(Presentación
a El movimiento
estudiantil radical japonés y el Zenkyōtō (1945-1970), de Tomás
Pacheco Márquez, Editorial Banzai/Pensamiento & Batalla, 2024).
“La forma
se presta para expresar el movimiento de la revolución la forma es la
revolución” (J.F. Lyotard)
I
La
historia de la revuelta global de los sesenta ha sido hace ya bastante tiempo reducida
a ciertas manifestaciones estudiantiles en el Barrio Latino en París ocurridas en
mayo de 1968. En esta operación de amnesia histórica, se ha logrado hacer olvidar
la dimensión global e internacionalista de un momento revolucionario acéfalo y
multidireccional que logró por un momento poner en jaque al viejo orden del
mundo a ambos lados de la cortina de hierro, en el norte y en el sur del
planeta.
En el
relato que se ha instalado como oficial, jamás se menciona que en Francia los
hechos de mayo gatillaron hacia el mes de junio una huelga general salvaje de
millones de personas en todo el país, de la cual a veces pareciera que nadie se
acuerda, y que fue posible a pesar de la fuerte oposición del aparato sindical
dominado por los estalinistas del P“C” francés. Y a partir de ahí, se suprime también
de la memoria de esos años la centralidad de la lucha de clases, en que por un
breve y hermoso momento el anticapitalismo proletario coincidió con otras
luchas emancipatorias en torno a raza y género, con el movimiento por los
derechos civiles y las luchas de liberación nacional en los antiguos países
coloniales. No por casualidad la chispa que encendió la pradera en muchas
partes del planeta, también en Francia, fueron las acciones en solidaridad con la
resistencia antiimperialista del pueblo de Vietnam.
Pese a
ello, la mayoría de los libros y discursos académicos nos hablan sólo del mayo
de los estudiantes y no del de los obreros, campesinos, dueñas de casa, niños y
niñas, oficinistas y artistas varios que en ese momento se sumaron a esta
crisis total del funcionalismo, en que por varias semanas ya nadie quiso seguir
cumpliendo el rol social asignado. Los situacionistas sabían de eso cuando tan
temprano como en julio de 1968 publicaron su propio relato sobre lo que
llamaron el “movimiento de las ocupaciones” de mayo/junio, anticipando que en
pocos meses se publicarían tantas toneladas de basura sociológica sobre la
“revuelta de los jóvenes” que al cabo de unos cuantos años la dimensión
verdaderamente subversiva del acontecimiento sería prácticamente suprimida de
la memoria colectiva.
La
maniobra fue tan exitosa que hace poco escuché en un conversatorio que cuando
el expositor, un muchacho mexicano que hablaba de las luchas en el Kurdistán,
preguntó a la asistencia qué pasaba en Chile hacia 1968, la repuesta fue clara:
“¡Nada!”. Me retiré luego pensando en que para ese público tan de izquierdas el
crecimiento del MIR, el nacimiento de la VOP, el cúmulo de luchas obreras,
campesinas y estudiantiles que se dieron y la dura represión policial del
gobierno de Frei Montalva no significaban nada de nada: el verdadero y único
acontecimiento para ellos fue la elección de Allende en 1970 y, mil días
después, el golpe de Estado de Pinochet.
Por todo esto
es que recobrar la memoria colectiva de todas esas luchas es una tarea esencial
para quienes nos negamos a sucumbir ante el imperio capitalista de la muerte en
vida, y estamos ya más que aburridos de la mirada ahistórica y derechamente
mitológica de la izquierda tradicional. Este libro de Tomás Pacheco es un
aporte mayúsculo en este sentido, concentrándose en la historia del movimiento
estudiantil desde 1945 (final de la segunda guerra mundial, con la derrota
japonesa e inicio de la ocupación norteamericana), y llegando hasta los momentos
decisivos de la lucha estudiantil en el contexto del “68 japonés”. En efecto,
hasta ahora existen muy pocos libros en español dedicados a analizar el
movimiento revolucionario en Japón de ese período, y predominan visiones acerca
de un exotismo inocente propio de los japoneses y su tendencia a imitar las
formas culturales de occidente, en medio de una sociedad pacífica y conformista
en que no existirían ni revueltas ni
antagonismo social, las que habrían sido totalmente desterradas luego del
destacable “milagro japonés”.
Si hablamos
del “68 japonés” no es de ninguna manera para contribuir a reducir las luchas
de este ciclo solamente a lo que ocurrió en ese año en algunos lugares,
incluyendo la poco conocida historia de lo que pasó en este país asiático. La
denominación “68” funciona para nosotros a estas alturas no tanto como un dato
cronológico sino que más bien como un símbolo que condensa toda la época de lo
que algunos han llamado el “segundo asalto proletario contra la sociedad de
clases”. Este ciclo de luchas que se concentran en el “68” en rigor comenzó
hacia 1965/6, medio siglo después del “primer asalto” de 1917/9 y dos décadas
después del final de la segunda guerra mundial. Alcanzó su punto culminante
entre 1969 y 1971, y ya visiblemente en 1973 genera su propia contrarrevolución,
que comienza muy violentamente con el golpe de Estado en Chile, seguido de la
arremetida global del denominado “neoliberalismo” como fase o modelo actual del
capitalismo occidental, caracterizado en el plano socioeconómico por la
intensificación abierta de las relaciones sociales capitalistas en todos los
planos, y en el plano ideológico y cultural por un “realismo capitalista” que nos
enseña que no hay alternativas a este orden, y que se expresa tanto a nivel de
“sentido común” como en las distintas variedades de posmodernismo academicista
de derecha y de izquierda que hemos sufrido hasta hoy.
En fin: cuando
decimos “68” o incluso “mayo del 68” es un poco en el mismo sentido que las
alusiones que se hacen en Chile a “Octubre del 2019”: un mes y un año cuyo
recuerdo aterroriza tanto a los defensores de este orden que pretenden
conjurarlo condenando al “octubrismo” por todos los medios a su disposición,
que no son pocos. Parafraseando al viejo Debord, jamás volverá a pasar un mes
de mayo (u octubre) sin que se acuerden de nosotros.
II
En mi
caso, siendo un hijo del 71, tuve conocimiento de la intensidad de las
protestas japonesas de los sesenta por dos hechos fortuitos. El primero fue
toparme en la televisión abierta de trasnoche a inicios de los noventa con el
documental “Días de furia”, que dentro de su variopinto y exótico contenido
mostraba imágenes de la lucha de Sanrizuka contra la construcción del
aeropuerto de Narita en las afueras de Tokio, y la violenta resistencia y
represión que se generaban. La voz en off del conductor presentaba el
dramático registro como una confrontación entre el mañana (construir un moderno
aeropuerto) y el ayer (la lucha de los campesinos y estudiantes por impedirlo):
como diría Walter Benjamin, “la catástrofe es el progreso, el progreso es la
catástrofe”.
Poco
después, aún en la primera mitad de los noventa, di casualmente con el librito
de Bernard Beráud sobre “La izquierda revolucionaria en el Japón” (edición mexicana
de 1971), donde entremedio de las detalladas explicaciones sobre las tácticas
de combate callejero y la evolución de los distintos grupos de la
ultraizquierda japonesa me hice una clara idea del tipo de lucha
antiimperialista y a la vez antiestalinista que se llevaba a cabo por allá. Si
no fuera por esos hallazgos, no sé cuándo me hubiera enterado de toda la
expresión nipona de las luchas del segundo asalto, pues no es de extrañar que
en los relatos más conocidos sobre el 68 Japón casi no aparece.
Por ejemplo, a lo largo de las
quinientas páginas del best seller de Mark Kurlansky sobre 1968 como “el
año que estremeció al mundo”, sólo encontramos en el índice temático dos
alusiones a Japón, aunque bastante significativas: en una se explica a grandes
rasgos en qué consistía el movimiento estudiantil de la Zengakuren, y en la
segunda se refiere que el Partido “Comunista” japonés (de los más grandes en
esa época, junto al italiano, francés y chileno) fue uno de los que se opuso a
la invasión rusa de Checoslovaquia (no así el P”C” chileno, que inventó la
pedagógica consigna de “checo, entiende, los rusos te defienden”). Ambos
factores sólo son esbozados en el relato de Kurlansky, pero son fundamentales
para entender el contexto social y político que nos hemos propuesto describir,
pues confluyen en la existencia de una amplia contracultura juvenil de
izquierda radical, a la vez anticapitalista y antiautoritaria (la base cultural
de la llamada “Nueva Izquierda”), que se desarrolló con fuerza en algunos de
los países en que los P”C”s y otras expresiones de la izquierda tradicional
socialdemócrata y/o autoritaria aparecían no sólo como parte del “viejo orden”,
sino que también como culturalmente reaccionarias. Gran parte de este nuevo
movimiento surge de la radicalización de las posiciones en contra de la
intervención imperialista en Vietnam, y en el caso japonés, estas protestas
enlazaban con todo un movimiento previo de oposición a las bases militares que
mantenía Estados Unidos en el archipiélago, desde las cuales ahora se
intervenía directamente en esa guerra.
En este sentido, Kristin Ross -que
tampoco dedica mucho espacio en su excelente libro “Mayo del 68 y sus vidas
posteriores” al contexto japonés-, nos recuerda que gran parte del movimiento
en Francia y el resto del mundo estaba centrado en la oposición a la guerra de
Vietnam, lo cual tres décadas después ya había sido suprimido de la memoria,
junto con todo el contenido anticapitalista de la revuelta, para destacar en
cambio únicamente su aspecto cultural,
de liberación de las costumbres, en tanto movimiento “generacional”. Ross
destaca la influencia que tuvo en el movimiento estudiantil de Estados Unidos y
Francia el ejemplo de la Zengakuren, que había aprendido que “la policía no
siempre gana”. Y en efecto, en un momento sus tácticas fueron replicadas (con
variantes, obviamente) por los estudiantes de varias ciudades del mundo, lo
cual creo que se explica en gran medida por efecto de la circulación de
imágenes televisivas de las protestas, con su efecto contagioso que
posteriormente la prensa y TV oficiales se han cuidado de evitar.
En efecto, la especificidad de la
“escena japonesa” en el contexto del 68 global fue la masividad, creatividad y
combatividad de las luchas callejeras. En rigor, estas ya se habrían expresado
en gran estilo ya desde inicios de la década, pero la novedad tecnológica que
aportó 1968 fue la incorporación en los medios de comunicación de las
transmisiones en directo por televisión satelital, lo que dio al público un
sentido de simultaneidad de los eventos y luchas que se daban en todo el globo.
De esta forma, se pudo apreciar en directo y en todo el mundo escenas como las
que ya en 1960 había registrado el periodista Walter Cronkite y un equipo de la
CBS, cuando el presidente Eisenhower decidió finalmente no aterrizar en japón,
dada la presencia de decenas de miles de manifestantes de la Zengakuren.
Cronkite luego relató que cuando trató de salir del lugar no tuvo más remedio
que acercarse a las filas de los manifestantes, para acto seguido unirse a
ellos tomándose de los brazos y gritando “Banzai! Banzai!”. “Lo estaban pasando
magníficamente” y tras despedirse, recién pudo llegar a su automóvil y
dirigirse al aeropuerto.
No cabe duda de la gran fascinación que
causó en occidente la transmisión televisiva y registros fotográficos de
tácticas como la “danza de la serpiente”, la construcción de fortalezas de
madera para combatir contra la construcción del aeropuerto de Narita, y la
indumentaria propia de los estudiantes radicales japoneses (cascos de colores y
garrotes, que en verdad habían sido implementados primero en las peleas entre
distintas tendencias dentro de los campus universitarios antes de ser usados
masivamente para la lucha contra la policía).
John Lennon y Yoko Ono usaron los
típicos cascos Zengakuren en presentaciones en vivo y fotografiados así mismo
(con casco y puño en alto) aparecen en una famosa entrevista en el periódico
trotskista Red Mole y en el arte de portada del single “Power to the people” de
Lennon, lanzado en marzo de 1971.
Incluso un artista tan aparentemente
poco politizado como Jimi Hendrix, hizo en 1970 comparaciones entre la lucha de
los estudiantes norteamericanos, caracterizadas por la no-violencia al extremo
de “dejarse abrir la cabeza” por las porras de la policía, y las tácticas de
lucha callejera de los estudiantes japoneses. Mientras el comportamiento de los
jóvenes gringos le parecía masoquista, Hendrix lo contrastaba con el de “los
muchachos en Japón” que “se compran cascos, forman escuadrones y van en
bloques, así. Tienen todo lo necesario. Tienen sus escudos. Llevan soportes de
acero. Tienes que tener todas esas cosas”. Y no deja dudas acerca de sus
simpatías cuando remata con un “me gustaría ver a todos esos chavales
estadounidenses con cascos y grandes escudos romanos para hacer lo que van a
hacer. ¡Juntos de verdad! Si te vas a meter en eso, mejor que lo hagas con
otros. Toma nota, porque estoy harto de ver estadounidenses con la cabeza
abierta sin ningún motivo”.
III
Dentro de este escenario, la
investigación de Pacheco parte por explorar el ambiente político a partir de
1945, y la influencia que en ese escenario tiene el Partido “Comunista”
Japonés, la organización política que más peso tiene en el origen del movimiento
estudiantil de posguerra, y que presenta en ciertos momentos de su historia una
deriva a favor de la lucha armada. El
rol del P”C” es realmente importante, y en eso el 68 japonés comparte algunas
características con su equivalente francés, italiano e incluso chileno: países
en que el antiguo partido estalinista tiene una gran influencia política,
social y cultural, a la vez que aparece cada vez más como parte integrante del
“partido del orden”, lo que motiva ya desde fines de los cincuenta el surgimiento
de nuevas corrientes a su izquierda, que oscilan entre el marxismo-leninismo trotskista
o maoísta y las posiciones anti-autoritarias propias de la Nueva Izquierda, y
que terminan fraccionando y disputándose la dirección de la Zengakuren.
El movimiento estudiantil japonés tuvo
un largo proceso de crecimiento y maduración, que no pierde de vista la
vinculación con la lucha de clases, lo que lo constituye en un precursor del
movimiento global que se hace visible a contar del 68, lo cual contrasta notoriamente
con las visiones reduccionistas y eurocéntricas que plantean poco menos que los
movimientos en el resto del mundo imitaban la revuelta del mayo estudiantil francés.
Muy por el contrario, luego de una
larga trayectoria de luchas que incluyó la gran batalla contra la renovación
del tratado de cooperación y seguridad mutua (Anpo) con Estados Unidos en 1960,
a la reactivación de las movilizaciones que se produce desde fines de 1966, las
dos masivas confrontaciones con la policía en las inmediaciones del aeropuerto
de Haneda en octubre y noviembre 1967 (en que se trataba de impedir viajes al
exterior del primer ministro Sato), y las ocupaciones de campus que paralizaron
completamente el sistema universitario durante 1968 y 1969, que fueron en su
momento consideradas como la revuelta estudiantil más grande del mundo. Por eso
es que toda esta historia debería ser bien conocida en un país como Chile, cuyo
movimiento estudiantil ha logrado varias veces sacudir los cimientos del orden
social, tal como destaca Pacheco en su Introducción.
En su detallada revisión, después de
repasar la historia del P”C”J y el surgimiento de la Nueva Izquierda, Pacheco se
concentra sobre todo en el momento a fines de los sesenta en que surge un nuevo
tipo de organización en los campus universitarios. La ya antigua Zengakuren,
desgastada por la lucha de fracciones entre los distintos partidos y sectas de
ultraizquierda, no está a la altura de los nuevos desafíos de la lucha, y en
ese contexto surge el Zenkyoto, un movimiento más asambleario y horizontal organizado
en asambleas de campus, inspirado inicialmente en las ideas de la estudiante
Mitsuko Tokoro, que antes de fallecer prematuramente a inicios de 1968 dejó
escrito el influyente texto “La organización por venir” (1966).
Ferrán de
Vargas, autor del único libro que hasta ahora se ha dedicado en detalle a la
izquierda revolucionaria japonesa en el período que va desde la posguerra a
1972, señala que en ese momento parece haber surgido una “nueva ‘nueva
izquierda’”, que es la que se expresa con fuerza en la llamada “época de la
política” (1966-1971), el momento más álgido de esta historia, cuando la
izquierda revolucionaria movilizaba a alrededor de 300.000 personas en la calle. Y es también en esa época cuando en
vinculación con toda esa agitación social se desarrolla la contracultura
japonesa más interesante, que ha obsesionado a varios melómanos del mundo, como
Julian Cope -que le dedicó el libro Japrocksampler- y a mí mismo -que dediqué
el libro Barricadas a go-go a la escena musical desarrollada en el archipiélago
nipón entre 1968 y 1977. Cuando digo que esta movida era interesante, me
refiero sobre todo a sus formas -y no solo las musicales-, porque John y Yoko
podían ponerse cascos y Hendrix recomendar el uso de escudos y garrotes
mientras los Rolling Stones homenajeaban al “Street fighting man”, pero ¿en qué
otro país un miembro de una banda de rock se unió al Ejército Rojo para
secuestrar un avión?
El final de
esta historia coincide con el inicio de la contrarrevolución neoliberal, cuyo
hito fundacional fue el golpe de Estado en Chile en septiembre de 1973. Para
ese entonces el ciclo de luchas en Japón se había agotado y la nueva izquierda
en sus distintas variedades entró en decadencia, no volviendo a gozar nunca más
del nivel de simpatía y masividad de los tiempos que cubren estas
investigaciones. El “segundo asalto” fue derrotado, y la larga
contrarrevolución con que se le respondió sigue produciendo sus efectos entre
nosotros. Pero esa ya es otra historia.
Julio
Cortés Morales, invierno de 2024
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