lunes, febrero 13, 2023
El capitalismo hoy (y antes también), según Nancy Fraser
La siguiente «reseña»/resumen
del libro de Nancy Fraser Cannibal Capitalism. How Our System Is
Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It (Verso,
Londres y Nueva York, 2022, 190 págs.) hecha por Fernando Lizárraga fue publicada
por lxs compañerxs de Kalewche y me pareció lo suficientemente interesante para
reproducirla íntegramente acá. Sólo los destacados en negrita han sido
agregados para reforzar ciertos puntos que nos parecen clave. La lectura atenta
toma un cierto lapso de tiempo, que se acompaña bien escuchando “Unit Structures” de
la Cecil Taylor Unit (1966).
El capitalismo es un sistema
social caníbal. Devora ritualmente sus propias fuentes de sustento, se alimenta
de seres y recursos que están en su periferia (como un agujero negro canibaliza
a otros cuerpos celestes) y se come a sí mismo como el Uróboro. Con estas
imágenes, Nancy Fraser inicia su nuevo libro: Capitalismo caníbal. Cómo
nuestro sistema está devorando la democracia, el cuidado y el planeta –y qué
podemos hacer al respecto. A lo largo de seis capítulos, Fraser ofrece una
renovada visión panorámica del capitalismo, sobre coordenadas estructurales e
históricas. Se trata de una mirada muy amplia y general –pero no caprichosa–,
la cual es, vale decirlo, muy bienvenida. Sucede que el culto a lo micro
(síntoma y peste de la posmodernidad) hace que se mire con sospecha cualquier
intento de gran relato. Y Fraser se atreve a brindar precisamente eso: un gran
relato con una nueva gran concepción, tanto del capitalismo (capítulos 2-5)
como de un nuevo socialismo (capítulo 6). Suficiente entonces para quienes
protesten que Fraser no repara en tal o cual detalle, en tal o cual dato, en
tal o cual sutileza, en tal o cual frase tachada en una carta perdida que Marx
le envió a su yerno. Y basta ya, también, de cosas como: “Representaciones de
la lucha de clases en contexto de pandemia en el barrio que está al otro lado
de la vía en la localidad de Sauce Quemado, entre el 1 y el 5 de diciembre de
2020. Una aproximación exploratoria, tentativa y preliminar”. Lo que sigue es,
más bien, un apretado resumen del libro y no una reseña crítica en sentido
estricto (quiero evitarme, también, la insufrible crítica de la crítica
crítica).
Al concebir al capitalismo como
un sistema omnívoro (capítulo 1), Fraser afirma que hace falta ampliar la
concepción tradicional, predominantemente marxista, del capitalismo.
Dirigiéndose a los “ancianos” (elders) del marxismo, les reprocha no
haber incorporado suficientemente los reclamos raciales, ecológicos,
feministas, poscoloniales, etcétera, por lo cual no pudieron captar la
dimensión cabal de la crisis de nuestra época. Es la conocida acusación al
economicismo que se concentra demasiado en el punto de la producción. Al mirar
aquello que está detrás de Marx, Fraser observa que el capitalismo no es un
sistema económico sino mucho más: un “orden social institucionalizado”. En la
teoría marxista ortodoxa, dice Fraser, el capitalismo se define por la
propiedad privada de los medios de producción, la existencia de un mercado
laboral “libre” en un doble sentido (no esclavizado y sin medios de producción
propios), la auto-expansión del valor y el predominio del mecanismo de mercado.
Todo esto es lo que Marx se jactaba de haber revelado tras penetrar en la
“oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: ‘Prohibida la entrada
salvo por negocios’”. Fraser quiere ir más allá de esa sede oculta, curiosear
en lo que hay detrás y revelar que allí están las “condiciones de trasfondo”
sobre las que se erigen los elementos centrales del capitalismo.
Para empezar, hay que determinar
de dónde viene el capital; y aquí, siguiendo a David Harvey, Fraser afirma que
la acumulación primitiva es un proceso que aún continúa. Así, marca un contraste
clave entre la explotación y la expropiación; la primera es el relato visible,
la segunda es la historia invisible. Hay aquí un primer cambio epistémico. El
secreto dentro del secreto es que “detrás de la coerción sublimada del trabajo
asalariado, reside la violencia del robo directo” (p. 8). Marx describió el
proceso de expropiación, pero no lo teorizó suficientemente como condición
permanente de la explotación. Para Fraser, este es el punto nodal: oculto tras
lo oculto está la continua expropiación, como precondición de la explotación.
La explotación, que se hace bajo la apariencia del contrato, es posible gracias
a la confiscación que opera sobre otros. Escribe Fraser: “[l]os trabajadores
doblemente libres transforman las saqueadas ‘materias primas’ con máquinas que
son impulsadas por fuentes de energía confiscadas. Sus salarios se mantienen
bajos gracias a la disponibilidad de alimento producido por trabajadores
rurales endeudados, en tierras que han sido robadas, y de bienes de consumo
producidos en los sweatshops por ‘otros’ no-libres y
dependientes, cuyos costos de reproducción no están totalmente recompensados. La
expropiación, entonces, subyace a la explotación y la vuelve rentable. Lejos de
estar confinada a los inicios del sistema, es un elemento intrínseco de la
sociedad capitalista, tan constitutivo y estructuralmente afincado como la
explotación” (p. 15).
Esta diferenciación entre las dos
«equis» (explotación y expropiación), insiste Fraser, supone una
diferenciación clave en la composición de la estructura y la dinámica de
clases. Por un lado, están los trabajadores explotables y, por otro, los
expropiables. Los primeros gozan de derechos ciudadanos, cierta protección
estatal y disponen de su fuerza de trabajo; los “otros” expropiables, en
cambio, no tienen defensa y pueden ser violentados sin miramientos. Aunque son
todos integrantes de las clases productoras, existen “dos categorías de
persona”: los que simplemente pueden ser explotados y otros que están
destinados a la expropiación. Esta, dice Fraser, es otra línea de fractura
institucionalizada en el capitalismo actual, “estructuralmente enclavada como
aquellas [que existen] entre producción y reproducción, sociedad y naturaleza,
y cuerpo político y economía” (p. 16). Más aún, para la autora, la dupla ex–ex corresponde
casi exactamente a la “línea de color global”, en cuyo Sur conceptual están las
poblaciones racializadas, quienes sufren las mayores opresiones, desposesiones,
genocidios y otras injusticias estructurales del imperialismo (además de
sobrellevar el peso mayor de la huella ecológica del sistema).
El segundo desplazamiento
epistémico va desde la producción social a la reproducción social. Esta última
es, nuevamente, condición de trasfondo de la primera: incluye esencialmente el
trabajo reproductivo, la interacción que produce personas y lazos sociales, y
las tareas de cuidado en general. Esta oculta sede detrás de la oculta sede es
precondición del capitalismo; se despliega fuera del mercado laboral, pero es
necesaria para su existencia. La reproducción social, en suma, es indispensable
para la producción de mercancías. Esta división está profundamente engenerizada
en perjuicio de las mujeres y no es una constante histórica, sino resultado de
la propia dinámica del sistema. El capitalismo caníbal, alega Fraser, no hace
otra cosa que devorar las propias fuentes de la reproducción social, sin
reposición, cancelando así sus propias condiciones de reproducción.
La misma lógica se aplica, en
tercer lugar, a la relación con la naturaleza, la cual es canibalizada como
precondición para la dinámica de producción capitalista. La naturaleza –que
Fraser define en tres acepciones en el capítulo 4– es concebida como una fuente
inagotable de recursos “gratuitos”, capaz de renovarse permanentemente. Marx
oportunamente habló de la fractura metabólica, recuerda Fraser
–quien sigue la obra ecosocialista de John Bellamy Foster y Michael Löwy, entre
otros– y denunció la ineficacia y la depredación en las prácticas agrícolas.
Pero la ruptura se ha hecho más aguda y los cercamientos no cesaron, puesto que
el capitalismo sigue adueñándose y transformando la naturaleza, ya no con muros
sino con patentes de propiedad intelectual. La crisis ecológica que este
derrotero ha generado es evidente y atraviesa los diversos regímenes de
acumulación capitalista en el tiempo. Por último, en el ámbito político, el
capitalismo caníbal también se engulle las normas e instituciones que ha creado
para su propia reproducción. La división entre el poder económico y el poder político
es cada vez mayor, no solo a nivel doméstico sino –y sobre todo– a nivel
internacional, de modo que la gobernanza global en manos de las grandes
corporaciones mina las propias condiciones de reproducción del capital. Y esto
ilumina, enfatiza Fraser, el hecho de que el ámbito político también es una de
las condiciones de trasfondo sobre las que se erige la posibilidad del
capitalismo.
Para Fraser, todas estas
condiciones de trasfondo son “no-económicas” y es preciso situarlas en el
centro de una concepción socialista, a la par de la explotación; en otras
palabras, hay que resituar la narrativa marxiana sobre la explotación junto a
estas cuatro narrativas de trasfondo (expropiación, reproducción social,
ecología y poder político), con lo cual también pueden articularse de un modo
más claro las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, ecológicas,
antiimperialistas y antirracistas. El punto, dice Fraser, consiste en
comprender que el capitalismo no es simplemente un sistema económico, sino
un tipo de sociedad; en rigor, la dimensión económica y mercantilizada es sólo
una parte, ya que la sociedad como totalidad “depende para su existencia de
zonas de no-mercantilización, que el capital canibaliza sistemáticamente” (p.
18). En suma, el capitalismo es un “orden social institucionalizado”
definido por un conjunto de separaciones interrelacionadas
(explotación-expropiación; producción-reproducción; economía-política; mundo
humano-naturaleza).
En función de estos dominios,
cada cual con su propia normatividad, también cambian la dinámica y la forma de
la conflictividad. A través de su historia, en el capitalismo se han librado
siempre “luchas de frontera” (boundary struggles), es decir, en torno a
las delimitaciones de los dominios mencionados. Pero estas zonas no-económicas,
afirma Fraser, no tienen un mero rol funcionalista, en el sentido de
posibilitar la expansión constante del dominio económico y su forma específica
de lucha de clases entre el capital y el trabajo; son dominios
interrelacionados y que a la vez tienen sus propias ontologías de práctica
social e ideas normativas. Y estas normatividades complejas, que son propias
del capitalismo, constituyen zonas de disputa y no siempre con ideas
anticapitalistas, advierte Fraser, ya que no son exteriores al sistema (22-23).
El capitalismo como sociedad tiene una tendencia constitutiva a la propia
desestabilización, esto es, a la crisis permanente y a comerse la cola, como el
Uróboro.
Tenemos entonces, según Fraser,
cuatro contradicciones en el capitalismo: la ecológica, la social, la política
y la racial/imperial, cada una como origen de algún tipo especial de crisis,
cada una vinculada inextricablemente una contradicción estructural entre la
economía y las condiciones de posibilidad del sistema. Nuevamente, recalca
Fraser, el sitio del conflicto es la frontera entre los distintos dominios,
esto es, entre producción y reproducción, economía y política, humanidad y
naturaleza, explotación y expropiación. Las luchas de frontera se dan, a
diferencia de la clásica lucha de clases, sobre el punto de separación de las
zonas no-económicas respecto de la economía. La lucha anticapitalista, enfatiza
Fraser, “es mucho más amplia de lo que los marxistas han supuesto
habitualmente” (p. 25).
Tras esta presentación general,
Fraser analiza con mayor detalle cada una de las formas de canibalización,
desde un eje estructural y un eje histórico, y a partir de una periodización
del capitalismo que distingue cuatro etapas, a saber: capitalismo mercantil,
capitalismo liberal-colonial, capitalismo administrado por el Estado, y
capitalismo neoliberal globalizado o financiero. Como veremos, cada una de las
contradicciones de trasfondo adquiere una forma específica en cada fase del
capitalismo.
En el capítulo 2, Fraser define
al capitalismo como un glotón que se regodea en el castigo sobre los pueblos
racializados y, por ello, afirma que es un sistema estructuralmente racista.
Fraser no ignora la gran tradición de marxismo negro, desde W. E. B. Du Bois
hasta Angela Davis o Cornel West, pero el terreno parece dominado por la ya
prolongada moda postestructuralista. Frente a la pregunta de si el capitalismo
es necesariamente racista, la repuesta de Fraser es que existen bases
estructurales para que así sea y que esto también ha variado a lo largo de la
historia. La base estructural es la combinación de explotación y expropiación.
El marxismo clásico vio con claridad el mecanismo estructural de la explotación
y de la dominación, pero no hizo lo mismo con la opresión racial y su
combinación con los anteriores, alega Fraser. Para la autora, Marx no le dio
suficiente importancia al rol del trabajo no asalariado, no-libre, y
dependiente, como tampoco a las configuraciones políticas que concedían
ciudadanía y derechos a los asalariados, pero no hacía lo propio con otros
agentes a los que les asignaba menor jerarquía. El trabajo dependiente y la
sujeción política, entonces, definen la situación de expropiación. Y esta
última está inextricablemente unida al racismo.
La expropiación, como
confiscación de capacidades y recursos –especialmente en la periferia, pero
también en las periferias internas de los núcleos capitalistas–, puede abarcar
muchos activos: trabajo, tierra, energía, seres humanos con sus órganos y
capacidades reproductivas, etcétera. La lógica de la expropiación es que baja
los costos y aumenta las ganancias de la explotación, al obtener recursos
baratos y brindar medios de subsistencia a bajo costo. Al confiscar a los
sujetos dependientes puede explotar mejor a los trabajadores doblemente libres.
“Detrás de Mánchester está Mississippi”, sentencia Fraser. En este punto, la
política y la economía se entrecruzan para delimitar la línea de color, ya que
son los estados mismos los que confieren ciertos derechos a los trabajadores
libres y los niegan a los sujetos dependientes de las periferias. El sistema
internacional de estados, obviamente, hace su trabajo. Y así, el núcleo en la
geografía imperialista está ocupado por los trabajadores mayoritariamente
blancos mientras que la periferia es el mundo racializado de no-ciudadanos, de
sujetos dependientes. Fraser señala que esta situación también refleja
dinámicas de lucha diferentes, ya que en el núcleo los antiguos campesinos y
artesanos “se convirtieron en ciudadanos-trabajadores explotables a través de
procesos históricos de compromiso de clase, que canalizaron sus luchas por la
emancipación hacia sendas convergentes con los intereses del capital” (pp.
38-39). Los expropiados, en cambio, no llegaron a tal compromiso y fueron
aplastados sin compasión. Esta separación contribuyó a que “la marca de la
‘raza’ [se convirtiera en un] signo de violabilidad” (p. 40).
En este tramo del capítulo 2,
Fraser comienza a situar las contradicciones de trasfondo
(explotación-expropiación, en este caso) dentro de los cuatro regímenes
históricos de acumulación. En tiempos del capitalismo mercantil –entre los
siglos XVI y XVIII–, explica la autora, se produce la expropiación que
corresponde a lo que Marx llamó acumulación primitiva, esto es, la expropiación
violenta de “cuerpos, trabajo, tierra y riqueza mineral” tanto en Europa como
en América y África. En esta etapa, casi todos los trabajadores son
dependientes; aún no ha surgido masivamente el trabajador doblemente libre. En
la era de capitalismo liberal-colonial, las dos «equis» (expropiación y
explotación) se vuelven más distinguibles, con la gran industria, la
consolidación del proletariado industrial en el núcleo y la profundización de
la opresión, expropiación y racialización de la periferia. El mundo queda claramente
dividido entre los sujetos dependientes racializados de la periferia y el
trabajador “blanco” explotable del núcleo. En la era del capitalismo
administrado por el Estado, la combinación de las dos «equis» se torna más
profunda, especialmente con el sistema de pago diferencial a favor de los
blancos, es decir, con una escala salarial dual. En el núcleo, emerge el grupo
que es simplemente explotado, ya que no es expropiado (excepto quizá en parte
de las tareas de cuidado), mientras que la población racializada sigue siendo
expropiada y explotada. En la periferia, los estados poscoloniales mantienen
–con algunas excepciones– los procesos de expropiación pura. Lo novedoso, dice
Fraser, es el surgimiento de casos híbridos de explotación y expropiación, que
preanuncian lo que vendrá en la siguiente etapa del capitalismo.
En efecto, en el actual régimen
de capitalismo financiero (o financierizado, para ser literales), se expande el
híbrido expropiación/explotación y hay un cambio geográfico y demográfico de estos
fenómenos. La herramienta predilecta del nuevo sistema es la deuda o el
endeudamiento, de estados, comunidades y personas. En la periferia, las
poblaciones son expropiadas por nuevas deudas y apropiaciones forzosas; en el
centro, por la precarización del empleo que desprotege nuevamente las tareas de
cuidado, volcándolas otra vez sobre las familias, las comunidades y,
especialmente, las mujeres. Hay, dice Fraser, un “nueva lógica de subjetivación
política” y, en consecuencia, emerge “una nueva figura, formalmente libre, pero
agudamente vulnerable: el trabajador-ciudadano-expropiado-y-explotado”
(p. 49), que ya no está relegado a la periferia, sino que es norma
(racializada) en el régimen de acumulación financiera. Y si bien el borramiento
de la distinción expropiación-explotación pareciera brindar las condiciones
para poner fin al racismo, la concomitante inseguridad existencial masiva es
pasto para la ansiedad y la paranoia que –alentadas de diversas maneras–
exacerban el racismo. Frente a esto, cobra mayor relieve la disociación en las
luchas sociales. Para Fraser, “aquello que se entendía como lucha de clases
era demasiado fácilmente desconectado de las luchas contra el esclavismo, el
imperialismo y el racismo, cuando no dirigido directamente contra ellas” (pp.
49-50); y lo mismo ocurría con las luchas antirracistas, que a menudo
despreciaban las alianzas con las luchas laborales. La propuesta de Fraser, va
de suyo, es unificar las luchas de frontera en su totalidad, de manera que haya
alianzas que se opongan frontalmente al capitalismo en todos sus planos.
El capítulo 3 se centra en el
capitalismo como “tragador del cuidado” e inspecciona “por qué la reproducción
social es un enclave principal de la crisis capitalista”. El punto central aquí
es que el capitalismo se devora las actividades de cuidado –que mantienen
familias, comunidades, sostienen amistades, generan solidaridades, etc.– cuyo
fin último es reponer individuos de la especie, ahora y en las futuras
generaciones. El sistema capitalista se come las energías destinadas
precisamente a reemplazar los individuos que el mismo sistema consume. Y este
es un tema relativamente nuevo, eclipsado por el interés predominante en
aspectos económicos y ecológicos, dice Fraser. Hay un colapso del cuidado (care
crunch) debido a otra contradicción fundamental del capitalismo: la
reproducción social es una condición de trasfondo necesaria para la
acumulación, pero el sistema sólo se ocupa de consumirla y generar repetidas
crisis de cuidado. Aquí se expresa, una vez más, la tendencia inherente del
capitalismo a canibalizar las zonas más allá de lo económico, las zonas
no-económicas o no monetizadas que son condiciones de trasfondo para su
existencia. El capitalismo saca ventaja indebida de esas zonas, generando crisis
tras crisis. Como las tareas de cuidado han recaído históricamente sobre las
mujeres, Fraser advierte sobre la “nube de sentimientos” con que se ha
revestido esta tarea y las diversas invenciones de la femineidad que la
acompañaron. En general, se trata de un problema alojado en la frontera entre
la lógica de la producción y la reproducción.
Al historizar esta contradicción,
Fraser encuentra que, en el capitalismo mercantil, la reproducción social en la
zona núcleo estaba en manos de los mismos agentes que en la sociedad feudal:
las aldeas, los hogares y las redes familiares extensas, pero la conquista en
la periferia efectivamente destrozó estos lazos reproductivos (con sus
correspondientes y tempanas resistencias). Durante el capitalismo
liberal-colonial, mujeres y niños fueron arrastrados al trabajo industrial, con
la consecuente crisis de reposición de mano de obra y el escándalo moral de las
clases medias en torno a la disolución de las familias obreras y la
desexualización de las mujeres proletarias. Fraser subraya que Marx y Engels se
equivocaron al pensar que era el final de la familia trabajadora y el comienzo
de la libertad de las mujeres: en rigor, fue al revés, ya que el sistema
encontró formas de reconfigurar la familia y la dominación masculina. En el
núcleo europeo surgieron, entonces, mecanismos de protección de mujeres y
niños, que sirvieron para estabilizar el proceso reproductivo y “defender la
sociedad frente a la economía”, según la expresión de Karl Polanyi. Así, la
“amadecasificación” (housewifization) y la concepción de la mujer como
“ángel del hogar” vino a brindar cierta estabilidad que, por supuesto, no
alcanzaba a las mujeres pobres y racializadas que no tenían cómo cubrir las
exigencias de la familia victoriana. En la periferia, como siempre, no hubo
contemplaciones y continuó la depredación sin freno. El feminismo naciente se
encontró tironeado entre una protección social insuficiente y una tendencia a
la mercantilización del cuidado. La corriente emancipatoria que buscó superar esta
dicotomía no prosperó en ese momento.
Con la llegada del fordismo y el
capitalismo administrado por el Estado, en la segunda posguerra, las políticas
de bienestar social contribuyeron a proteger al capitalismo contra su propia
tendencia autodestructiva en términos de reproducción social y, a la vez, a
ahuyentar el fantasma de la revolución socialista. En muchos países, el Estado
se hizo cargo de proteger la reproducción y convertir a los hogares en sitios
de alto consumo de productos, con lo cual se dio una combinación de protección
y mercantilización. Si a esto se añade la ampliación de ciudadanía, se tiene un
compromiso de la clase trabajadora con el capital, un avance democrático, una
suerte de “edad dorada” que, lógicamente, funcionaba también sobre exclusiones.
Es que nunca se detuvo la expropiación en la periferia: el Norte Global se
benefició en términos de reproducción social a expensas del Sur Global, que
siguió proveyendo recursos y mano de obra expropiables. Pero las propias
limitaciones del Estado de Bienestar y el surgimiento de la Nueva Izquierda,
con su agenda emancipatoria en diversos ámbitos, pusieron en crisis el régimen
de posguerra y se dio paso al momento del capitalismo financiero. Entonces, se
retrajo la inversión pública en las tareas de cuidado, que volvieron a estar en
manos de familias y comunidades, y las familias se transformaron en espacios de
doble-ingreso (con suerte), que requerían trabajo precario para sostener la
reproducción social. Y en términos de luchas sociales, en este nuevo
escenario, se produce la “fatídica intersección de dos conjuntos de luchas” (p.
69): por un lado, el partido pro-mercado que buscaba la liberalización y
globalización económica; por otro, los nuevos movimientos sociales progresistas
con agendas contrarias a las jerarquías sexuales, raciales, religiosas,
étnicas, etcétera. De esta combinación surgió, alega Fraser, el “neoliberalismo
progresista, el cual celebra ‘la diversidad’, ‘la mertitocracia’ y ‘la
emancipación’ mientras desmantela las protecciones sociales y re-externaliza la
reproducción social. El efecto no sólo es el de abandonar a las poblaciones
indefensas frente las depredaciones del capital sino también el de redefinir la
emancipación en términos de mercado” (p. 69). Los movimientos emancipatorios,
desde los LGBTQ, ambientalistas, antifascistas y multiculturalistas, no fueron
siempre consecuentes y muchas veces prohijaron versiones afines al
neoliberalismo.
En el capítulo 4, Fraser se
concentra en explicar cómo la naturaleza está en las “fauces” del capitalismo y
cómo una ecopolítica necesita ser trans-ambientalista y anticapitalista. El
inicio de este tramo del libro es alentador: muchos movimientos sociales,
feministas, antirracistas, entre otros, están incorporando la cuestión
ambiental en sus reclamos. Hasta la socialdemocracia y sectores del populismo
(incluido el de derecha) se suman a la tendencia. La justicia ambiental está en
la cresta de la ola discursiva. En su análisis de la crisis ambiental, Fraser
apela a un argumento estructural, uno histórico y, finalmente, uno político. El
argumento estructural –sin negar que otros regímenes antiguos y contemporáneos
han sido poco amigables con la naturaleza– afirma que el capitalismo tiene una
tendencia inherente a generar crisis ambientales, ya que, como orden social
institucionalizado, parasita necesariamente los dominios no-económicos –la
infausta relación entre la economía y sus otros– y, entre ellos, la naturaleza
misma. Dice Fraser: “[m]ás que una relación con el trabajo, entonces, el
capital es también una relación con la naturaleza –una relación
caníbal y extractiva, la cual consume cada vez más valor biofísico para apilar
cada vez más ‘valor’, mientras descarta las ‘externalidades’ ecológicas” (p.
83). De este modo, como la naturaleza no puede renovarse ilimitadamente, el
capitalismo siempre está al borde de destruir sus propias condiciones
ecológicas de posibilidad.
En una formulación clave del
capítulo 4, Fraser afirma: “la sociedad capitalista hace que la
‘economía’ dependa de la ‘naturaleza’, mientras las divide ontológicamente.
Al exigir la máxima acumulación del valor, mientras define a la naturaleza como
algo que no forma parte de éste, tal arreglo programa a la economía para desconocer los
costos de reproducción ecológica que genera. Mientras esos costos aumentan
exponencialmente, el efecto es el de desestabilizar los
ecosistemas –y periódicamente alterar por completo el improvisado edificio de
la sociedad capitalista” (p. 84). Son las cuatro “D”: el capitalismo depende,
divide, desconoce y desestabiliza; es el Uróboro que se come su propia cola.
Por supuesto que Fraser no desconoce la existencia de agentes responsables de
todo esto, y por eso mismo enfatiza que las contradicciones reproductivas, de
cuidado, políticas y económicas están interrelacionadas y reclama una
ecopolítica anticapitalista. Asimismo, como en los capítulos previos, realiza
un sistemático trabajo conceptual –define a la naturaleza de tres maneras, las
cuales siempre están presentes– y ofrece una historización de regímenes de
acumulación socioecológica, en base a tres factores: método de extracción de
energía, de recursos y de disposición de residuos. El capitalismo mercantil
corresponde al momento del músculo animal; el capitalismo liberal-colonial al
domino del “rey carbón”; el capitalismo administrado por el Estado a la era del
automóvil; y el capitalismo financiero actual a los nuevos cercamientos
(derechos de propiedad y renovados extractivismos) sobre una naturaleza
financierizada.
Cómo el capitalismo hace una
carnicería con la democracia es el tema del capítulo 5. Tras denunciar el
politicismo de ciertas corrientes postestructuralistas y de la teoría
democrática, Fraser asevera que el capitalismo en todas sus formas siempre
contiene contradicciones que generan crisis políticas. Precisamente, el campo
de lo político, el de los poderes públicos, ha sido una de las condiciones de
posibilidad no-económicas que el propio capitalismo se ha ocupado y se ocupa de
desestabilizar, tanto a nivel de los estados nacionales como en el espacio
geopolítico global. Para Fraser, los poderes políticos son exteriores a la
economía capitalista, y la sociedad capitalista se esfuerza por profundizar
esta separación, haciendo que “lo económico sea no-político y lo político sea
no económico” (p. 121). Al repasar la historia de las crisis capitalistas en
función de los regímenes de acumulación, la autora encuentra una constante: la
puja por el trazado de límites entre los diversos dominios no económicos y la economía,
esto es, las denominadas “luchas de frontera”. En la etapa mercantil, dice la
autora, la separación entre economía y política era sólo parcial debido a la
injerencia del absolutismo sobre los procesos económicos; en la etapa de
liberal-colonial se entronizó el contrato y se clarificó la separación entre
dominios. La lucha de clases en el centro significó logros políticos para los
trabajadores, bajo la condición de que la democracia no se extendiera al lugar
de trabajo. Nada parecido ocurrió en la periferia, donde se mantuvo la
expoliación de las poblaciones subyugadas por el colonialismo. La conocida
crisis de este régimen, que dio paso al capitalismo administrado por el Estado,
implicó un poder público más activo para sostener las condiciones de trasfondo
de reproducción del capital, bajo la creciente hegemonía de Estados Unidos. La
“ciudadanía social” de esta etapa significó la domesticación de las tendencias
más disruptivas, ya que se tomaron medidas para incorporar “estratos
potencialmente revolucionarios, aumentando el valor de su ciudadanía y dándoles
participación [stake] en el sistema” (p. 127). Lo que no cambió, una vez
más, fue la expoliación de la periferia. Y en la etapa final, el capitalismo
financiero reformula la relación economía-política, asestando un doble golpe:
hace que las instituciones políticas sean incapaces de resolver los problemas
de los ciudadanos e independiza a las instituciones globales respecto de los
poderes públicos, en un proceso de des-democratización (que incluyó previamente
grandes derrotas de sindicatos y también de muchos estados que se vieron
compelidos a abandonar, por ejemplo, el control sobres sus monedas). Se
llega, in extremis, a una situación de “gobernanza sin gobierno, lo
cual significa dominación sin la hoja de higuera del consentimiento” (p. 130). En
la fase más reciente del régimen financiero, dice Fraser, se está observando
una crisis de la hegemonía neoliberal. La pérdida de capacidades políticas es
cuestionada por los populismos y las socialdemocracias, en un intento, aunque
con objetivos distintos, de recuperar algo del poder público. En este marco, no
puede dejar de señalarse que el populismo de derecha es una reacción frente a
la “impía alianza” de movimientos sociales ganados por el neoliberalismo para
formar el ya mencionado neoliberalismo progresista.
Por fin, en el capítulo 6, Fraser
afirma que, así como el capitalismo ha retornado al discurso político, lo mismo
ocurre con el socialismo, en el marco de la fractura hegemónica neoliberal. Por
eso mismo, así como aboga por una concepción ampliada del capitalismo, propone
también una concepción ampliada del socialismo, que integre la dimensión
económica con las dimensiones no-económicas, como la reproducción, el cuidado,
la ecología y los poderes públicos. El capitalismo es injusto, irracional y
antidemocrático: el socialismo debe superarlo, siendo justo, racional y
democrático en todas las dimensiones relevantes. Debe ser “un nuevo orden
social que supere no ‘sólo’ la dominación de clase sino también las asimetrías
de género y sexo, la opresión racial/étnica/imperial, y la dominación política
en todos los ámbitos” (p. 151), asumiendo tres tareas fundamentales: redefinir
los límites de los diversos dominios sociales (fijando nuevas prioridades y
creando nuevos diseños institucionales); determinar qué hacer con el excedente
(si es que ha de haber alguno y, si lo hay, cuán grande ha de ser), sabiendo
que a futuro habrá que pagar las cuentas que deja impagas el capitalismo; y
acordar qué espacio darle al mercado (su respuesta es: sin mercado en
la cima, sin mercado en la base, pero quizá algo en el medio; esto es, el
mercado se permite sólo luego de que se determina la asignación macro del
excedente y se asegura la provisión para las necesidades básicas). En suma, el
socialismo “debe convertirse en el nombre de una alternativa genuina al sistema
que está destruyendo el planeta y frustrando nuestras posibilidades de vivir
bien, en libertad y democracia” (p. 157). Más aún, arenga Fraser, “ya es hora
de resolver cómo matar de hambre a la bestia y poner fin de una vez por todas
al capitalismo caníbal” (p. 165).
Fernando Lizárraga
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