir de la evasión liceana”. En esos actos “fueron derrumbados podios del conquistador español, como también, de agentes del estado chileno en el siglo XIX. Porque la arremetida colonizadora no solo provino desde el imperio, sino que también adquirió su forma en la república, desde la cual se invadió, se exterminó y fueron usurpados los pueblos en nombre de la patria”. En su momento realicé un resumen de acciones de este tipo, desde antes y hasta después de la revuelta chilena, disponible en:  http://carcaj.cl/desmonumentalizacion-popular-algunos-episodios/

[7] En que “lo nuevo, lo radical, lo distinto, no fue la movilización social, que ya tenía antecedentes anteriores semejantes, aunque menos masivos, sino que el uso de una violencia altamente sofisticada, coordinada, organizada y simultánea en los ataques”, y el que “detrás de estos movimientos radicalizados no había meramente reivindicaciones sociales, sino un claro objetivo político, que no era otro que la destitución del Presidente de la República” (el subrayado es mío).

[8] Lucía Santa Cruz, 12 de noviembre de 2019. El Mercurio, 14 de febrero de 2020. En: https://lyd.org/opinion/2020/02/12-de-noviembre-de-2019/

[9] El relato, incluido en este Reporte, fue editado en Argentina en una “re-versión gráfica” del ilustrador Gustako Cornejo bajo el título de Evade (Tren en movimiento, 2021). Disponible en: https://issuu.com/gustaffgustaco/docs/evadesubidaonline

[10] Es lo que señalan Laura Landaeta y Víctor Herrero en el capítulo pertinente de su libro “La revuelta” (Planeta, 2021). En: https://interferencia.cl/articulos/segundo-adelanto-del-libro-la-revuelta-capitulo-la-noche-de-los-fusiles-y-los-lapices

[11] Conversación de un asesor no identificado con uno de los autores de “La revuelta” (2021).

[14] Referido por Ignacio Abarca Lizana, “De cuando el pueblo chileno decidió levantarse: pasajes de luchas de clases y sociales”, Introducción a: Varios Autores, Contribuciones en torno a la revuelta popular (Chile 2019-2020), compilado por Ignacio Abarca, Kurü Trewa, 2020, pág. 15.

[15] https://www.theclinic.cl/2021/11/15/a-dos-anos-del-15n-que-recuerdan-14-protagonistas-del-acuerdo-que-cambio-el-rumbo-del-pais/ Estas declaraciones íntimas sirven para complementar la sección “A confesión de parte, relevo de pruebas” dentro del número especial de octubre 2020 del boletín Ya no hay vuelta atrás, titulado La democracia es el orden del capital. Apuntes contra la trampa constituyente, págs. 70-71.

[16] Prólogo a la cuarta edición italiana de La sociedad del espectáculo. Hablando de la participación de los estalinistas en el estallido chileno, una vocera de este sector se destacó afirmando en un encuentro en Venezuela: “No es real lo que quieren decir los medios de comunicación hegemónicos de que no estamos organizados o que esto es una manifestación espontánea, eso no es verdad, sí estamos organizados. Somos más de 100 movimientos sociales articulados en la Mesa de Unidad Social que tienen dirigentes con los cuales el tirano Piñera no quiere dialogar”. En: https://www.eldesconcierto.cl/2019/12/04/redes-quien-es-y-los-cuestionamientos-a-florencia-lagos-que-la-convirtieron-en-tendencia/.

[18] La declaración fechada el 8 de julio de 2021 demanda dar suma urgencia al Proyecto de Ley sobre indulto general, además de otras medidas sobre reparación integral a las víctimas de la represión, el retiro de las querellas por Ley de Seguridad del Estado, desmilitarización del Wallmapu e indulto a los presos políticos mapuche a contar el año 2001. Citada por Julio Cortés Morales, “Rebelión y castigo. Consideraciones acerca de la criminalización del ‘estallido social’ y el proyecto de indulto general a los ‘presos de la revuelta’”. Anuario de Derecho Público, Universidad Diego Portales, 2021. En: https://derecho.udp.cl/cms/wp-content/uploads/2022/03/Anuario-Derecho-Publico-2021.pdf

[19] Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia, en: Estética y política. Buenos Aires, Las cuarenta, 2009, p. 47.

[20] Rodrigo Karmy, “¿Por qué no leen?”, La voz de los que sobran, 15 de junio de 2022. En: https://lavozdelosquesobran.cl/opinion/por-que-no-leen/15062022

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