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lunes, febrero 13, 2023

El capitalismo hoy (y antes también), según Nancy Fraser 

 


La siguiente «reseña»/resumen del libro de Nancy Fraser Cannibal Capitalism. How Our System Is Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It (Verso, Londres y Nueva York, 2022, 190 págs.) hecha por Fernando Lizárraga fue publicada por lxs compañerxs de Kalewche y me pareció lo suficientemente interesante para reproducirla íntegramente acá. Sólo los destacados en negrita han sido agregados para reforzar ciertos puntos que nos parecen clave. La lectura atenta toma un cierto lapso de tiempo, que se acompaña bien escuchando “Unit Structures” de la Cecil Taylor Unit (1966).

El capitalismo es un sistema social caníbal. Devora ritualmente sus propias fuentes de sustento, se alimenta de seres y recursos que están en su periferia (como un agujero negro canibaliza a otros cuerpos celestes) y se come a sí mismo como el Uróboro. Con estas imágenes, Nancy Fraser inicia su nuevo libro: Capitalismo caníbal. Cómo nuestro sistema está devorando la democracia, el cuidado y el planeta –y qué podemos hacer al respecto. A lo largo de seis capítulos, Fraser ofrece una renovada visión panorámica del capitalismo, sobre coordenadas estructurales e históricas. Se trata de una mirada muy amplia y general –pero no caprichosa–, la cual es, vale decirlo, muy bienvenida. Sucede que el culto a lo micro (síntoma y peste de la posmodernidad) hace que se mire con sospecha cualquier intento de gran relato. Y Fraser se atreve a brindar precisamente eso: un gran relato con una nueva gran concepción, tanto del capitalismo (capítulos 2-5) como de un nuevo socialismo (capítulo 6). Suficiente entonces para quienes protesten que Fraser no repara en tal o cual detalle, en tal o cual dato, en tal o cual sutileza, en tal o cual frase tachada en una carta perdida que Marx le envió a su yerno. Y basta ya, también, de cosas como: “Representaciones de la lucha de clases en contexto de pandemia en el barrio que está al otro lado de la vía en la localidad de Sauce Quemado, entre el 1 y el 5 de diciembre de 2020. Una aproximación exploratoria, tentativa y preliminar”. Lo que sigue es, más bien, un apretado resumen del libro y no una reseña crítica en sentido estricto (quiero evitarme, también, la insufrible crítica de la crítica crítica).

Al concebir al capitalismo como un sistema omnívoro (capítulo 1), Fraser afirma que hace falta ampliar la concepción tradicional, predominantemente marxista, del capitalismo. Dirigiéndose a los “ancianos” (elders) del marxismo, les reprocha no haber incorporado suficientemente los reclamos raciales, ecológicos, feministas, poscoloniales, etcétera, por lo cual no pudieron captar la dimensión cabal de la crisis de nuestra época. Es la conocida acusación al economicismo que se concentra demasiado en el punto de la producción. Al mirar aquello que está detrás de Marx, Fraser observa que el capitalismo no es un sistema económico sino mucho más: un “orden social institucionalizado”. En la teoría marxista ortodoxa, dice Fraser, el capitalismo se define por la propiedad privada de los medios de producción, la existencia de un mercado laboral “libre” en un doble sentido (no esclavizado y sin medios de producción propios), la auto-expansión del valor y el predominio del mecanismo de mercado. Todo esto es lo que Marx se jactaba de haber revelado tras penetrar en la “oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: ‘Prohibida la entrada salvo por negocios’”. Fraser quiere ir más allá de esa sede oculta, curiosear en lo que hay detrás y revelar que allí están las “condiciones de trasfondo” sobre las que se erigen los elementos centrales del capitalismo.

Para empezar, hay que determinar de dónde viene el capital; y aquí, siguiendo a David Harvey, Fraser afirma que la acumulación primitiva es un proceso que aún continúa. Así, marca un contraste clave entre la explotación y la expropiación; la primera es el relato visible, la segunda es la historia invisible. Hay aquí un primer cambio epistémico. El secreto dentro del secreto es que “detrás de la coerción sublimada del trabajo asalariado, reside la violencia del robo directo” (p. 8). Marx describió el proceso de expropiación, pero no lo teorizó suficientemente como condición permanente de la explotación. Para Fraser, este es el punto nodal: oculto tras lo oculto está la continua expropiación, como precondición de la explotación. La explotación, que se hace bajo la apariencia del contrato, es posible gracias a la confiscación que opera sobre otros. Escribe Fraser: “[l]os trabajadores doblemente libres transforman las saqueadas ‘materias primas’ con máquinas que son impulsadas por fuentes de energía confiscadas. Sus salarios se mantienen bajos gracias a la disponibilidad de alimento producido por trabajadores rurales endeudados, en tierras que han sido robadas, y de bienes de consumo producidos en los sweatshops por ‘otros’ no-libres y dependientes, cuyos costos de reproducción no están totalmente recompensados. La expropiación, entonces, subyace a la explotación y la vuelve rentable. Lejos de estar confinada a los inicios del sistema, es un elemento intrínseco de la sociedad capitalista, tan constitutivo y estructuralmente afincado como la explotación” (p. 15).

Esta diferenciación entre las dos «equis» (explotación y expropiación), insiste Fraser, supone una diferenciación clave en la composición de la estructura y la dinámica de clases. Por un lado, están los trabajadores explotables y, por otro, los expropiables. Los primeros gozan de derechos ciudadanos, cierta protección estatal y disponen de su fuerza de trabajo; los “otros” expropiables, en cambio, no tienen defensa y pueden ser violentados sin miramientos. Aunque son todos integrantes de las clases productoras, existen “dos categorías de persona”: los que simplemente pueden ser explotados y otros que están destinados a la expropiación. Esta, dice Fraser, es otra línea de fractura institucionalizada en el capitalismo actual, “estructuralmente enclavada como aquellas [que existen] entre producción y reproducción, sociedad y naturaleza, y cuerpo político y economía” (p. 16). Más aún, para la autora, la dupla ex–ex corresponde casi exactamente a la “línea de color global”, en cuyo Sur conceptual están las poblaciones racializadas, quienes sufren las mayores opresiones, desposesiones, genocidios y otras injusticias estructurales del imperialismo (además de sobrellevar el peso mayor de la huella ecológica del sistema).

El segundo desplazamiento epistémico va desde la producción social a la reproducción social. Esta última es, nuevamente, condición de trasfondo de la primera: incluye esencialmente el trabajo reproductivo, la interacción que produce personas y lazos sociales, y las tareas de cuidado en general. Esta oculta sede detrás de la oculta sede es precondición del capitalismo; se despliega fuera del mercado laboral, pero es necesaria para su existencia. La reproducción social, en suma, es indispensable para la producción de mercancías. Esta división está profundamente engenerizada en perjuicio de las mujeres y no es una constante histórica, sino resultado de la propia dinámica del sistema. El capitalismo caníbal, alega Fraser, no hace otra cosa que devorar las propias fuentes de la reproducción social, sin reposición, cancelando así sus propias condiciones de reproducción.

La misma lógica se aplica, en tercer lugar, a la relación con la naturaleza, la cual es canibalizada como precondición para la dinámica de producción capitalista. La naturaleza –que Fraser define en tres acepciones en el capítulo 4– es concebida como una fuente inagotable de recursos “gratuitos”, capaz de renovarse permanentemente. Marx oportunamente habló de la fractura metabólica, recuerda Fraser –quien sigue la obra ecosocialista de John Bellamy Foster y Michael Löwy, entre otros– y denunció la ineficacia y la depredación en las prácticas agrícolas. Pero la ruptura se ha hecho más aguda y los cercamientos no cesaron, puesto que el capitalismo sigue adueñándose y transformando la naturaleza, ya no con muros sino con patentes de propiedad intelectual. La crisis ecológica que este derrotero ha generado es evidente y atraviesa los diversos regímenes de acumulación capitalista en el tiempo. Por último, en el ámbito político, el capitalismo caníbal también se engulle las normas e instituciones que ha creado para su propia reproducción. La división entre el poder económico y el poder político es cada vez mayor, no solo a nivel doméstico sino –y sobre todo– a nivel internacional, de modo que la gobernanza global en manos de las grandes corporaciones mina las propias condiciones de reproducción del capital. Y esto ilumina, enfatiza Fraser, el hecho de que el ámbito político también es una de las condiciones de trasfondo sobre las que se erige la posibilidad del capitalismo.

Para Fraser, todas estas condiciones de trasfondo son “no-económicas” y es preciso situarlas en el centro de una concepción socialista, a la par de la explotación; en otras palabras, hay que resituar la narrativa marxiana sobre la explotación junto a estas cuatro narrativas de trasfondo (expropiación, reproducción social, ecología y poder político), con lo cual también pueden articularse de un modo más claro las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, ecológicas, antiimperialistas y antirracistas. El punto, dice Fraser, consiste en comprender que el capitalismo no es simplemente un sistema económicosino un tipo de sociedad; en rigor, la dimensión económica y mercantilizada es sólo una parte, ya que la sociedad como totalidad “depende para su existencia de zonas de no-mercantilización, que el capital canibaliza sistemáticamente” (p. 18). En suma, el capitalismo es un “orden social institucionalizado” definido por un conjunto de separaciones interrelacionadas (explotación-expropiación; producción-reproducción; economía-política; mundo humano-naturaleza).

En función de estos dominios, cada cual con su propia normatividad, también cambian la dinámica y la forma de la conflictividad. A través de su historia, en el capitalismo se han librado siempre “luchas de frontera” (boundary struggles), es decir, en torno a las delimitaciones de los dominios mencionados. Pero estas zonas no-económicas, afirma Fraser, no tienen un mero rol funcionalista, en el sentido de posibilitar la expansión constante del dominio económico y su forma específica de lucha de clases entre el capital y el trabajo; son dominios interrelacionados y que a la vez tienen sus propias ontologías de práctica social e ideas normativas. Y estas normatividades complejas, que son propias del capitalismo, constituyen zonas de disputa y no siempre con ideas anticapitalistas, advierte Fraser, ya que no son exteriores al sistema (22-23). El capitalismo como sociedad tiene una tendencia constitutiva a la propia desestabilización, esto es, a la crisis permanente y a comerse la cola, como el Uróboro.

Tenemos entonces, según Fraser, cuatro contradicciones en el capitalismo: la ecológica, la social, la política y la racial/imperial, cada una como origen de algún tipo especial de crisis, cada una vinculada inextricablemente una contradicción estructural entre la economía y las condiciones de posibilidad del sistema. Nuevamente, recalca Fraser, el sitio del conflicto es la frontera entre los distintos dominios, esto es, entre producción y reproducción, economía y política, humanidad y naturaleza, explotación y expropiación. Las luchas de frontera se dan, a diferencia de la clásica lucha de clases, sobre el punto de separación de las zonas no-económicas respecto de la economía. La lucha anticapitalista, enfatiza Fraser, “es mucho más amplia de lo que los marxistas han supuesto habitualmente” (p. 25).

Tras esta presentación general, Fraser analiza con mayor detalle cada una de las formas de canibalización, desde un eje estructural y un eje histórico, y a partir de una periodización del capitalismo que distingue cuatro etapas, a saber: capitalismo mercantil, capitalismo liberal-colonial, capitalismo administrado por el Estado, y capitalismo neoliberal globalizado o financiero. Como veremos, cada una de las contradicciones de trasfondo adquiere una forma específica en cada fase del capitalismo.

En el capítulo 2, Fraser define al capitalismo como un glotón que se regodea en el castigo sobre los pueblos racializados y, por ello, afirma que es un sistema estructuralmente racista. Fraser no ignora la gran tradición de marxismo negro, desde W. E. B. Du Bois hasta Angela Davis o Cornel West, pero el terreno parece dominado por la ya prolongada moda postestructuralista. Frente a la pregunta de si el capitalismo es necesariamente racista, la repuesta de Fraser es que existen bases estructurales para que así sea y que esto también ha variado a lo largo de la historia. La base estructural es la combinación de explotación y expropiación. El marxismo clásico vio con claridad el mecanismo estructural de la explotación y de la dominación, pero no hizo lo mismo con la opresión racial y su combinación con los anteriores, alega Fraser. Para la autora, Marx no le dio suficiente importancia al rol del trabajo no asalariado, no-libre, y dependiente, como tampoco a las configuraciones políticas que concedían ciudadanía y derechos a los asalariados, pero no hacía lo propio con otros agentes a los que les asignaba menor jerarquía. El trabajo dependiente y la sujeción política, entonces, definen la situación de expropiación. Y esta última está inextricablemente unida al racismo.

La expropiación, como confiscación de capacidades y recursos –especialmente en la periferia, pero también en las periferias internas de los núcleos capitalistas–, puede abarcar muchos activos: trabajo, tierra, energía, seres humanos con sus órganos y capacidades reproductivas, etcétera. La lógica de la expropiación es que baja los costos y aumenta las ganancias de la explotación, al obtener recursos baratos y brindar medios de subsistencia a bajo costo. Al confiscar a los sujetos dependientes puede explotar mejor a los trabajadores doblemente libres. “Detrás de Mánchester está Mississippi”, sentencia Fraser. En este punto, la política y la economía se entrecruzan para delimitar la línea de color, ya que son los estados mismos los que confieren ciertos derechos a los trabajadores libres y los niegan a los sujetos dependientes de las periferias. El sistema internacional de estados, obviamente, hace su trabajo. Y así, el núcleo en la geografía imperialista está ocupado por los trabajadores mayoritariamente blancos mientras que la periferia es el mundo racializado de no-ciudadanos, de sujetos dependientes. Fraser señala que esta situación también refleja dinámicas de lucha diferentes, ya que en el núcleo los antiguos campesinos y artesanos “se convirtieron en ciudadanos-trabajadores explotables a través de procesos históricos de compromiso de clase, que canalizaron sus luchas por la emancipación hacia sendas convergentes con los intereses del capital” (pp. 38-39). Los expropiados, en cambio, no llegaron a tal compromiso y fueron aplastados sin compasión. Esta separación contribuyó a que “la marca de la ‘raza’ [se convirtiera en un] signo de violabilidad” (p. 40).

En este tramo del capítulo 2, Fraser comienza a situar las contradicciones de trasfondo (explotación-expropiación, en este caso) dentro de los cuatro regímenes históricos de acumulación. En tiempos del capitalismo mercantil –entre los siglos XVI y XVIII–, explica la autora, se produce la expropiación que corresponde a lo que Marx llamó acumulación primitiva, esto es, la expropiación violenta de “cuerpos, trabajo, tierra y riqueza mineral” tanto en Europa como en América y África. En esta etapa, casi todos los trabajadores son dependientes; aún no ha surgido masivamente el trabajador doblemente libre. En la era de capitalismo liberal-colonial, las dos «equis» (expropiación y explotación) se vuelven más distinguibles, con la gran industria, la consolidación del proletariado industrial en el núcleo y la profundización de la opresión, expropiación y racialización de la periferia. El mundo queda claramente dividido entre los sujetos dependientes racializados de la periferia y el trabajador “blanco” explotable del núcleo. En la era del capitalismo administrado por el Estado, la combinación de las dos «equis» se torna más profunda, especialmente con el sistema de pago diferencial a favor de los blancos, es decir, con una escala salarial dual. En el núcleo, emerge el grupo que es simplemente explotado, ya que no es expropiado (excepto quizá en parte de las tareas de cuidado), mientras que la población racializada sigue siendo expropiada y explotada. En la periferia, los estados poscoloniales mantienen –con algunas excepciones– los procesos de expropiación pura. Lo novedoso, dice Fraser, es el surgimiento de casos híbridos de explotación y expropiación, que preanuncian lo que vendrá en la siguiente etapa del capitalismo.

En efecto, en el actual régimen de capitalismo financiero (o financierizado, para ser literales), se expande el híbrido expropiación/explotación y hay un cambio geográfico y demográfico de estos fenómenos. La herramienta predilecta del nuevo sistema es la deuda o el endeudamiento, de estados, comunidades y personas. En la periferia, las poblaciones son expropiadas por nuevas deudas y apropiaciones forzosas; en el centro, por la precarización del empleo que desprotege nuevamente las tareas de cuidado, volcándolas otra vez sobre las familias, las comunidades y, especialmente, las mujeres. Hay, dice Fraser, un “nueva lógica de subjetivación política” y, en consecuencia, emerge “una nueva figura, formalmente libre, pero agudamente vulnerable: el trabajador-ciudadano-expropiado-y-explotado” (p. 49), que ya no está relegado a la periferia, sino que es norma (racializada) en el régimen de acumulación financiera. Y si bien el borramiento de la distinción expropiación-explotación pareciera brindar las condiciones para poner fin al racismo, la concomitante inseguridad existencial masiva es pasto para la ansiedad y la paranoia que –alentadas de diversas maneras– exacerban el racismo. Frente a esto, cobra mayor relieve la disociación en las luchas sociales. Para Fraser, “aquello que se entendía como lucha de clases era demasiado fácilmente desconectado de las luchas contra el esclavismo, el imperialismo y el racismo, cuando no dirigido directamente contra ellas” (pp. 49-50); y lo mismo ocurría con las luchas antirracistas, que a menudo despreciaban las alianzas con las luchas laborales. La propuesta de Fraser, va de suyo, es unificar las luchas de frontera en su totalidad, de manera que haya alianzas que se opongan frontalmente al capitalismo en todos sus planos.

El capítulo 3 se centra en el capitalismo como “tragador del cuidado” e inspecciona “por qué la reproducción social es un enclave principal de la crisis capitalista”. El punto central aquí es que el capitalismo se devora las actividades de cuidado –que mantienen familias, comunidades, sostienen amistades, generan solidaridades, etc.– cuyo fin último es reponer individuos de la especie, ahora y en las futuras generaciones. El sistema capitalista se come las energías destinadas precisamente a reemplazar los individuos que el mismo sistema consume. Y este es un tema relativamente nuevo, eclipsado por el interés predominante en aspectos económicos y ecológicos, dice Fraser. Hay un colapso del cuidado (care crunch) debido a otra contradicción fundamental del capitalismo: la reproducción social es una condición de trasfondo necesaria para la acumulación, pero el sistema sólo se ocupa de consumirla y generar repetidas crisis de cuidado. Aquí se expresa, una vez más, la tendencia inherente del capitalismo a canibalizar las zonas más allá de lo económico, las zonas no-económicas o no monetizadas que son condiciones de trasfondo para su existencia. El capitalismo saca ventaja indebida de esas zonas, generando crisis tras crisis. Como las tareas de cuidado han recaído históricamente sobre las mujeres, Fraser advierte sobre la “nube de sentimientos” con que se ha revestido esta tarea y las diversas invenciones de la femineidad que la acompañaron. En general, se trata de un problema alojado en la frontera entre la lógica de la producción y la reproducción.

Al historizar esta contradicción, Fraser encuentra que, en el capitalismo mercantil, la reproducción social en la zona núcleo estaba en manos de los mismos agentes que en la sociedad feudal: las aldeas, los hogares y las redes familiares extensas, pero la conquista en la periferia efectivamente destrozó estos lazos reproductivos (con sus correspondientes y tempanas resistencias). Durante el capitalismo liberal-colonial, mujeres y niños fueron arrastrados al trabajo industrial, con la consecuente crisis de reposición de mano de obra y el escándalo moral de las clases medias en torno a la disolución de las familias obreras y la desexualización de las mujeres proletarias. Fraser subraya que Marx y Engels se equivocaron al pensar que era el final de la familia trabajadora y el comienzo de la libertad de las mujeres: en rigor, fue al revés, ya que el sistema encontró formas de reconfigurar la familia y la dominación masculina. En el núcleo europeo surgieron, entonces, mecanismos de protección de mujeres y niños, que sirvieron para estabilizar el proceso reproductivo y “defender la sociedad frente a la economía”, según la expresión de Karl Polanyi. Así, la “amadecasificación” (housewifization) y la concepción de la mujer como “ángel del hogar” vino a brindar cierta estabilidad que, por supuesto, no alcanzaba a las mujeres pobres y racializadas que no tenían cómo cubrir las exigencias de la familia victoriana. En la periferia, como siempre, no hubo contemplaciones y continuó la depredación sin freno. El feminismo naciente se encontró tironeado entre una protección social insuficiente y una tendencia a la mercantilización del cuidado. La corriente emancipatoria que buscó superar esta dicotomía no prosperó en ese momento.

Con la llegada del fordismo y el capitalismo administrado por el Estado, en la segunda posguerra, las políticas de bienestar social contribuyeron a proteger al capitalismo contra su propia tendencia autodestructiva en términos de reproducción social y, a la vez, a ahuyentar el fantasma de la revolución socialista. En muchos países, el Estado se hizo cargo de proteger la reproducción y convertir a los hogares en sitios de alto consumo de productos, con lo cual se dio una combinación de protección y mercantilización. Si a esto se añade la ampliación de ciudadanía, se tiene un compromiso de la clase trabajadora con el capital, un avance democrático, una suerte de “edad dorada” que, lógicamente, funcionaba también sobre exclusiones. Es que nunca se detuvo la expropiación en la periferia: el Norte Global se benefició en términos de reproducción social a expensas del Sur Global, que siguió proveyendo recursos y mano de obra expropiables. Pero las propias limitaciones del Estado de Bienestar y el surgimiento de la Nueva Izquierda, con su agenda emancipatoria en diversos ámbitos, pusieron en crisis el régimen de posguerra y se dio paso al momento del capitalismo financiero. Entonces, se retrajo la inversión pública en las tareas de cuidado, que volvieron a estar en manos de familias y comunidades, y las familias se transformaron en espacios de doble-ingreso (con suerte), que requerían trabajo precario para sostener la reproducción social. Y en términos de luchas sociales, en este nuevo escenario, se produce la “fatídica intersección de dos conjuntos de luchas” (p. 69): por un lado, el partido pro-mercado que buscaba la liberalización y globalización económica; por otro, los nuevos movimientos sociales progresistas con agendas contrarias a las jerarquías sexuales, raciales, religiosas, étnicas, etcétera. De esta combinación surgió, alega Fraser, el “neoliberalismo progresista, el cual celebra ‘la diversidad’, ‘la mertitocracia’ y ‘la emancipación’ mientras desmantela las protecciones sociales y re-externaliza la reproducción social. El efecto no sólo es el de abandonar a las poblaciones indefensas frente las depredaciones del capital sino también el de redefinir la emancipación en términos de mercado” (p. 69). Los movimientos emancipatorios, desde los LGBTQ, ambientalistas, antifascistas y multiculturalistas, no fueron siempre consecuentes y muchas veces prohijaron versiones afines al neoliberalismo.

En el capítulo 4, Fraser se concentra en explicar cómo la naturaleza está en las “fauces” del capitalismo y cómo una ecopolítica necesita ser trans-ambientalista y anticapitalista. El inicio de este tramo del libro es alentador: muchos movimientos sociales, feministas, antirracistas, entre otros, están incorporando la cuestión ambiental en sus reclamos. Hasta la socialdemocracia y sectores del populismo (incluido el de derecha) se suman a la tendencia. La justicia ambiental está en la cresta de la ola discursiva. En su análisis de la crisis ambiental, Fraser apela a un argumento estructural, uno histórico y, finalmente, uno político. El argumento estructural –sin negar que otros regímenes antiguos y contemporáneos han sido poco amigables con la naturaleza– afirma que el capitalismo tiene una tendencia inherente a generar crisis ambientales, ya que, como orden social institucionalizado, parasita necesariamente los dominios no-económicos –la infausta relación entre la economía y sus otros– y, entre ellos, la naturaleza misma. Dice Fraser: “[m]ás que una relación con el trabajo, entonces, el capital es también una relación con la naturaleza –una relación caníbal y extractiva, la cual consume cada vez más valor biofísico para apilar cada vez más ‘valor’, mientras descarta las ‘externalidades’ ecológicas” (p. 83). De este modo, como la naturaleza no puede renovarse ilimitadamente, el capitalismo siempre está al borde de destruir sus propias condiciones ecológicas de posibilidad.

En una formulación clave del capítulo 4, Fraser afirma: “la sociedad capitalista hace que la ‘economía’ dependa de la ‘naturaleza’, mientras las divide ontológicamente. Al exigir la máxima acumulación del valor, mientras define a la naturaleza como algo que no forma parte de éste, tal arreglo programa a la economía para desconocer los costos de reproducción ecológica que genera. Mientras esos costos aumentan exponencialmente, el efecto es el de desestabilizar los ecosistemas –y periódicamente alterar por completo el improvisado edificio de la sociedad capitalista” (p. 84). Son las cuatro “D”: el capitalismo depende, divide, desconoce y desestabiliza; es el Uróboro que se come su propia cola. Por supuesto que Fraser no desconoce la existencia de agentes responsables de todo esto, y por eso mismo enfatiza que las contradicciones reproductivas, de cuidado, políticas y económicas están interrelacionadas y reclama una ecopolítica anticapitalista. Asimismo, como en los capítulos previos, realiza un sistemático trabajo conceptual –define a la naturaleza de tres maneras, las cuales siempre están presentes– y ofrece una historización de regímenes de acumulación socioecológica, en base a tres factores: método de extracción de energía, de recursos y de disposición de residuos. El capitalismo mercantil corresponde al momento del músculo animal; el capitalismo liberal-colonial al domino del “rey carbón”; el capitalismo administrado por el Estado a la era del automóvil; y el capitalismo financiero actual a los nuevos cercamientos (derechos de propiedad y renovados extractivismos) sobre una naturaleza financierizada.

Cómo el capitalismo hace una carnicería con la democracia es el tema del capítulo 5. Tras denunciar el politicismo de ciertas corrientes postestructuralistas y de la teoría democrática, Fraser asevera que el capitalismo en todas sus formas siempre contiene contradicciones que generan crisis políticas. Precisamente, el campo de lo político, el de los poderes públicos, ha sido una de las condiciones de posibilidad no-económicas que el propio capitalismo se ha ocupado y se ocupa de desestabilizar, tanto a nivel de los estados nacionales como en el espacio geopolítico global. Para Fraser, los poderes políticos son exteriores a la economía capitalista, y la sociedad capitalista se esfuerza por profundizar esta separación, haciendo que “lo económico sea no-político y lo político sea no económico” (p. 121). Al repasar la historia de las crisis capitalistas en función de los regímenes de acumulación, la autora encuentra una constante: la puja por el trazado de límites entre los diversos dominios no económicos y la economía, esto es, las denominadas “luchas de frontera”. En la etapa mercantil, dice la autora, la separación entre economía y política era sólo parcial debido a la injerencia del absolutismo sobre los procesos económicos; en la etapa de liberal-colonial se entronizó el contrato y se clarificó la separación entre dominios. La lucha de clases en el centro significó logros políticos para los trabajadores, bajo la condición de que la democracia no se extendiera al lugar de trabajo. Nada parecido ocurrió en la periferia, donde se mantuvo la expoliación de las poblaciones subyugadas por el colonialismo. La conocida crisis de este régimen, que dio paso al capitalismo administrado por el Estado, implicó un poder público más activo para sostener las condiciones de trasfondo de reproducción del capital, bajo la creciente hegemonía de Estados Unidos. La “ciudadanía social” de esta etapa significó la domesticación de las tendencias más disruptivas, ya que se tomaron medidas para incorporar “estratos potencialmente revolucionarios, aumentando el valor de su ciudadanía y dándoles participación [stake] en el sistema” (p. 127). Lo que no cambió, una vez más, fue la expoliación de la periferia. Y en la etapa final, el capitalismo financiero reformula la relación economía-política, asestando un doble golpe: hace que las instituciones políticas sean incapaces de resolver los problemas de los ciudadanos e independiza a las instituciones globales respecto de los poderes públicos, en un proceso de des-democratización (que incluyó previamente grandes derrotas de sindicatos y también de muchos estados que se vieron compelidos a abandonar, por ejemplo, el control sobres sus monedas). Se llega, in extremis, a una situación de “gobernanza sin gobierno, lo cual significa dominación sin la hoja de higuera del consentimiento” (p. 130). En la fase más reciente del régimen financiero, dice Fraser, se está observando una crisis de la hegemonía neoliberal. La pérdida de capacidades políticas es cuestionada por los populismos y las socialdemocracias, en un intento, aunque con objetivos distintos, de recuperar algo del poder público. En este marco, no puede dejar de señalarse que el populismo de derecha es una reacción frente a la “impía alianza” de movimientos sociales ganados por el neoliberalismo para formar el ya mencionado neoliberalismo progresista.

Por fin, en el capítulo 6, Fraser afirma que, así como el capitalismo ha retornado al discurso político, lo mismo ocurre con el socialismo, en el marco de la fractura hegemónica neoliberal. Por eso mismo, así como aboga por una concepción ampliada del capitalismo, propone también una concepción ampliada del socialismo, que integre la dimensión económica con las dimensiones no-económicas, como la reproducción, el cuidado, la ecología y los poderes públicos. El capitalismo es injusto, irracional y antidemocrático: el socialismo debe superarlo, siendo justo, racional y democrático en todas las dimensiones relevantes. Debe ser “un nuevo orden social que supere no ‘sólo’ la dominación de clase sino también las asimetrías de género y sexo, la opresión racial/étnica/imperial, y la dominación política en todos los ámbitos” (p. 151), asumiendo tres tareas fundamentales: redefinir los límites de los diversos dominios sociales (fijando nuevas prioridades y creando nuevos diseños institucionales); determinar qué hacer con el excedente (si es que ha de haber alguno y, si lo hay, cuán grande ha de ser), sabiendo que a futuro habrá que pagar las cuentas que deja impagas el capitalismo; y acordar qué espacio darle al mercado (su respuesta es: sin mercado en la cima, sin mercado en la base, pero quizá algo en el medio; esto es, el mercado se permite sólo luego de que se determina la asignación macro del excedente y se asegura la provisión para las necesidades básicas). En suma, el socialismo “debe convertirse en el nombre de una alternativa genuina al sistema que está destruyendo el planeta y frustrando nuestras posibilidades de vivir bien, en libertad y democracia” (p. 157). Más aún, arenga Fraser, “ya es hora de resolver cómo matar de hambre a la bestia y poner fin de una vez por todas al capitalismo caníbal” (p. 165).

Fernando Lizárraga

 

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