Hace unas semanas estuve en un conversatorio anarquista, luego del cual
con algunxs camaradas nos fuimos a beber algo en las bancas de la Plaza Brasil.
La última vez que habíamos hecho lo mismo no fue buena idea: al ir llegando a la
Plaza vimos gente arrancando, y otros persiguiendo al supuesto autor de lo que
después supimos era un intento de asalto a mano armada. Todos los grupos humanos
en la Plaza estaban ofreciendo drogas a viva voz (más encima de esas que no me
gustan), y para alejarnos de esas interacciones nos instalamos con nuestras
latas de cerveza lo más cerca posible del paradero de buses. Al rato llegaron
los carabineros y nos hicieron controles de identidad. Fueron bastante prepotentes,
como siempre, pero al menos no nos quitaron las cervezas. Cuando uno de los
nuestros les hizo ver que mientras nos controlaban por no hacer nada ahí cerca asaltaban
gente con pistolas, el COP replicó: “¡Y usted vio eso y qué hizo? ¡Llamó a
Carabineros acaso?”.
En fin: en este nuevo intento la Plaza estaba harto más amigable y sin
pacos. Así que pudimos ir dos veces a cargar cervezas, y además se envió una
comisión especial a conseguir una buena cantidad de papas fritas en un local
cercano. Yo me retiré con dos compas más pasada la medianoche en un bus que
apenas se dignó a abrirnos la puerta porque el chofer ya quería terminar la
jornada laboral. El resto se quedó hasta altas horas de la madrugada y luego se
trasladó a un domicilio a dos o tres comunas de distancia.
En un momento de la conversación cervezística me puse a hablar en contra
del feminismo neoliberal, acentuando su carácter institucional, estatista e
interclasista, dando varios ejemplos recientes de la vida pública y privada que
me parecían realmente detestables. En un momento, una de las pocas personas que
no conocía de antes me interrumpe y dice: “Lo que estás diciendo es
completamente cierto, pero es raro que lo digas tú”. Le pregunté el por qué y
replica: “Porque habitas un cuerpo heteronormado, entonces no has estado del
otro lado y no deberías hablar de eso”. Algo asombrado, pero no tanto en estos
tiempos, le digo que no “habito” mi cuerpo sino que “soy” este cuerpo, y que a
pesar de que en efecto soy heterosexual y para más remate “heterocis”, sigo
creyendo que hay un punto importante en lo que estoy diciendo, desde un punto
de vista anticapitalista y antiautoritario. Por lo demás -agregué- aunque
modificara mi orientación sexual o mi adscripción o identidad de género, seguiría
“habitando” el mismo cuerpo, más determinado por los alimentos que consumo, la
cantidad de cerveza que le pongo, y las actividades físicas que hago o no hago…Pero
no: esta joven insistía en que a pesar de que mi discurso era correcto, no
debía pronunciarlo yo. Así que le dije que mejor hiciera como que mi discurso
era un texto anónimo, y que lo analizara en sus propios méritos sin importar quién
era yo ni mis gustos sexuales ni características individuales…Y justo ahí se
venía la última micro y los que no nos íbamos a quedar carreteando porque
teníamos que trabajar al otro día temprano nos fuimos corriendo para poder alcanzarla,
así que no pude seguir disfrutando más de ese martirio de conversación.
Poco después me topé con este texto de un desesperado Mark Fisher que ya en el 2013 estaba desmoralizado y hastiado por el discurso y actitudes de lo que ahora llamaos “izquierda woke” (concepto que según un amigo lo inventó la nueva derecha), una mezcla de teoría queer de academia, teoría interseccional en versión moralista culposa y liberalismo progre disfrazado de disidencia política y sexual. Recomiendo leerlo entero en Jacobin, pero he extractado la parte del medio, por lo sustanciosa que resulta en explicar las ideas ahora incluso más dominantes en el mundillo woke, disidente y etc., conformado por personas que por su edad sólo han vivido el “realismo capitalista”, absorbiendo toda la ideología posmo en sus peores variedades, que se ha tomado la cultura de nuestra época por completo, partiendo por las mentes de los “neoanarquistas” de “estilo de vida” que luchan contra una “normalidad” que ya no se define en términos de Capital/Trabajo ni lucha de clases.
Aclaro
que su crítica al “neoanarquismo” tiene puntos correctos pero claramente está
hecha desde una posición izquierdista algo tradicional.
En fin: nadie es perfecto (Escuchemos el dub/punk oscuro de Bauhaus
mientras tanto).
Entonces, ¿hacia dónde vamos?
Primero es necesario identificar los rasgos de los discursos y los deseos que
nos trajeron a esta encrucijada desmoralizante y triste en la que la clase ha
desaparecido, pero el moralismo está por todas partes; donde la solidaridad es
imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes, y no porque nos intimide
la derecha, sino porque hemos permitido que modos de subjetividad burguesa
contaminaran nuestro movimiento. Creo que hay dos configuraciones
libidinales-discursivas que produjeron esta situación. Ambas se autoproclaman
de izquierda pero, como dejó en claro el episodio de Brand, en gran medida son
una señal de que la izquierda, definida como un agente en una lucha de clases,
se encuentra prácticamente desaparecida.
Dentro del Castillo de Vampiros
La primera configuración es lo
que yo llamo el Castillo de Vampiros. El Castillo de Vampiros se especializa en
propagar la culpa. Lo animan el deseo de sacerdote de
excomulgar y condenar, el deseo de académico pedante de ser el
primero en detectar un error, y el deseo de hipster de estar
entre las personas más populares. El riesgo de atacar al Castillo de Vampiros
es que podría parecer que uno atacara las luchas contra el racismo, el
machismo, el heterosexismo (y el Castillo hará todo lo posible para reforzar
esta idea). Pero, lejos de ser la única expresión de esas batallas, el Castillo
de Vampiros se entiende mejor como una apropiación, una perversión burguesa y
liberal de la energía de esos movimientos. El Castillo de los Vampiros nació
cuando la lucha por no ser definido a través de categorías
identitarias se transformó en la búsqueda de tener «identidades» reconocidas
por un gran Otro burgués. El privilegio del que sin dudas disfruto por ser un
hombre blanco consiste en parte en no ser consciente de mi origen étnico ni mi
género, y que ocasionalmente te llamen la atención acerca de estos puntos
ciegos es una experiencia reveladora. Pero en lugar de buscar un mundo en el
que todos estén libres de clasificaciones identitarias, el Castillo de Vampiros
busca encerrar a las personas en sus campos identitarios, donde quedarán para
siempre definidas según parámetros establecidos por el poder dominante,
paralizadas por la conciencia de sí mismas, aisladas por una lógica de solipsismo
que insiste en que no podemos entendernos entre nosotros a menos que
pertenezcamos al mismo grupo identitario.
Noté que hay un fascinante
mecanismo mágico de negación y proyección invertida según el cual la mera
mención de la clase automáticamente es considerada como si uno quisiera
degradar la importancia de la raza y el género. En realidad ocurre exactamente
lo contrario: el Castillo de Vampiros usa un concepto en definitiva liberal de
la raza y el género para opacar la clase. En todas las polémicas absurdas y
traumáticas que hubo en Twitter este año acerca de los privilegios fue notable
que la discusión del privilegio de clase estuvo completamente
ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género
y raza; pero lo que caracteriza al Castillo es justamente la desarticulación de
la clase respecto de las otras categorías. El problema que se proponía resolver
el Castillo de Vampiros era el siguiente: ¿cómo conservar un poder y una
riqueza enormes y seguir apareciendo como una víctima, como alguien marginal y
opositor? La solución ya estaba ahí, en la Iglesia cristiana. Por eso el
Castillo acudió a las estrategias infernales, las patologías oscuras y los
instrumentos de tortura psicológica que inventó el cristianismo, y que Nietzsche
describió en La genealogía de la moral. Este sacerdocio de la
mala conciencia, este nido de beatos traficantes de culpa, es exactamente lo
que predijo Nietzsche cuando dijo que se venía algo peor que el cristianismo.
Aquí está...
El Castillo de Vampiros se
alimenta de la energía y las ansiedades y vulnerabilidades de estudiantes
jóvenes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos
particulares (cuanto más «marginales» mejor) en capital académico. Las figuras
más loadas del Castillo de Vampiros son aquellas que han abierto un nuevo
mercado del sufrimiento; aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido
y subyugado que los explotados anteriores subirá de rango rápidamente.
La primera ley del Castillo de
Vampiros es: individualiza y privatízalo todo. Si bien en
teoría dicen estar a favor de críticas estructurales, en la
práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento
individual. Algunas personas de clase trabajadora no tuvieron una gran
educación, y a veces pueden ser irrespetuosas. Recuerden: condenar individuos
es siempre más importante que prestar atención a estructuras impersonales. La
clase dominante propaga ideologías de individualismo, mientras tiende a actuar como
una clase. (Muchas de las que llamamos «conspiraciones» son la clase dominante
mostrando solidaridad de clase.) El CV, sirviente de la clase dominante, hace
lo contrario: habla de «solidaridad» y «colectividad» de la boca para afuera,
pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder
fueran lo más importante. Como en el fondo son pequeñoburgueses, los miembros
del Castillo de Vampiros son intensamente competitivos, pero lo reprimen, de un
modo pasivo—agresivo que es típico de la burguesía. Lo que los une no es la
solidaridad, sino un miedo mutuo; el miedo a ser los próximos denunciados,
expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo de
Vampiros es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy
difíciles. No puede haber liviandad, ni mucho menos humor. El humor,
por definición, no es serio, ¿no? El pensamiento es trabajo duro, cosa de
acentos refinados y ceños fruncidos. Allí donde hay confianza, introducen
escepticismo. Dicen: no se apresuren, hay que pensar en esto con más
detenimiento. Recuerden: tener convicciones es opresivo, y puede desembocar en
gulags.
La tercera ley del Castillo de
Vampiros es: propaga tanta culpa como sea posible. Cuanta más culpa
mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que comprenden la
gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de clase si uno siente culpa
por ello y hace que quienes están en una posición de clase más subordinada
también se sientan culpables. Uno también hace algunas cosas buenas por los
pobres, ¿no?
La cuarta regla del Castillo
de Vampiros es: esencializa. Si bien en nombre de los miembros del CV
siempre se esgrime fluidez identitaria, pluralidad y multiplicidad (en parte
para ocultar su propia posición invariablemente rica, privilegiada y burguesa),
el enemigo siempre debe ser esencializado. Como los deseos que animan al CV son
en gran medida deseos de sacerdote, deseos de excomulgar y condenar, debe haber
una clara distinción entre el Bien y el Mal, y este último debe ser
esencializado. Noten la táctica. X dice algo/se comporta de determinada manera;
lo que dijo o su comportamiento podría ser interpretado como transfóbico,
machista, etc. Hasta ahora, todo bien. La sorpresa viene después. X pasa
entonces a ser caracterizado como transfóbico, machista, etc. Toda su identidad
se ve definida por un comentario equivocado o un error de conducta. En cuanto
el CV organiza su caza de brujas, la victima (muchas veces una persona de clase
trabajadora, no educada en las reglas de etiqueta pasivo-agresivas de la
burguesía) puede ser incitada a perder los estribos, confirmando aún más su
posición de paria, el próximo a ser consumido por el fuego de la quema.
La quinta ley del Castillo de
Vampiros es: piensa como un liberal (porque eres uno). El trabajo del
CV de avivar una furia reactiva consiste en señalar sin parar lo más obvio: el
capitalismo se comporta como el capitalismo (¡no es muy agradable!), los
aparatos represivos del Estado son represivos. ¡Hay que protestar!
Neoanarquía en el Reino Unido
La segunda formación libidinal es
el neoanarquismo. Con este término, de ninguna manera aludo a los anarquistas y
sindicalistas que están involucrados en organizaciones en lugares de trabajo,
como la Solidarity Federation. Me refiero a aquellos que se identifican como
anarquistas pero su participación en política no va más allá de protestas
estudiantiles y ocupaciones, y comentarios en Twitter. Como los habitantes del
Castillo de Vampiros, los neoanarquistas en general vienen de un origen
pequeñoburgués, o quizás de un lugar con aún más privilegio de clase.
También son abrumadoramente
jóvenes: veinteañeros, como mucho treintañeros; y lo que caracteriza su
posición neoanarquista es un horizonte histórico muy estrecho. No han vivido
otra cosa que el realismo capitalista. Para el momento en el que los
neoanarquistas adquirieron conciencia política (y muchos de ellos la
adquirieron hace muy poco tiempo, considerando el nivel de arrogancia que a
veces exhiben), el Partido Laborista se había transformado una cáscara
blairista, implementando políticas neoliberales con una pequeña dosis de
justicia social de acompañamiento. Pero el problema con el neoanarquismo es que
refleja de manera acrítica este momento histórico, en lugar de ofrecer algún
escape de él. Olvida, o quizá sinceramente ignora, el papel del Partido
Laborista en la nacionalización de grandes industrias y empresas de servicios
públicos y en la fundación del Servicio Nacional de Salud. Los neoanarquistas
aseguran que «la política parlamentaria jamás cambió nada» o que «el Partido
Laborista fue siempre inútil», mientras asisten a protestas sobre el Sistema
Nacional de Salud o retuitean quejas sobre el desmantelamiento de lo poco que
queda del Estado de bienestar. Aquí funciona una regla implícita extraña: está
bien protestar contra lo que hizo el parlamento, pero no entrar al parlamento o
los medios masivos para intentar instrumentar cambios desde allí. Hay que
despreciar a los medios mainstream, pero hay que ver Question Time en la
BBC para criticarlo después en Twitter. El purismo se transforma en fatalismo;
si es mejor no quedar manchado por el mainstream, es mejor «resistir»
inútilmente que correr el riesgo de salir con las manos sucias.
No sorprende, entonces, que
muchos neoanarquistas parezcan deprimidos. Esta depresión está sin dudas
reforzada por la angustia de la vida de posgrado puesto que, como el Castillo
de Vampiros, el hogar natural del neoanarquismo son las universidades, y en
general es propagado por aquellos que estudian para los exámenes de un posgrado
o han terminado uno recientemente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario