El domingo estuvo Maurizio Lazzarato en la feria del Libro de Recoleta, presentado por mi amigo Mario Sobarzo. La conversación giraba en torno a los temas de su último libro "¿Hacia una guerra civil mundial?" (Tinta Limón/Traficantes de Sueños).
Lamentablemente, mientras hablaba Maurizio avisaron desde la organización de la feria que había que desalojar la sala para dar espacio a otro lanzamiento, así que la experiencia quedó trunca y no se alcanzaron a hacer preguntas. Por lo menos alcancé a obsequiarle una copia de la bellísima edición reciente de "Los gorilas estaban entre nosotros" de Helios Prieto, por Novena Ola.
A continuación, les dejo un fragmento del libro.
¿Poder constituyente?
El spinozismo político puso de
moda el poder constituyente, de modo que incluso la lucha más pequeña sería su
expresión. Pero en la modernidad, el poder constituyente es una consecuencia
directa de las guerras civiles, las insurrecciones, las revoluciones. Toda
apertura del tiempo constituyente no es resultado de una potencia ontológica
genérica de las masas, de la clase, de la Multitud. Más bien, requiere una
estrategia para quebrar el poder establecido, una derrota infligida al enemigo
de clase: el ejemplo más reciente lo proporciona Chile, donde solo las grandes jornadas
insurreccionales de 2019 crearon la posibilidad de declarar abierta una fase
constituyente. La reversión de la fase constituyente contra los movimientos que
la habían producido se debe probablemente a que el período constituyente no fue interpretado como una continuación de
la guerra civil por otros medios (a diferencia del enemigo, no se sostenía
un punto de vista de clase sobre la situación pos-insurreccional).
En la modernidad, todas las
grandes constituciones, todas las grandes transformaciones políticas,
institucionales, jurídicas, sociales y económicas han sido producidas,
paradójicamente, “por el peor flagelo de la polis”, por la “peste” de la
“abominable” guerra civil, una “plaga que acecha la sociedad” (así la definían
los enemigos de la democracia en Grecia, porque guerra civil y democracia
significaban, según Aristóteles, revuelta y poder de los pobres): la “revolución”
estadounidense, la revolución francesa, la soviética, la mexicana, la china, la
vietnamita, la cubana, la iraní, etc. todas ellas son el resultado de la “más
dura de todas las guerras” capaz de producir un cambio radical en el sistema
económico, social, político, y en los valores que lo fundaron.
Las “democracias europeas”
nacieron de las guerras partisanas contra el fascismo. Incluso el gran
desarrollo económico de China surge de una guerra civil más o menos progresiva
y más o menos violenta: la “revolución cultural”. Solo después de la victoria
política de una parte sobre otra, de la afirmación de quienes querían imponer
la producción occidental incluso en un país socialista, el capitalismo se
afirma. Por lo que se podría enunciar una “ley” general: primero la revolución, o la guerra entre Estados o entre imperialismos,
luego la producción; primero la guerra de clases, luego la economía, el
derecho, el sistema político y su gobierno.
La guerra y la guerra civil son
fuerzas económicas, sociales y políticas o, para ser más precisos, constituyen
las condiciones políticas para que estas fuerzas surjan y se desarrollen. De
ellas depende el modo de producción, el sistema político, la forma que adoptará
una sociedad, para bien o para mal. El trágico caso de la Guerra Civil española
nos deja muchas lecciones negativas en este sentido. La victoria de Franco
impuso un capitalismo asfixiado, un sistema político y social radicalmente
reaccionario, diferente al de otros países europeos.
La guerra civil es una formidable
máquina de producción y transformación de subjetividad. Gianfranco Miglio
considera el enfrentamiento fratricida la más “real”, la más “total” de las
guerras: “Esta radicalidad, a su vez, clarifica por qué las guerras ‘civiles’
normalmente producen clases políticas más compactas y mejor equipadas para
contar más adelante en el proceso histórico”, y sistemas institucionales más
duraderos e importantes.
La constitución de nuevos sujetos
políticos, las formas inéditas de acción colectiva, los saltos y rupturas que
se producen en las subjetividades, se configuran dentro de estos conflictos,
algo pasado por alto por las teorías modernas que, paradójicamente, tienen al
“sujeto” en su centro (Foucault), la “producción de subjetividad” (Deleuze y
Guattari) y la “subjetivación de la Multitud” (Hardt y Negri). La
transformación de los modos de sentir y de sufrir, de los afectos y de la
sensibilidad es inseparable de las grandes rupturas políticas de masas.
Foucault, antes de teorizar sobre
la gubernamentalidad, el neoliberalismo y la fabricación del sujeto según
cánones ético-estéticos, lo sabía bien: “La guerra civil no solo pone en escena
elementos colectivos, sino que los constituye. Lejos de ser el proceso por el
cual se vuelve a bajar de la república a la individualidad, del soberano al
estado de naturaleza, del orden colectivo a la guerra de todos contra todos, la
guerra civil es el proceso a través del cual y por el cual se constituye una
serie de nuevas colectividades inexistentes antes de ella”.
Está muy claro que hasta que no
vuelva esta conciencia, la fantasía de las potencias constituyentes será solo
el marco de la reproducción sin fin de nuestra derrota.
La revolución y la guerra civil
tienen una relación problemática entre sí. Toda revolución es también una
guerra civil, pero no todas las guerras civiles son revoluciones. Si la
revolución es fruto de la modernidad, la guerra civil es tan antigua como la
civilización occidental, y también parece haberla originado. Roma, cuya
fundación fue el resultado de una lucha a muerte entre hermanos, puede servir
de emblema de la persistencia de la guerra civil, tanto en Grecia como en Roma.
Hannah Arendt señala una profunda diferencia entre revolución y guerra civil:
las revoluciones “no existían antes de la edad moderna” y constituyen ―a diferencia
de las guerras civiles (“fenómenos más antiguos del pasado que conocemos”)― las
novedades más relevantes de los nuevos tiempos políticos. En el siglo XVIII, la
revolución se concibe como una alternativa a la guerra civil, nos enseña
Kosseleck. La primera se asociaba al avance de la humanidad en todos los campos
(pensemos en Kant y en todo el idealismo alemán) mientras que la segunda se
refería a conflictos religiosos, guerras en las que hermanos matan a hermanos
sin aportar ningún progreso general. Mientras que la guerra civil significaba
“un absurdo dar vueltas en círculos”, la revolución “abría un nuevo horizonte”.
Si más tarde se pasa de la
contraposición a la subordinación de la guerra civil a la revolución, será el
marxismo quien la rehabilite completamente. Primero Marx y Engels, pero
definitivamente los bolcheviques y luego los comunistas chinos, hacen de la
guerra civil (transformada en guerra de partisanos, en guerra de guerrillas, en
guerra irregular) la condición de la revolución. Lenin advierte al proletariado
que no se deje engañar por el patriotismo de las guerras nacionales burguesas,
que “no debe desviar su atención de la única guerra verdaderamente liberadora,
a saber, la guerra civil contra la burguesía en ‘su’ propio país y la de los
países ‘extranjeros’”.
Hoy, en ausencia de toda voluntad
revolucionaria, en ausencia de todo proyecto de ruptura radical, abiertamente
reivindicado por los movimientos sin haberlo sustituido por nada tan poderoso y
eficaz, la guerra civil es asimétrica, dirigida y organizada por los poderes
contemporáneos en conjunción cada vez más estrecha con la guerra entre Estados,
con la guerra total y con el genocidio.
A pesar del despliegue de su gran
fuerza de negación y creación, la guerra civil es la gran ausente de la
renovación teórica de los años sesenta y setenta, con la única excepción,
durante un breve periodo, de Michel Foucault. Pero su voluntad de hacer de ella
una matriz de las relaciones sociales sirve de poco para analizar las guerras y
guerras civiles contemporáneas, porque nunca se enfrenta a las guerras
mundiales y guerras civiles del siglo XX que son su matriz. Para ello, es mejor
recurrir a otros que vivieron el siglo XX de forma más trágica e intensa, a
saber: los revolucionarios y los contrarrevolucionarios.
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