Introducción a "El capital odia a todo el mundo. Fascismo y revolución". Eterna Cadencia, 2020.
Al margen del pensamiento del límite no hay ninguna
estrategia, por tanto ninguna táctica, por tanto ninguna acción, por tanto
ningún pensamiento o iniciativa verdaderas, ninguna escritura, ninguna música,
ninguna pintura, ninguna escultura, ningún cine, etc., posibles.
Louis Althusser
Vivimos tiempos “apocalípticos”, en el sentido literal del
término: tiempos que ponen de manifiesto, que dejan ver. (“Apocalipsis”
significa, etimológicamente, quitar el velo, descubrir o desvelar). Lo primero
que revelan es que el colapso financiero de 2008 abrió un período de rupturas
políticas. La alternativa “fascismo o revolución” es asimétrica y desigual:
estamos inmersos en una sucesión en apariencia irresistible de “rupturas
políticas” ejecutadas por fuerzas neofascistas, sexistas y racistas; y la
ruptura revolucionaria resulta ser por el momento una mera hipótesis dictada
por la necesidad de reintroducir lo que el neoliberalismo logró borrar de la
memoria, de la acción y de la teoría de las fuerzas que luchan contra el
capitalismo. Esa ha sido su victoria más importante.
Lo que los tiempos apocalípticos también ponen de manifiesto
es que el nuevo fascismo es la otra cara del neoliberalismo. Wendy Brown sostiene
con mucha seguridad una verdad de signo opuesto: “Desde el punto de vista de
los primeros neoliberales, la galaxia que engloba a Trump, el Brexit, a Orbán,
a los nazis en el Parlamento alemán, a los fascistas en el Parlamento italiano
convierte al sueño neoliberal en una pesadilla. Hayek, los ordoliberales o
incluso la Escuela de Chicago repudiarían la forma actual del neoliberalismo y
especialmente su aspecto más reciente”.1 Esto no solo es
erróneo desde el punto de vista de los hechos, sino que también resulta
problemático para entender el capital y el ejercicio de su poder. Al borrar la
“violencia fundadora” del neoliberalismo, encarnada por las sangrientas
dictaduras de América del Sur, cometemos un doble error político y teórico: nos
centramos solo en la “violencia conservadora” de la economía, las
instituciones, el derecho, la gubernamentalidad –experimentados por primera vez
en el Chile de Pinochet– y presentamos al capital como un agente de
modernización, como una potencia de innovación. Además, dejamos de lado la
revolución mundial y su derrota, que son el origen y la causa de la
“mundialización” como respuesta global del capital.
La concepción del poder que se deriva de ello queda
pacificada: acción sobre una acción, gobierno de las conductas (Foucault) y no
acción sobre las personas (de las cuales la guerra y la guerra civil son las
expresiones más acabadas). El poder estaría incorporado a dispositivos
impersonales que ejercen una violencia soft de manera automática. Por el
contrario, la lógica de la guerra civil que se encuentra en la base del
neoliberalismo no ha sido reabsorbida, eliminada ni reemplazada por el
funcionamiento de la economía, el derecho y la democracia.
Los tiempos apocalípticos nos hacen ver que, aunque no haya
ningún comunismo amenazando al capitalismo y a la propiedad, los nuevos
fascismos están reactivando la relación entre violencia e institución, entre
guerra y “gubernamentalidad”. Vivimos una época de indistinción, de hibridación
entre estado de derecho y estado de excepción. La hegemonía del neofascismo se
mide no solo por la fuerza de sus organizaciones, sino también por su capacidad
de odiar al Estado y al sistema político y mediático. Los tiempos apocalípticos
revelan que, bajo la fachada democrática, detrás de las “innovaciones”
económicas, sociales e institucionales, está siempre el odio de clase y la
violencia de la confrontación estratégica. Basta un movimiento de ruptura como
el de los chalecos amarillos, que no tiene nada de revolucionario o incluso de
prerrevolucionario, para que el “espíritu de Versalles” se despierte y
reaparezcan las ganas de disparar contra esa “basura” que amenaza al poder y a
la propiedad, aunque no sea más que simbólicamente. Cuando el tiempo del
capital se interrumpe, hasta un columnista burgués puede captar la emergencia
de algo del orden de lo real: “El imperio actual del odio resucita fronteras de
clase y de castas que han sido borrosas desde hace mucho tiempo […]. Y de
repente, el ácido del odio corroe la democracia y envuelve súbitamente a una
sociedad política descompuesta, desestructurada, inestable, frágil e
impredecible. El viejo odio reaparece en la Francia tambaleante del siglo xxi.
Debajo de la modernidad, el odio”. 2
Los tiempos apocalípticos también ponen de manifiesto la fortaleza
y la debilidad de los movimientos políticos que, desde 2011, han estado
tratando de desafiar el poder monolítico del capital. Terminé este libro
durante el levantamiento de los chalecos amarillos. Adoptar el punto de vista
de la “revolución mundial” para leer dicho movimiento (pero también la
Primavera Árabe, Occupy Wall Street en Estados Unidos, el 15-M en España, los
días de junio de 2013 en Brasil, etc.) bien puede parecer pretencioso o
alucinado. Y sin embargo, “pensar en el límite” significa volver a empezar a
partir no solo de la derrota histórica sufrida en los años sesenta por la
revolución mundial, sino también de las “posibilidades no realizadas” que
fueron creadas y levantadas como bandera por las revoluciones, de manera
diferente en el Norte que en el Sur, tímidamente movilizadas por los
movimientos contemporáneos.
La forma del proceso revolucionario ya se había transformado
en los años sesenta, pero se había encontrado con un obstáculo insuperable: la
incapacidad de inventar un modelo diferente al inaugurado en 1917 por la larga
sucesión de revoluciones del siglo XX. En el modelo leninista, la revolución
todavía tenía la forma de la realización. La clase obrera era el sujeto que ya
contenía las condiciones para la abolición del capitalismo y la instalación del
comunismo. El pasaje de la “clase en sí” a la “clase para sí” debía ser
realizado por medio de la toma de conciencia y la toma del poder, organizadas y
dirigidas por el partido que aportaba desde afuera lo que les faltaba a las
prácticas “sindicales” de los obreros.
Sin embargo, desde los años sesenta, el proceso
revolucionario tomó la forma del acontecimiento: el sujeto político, en lugar
de estar ya allí en potencia, es un sujeto “imprevisto” (los chalecos amarillos
son un ejemplo paradigmático de esta imprevisibilidad); no encarna la necesidad
de la historia, sino la contingencia del conflicto político. Su constitución,
su “toma de conciencia”, su programa y su organización están basados en un
rechazo (a ser gobernado), una ruptura, un aquí y ahora radical que ninguna
promesa de democracia y de justicia por venir es capaz de satisfacer.
Por supuesto, por mucho que le pese a Jacques Rancière, la
sublevación tiene sus “razones” y sus “causas”. Los chalecos amarillos son más
inteligentes que los filósofos porque han “entendido” que la relación entre
“producción” y “circulación” se ha invertido. La circulación –de dinero,
bienes, personas e información– prevalece actualmente sobre la “producción”. Ya
no ocupan más las fábricas, sino las calles y las plazas de la ciudad, y atacan
la circulación de la información (la circulación del dinero es más abstracta:
será necesario, para alcanzarla, otro nivel de organización y de acción).
La condición de la emergencia de un proceso político es
evidentemente una ruptura con las “razones” y las “causas” que lo generaron.
Solo la interrupción del orden existente, solo la salida de la
gubernamentalidad puede asegurar la apertura de un nuevo proceso político,
porque los “gobernados”, incluso cuando resisten, son el doble del poder, su
correlato, su pareja. Al crear nuevos posibles inimaginables antes de su
aparición, la ruptura con el tiempo de la dominación constituye las condiciones
de la transformación del yo y del mundo. No es necesario recurrir a ninguna
mística de la revuelta ni idealismo de la insurrección.
Los procesos de constitución del sujeto político, las formas
de organización, la producción de conocimiento para la lucha que la
interrupción del tiempo del poder hizo posible se enfrentan inmediatamente con
“razones” como el beneficio, la propiedad y la herencia, que la revuelta no
hizo desaparecer. Por el contrario, son más agresivos, invocan inmediatamente
la restauración del orden, anteponiendo su policía, continuando como si no
hubiera pasado nada con la implementación de las “reformas”. Las alternativas
son entonces radicales: o bien el nuevo proceso político logra cambiar las
“razones” del capital, o bien estas mismas razones terminarán por cambiarlo. La
apertura de posibles políticos queda frente a la realidad de un problema doble
y formidable: el de la constitución del sujeto político y el del poder del
capital, porque el primero solo puede tener lugar en el interior del segundo.
Las respuestas que las Primaveras Árabes, Occupy Wall Street,
junio de 2013 en Brasil, etc., ofrecieron para estas preguntas son muy débiles;
los movimientos continúan buscando y experimentando sin encontrar una verdadera
estrategia. No hay ninguna chance de que este impasse pueda ser superado por el
“populismo de izquierda” practicado por Podemos en España. Su estrategia logró
la liquidación de la revolución iniciada en el pos-68 por muchos marxistas cuyo
marxismo había fracasado. La democracia como lugar de conflicto y subjetivación
reemplaza al capitalismo y a la revolución (Lefort, Laclau, Rancière) en el
mismo momento en que la máquina del capital literalmente engulle la
“representación democrática”. La afirmación de Claude Lefort –“en una democracia,
el lugar del poder es un lugar vacío”– ha sido desmentida desde principios de
la década de 1970: este lugar está ocupado por el capital como “soberano” sui
generis. Cualquier partido que se instale allí solo puede funcionar como su
“apoderado” (muchos se han burlado de la “simplificación” marxiana, que ha sido
completamente realizada de manera casi caricaturesca por el actual presidente
de Francia, Emmanuel Macron). El populismo de izquierda le da una nueva vida a
algo que ya dejó de existir. En el neoliberalismo, la representación y el
Parlamento no detentan ningún poder, y el poder está tan concentrado en el
Ejecutivo que no obedece las órdenes del “pueblo” o del interés general, sino
las del capital y la propiedad.
La voluntad de politizar los movimientos posteriores a 2008
aparece como reaccionaria, ya que impone precisamente lo que la revolución de los
años sesenta rechazó y lo que cada movimiento que ha surgido desde entonces
rechaza: el líder (carismático), la “trascendencia” del partido, la delegación
de la representación, la democracia liberal, el pueblo. El posicionamiento del
populismo de izquierda (y su sistematización teórica por parte de Laclau y
Mouffe) impide nombrar al enemigo. Sus categorías (la “casta”, “los de arriba”
y “los de abajo”) están a un paso de la teoría de la conspiración y a dos pasos
de su culminación, la denuncia del “judaísmo internacional” que controlaría el
mundo a través de las finanzas. Esta confusión, que los líderes y los teóricos
de un inviable populismo de izquierda están interesados en mantener, continúa
atravesando los movimientos. En el caso de los chalecos amarillos, la confusión
viene de los medios de comunicación y del sistema político, lo cual expresa la
vaguedad que aún caracteriza la modalidad de la ruptura. Hay que decir que en
el desierto político contemporáneo, labrado por cincuenta años de contrarrevolución,
no es fácil orientarse.
Al igual que los límites de todos los movimientos que se han
venido dando desde 2011, los límites del movimiento de los chalecos amarillos
son evidentes, pero ninguna fuerza “externa”, ningún partido puede hacerse
cargo de enseñar “qué hacer” y “cómo”, como lo habían hecho los bolcheviques.
Estas indicaciones solo pueden venir desde adentro, de manera inmanente. El
interior está constituido, entre otras cosas, por los saberes, la experiencia,
los puntos de vista de otros movimientos políticos, porque las luchas de los
chalecos amarillos, a diferencia de las de la “clase obrera”, no tienen la
capacidad de representar a todo el proletariado, ni de expresar las críticas de
todos los dominios que constituyen la máquina del capitalismo.
Constituido sobre la división Norte/Sur, el movimiento de los
“colonizados internos” que reproduce un “tercer mundo” en el seno de los países
centrales implica necesariamente, además de la crítica de la segregación
interna, una crítica de la dominación internacional del capital, la explotación
global de la fuerza de trabajo y los recursos del planeta. Algo que está
ausente en los chalecos amarillos. Privado de este componente “racial” e
internacional del capitalismo, el movimiento ofrece a veces la imagen de un
nacionalismo “franchute”. Pero no es posible ilusionarse con un espacio
nacional: el Estado-nación, en el siglo XIX, debió su existencia a la dimensión
global del capitalismo colonialista, y el estado de bienestar a la revolución
mundial y a la escala planetaria de la confrontación estratégica de la Guerra
Fría.
La fractura racial sufrida por los “colonizados” dividió no
solo la organización mundial del trabajo, sino también la revolución de los
años sesenta. Hoy, las condiciones para la posibilidad de una revolución
mundial radican, por una parte, en la invención de un nuevo internacionalismo
que los movimientos de neocolonizados (inmigrantes, en primer lugar) incorporan
casi físicamente y que los movimientos de mujeres, gracias a sus redes alrededor
del mundo, movilizan de manera casi exclusiva; y, por otro lado, en la crítica
de las jerarquías capitalistas, que no deben limitarse a la esfera del trabajo.
Las divisiones sexuales y raciales estructuran no solo la reproducción del
capital, sino también la distribución de las funciones y los roles sociales.
Hoy en día, un movimiento centrado en la “cuestión social” no
puede ser espontáneamente socialista como en los siglos XIX y XX por el hecho
de que la revolución mundial y social (que implica el conjunto de las
relaciones de poder) haya pasado por allí. Sin una crítica de las divisiones
raciales y sexuales, el movimiento queda expuesto a todas las recuperaciones
posibles (desde la derecha y la extrema derecha), a las que hasta aquí, a pesar
de todo, ha podido resistirse. Si las subjetividades que encarnan las luchas
contra estas diferentes formas de dominación no pueden ser reducidas a la
unidad del “significante vacío” del pueblo, como desearía el populismo de
izquierda, el doble problema de la acción política común y el poder del capital
permanece intacto. La incapacidad de pensar en el capital como una máquina
global y social, cuya explotación y dominación no se limitan al “trabajo”, es
una de las causas fundamentales de la derrota de la década de 1960. Desde este
punto de vista, la estrategia no ha cambiado: hoy como ayer, estamos lejos de
tener una.
Desde 2011, los movimientos son “revolucionarios” en cuanto a
sus formas de movilización (inventiva en la elección del espacio y el tiempo de
la lucha, democracia radical y gran flexibilidad en las modalidades de
organización, rechazo de la representación y del líder, sustracción a la
centralización y totalización por parte de un partido, etc.) y “reformistas” en
cuanto a sus reivindicaciones y a la definición del enemigo (nos “liberamos” de
Mubarak, pero no tocamos su sistema de poder, de la misma manera que las
críticas se concentran en Macron cuando él simplemente es, sin ninguna duda, un
componente de la máquina del capital). La ruptura no produce cambios notables
en la organización del poder y la propiedad, sino en la subjetividad de los
insurgentes. Y si, a corto plazo, los movimientos son derrotados, los cambios
subjetivos seguramente continuarán produciendo efectos políticos. A condición
de no caer en la ilusión de que una “revolución social” pueda producirse sin
“revolución política”, es decir, sin superación del capitalismo.3 El
pos-68 ha demostrado que cuando la revolución social se separa de la revolución
política, puede integrarse a la máquina capitalista sin ninguna dificultad como
un nuevo recurso para la acumulación de capital. El “devenir revolucionario”
inaugurado por estas transformaciones subjetivas no puede separarse de la
“revolución”, bajo pena de convertirse en un componente del capital, por lo
tanto de su poder de destrucción y autodestrucción, que se manifiesta hoy en el
neofascismo.
Notas:
1 Wendy Brown, “Le néolibéralisme sape la démocratie”, AOC, 5
de enero de 2019. Disponible en: https://aoc.media/entretien/2019/01/05/wendybrown-neoliberalisme-sape-democratie-2.
2 Alain Duhamel, “Le triomphe de la haine en politique”,
Libération, 9 de enero de 2019.
3 Tal como Samuel Hayat explica en relación con los chalecos
amarillos: “Se trata de un movimiento revolucionario, pero sin revolución en el
sentido político del término: es más bien una revolución social, al menos en
ciernes” (Samuel Hayat, “Les mouvements d’émancipation doivent s’adapter aux
circonstances”, Ballast, 20 de febrero de 2019. Disponible en: https://www.revue-ballast.fr/samuel-hayat-les-mouvements-demancipation).
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