“Cada revolución produce sus propios decepcionados. Lo que en un momento pudo encender el corazón y el cerebro, lo que pareció ser el gran acontecimiento trasmutador de la existencia individual y colectiva, lo que se soñó el retorno de grandes tiempos, a la postre –a veces no al cabo de mucho tiempo- se revela trivial y vulgar. Caen las máscaras que tal vez nuestro propio entusiasmo había puesto en los personajes; el velo de la ilusión se levanta, el corazón se siente traicionado” (Erwin Robertson).
De octubre a noviembre: la revuelta desde abajo activa una
contrarrevolución desde arriba
Tal vez uno de los elementos más
determinantes para juzgar si estamos en presencia de revueltas/revoluciones es
la existencia de la contrarrevolución.
Para el caso de Francia en 1968,
los situacionistas concluían que “finalmente, en conjunto, las pruebas
retrospectivas del carácter revolucionario del movimiento de las ocupaciones
son tan incuestionables como lo que arrojó al rostro del mundo existiendo:
la prueba de que llegó a esbozar una legitimidad nueva es que el régimen
restablecido en junio nunca osó perseguir, para lograr la seguridad interior
del Estado, a los responsables de acciones manifiestamente ilegales que le
habían despojado parcialmente de su autoridad, o sea de sus edificios. Pero lo
más evidente, para aquellos que conocen la historia de nuestro siglo, es esto:
todo lo que los estalinianos hicieron por combatir sin descanso el movimiento
demuestra que la revolución estaba allí”.
Joseph De Maistre, uno de los primeros pensadores
reaccionarios conscientes, dijo en sus
Consideraciones sobre Francia (1796) que “se acostumbra dar el nombre de
contrarrevolución al movimiento, cualquiera que sea, que ha de dar muerte a la
Revolución; y, puesto que este movimiento será contrario al otro, habrá que
esperar consecuencias opuestas”. Él entendía que “el restablecimiento de la
Monarquía, que llaman contrarrevolución, no será una revolución contraria, sino
lo contrario de la revolución”. Discrepando de esa definición, parece más
certera una cita aparentemente falsa que con su curioso sentido del humor Louis
Althusser atribuye a Maquiavelo y/o Mao: “no se ha insistido lo suficiente en
que una contrarrevolución también es una revolución”.
En un sentido similar, Paolo Virno ha dicho que la contra-revolución “no
debe entenderse solamente una represión violenta —aunque, ciertamente, la
represión nunca falte. No se trata de una simple restauración del ancien régime, es decir del
restablecimiento del orden social resquebrajado por conflictos y revueltas. La
‘contrarrevolución’ es, literalmente, una revolución a la inversa”, que “al
igual que su opuesto simétrico, no deja nada intacto” (1). La contrarrevolución “construye activamente su
peculiar ‘nuevo orden’. Forja mentalidades, actitudes culturales, gustos, usos
y costumbres, en suma, un inédito common
sense. Va a la raíz de las cosas y trabaja con método. Pero hay más: la
‘contrarrevolución’ se sirve de los mismos presupuestos y de las mismas
tendencias —económicas, sociales y culturales— sobre las que podría acoplarse
la ‘revolución’, ocupa y coloniza el territorio del adversario y da otras
respuestas a las mismas preguntas” (Virno).
Cada revuelta o revolución produce su propia contrarrevolución, no
necesariamente sangrienta, y en los momentos álgidos de la lucha de clases la
revolución y la contrarrevolución se desarrollan contradictoria y
simultáneamente, interactuando y modificándose una a otra. En su combate se
entrelazan estrechamente, como Trengtreng Filu y Kaykay
Filu, las serpientes mitológicas de tierra y agua de acuerdo a los mitos y leyendas de los mapuche y
el archipiélago de Chilwe.
¿Cómo se expresó esta lucha en el 2019?
18 de octubre
Como ya dijimos, previo al 18 de octubre la revuelta se
expresaba con cada vez más fuerza en las calles al menos desde el lunes 14. El
viernes 18 ocurrió una poderosa insurrección, en toda la Región Metropolitana,
que durante el fin de semana se extendió al resto del país. La violencia de
esta irrupción reconstituyó al pueblo como sujeto colectivo, que de inmediato
logró interrumpir el tiempo lineal de la dominación, y junto con alzarse contra
el gobierno atacó todos los símbolos del poder económico, político y militar:
bancos, farmacias, Isapres, AFPs, centros comerciales, recintos policiales. La
revuelta era destituyente: las consignas que se gritaban en las calles eran por
un lado la afirmación de la unidad y consciencia del pueblo (“El pueblo unido
jamás será vencido”, “Chile despertó”) y una crítica radical contra el sistema político
y social del capitalismo en su versión chilena o “neoliberal” (“No más abusos”,
“No más AFP”, “No son 30 pesos, son 30 años”, “No era depresión, era
capitalismo”).
No se vio en esos días iniciales de insurrección mucha
preocupación por los temas institucionales/constituyentes, pues en ese instante
de peligro parecía ser más central el hecho mismo de poder estar en la calle, en
contra de los ejércitos de los dueños de Chile, lo cual planteaba una serie de
tareas concretas y logísticas a un nivel nunca antes visto. De hecho, recuerdo
haber visto el domingo 20 en las inmediaciones del Parque Bustamante un grafiti
muy destacado que sencillamente decía: “ASAMBLEA CONSTITUYENTE: HERRAMIENTA DE
LA BURGUESÍA”. Toda la razón.
Pero a mitad de semana, en la primera Asamblea Territorial
que se llevó a cabo en la Villa Olímpica pude escuchar a conocidos militantes del
principal partido de la izquierda autoritaria tradicional señalando que la
revuelta había sido “un estallido de democracia” y había generado el escenario
y el momento ideal para luchar por una Nueva Constitución. Ahí entendí por
donde iba la apuesta del sector izquierdo del partido del orden.
25 de octubre
Y así llegamos al famoso viernes 25, con la concentración de
más de un millón de personas en el centro de Santiago, y marchas y eventos
simultáneos en todas las ciudades del país. En esas jornadas revolucionarias se
pudieron ver hermosas marchas en que los habitantes de ciudades vecinas (Viña
del Mar y Valparaíso, Coquimbo y La Serena) se encontraban entremedio de ellas
y se abrazaban emocionados hasta las lágrimas. En la calle no se producían
confrontaciones internas, más allá del intento inicial por evitar enfrentamientos
con la policía a que se dedicaron algunos grupos de pacifistas, así que la
impresión que quedaba era la de un enfrentamiento abierto entre la sociedad y
el Estado. La revuelta era una fiesta, pero aún no se había carnavalizado ni
monumentalizado, y de hecho el 25 de noviembre no hubo escenarios ni oradores
ni artistas invitados.
La manifestación enorme, alegre y también combativa, mostraba
por una parte el apoyo a todo el ciclo de protestas, a las evasiones en el
metro y a la insurrección del viernes previo, además de la oposición frontal contra
un gobierno inepto y represivo que en una semana ya tenía las manos bien
manchadas de sangre.
Pero al mismo tiempo el 25 de octubre dejó en claro el
carácter inter o multiclasista de la movilización, además del inicio de un
creciente protagonismo de la pequeña burguesía progresista, que ponía en primer
plano la demanda constitucional y que, más que por sumarse a la insurrección,
destacó por su tendencia a pacificar, ciudadanizar y darle un carácter “artístico-cultural”
a la presencia en el espacio público, como si no fuera la insurrección misma la
mayor obra de arte en que hayamos tenido ocasión de participar todos juntos. Por
otra parte, es de destacar que la “clase obrera” en tanto representación
colectiva y burocratizada (sindicatos, partidos) no tuvo prácticamente ningún
protagonismo en todo este proceso. Lo cual no quita que miles sino millones de
proletarios hayan participado en la revuelta, pero desde sus territorios, no en
los lugares de trabajo. De hecho, pertenecían al proletariado y precariado
urbano la gran mayoría de quienes perdieron la vida por la represión de la
revuelta: Alex Nuñez, Romario Veloz, Kevin Gómez, Abel Acuña, Mauricio Fredes,
Cristián Valdebenito…
Tras 10 días con presencia militar en las calles, que sólo en
la Región de Coquimbo mató a dos personas en un día (Romario Veloz y Kevin
Gómez, asesinados a tiros durante protestas y saqueos el 20 de octubre), el
estado de excepción constitucional llegó a su fin, a pesar de que la protesta
en las calles se mantuvo en alza al menos hasta mediados de noviembre. Se
estaba en el punto exacto en que la revuelta se profundizaba o empezaba a
retroceder. La burguesía estaba muda o delirante (la primera dama calificó el
evento como una “invasión alienígena”, mientras el nefasto especialista en
educación Mario Waissbluth veía por todas partes hordas de “anarco/narcos”). La
policía estaba colapsada y acudía a la mutilación masiva y el trauma ocular como
técnicas favoritas para el control del orden público (2).
El gobierno estaba realmente a punto de caer: tuvo que sacrificar a algunos de
sus ministros más odiados y cancelar las cumbres COP 25 y APEC que estaban
agendadas para fin de año.
La revuelta avanzaba sin parar, “se dirigía hacia todos lados
y en todas direcciones, se enfrentaba al orden imperante y a todo lo que
representa alguna forma de opresión, mostrando claramente la heterogeneidad de
sus participantes y de sus motivaciones” (3).
Entrados ya al penúltimo mes del año, todas las ciudades
ardían en masivas protestas día y noche. Surgía la “primera línea” para asumir
la necesidad de autodefensa frente al terrorismo policial. El pueblo
anárquico desplegaba su creatividad por donde podía y surgían curiosos
símbolos de la revuelta como el “Negro matapacos”, homenaje colectivo a un
combativo quiltro que había acompañado a los revoltosos en las calles de
Santiago por muchos años.
El hecho de que el “líder” de la revuelta operara sólo como
un símbolo unificador, que por lo demás ya estaba físicamente muerto y era un
animal no humano, dice bastante sobre la ausencia de “conducción” por parte de
partidos o aparatos organizados. Esto le quedaba claro a un burócrata de la
Fundación Jaime Guzmán cuando señalaba que “’Matapacos’ se ha convertido en un
signo que refleja un lugar vacío. El vacío que declara es de autoridad y
liderazgo, se deroga la conducción y los otros símbolos sobre los cuales hemos
construido nuestra historia institucional (héroes, sistema político,
valoraciones, etc.)” (4).
También un columnista de Bloomberg destacaba este factor,
intentando sacar lecciones para América Latina: “En Chile,
donde la política convencional carece de un partido o una personalidad para
canalizar sus quejas, los manifestantes han recurrido al vandalismo
autodestructivo. Es decir, mientras que los carismáticos populistas
latinoamericanos tienden a poner nerviosos –con justa razón– a los líderes
occidentales, Chile demuestra que pueden desempeñar una función vital" (5).
Además, en esas semanas de una euforia colectiva que se
producía al reconstituirse la comunidad humana, la Historiografía oficial fue
cuestionada derribando una gran cantidad de estatuas y monumentos a los
dominadores coloniales y republicanos, civiles y militares.
Estas acciones de
“des-monumentalización” no son nuevas: en cada brote de revuelta y revolución
social se han apreciado, desde 1789 a 1871, y después del estallido chileno y
la revuelta norteamericana del 2020 ante el asesinato policial de George Floyd
se esparcieron por varios países más, provocando incluso que gobiernos locales
progresistas prefirieran retirar las estatuas más ofensivas de esclavistas y
genocidas.
El 29 de
octubre en Temuco es derribado masivamente un busto de Pedro de Valdivia, para
ser luego arrastrado con una cuerda y “empalado” a los pies de una estatua de
Lautaro. En La Serena el 20 de octubre
fue derribado e incendiado un monumento a Francisco de Aguirre, cruel exterminador
del pueblo diaguita, y en su reemplazo se instala a Milanka (mujer diaguita). El
4 de noviembre en Punta Arenas es derribado el monumento al exitoso emprendedor
y exterminador de fueguinos José Menéndez, para ser depositado a los pies de la
estatua del indio patagón en la Plaza de Armas y reemplazado por un homenaje al
pueblo selk´nam (6).
La cresta de
la ola del proceso vivido en la primavera del 2019 parece haberse producido
entre el martes 12 y el viernes 15 de noviembre: lo que Vienet analizando el 68
llamó “el punto culminante”, justo antes de dar paso al “restablecimiento del
Estado”. Muchos de los detalles de lo que pasó y se decidió en esos días no los
vamos a conocer jamás.
12 de noviembre
Coincidiendo con el día de los enamorados, la historiadora de
derechas Lucía Santa Cruz, consejera del Instituto Libertad y Desarrollo,
compartió en El Mercurio una columna en que refería la existencia de un
interesante “juego de historiadores” consistente en decidir qué acontecimientos
del presente iban a ser vistos a futuro como grandes hitos o puntos de
inflexión.
“¿Cuáles serán los eventos que marcarán la interpretación
historiográfica de la crisis actual, esa que yo me resisto a llamar 'estallido
social' y reconozco mejor en el concepto de insurrección?”, se preguntaba doña
Lucía aplicando el ejercicio al presente.
Tras referir al ambiente previo que señala como de
“legitimación de la violencia”, y
señalar que “los atentados terroristas al metro del 18 de octubre, y la marcha
de protesta del 25, aparecerán como datos importantes" (7),
la historiadora concluía que: “el evento más importante, más radical y
sustantivo de la crisis, aunque indebidamente, ha pasado desapercibido y
ocurrió el 12 de noviembre, el día más violento hasta hoy, cuando estuvimos al
borde del abismo, hasta que el Presidente Piñera optó por intentar una salida
pacífica, por medio de un acuerdo político” (8).
Coincido con esta señora en que el 12 de noviembre fue el
momento más intenso de toda la revuelta chilena.
El 18 de octubre ya había mostrado la fuerza de un cataclismo
social, y sólo ocurrió en la Región Metropolitana. La huelga general del lunes
21 de octubre, en que los niveles de represión y la resistencia fueron tan
impresionantes que dieron para hablar de “La Batalla de Santiago” (9):
el mismo nombre que se le dio al 2 de abril de 1957. Para la huelga general
convocada para el 12 de noviembre ya todo el pueblo insurrecto en todo el país tenía
instintivamente claro qué hacer y en tres semanas había aprendido a coordinarse
y usar las mejores tácticas, atreviéndose incluso a atacar no sólo comisarías
sino que recintos militares. Los militares ya no estaban en la calle, y la
policía había generado el más alto e intenso nivel de odio tras matar a palos y
patadas a Alex Nuñez en la Estación Del Sol, y haber causado centenares de
lesiones irreversibles, como el cegamiento de Gustavo Gatica el viernes previo.
Superando con creces cuantitativa y cualitativamente la detonación inicial, creo
que el estallido llegó en ese momento a su punto más alto.
Durante el día se había anunciado una cadena nacional de
Piñera para las nueve de la tarde. Tres semanas de intensa represión ya estaban
generando un efecto en la psiquis colectiva: la reaparición del temor a un
golpe de Estado. Este elemento es clave en la cultura popular y de izquierda en
Chile, y fue clave a mi juicio en movilizar el voto “antifascista” contra Kast
y darle finalmente el triunfo a Boric en diciembre de 2021. En noviembre del
2019 este temor colectivo funcionó como una especie de lastre en relación al
empuje mostrado por la multitud, que ya había desafiado a las tanquetas permaneciendo
en la calle “¡sin miedo!”.
El presidente Piñera demoró casi dos horas en salir a hablar
desde La Moneda, y cuando finalmente lo hizo su alocución resultaba bastante
poco comprensible. Tras hacer ver que la violencia había alcanzado un punto
nunca antes visto, y reconocer que las dos policías (Carabineros e
Investigaciones) estaban totalmente sobrepasadas…anunció que iban a llamar a
los “reservistas” de ambas instituciones para colaborar con sus labores.
Finalmente, señaló que “todas las fuerzas políticas, todas las organizaciones
sociales, todas las chilenas y chilenos de buena voluntad tenemos que hoy día
unirnos en torno a tres grandes, urgentes y necesarios acuerdos nacionales:
Primero, un acuerdo por la paz y contra la violencia que nos
permita condenar en forma categórica y sin ninguna duda una violencia que nos
ha causado tanto daño, y que también condene con la misma fuerza a todos
quienes directa o indirectamente la impulsan, la avalan o la toleran.
Segundo, un acuerdo para la justicia, para poder impulsar todos
juntos una robusta agenda social que nos permita avanzar rápidamente hacia un
Chile más justo, un Chile con más equidad y con menos abusos, un Chile con
mayor igualdad de oportunidades y con menos privilegios.
Y tercero, un acuerdo por una nueva constitución dentro del
marco de nuestra institucionalidad democrática, pero con una clara y efectiva
participación ciudadana, con un plebiscito ratificatorio para que los
ciudadanos participen no solamente en la elaboración de esta nueva
constitución, sino que también tengan la última palabra en su aprobación y en
la construcción del nuevo pacto social que Chile necesita”.
Lo que en verdad se sabe de lo que ocurrió ese día en La
Moneda es que se había decidido declarar otro estado de excepción y sacar
nuevamente los militares a la calle. Los
ministros Blumel, Rubilar y Espina no estaban de acuerdo. A las 21 horas Piñera
conversó telefónicamente con el general Martínez, comandante en jefe del
Ejército. A nombre de los militares Martínez manifestó no estar disponibles
para sacar las castañas del fuego sin garantías de que no serían perseguidos
por eventuales violaciones de derechos humanos.
Como destacan Landaeta y Herrero: “los abogados del Ejército se habían
dado cuenta de que, en medio del apuro y el caos de la noche del viernes 18 de
octubre, los papeles legales dejaban como principal responsable de cualquier
delito a los jefes de la Defensa Nacional y no al presidente de la república.
Como no había memoria reciente de un procedimiento de esa naturaleza en
Santiago desde septiembre de 1986 —después del fallido atentado a Pinochet—, la
comandancia en jefe mandó a desempolvar los archivos de esa época. Y, en
efecto, los documentos legales estipulaban que el responsable final de
cualquier acto imputable durante el estado de emergencia era el presidente. En
palabras simples, si se les pedía salir nuevamente a las calles, los documentos
debían decir de manera clara que el responsable legal era Sebastián Piñera” (10) .
Los abogados del gobierno respondieron que algo así resultaba imposible. De ahí
habría surgido la disyuntiva: “¿sacamos de nuevo a los militares o entregamos
la constitución?”
Luego de la conservación con Martínez el presidente
reflexionó y finalmente se decidió. En
rigor, las opciones que tenía eran tres: sacar los militares a la calle, llegar
a un acuerdo con la oposición, o renunciar. La primera fue descartada puesto
que los militares no querían asumir ellos el costo de controlar el orden
público, y la egolatría soberbia que caracterizaba al mandatario nunca le llevó
a considerar en serio la tercera. Gran
parte de la derecha presionaba por la solución militar, pues como expresaba un
asesor de confianza del presidente “Mira, si tienen que morir cincuenta,
cien o doscientos sería terrible, pero si ese es el costo por pacificar el
país, habrá que hacerlo. ¡Si esto no puede seguir así!” (11).
Mientras elaboraba el extraño discurso que pronunció esa
noche, mandató al ministro Blumel (sucesor del caído Chadwick) a tomar contacto
con los partidos de oposición. Al llegar el ministro a su casa, donde lo
esperaban los senadores Harboe y Quintana (del Partido por la Democracia), les
dijo: “Hoy para todos los efectos es 10 de septiembre de 1973 y de nosotros
depende que mañana no sea 11 de septiembre” (12).
Entre el 13 y el 14 de noviembre sectores de izquierda
llamaron a “evitar provocaciones”, dado que el 14 se cumplía un año desde el
asesinato policial de Camilo Catrillanca en el Wallmapu.
El jueves 14 estaba anunciada una visita de diputados del
Frente Amplio al profesor Roberto Campos, primer caso emblemático de prisión
política, al ser encadenado por Ley de Seguridad del Estado al haber sido
captado por cámaras pateando un torniquete el 18 de octubre. Ese mismo día se
supo que el diputado Boric finalmente no iría a verlo en la Cárcel de Alta
Seguridad, porque según declaró a 24 horas: “Yo no voy a asistir en este
momento a una reunión de esas características porque estoy dedicado, a
tiempo completo, a colaborar en encontrar acuerdos para el momento que estamos
viviendo”. Además aprovechó de aclarar que “aplicarle la Ley de Seguridad
Interior del Estado nos parece que es una medida desproporcionada, sin
perjuicio del error que él ha cometido” (13).
El “error” era en realidad uno más de los millones de gestos individuales
y colectivos que dieron origen a la revuelta. Como declaró luego Campos:
“Sentía rabia por las injusticias sociales, porque ser profesor no es fácil (…)
No tengo cubiertos mis derechos sociales básicos, la salud, por ejemplo. Y todo
lo que ha sucedido a lo largo de la historia con los profesores, la deuda
histórica, que posiblemente cuando jubile voy a ganar el sueldo mínimo y fueron
todas esas injusticias que en ese momento me obnubilaron y le pegué al metro,
le pegué al torniquete” (14).
De haber un error en esta acción, seguramente fue el no haberse preocupado de ocultar
su rostro, lo cual no sólo sirve para evadir la acción policial (pues hasta el
Derecho Penal burgués reconoce el derecho a no auto incriminarse), sino que
además porque -como dijo una vez el joven filósofo Antonio Negri- al ponerse la
capucha uno se desindividualiza y pasa a fundirse con la comunidad humana
proletaria.
No necesitamos explayarnos acerca de la importancia de gestos
como el de Boric para el espectáculo de la realpolitik. Lo que está
claro es que para el entonces diputado la alternativa se planteaba en términos
absolutos: o estaba con la revuelta visitando a sus presos, o con el Gobierno y
el Congreso jugándoselas por salvar al Estado y evitar que el pueblo genere una
ruptura institucional haciendo caer al presidente, lo que para todos los
concertacionistas y frenteamplistas implicaba “dañar la democracia”. Nunca fue
una opción para él vincular una cosa a otra, poniendo como un punto base de las
negociaciones la libertad de los presos de la revuelta y la sanción de las
graves violaciones de derechos humanos cometidas por agentes del Estado.
La elección de Boric no fue un “error” ni nada de eso sino
una demostración más de que, tal como dijo Karl Marx, “para el Estado no existe
más que una ley única e inviolable: la supervivencia del Estado”. El partido
del orden contra el partido de la anarquía.
15 de noviembre: Acuerdo por la Paz Social. La canalización
institucional de la revuelta y el restablecimiento del Estado
“El descontento social que se expresó durante los últimos
meses sigue presente, no se puede esconder debajo de la alfombra, y tenemos que
canalizarlo institucionalmente” (diputado Gabriel Boric, 2020).
En este punto es que parece claro en retrospectiva que
mientras el sector más conservador del partido del orden clamaba por sacar una
vez más pero ahora sí en serio a los militares a la calle en una especie de
autogolpe defensivo, fue una vez más la versión actual de la socialdemocracia
progresista la que movió todos los hilos necesarios para rearticular al mando
político del Estado y propiciar una auténtica salida contrarrevolucionaria que,
sin romper con las reglas de la democracia formal, lograra desviar la potencia
de la revuelta hacia los cauces institucionales, apagándola lenta pero inexorablemente
mientras se regresaba a una “nueva normalidad” que cuatro meses después
implicaba nuevos estados de excepción constitucional e intensas medidas
restrictivas de derechos a causa de la pandemia de coronavirus.
Varios detalles de lo que pasó entre el 13 y el 15 de
noviembre fueron señalados dos años después en un reportaje de The Clinic
titulado “’De acá no se mueve nadie hasta que lleguemos a acuerdo’: 14
protagonistas del 15N revelan episodios de ese día histórico” (15).
Significativo resulta lo que dice Jaime Quintana (PPD, en ese entonces
presidente del Senado): “Así como se había producido el momento de la sociedad
el 25 de octubre, con la marcha más grande que nadie podía sacar de su
retina y su mente, éste fue el momento de la política. Algunos críticos dicen:
‘esto debió haber sido en la calle, en una asamblea’… ¡Por favor! La política
fue un instrumento que, en ese momento, funcionó bien”. Nótese que Quintana
omite referir el 18 de octubre: el “momento insurreccional” que accionó el
“momento social”.
Mario Desbordes (ex carabinero y presidente de Renovación
nacional en ese momento) lo plantea así: “Fue un día bisagra para el chileno,
donde pudieron haber caído todas las instituciones y haber tenido una anarquía
o una guerra civil, y lo que se logró fue encausar esto por una vía democrática”.
El senador Alfonso de Urresti (PS) señala entre las cosas
anecdóticas de esa jornada “la solicitud de cambio de nombre, de Asamblea
Constituyente a Convención Constitucional, que planteaba la derecha porque
claramente era una derrota completa para ellos y al menos querían salvar el
nombre”.
Tal vez lo más revelador son los recuerdos del senador Harboe
(luego elegido convencional constituyente): “un momento inolvidable fue cuando
se bajó Convergencia Social, después de que Gabriel Boric estuvo
todo el día negociando. Entonces él dijo ‘estoy en dudas de qué hacer’ y yo
tuve una conversación larga y franca con él. Y él tomó la decisión valiente y
responsable de perseverar en el acuerdo a pesar de que su partido se había
bajado y eso era muy importante para que el acuerdo no se viera como de la
Concertación. Eso me emocionó mucho”.
Con justa razón: sin Boric el acuerdo al que llamó el
gobierno de Piñera no habría funcionado como factor clave para desmovilizar a las
masas que hasta ese día tenían el país paralizado y alzado. Lo cierto es que
Boric fue el único que firmó el Acuerdo Nacional a título personal. El Partido Comunista
de Chile no se decidía, pero ahí estaba, y aunque finalmente no firmaron, de
todos modos Quintana recuerda que en el edificio del Congreso en Santiago “estaban
los principales actores sociales del momento, léase Bárbara Figueroa de
la CUT, el Presidente del Colegio de Profesores, el de No más
AFP, varios otros dirigentes”. Es decir, tal como en 1968, el estalinismo político
y social estaba ahí en pleno, pues como dijo Debord en 1979, “la cabra siempre
tira para el monte y un estalinista se encontrará siempre en su elemento en
donde sea que se respira un olor a crimen oculto de Estado” (16).
No vale la pena explayarse mucho sobre lo que ocurrió
posteriormente con el plebiscito de entrada y el proceso constituyente, pues
eso sí ha estado en la tribuna noticiosa al punto que se ha ido olvidando el
origen de este itinerario de posible transformación institucional.
Las manifestaciones siguieron luego del anuncio del acuerdo
que se produjo casi a las 3 de la madrugada. Ese mismo viernes la represión
intensa mediante perdigones y lacrimógenas causó la muerte por infarto cardíaco
de Abel Acuña, uno de los miles que estaban en la Plaza Dignidad manteniendo
viva la protesta a pesar de las negociaciones.
Pero poco a poco, entre el verano, la pandemia y las
elecciones, la revuelta fue agotándose y se mantuvo sólo esporádicamente en las
protestas del hambre y por ayudas económicas durante el encierro pandémico, y
cada viernes en la Plaza Dignidad, exigiendo la libertad de los presos de la
revuelta.
Tras triunfar por casi un 80% la opción Apruebo en el
plebiscito de entrada, rechazando por la misma diferencia la posibilidad de una
“Convención Mixta” entre delegados elegidos directamente y representantes del
Congreso, las posteriores elecciones de delegados para Convención
Constitucional dejaron a la derecha con menos de 1/3, con lo cual se le
complicaba al menos formalmente su labor de defensa del orden previo, puesto
que parte del acuerdo del 15-N consistió en establecer un quórum de 2/3 para
modificar las regulaciones constitucionales actuales. No deja de ser
tragicómico que un año después de la instalación de la Convención, antes de
poner fin a su misión y plebiscitar su propuesta de Nueva Constitución, ya
quedó establecido un mecanismo inédito mediante el cual es el Congreso quien
tendrá a su cargo implementarla en caso de que sea aprobada, con un quorum de
4/7 para modificar su contenido, con lo cual -en palabras de un connotado
experto- “sigue dejando a los partidos herederos de la dictadura con la llave
de cualquier cambio constitucional” (17).
Es el mismo Congreso que un 80% de los electores en octubre del 2020 exigió que
no metiera sus manos en la Nueva Constitución. El mismo Congreso que ha seguido
gobernando desde octubre del 2019 hasta ahora en base a estados de excepción, que
en febrero del 2020 aprobó la “Ley antibarricadas” (algo que ni la dictadura hizo)
y el mismo Congreso que nunca aprobó el proyecto de indulto general para los
presos del estallido presentado por algunos senadores en diciembre de 2020.
En un texto en que analizaba esa propuesta legal me referí a
la declaración aprobada por la Convención Constitucional en su tercera sesión,
donde señalaba que “la violencia que acompañó los hechos de Octubre
fue consecuencia de que los poderes constituidos fueron incapaces de abrirnos
una oportunidad para crear una Nueva Constitución y hoy que estamos comenzando
el trabajo de la Convención deben hacerse cargo de aquello” (18).
Si con ese acto inaugural la amplia mayoría de los constituyentes estaban
evitando ser parte del “espectáculo penoso” que hace un siglo Benjamin
denunciaba en “los parlamentos” que “no guardan en su conciencia las fuerzas
revolucionarias a las que deben su existencia” (19),
hay que destacar que pocas semanas después varios de los firmantes -así como
los nuevos gobernantes asumidos en marzo del 2022- negaban la existencia de
presos políticos e invitaban a tratar
las protestas de los viernes como una mera cuestión de orden público.
La
socialdemocracia en su versión actual (cuyas expresiones abarcan desde el
estalinismo renovado del PC, al neoliberalismo progresista del PS y la generación
de recambio neo concertacionista identitaria, paritaria y “decolonial”
expresada en el Frente Amplio) logró canalizar exitosamente una insurrección de
una magnitud y forma inusitada, evitando que el momento negativo de la revuelta
se expresara en una verdadera revolución política. Para ello se necesitaba
derrocar el antiguo régimen, y a partir de ahí reconstruir las relaciones sociales
e inventar otra forma de convivencia colectiva entre los pueblos. No llegamos a
ese momento porque la energía fue desviada en el momento justo, y el pueblo
anárquico que hizo la revuelta fue disuelto y la colectividad fue atomizada
nuevamente en un gran conjunto de estadísticas y electores individuales: el
pueblo que en pocas horas hizo lo que por décadas parecía imposible ha quedado
degradado por el “boricismo” a algo así como un club de fans.
Finalmente, antes
de que se cumplen tres años del gran acontecimiento, el borrador de Nueva
Constitución entregado a las autoridades y la ciudadanía el 4 de julio de 2022 ya
logró la proeza de eliminar de su texto toda referencia al “estallido social”. Frente
a la magnitud y clarividencia de esta jugada maestra de la burguesía chilena,
el que finalmente gane el apruebo o el rechazo en el plebiscito de salida son
variaciones menores respecto al resultado general asegurado: el
restablecimiento de la esencia del amor al orden propio del partido portaliano,
caracterizado desde los inicios de la República de Chile por “la idea de que los pueblos no tienen
capacidad alguna de gobernarse, de plantear sus leyes porque, según esta
mirada, carecerían de cualquier virtud cívica” (20).
En gran
medida lo que ocurrió a partir del 15-N hasta hoy fue la crónica de un
desangramiento anunciado, pues al parecer la convocatoria a procesos
constituyentes es a estas alturas una ya clásica maniobra de la clase dominante
en el momento en que estalla una revolución negativa (la revuelta) y necesita
evitar que se transforme en revolución positiva (la reconfiguración de un nuevo
orden). Por eso es que, en nuestra época -como ha dicho el Comité Invisible-
las insurrecciones finalmente llegaron, pero se estrangulan en la fase del
motín.
[1] Paolo Virno, “Do you remember
counter-revolution?” Apéndice a Virtuosismo y revolución, Madrid,
Traficantes de Sueños, 2003.
[2]
No me he topado con muchos análisis sobre esta modalidad específica que adoptó
la represión en ese momento. Yo mismo redacté el texto “Violencia sexual y
mutilación masiva como política represiva” (El Desconcierto, 29 de noviembre de
2019. Incluido en Julio Cortés Morales, La violencia venga de donde venga.
Escritos e intervenciones de antes y durante la revolución de octubre,
Vamos hacia la vida, 2020), y también existe el texto de Cristóbal Durán y Silvana
Vetö titulado “La ‘rostridad’ en el estallido social chileno de 2019: acerca de
la estrategia político-policial de mutilación ocular”, en Logos: Revista de
Lingüística, Filosofía y Literatura, 31(1), 2021, págs. 202-217.
[3]
Equipo de Investigaciones de editorial Tempestades, Preámbulo a Rabia dulce
de furiosos corazones. Símbolos, íconos, rayados y otros elementos de la
revuelta chilena (2020).
[4]
Claudio Arqueros, “Matapacos”, El Líbero, 30 de enero de 2020. Incluido en: La insurrección chilena desde la mirada de la Fundación
Jaime Guzmán (2020), pág. 32.
[5] https://www.emol.com/noticias/Economia/2019/10/22/965141/Columnista-Bloomberg-aborda-crisis-Chile.html
[6]
Los actos de
desmonumentalización popular ocurridos desde fines del año pasado han sido
documentados en una publicación irregular llamada “La Descolonizadora” (Año
0, Día 90), en cuya
presentación se dice que “desmonumentalizar es una de las múltiples expresiones
del movimiento social que remeció los órdenes establecidos de forma salvaje a
partir de la evasión liceana”. En esos actos “fueron derrumbados podios del
conquistador español, como también, de agentes del estado chileno en el siglo
XIX. Porque la arremetida colonizadora no solo provino desde el imperio, sino
que también adquirió su forma en la república, desde la cual se invadió, se
exterminó y fueron usurpados los pueblos en nombre de la patria”. En su momento
realicé un resumen de acciones de este tipo, desde antes y hasta después de la
revuelta chilena, disponible en: http://carcaj.cl/desmonumentalizacion-popular-algunos-episodios/
[7]
En que “lo nuevo, lo radical, lo distinto, no fue la movilización social, que
ya tenía antecedentes anteriores semejantes, aunque menos masivos, sino que el
uso de una violencia altamente sofisticada, coordinada, organizada y simultánea
en los ataques”, y el que “detrás de estos movimientos radicalizados no
había meramente reivindicaciones sociales, sino un claro objetivo político, que
no era otro que la destitución del Presidente de la República” (el
subrayado es mío).
[8]
Lucía Santa Cruz, 12 de noviembre de 2019. El Mercurio, 14 de febrero de 2020.
En: https://lyd.org/opinion/2020/02/12-de-noviembre-de-2019/
[9]
El relato, incluido en este Reporte, fue editado en Argentina en una
“re-versión gráfica” del ilustrador Gustako Cornejo bajo el título de Evade
(Tren en movimiento, 2021). Disponible en: https://issuu.com/gustaffgustaco/docs/evadesubidaonline
[10]
Es lo que señalan Laura Landaeta y Víctor Herrero en el capítulo
pertinente de su libro “La revuelta” (Planeta, 2021). En: https://interferencia.cl/articulos/segundo-adelanto-del-libro-la-revuelta-capitulo-la-noche-de-los-fusiles-y-los-lapices
[11]
Conversación de un asesor no identificado con uno de los autores de “La
revuelta” (2021).
[12] Esta
es la versión que da el ex director de La Tercera, Cristián Bofill, en: https://www.ex-ante.cl/https-www-ex-ante-cl-la-noche-mas-tensa-de-la-crisis-de-octubre-el-dialogo-de-pinera-con-el-jefe-del-ejercito/
[13] https://www.publimetro.cl/cl/noticias/2019/11/14/gabriel-boric-diputado-profesor-metro-acuerdo-constitucion.html
[14]
Referido por Ignacio Abarca Lizana, “De cuando el pueblo chileno decidió
levantarse: pasajes de luchas de clases y sociales”, Introducción a: Varios
Autores, Contribuciones en torno a la revuelta popular (Chile
2019-2020), compilado por Ignacio Abarca, Kurü Trewa, 2020, pág. 15.
[15]
https://www.theclinic.cl/2021/11/15/a-dos-anos-del-15n-que-recuerdan-14-protagonistas-del-acuerdo-que-cambio-el-rumbo-del-pais/
Estas declaraciones íntimas sirven para complementar la sección “A confesión de
parte, relevo de pruebas” dentro del número especial de octubre 2020 del
boletín Ya no hay vuelta atrás, titulado La democracia es el orden del
capital. Apuntes contra la trampa constituyente, págs. 70-71.
[16]
Prólogo a la cuarta edición italiana de La sociedad del espectáculo.
Hablando de la participación de los estalinistas en el estallido chileno, una
vocera de este sector se destacó afirmando en un encuentro en Venezuela: “No es real lo que quieren decir los
medios de comunicación hegemónicos de que no estamos organizados o
que esto es una manifestación espontánea, eso no es verdad, sí estamos
organizados. Somos más de 100 movimientos sociales articulados en la Mesa de
Unidad Social que tienen dirigentes con los cuales el tirano Piñera no quiere
dialogar”. En: https://www.eldesconcierto.cl/2019/12/04/redes-quien-es-y-los-cuestionamientos-a-florencia-lagos-que-la-convirtieron-en-tendencia/.
[17] https://www.elmostrador.cl/tv/2022/07/15/constitucionalista-javier-couso-por-proyecto-de-quorum-de-4-7-sigue-dejando-a-los-partidos-herederos-de-la-dictadura-con-la-llave-de-cualquier-cambio-constitucional/
[18]
La declaración fechada el 8 de julio de 2021 demanda dar suma urgencia al
Proyecto de Ley sobre indulto general, además de otras medidas sobre reparación
integral a las víctimas de la represión, el retiro de las querellas por Ley de
Seguridad del Estado, desmilitarización del Wallmapu e indulto a los presos
políticos mapuche a contar el año 2001. Citada por Julio Cortés Morales,
“Rebelión y castigo. Consideraciones acerca de la criminalización del ‘estallido
social’ y el proyecto de indulto general a los ‘presos de la revuelta’”.
Anuario de Derecho Público, Universidad Diego Portales, 2021. En: https://derecho.udp.cl/cms/wp-content/uploads/2022/03/Anuario-Derecho-Publico-2021.pdf
[19] Benjamin,
Walter, Para una crítica de la violencia,
en: Estética y política. Buenos
Aires, Las cuarenta, 2009, p. 47.
[20]
Rodrigo Karmy, “¿Por qué no leen?”, La voz de los que sobran, 15 de junio de
2022. En: https://lavozdelosquesobran.cl/opinion/por-que-no-leen/15062022
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