La contrarrevolución de 2020 responde a los levantamientos de
2019 | Capítulo del Manifiesto conspiracionista
(tomado de Artillería Inmanente)
1. El punto de inflexión de 2019.
Digamos que existe un Orden Mundial.
Digamos que un conjunto de poderes —estatales, económicos,
geopolíticos o financieros—, aunque compitan en el detalle de sus intereses,
tienen un interés fundamental en mantener el orden general, una cierta
regularidad, una cierta estabilidad, una cierta previsibilidad, aunque
puramente aparente, del curso de los acontecimientos.
Digamos que el punto en que se unen vitalmente es el
mantenimiento de la servidumbre universal, que forma la condición común de sus
existencias singulares.
Pongámonos ahora en el lugar de cualquiera de estos poderes a finales de 2019, digamos en octubre. ¿Cómo no verse sacudido por el pánico?
El Hong Kong pacífico, financiero, consumista, la
ciudad-Estado sin historia, el templo de la nada comercial, el colmo del vacío
climatizado donde, antes del movimiento Occupy, habría sido difícil encontrar
una idea política suspendida en todos sus interminables centros comerciales.
Hong Kong, entonces, comienza a arder.
Semana tras semana desde febrero de 2019, un movimiento
localista terco y seguro de su causa, floreciente, desafía el poder chino. En
varios meses reinventa el arte de la revuelta — láseres cegadores, paraguas de
protección, conos de extinción y raquetas para granadas lacrimógenas, primeras
líneas de lanzallamas, barricadas de estilo inédito. La ciudad queda paralizada
constantemente, el aeropuerto es invadido, el parlamento local es ocupado y
profanado. Todo ello inspirado expresamente en los chalecos amarillos
franceses. Las aplicaciones que servían para ligar sirven en ese momento para
componer los «black blocks». Los jóvenes lectores de mangas se ponen a
confeccionar sus tácticas en las calles con la misma seriedad que dedicaban a
sus estudios de ingeniería algunas semanas antes. El movimiento comparte y
debate sus estrategias en un foro donde los habitantes son tan numerosos que
la water army1 china de doscientos ochenta mil
funcionarios pagados para ocupar el ciberterreno no logran su propósito; y
además, sus agentes son tan pésimos que se descubren a sí mismos.
Be water, ésta es una doctrina táctica que ningún amotinador occidental había
soñado con tomar prestada de Bruce Lee.
Blossom everywhere —florecer en todas partes— había que pensarlo y, sobre
todo, hacerlo.
En noviembre de 2019, la universidad politécnica está ocupada
y se defiende con orgullo incluso con arcos de flechas de competición detrás de
barricadas en llamas. Cuando la policía al asalto, largamente repelida,
finalmente se apodera de los edificios, éstos están vacíos de ocupantes: los
estudiantes, guiados por los planos que les facilitaron los arquitectos de la
facultad, han conseguido escapar por el alcantarillado mientras los mayores
acudían a filtrarlos por varios puntos de las calles de la ciudad en las
diferentes salidas con sus placas de hierro fundido. Todo ello acordado de
antemano.
Octubre de 2019, Líbano —la antigua Fenicia: lo que no es una
menudencia para la historia de una determinada civilización— se rebela y se
sustrae a la forma de gobierno más tortuosa, a la institucionalización más
formidable del «dividir para reinar mejor»: la República multiconfesional. Y
esto gracias a la presión que ejerce sobre las sociedades la inexorable
catástrofe climática. Una ola de incendios reveló a la población que sus
líderes habían desfalcado las arcas del Estado hasta tal punto que no quedaba
ni un valiente Canadair2 en todo el país. Al darse cuenta de
que los bosques no tenían ninguna confesión, los habitantes se organizaron para
luchar contra los incendios sin preocuparse por sus vinculaciones religiosas.
De esta experiencia común extrajeron una lectura compartida de la situación
política y de los poderes presentes. El anuncio de un nuevo impuesto a las
comunicaciones por WhatsApp, hasta ahora gratuito, prendió fuego a la pólvora
de la cleptocracia libanesa. Las diversas «comunidades», todas engañadas, se
levantaron juntas contra el cinismo de sus líderes. En octubre de 2019, un
Líbano perfectamente inesperado se reveló a la faz del mundo: locales de
Hezbolá asaltados, los automóviles de los ministros atacados, los ministerios y
las carreteras bloqueados, las plazas ocupadas. Prima de la revuelta del Hirak
en Argelia, que desde febrero de 2019 había dejado al régimen aturdido e
incapaz de ninguna maniobra a fuerza de verlas frustradas una a una, la
insurrección libanesa encontrará también dispuesta contra ella las armas
represivas proporcionadas por el Estado francés.
Más aterrador aún, en este maldito mes de octubre de 2019, se levanta a su vez la no menos industriosa, modernista y pacífica Cataluña, la vieja Cataluña que inventó en 1068 la noción moderna de valor, sin la cual el capital probablemente no sería lo que es. El inofensivo pero omnipresente independentismo, con sus asambleas locales, sus comités de defensa de la república y sus informáticos de última generación, está fuera de sus casillas. Como reacción al veredicto del proceso a sus dirigentes juzgados por haber organizado un referéndum convoca una huelga general para «hacer de Cataluña un nuevo Hong Kong», y a su vez bloquea el aeropuerto mediante un ingenioso sistema de mensajería cifrada impulsado bajo el nombre de «Tsunami democrático». Varios días de disturbios, sabotajes y bloqueos por toda Cataluña, luego colosales marchas populares que confluyen durante seis horas de feroces enfrentamientos en la plaza Urquinaona, en pleno corazón de Barcelona, dan un nuevo rostro a la reivindicación secesionista. «Nos hemos quedado sin sonrisas», explican los amotinadores.
El colmo de la maldición, el propio Chile, patria del
«milagro económico» de Pinochet y los Chicago Boys, está afectado. En octubre
de 2019, gigantescas protestas desencadenadas por el aumento del precio del
metro en un contexto de miseria general vienen a prometer que el país, que fue
su cuna, también «será la tumba del neoliberalismo». Se declara el estado de
emergencia. Por primera vez desde la muerte de Pinochet el ejército se
despliega en las calles de Santiago bajo un toque de queda. El presidente
Piñera, digno heredero del régimen, declara: «Estamos en guerra contra un
enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está
dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin límites». Se rumorea en el
ejército que se estaría enfrentando a una «difusa guerra de guerrillas
molecular» de tendencia mesiánico-deleuziana a sueldo del comunismo. En
respuesta a la represión, la identidad, dirección y datos personales de decenas
de miles de policías son filtrados por hackers informáticos.
Los motines y las manifestaciones son tan potentes que se debe derogar el
estado de emergencia, y se espera ahogarlos mediante la concesión de una nueva
Asamblea Constituyente y la redacción de una nueva constitución — menos
hayekiana esta vez, ¿quién sabe? Es difícil, sin embargo, no alimentar la
impresión de que con Chile estamos ante un ciclo que llega a su fin, una figura
que se anuda, una era que se precipita hacia el abismo. Una era precisamente
abierta y preservada con todos los instrumentos de la más precisa, la más
discreta y la más despiadada de las tramas, fruto de la intriga de varias
décadas por parte de todos los partidarios de la «sociedad abierta», los
miembros más influyentes de la Sociedad Mont Pelerin, cuya respuesta a la
barbarie nazi fue dar a luz la de las dictaduras sudamericanas, pasar del orden
de las SS al de los servicios secretos americanos y las guerras quirúrgicas.
Última sincronicidad detestable: el 1 de octubre de 2019, a
Irak, cuya alma teníamos razones para creer que estaba carbonizada para siempre
después de los horrores infligidos por la invasión, ocupación y las operaciones
quirúrgicas estadounidenses, le llega su turno. Manifestaciones de una escala
sin precedentes contra la corrupción, la pobreza, el desempleo masivo, la
escasez de todo, el manejo sectario-mafioso del país. Ocupación de las plazas.
El pueblo, una vez más, «quiere la caída del sistema».
Y en noviembre de 2019, Colombia entra en el baile. Las
manifestaciones más grandes en la historia del país, un paro nacional, motines
contra la reforma del mercado laboral y de pensiones, los proyectos de
privatización, el cuestionamiento del tratado de paz con la guerrilla
derrotada, el asesinato de indígenas por grupos paramilitares, las
desigualdades sociales, la destrucción ambiental, etc. Caceroladas,
enfrentamientos, toque de queda.
El fuego no acaba de avanzar.
El «hemisferio occidental» está amenazado, nada menos.
Todo lo que falta es una insurrección comunalista en Suiza para
probar que el mundo está cambiando su base.
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